30.10.08

Nombre

Con frecuencia encuentro más poesía en los libros de ciencia que entre los poetas de salón, y más en los estudios lexicográficos que en los manuales de obstetricia, qué le vamos a hacer. El filólogo José Antonio Saura Rami es en este sentido uno de mis autores favoritos, y no solo por su apabullante rigurosidad en el complicadísimo camino de la onomástica y la etimología, o por la formidable máquina de sus comprobaciones, sino, sencillamente, por lo bien que escribe. Acaba de publicar Los nombres y la tierra, un estudio de la onomástica en tres valles ribagorzanos. Saura busca nombres, los limpia con una escobilla y los somete a rigurosos tratamientos filológicos para estudiar su historia y sus entrañas, y después los deja donde estaban. Busca relaciones entre las personas y las cosas, maneras de señalar, huellas de vida. Y así, de esa hermosa desnudez de los topónimos, y de un océano clásico de fondo, surge, por ejemplo, la bellísima descripción de la zona, o un apartado, “ecolingüística”, donde la literatura sopla con ironía y delicadeza las últimas motas de arena, hasta que los ecos quedan impolutos. Decía Ortega que un libro de ciencia, además de ciencia, debe ser un libro, y no sé qué me da más envidia, si la precisa, sinuosa, tacítea prosa de Saura, sus descarnaduras eruditas, o la seriedad del proyecto en el que lleva tantos años metido.
Es una lástima que al sur de la región no se suela considerar que los nombres de los sitios y de las personas se merecen un proyecto bien orquestado, completo y específico, no vocabularios dispersos y misceláneas anecdóticas. Eso sí que es buscar la identidad, y no repartir panfletos. Y quizá por eso, por pura honradez profesional, Saura Rami arremetió días atrás, en un periódico de la región, contra un nutrido contingente de cantamañanas que de pronto se ha constituido en Academia de l’aragonés, y nombra miembros de número y se presenta en la Euskaltzaindia como autoridad lingüística que se adorna de prerrogativas fantásticas en cuanto al uso y normalización de lo que ellos llaman el aragonés. Las aficiones son libres, pero del nombre se pasa al hecho y en cuatro días estos académicos de Argamasilla están firmando los certificados. Corren vientos de identidad, aires de pompa, bulderos que venden títulos, gobiernos, propaganda, todo eso de que despoja Saura Rami a las palabras para que podamos oírlas mejor.

Diario de Teruel, 30 de octubre de 2008


26.10.08

Galdós, Juan Martín "El Empecinado"


Ha sido un alivio dejar los salones de sesiones, las damas pazguatas y los héroes reaccionarios de Cádiz para echarse al monte con la partida del Empecinado. Nada más empezar me he vuelto a acordar de Baroja y El escuadrón del Brigante. Hay un cura en este Episodio, mosén Antón Trijueque, que es un salvaje de la misma laya que el cura Merino que pinta Baroja. Me pasa en todos: cuando no es Baroja es Valle-Inclán, y cuando no atisbos de Unamuno, aunque esto me ocurre más bien con las últimas novelas. La historiografía literaria tiene una deuda con Galdós, la de suturar la brecha que unos planes de estudio sin sentido infligieron durante muchos años en esa relación de maestría efectiva, esto es, bien aprovechada, que se estableció entre Galdós y los del 98, que no eran los nietos del Cid sino los hijos de don Benito. Todos querían matar al padre pero todos se quedaron con algún rasgo suyo. Y a todos les favorece.
Pero este Antón Trijueque (quien, por cierto, es de Botorrita) no es una figura episódica como el cura Merino, un ente histórico y por lo tanto plano, sino un personaje que se desarrolla patéticamente cuando el retrato de El Empecinado ha llegado a su fin. A mitad de novela, huyendo de la emboscada que, después de pasarse a las tropas francesas, le han tendido los hombres del traidor Trijueque, El Empecinado salta por una sima nevada, en plan doctor Moriarty, y ahí dejamos de saber de él. Es entonces cuando Galdós trae a las damas folletinescas hasta Cifuentes (menudo trajín el de las condesas noveleras) para que estén cerca del lugar donde Gabriel Araceli cae preso. Aparece por allí Santorcaz, su afrancesdo suegro, que aprovecha para contar su vida; el propio Antón da un exhaustivo repaso a sus penas de guerrillero, e incluso un simpático personaje, el carcelero francés, Plobertin, participa con una escena que parece de Walt Disney.
El arranque había sido formidable. El cuadro de las partidas de guerrilleros da una tensión a la novela que no tuvo en toda la entrega anterior. Es interesante conocer la vida cotidiana de los guerrilleros, y apasionante su condición de héroes salvajes, de generales bruscos y descamisados. La historia de la traición de Albuín y después de Trijueque le sirve a Galdós para poner de manifiesto su desconfianza última del método de la guerrilla: aquello es un caos sin disciplina previa y plenamente asumida. Todos quieren mandar, o rapiñar, y muchos son capaces de venderse por un vaso de vino. Son, en definitiva, patriotas bandoleros, y ello hace que la figura del Empecinado cobre dimensión dramática: debe ser justo en un mundo de bandidos, ser general en un caos de desharrapados, imponer la disciplina por la fuerza y confiar en que el patriotismo pueda más que la avaricia. Debe transigir con los desmanes de sus soldados pero también atender a las reclamaciones de los perjudicados, como aquel señor que lo conoció de pequeño y le reclama que le devuelvan el dinero que le han robado los hombres del Empecinado. Ahí se desata el conflicto, las traiciones, el patetismo de un personaje que lucha por no perder un gramo de su dignidad.
Pero hay un niño, una mascota, un recién nacido que se cría entre la tropa, y entre él y Santurrias van tramando un contrapunto amable a la cruda vida del guerrillero. Ese niño viene con un pan debajo del brazo, pero ni él ni mosén Antón, que son los encargados de sostener la trama cuando desaparece El Empecinado, pueden desarrollarse por el momento (sobre todo el cura), porque de pronto Galdós retoma la trama general, la de Inés y Amaranta, y ahora Santorcaz. La sensación es que decide un final a lo Cartuja de Parma, con un ilustrado conde Mosca (no tan noble Santorcaz, desde luego) y la sensual Amaranta tomando las riendas de su destino, más una joven amada, Inés, que es como aquella muchacha que veía Fabrizio desde las mazmorras.
La pericia de Galdós y su sentido de las proporciones hace que pronto la cosa se resuelva en un entretenido suspense sobre cómo va a huir Araceli de la cárcel, donde espera su ejecución acompañado del niño de marras. Los personajes episódicos que contaron su vida un poco de matute se convierten en candidatos a la liberación, y la sombra potente del Empecinado aún no termina de esfumarse. Todavía esperamos su presencia imponente en el desenlace de la novela.
Todo indica que después de la traición de Antón Trijueque Galdós cedió paso a otra novela, la de la primera serie, cuyo final había que ir preparando. Desde Cádiz, con la reaparición de Amaranta e Inés, se va preparando un final que deje atados los cabos folletinescos (el reconocimiento de la madre, el amor recobrado, la liberación de la clausura, etc.) y pueda recrearse en La batalla de los Arapiles. Si Galdós es siempre muy previsor en los finales, hasta el punto de concederles el protagonismo de toda la segunda mitad de la novela, las proporciones aconsejan que en una novela de diez tomos y más de dos mil páginas el final debe irse preparando como mínimo setecientas páginas antes de acabar.
Acabar. Hay algo que Galdós ya tiene muy claro. Araceli está exhausto como personaje. La primera persona narrativa no está hecha para el borbotón de personajes y de situaciones que le salen constantemente. Araceli se pasa el tiempo detrás de las cortinas o en una esquina de la mesa, escuchando a los verdaderos personajes, que deben renunciar a su autonomía porque sólo son lo que sabe de ellos Gabriel. La primera persona, en definitiva, se le queda estrecha, y de ahí que a veces se presenten personajes sin comerlo ni beberlo que reclamaban unos cuantos episodios para sí.
El resultado es que queda una novela partida en dos. Magnífica la primera parte, tanto que el amaneramiento de la segunda nos viene un poco mal. Hay un momento que tenía que producirnos admiración por el hábil argumentista y sin embargo nos deja fríos: me refiero a cuando aparece la lima con la que Araceli puede serrar los barrotes del calabozo. Es un caso claro de lo que yo llamo barrer a los centrales. Forma parte del suspense parecer previsible, hacer creer al lector que el desenlace será uno concreto, verlo venir, y entonces hacer progresar la trama saliendo por peteneras. Los finales con suspense provocan el placer de fallar en nuestras predicciones. Queremos equivocarnos. Si cuando está en la cárcel llega a aparecer el Empecinado para liberar a Gabriel Araceli, cierro el libro y lo dejo. Pero no. Estaba lo único que no había dejado de estar: el niño. Está bien la salida, pero no nos conmueve. Es un brillante final rutinario. Muy bien que no haya sido El Empecinado. Pero, a todo esto, ¿dónde está el Empecinado?
Los héroes se engrandecen con su ausencia. Así como al principio Galdós nos prepara con unos cuantos capítulos antes de presentárnoslo, aquí llega no para liberar a Araceli sino para cerrar el círculo narrativo. Entretanto, un detalle queda suelto: ¿quién puso la lima entre las ropas del niño? Se lo merecía Plobertin, el carcelero bueno, pero a Galdós da la sensación de que se le olvida. En todo caso, la escapada de Araceli está muy bien contada; sus calamidades bizantinas tienen la fuerza que echábamos de menos desde que se deshizo la partida de guerrilleros y mosén Antón se echó doblemente al monte. Sólo queda un reencuentro con Amaranta, con discursos demasiado largos para mi gusto. Después de las páginas de aventura, tan rápidas, este encuentro debería haberse resuelto con esticomitias en vez de con discursos.
El que sí está bien contado es el encuentro, al final, entre El Empecinado y mosén Antón, mucho más intenso. Mosén Antón es a fin de cuentas un ejemplo de dignidad y otro de testarudez. El Empecinado es generoso, como corresponde al héroe bueno, al Cristo magnánimo que tiene que ser para que su tropa de fanáticos y facinerosos le siga sin rechistar. Mosén Antón es Judas, y como Judas termina, mientras Araceli sigue buscando a Inés, que ha huido con el hipócrita de Santorcaz.
Es mucho mejor novela que la anterior, desde luego, y mucho más entretenida. Galdós ha cambiado los lamentos de salón por las aventuras montuosas. La mezcla, a veces, chirría un poco, pero no porque esté mal engastada sino porque la inercia de la aventura nos lleva siempre a más aventura, y es la prueba de que ha sido bien contada.

24.10.08

Galdós, Cádiz

Los Episodios más importantes desde el punto de vista histórico suelen ser narrativamente los más flojos. En Gerona Galdós prescindió de la historia y se quedó con la novela, y al final, en unas pocas apretadas páginas, resumió los datos históricos del sitio. En Cádiz la Historia manda, y la historia se queda en un acontecimiento que empieza a cobrar vuelo cuando Galdós ya se dispone a replegar las velas. Un gran personaje, lord Gray, uno de esos personajes que iluminan la página cada vez que asoman, se queda así en simple esbozo, o en algo peor.
Hasta ahora he ido leyendo Episodios en la edición que publicó en 1987 Círculo de lectores, los 46 tomos en octava y tapa dura y una letra Garamond que queda muy bien con el ligero amarilleo del papel. No me explico, dicho sea de paso, quién se va a leer los mamotretos que ha editado Destino, que parecen libros de coro. A la condición leve de los Episodios le corresponde un libro en octava, definitivamente.
Cadiz, sin embargo, lo he leído en la edición de bolsillo de Cátedra, profusamente anotada por Pilar Esterán. De toda la primera serie, sólo Trafalgar y Cádiz han merecido ediciones de este tipo, y desde luego no son las mejores. Lo que pasa es que los anotadores se lanzan a los episodios de más carne histórica, por más que se incluyan en colecciones literarias donde ya debería estar La corte de Carlos IV o la curiosa Gerona. Además, estos anotadores historicistas escriben más de lo que deben, acribillan el texto con largos inventarios de datos sobre tal o cual batalla, pero de literatura no dicen nada que merezca la pena; eso sí, adelantan acontecimientos de la trama, cuentan el final antes de que suceda y explican, con algo de retraso, que ha habido una anagnórisis folletinesca. Y sin embargo no llaman la atención sobre la escena de lord Gray y los mendigos (casi estoy por apostar que Buñuel vio en ella su futura Viridiana) ni ven esticomitias de teatro clásico ni evidentes referencias cervantinas. De todos los personajes históricos cuya vida y milagros se nos cuentan, sólo me he interesado por el taimado Calomarde, vaya personaje, y por Bartolomé José Gallardo, el autor del Ensayo de libros raros y curiosos, en cuya grata compañía yo he pasado bastantes horas en la Biblioteca Nacional.
Por lo demás, tanta nota me cansa, casi estoy deseando volver a la limpia edición de Círculo. Y me cansa en la medida que me cansa la novela. Más que cansarme, me irrita. ¿Cómo es posible que deje escapar de esa manera al personaje de lord Gray, con lo bien que lo pinta? Me he pasado la novela esperando que se saliese del tópico romántico (tan estupendamente contado, por otra parte) para entrar de lleno en el mundo de un ser libre. Pero Galdós se convierte en el tío Paco que viene con la rebaja y le da nada menos que a Gabriel Araceli la encomienda de cargarse al gran Gray. Hasta entonces piensas que Galdós va a redimirlo, pero no como un fantasma herido sino como un canto a la sanidad mental, no a la tormentosa locura.
El capítulo XXXIII es el más redondo de todos, y eso que no está Amaranta, tan adorable en La Corte de Carlos IV y en Napoleón en Chamartín, pero en muchos de los otros capítulos se mezclan demasiados personajes ilustres, demasiadas viejas reaccionarias y un desmelene folletinesco que no me termina de convencer. Y entre tanto lord Gray sujeto por la camisa de fuerza del tópico. Cómo es posible que lo haga hablar como un marqués de Bradomín nonato, que capte con tanto tino su condición cínica (cínica de Diógenes, no del diccionario) y luego lo sepulte de cualquier manera como si fuera un muñeco de cartón. Y cómo es posible que consiga algo tan difícil como que comprendamos el amor de María Asunción por lord Gray (véase Sonata de primavera) y no se nos deje entrar en la persona, dedicarle el libro entero. ¿Por qué se corta ahí don Benito? ¿Por qué no se atreve a darle los galones, a convertirlo en héroe absoluto? Tuvo que darse cuenta de que en las otras escenas se estaba durmiendo en la suerte, que la cosa sólo se avivaba con el inglés. Es decir, y paradójicamente, ¿cómo es posible que se convirtiera él mismo en censor de tan potentes criaturas?
No obstante, recomiendo ese
capítulo XXXIII, o un monólogo que un poco antes declama María Asunción, en el capítulo XXX, en su larga y, esa sí, folletinesca conversación con Inés. Lo demás, el retrato del proceso histórico y social y tal y cual, es algo que no me llama demasiado la atención. Cuando en una novela histórica vence la historia, me mosqueo. Cuando un equipo pierde un partido por no utilizar a su mejor jugador, me llego incluso a incomodar.

23.10.08

Maravillas

Me pregunto quién sería ese único espectador que asistió a la primera sesión del Cine Maravillas, hace un cuarto de siglo, para ver Mi tío, de Jacques Tatí. Desde luego fue toda una declaración de intenciones: una película sencilla pero muy imaginativa, que se podría entender sin voz y en la que un muchacho tenía que elegir entre sus electrificados padres, llenos de sentimientos plásticos y de dinero frío, y su curioso tío, amante del agua que sale por el grifo, no del grifo. En este peculiar amor y pedagogía el Cine Maravillas era el tío, la competencia de los músculos, de las distribuidoras, de los estrenos de campanillas, del público fijo. No hay ciudad sin cine Marín, pero tampoco sin cine Maravillas. No hay concentración humana donde no triunfen los grandes estrenos comerciales, pero tampoco donde no sea necesaria gente como el tío de Tatí.
De modo que el Maravillas nació con un punto de glamour urbano, en un tiempo en que para los jóvenes era un signo de distinción ver películas antiguas. La gente salía del cine subiéndose las gafas con el dedo corazón. Era frecuente ver primeras citas en las que los palomos exhibían cierto toque cool y se escuchaban levantando mucho la barbilla. Pero lo más interesante vino luego, cuando todas nuestras casas fueron la casa inteligente donde viven los cuñados de Tatí con sus mangueras, y al mismo tiempo las salas todopoderosas empezaron a flojear. Entonces el Maravillas emprendió su particular Barraca. Su cinematógrafo ambulante, su regreso al inicio, era un modo de sacarle partido al negocio desde su más pura verdad. Ese proyector cubierto con un paraguas y plantado encima de un remolque sucio de cascarrias era la esencia del cine, su modo de ser fascinante. Se hunden las candilejas pero resisten las sillas de tijera. La única manera de progresar, como en todo, es volver al principio.
Aquél era un Teruel que parecía otro. La naturalidad entonces era el mejor aliado de la fantasía. Cuentan que una noche, cuando aún faltaba un buen rato para terminar la película, el proyector se estropeó y no había manera de que arrancase. No sé si sería Nano Vicente o Nacho Navarro el que salió a dar explicaciones para que la gente circulara, pero el respetable no las aceptó, conque se hizo lo más sensato y uno de los dos, subido al escenario, contó al público lo que quedaba de película. Fue un final magnífico.


Diario de Teruel, 23 de octubre de 2008

19.10.08

Academia de l'aragonés


Cuelgo aquí un divertido artículo que apareció hace poco en Heraldo de Aragón sobre la autoproclamada y sedicente Academia de l'Aragonés, que como el caracol del logotipo va logrando montarse un piso por su cuenta. Saura Rami es uno de los pocos lingüistas profesionales que puede hablar de el aragonés con absoluta autoridad científica, de modo que sus descalificaciones no están hechas a humo de pajas. Me he preocupado de conseguir su obra, dispersa en revistas especializadas y actas de congresos, y me entusiasma su infinito rigor para los asuntos más menudos. Es un discípulo confeso de Joan Corominas, y eso quiere decir ciencia de camino, no de congreso; de oír a miles de informantes, no decenas de huecos discursos; de no conjeturar a la ligera, que es el mal crónico de los lingüistas, profesionales o aficionados, que se contaminan de politiqueo.
Bueno, el artículo.

Puro humo
Por José Antonio Saura Rami

Entre los sucesivos episodios asociacionistas vinculados a las lenguas de Aragón, ninguno había arribado a las cotas de frivolidad y estrambote que ha alcanzado la presunta Academia de l’aragonés (sic), una entidad autoproclamada como tal hará un par de años con la idea de constituirse en autoridad lingüística ante el Gobierno de Aragón, pero que en realidad es de índole estrictamente privada.
A este respecto, convendrá aclarar que son los gobiernos estatales o autonómicos quienes tienen la potestad exclusiva de crear academias de la lengua entendidas como “sociedades científicas establecidas con autoridad pública”. Como hasta la fecha la heterogénea agrupación que detenta ese título no parece haber sido reconocida por nuestro gobierno (más bien todo lo contrario, si consideramos la “Orden del Departamento de Presidencia y Relaciones Institucionales de 10 de mayo de 2006”, que ya impidió su inscripción con ese nombre en el Registro General de Asociaciones), estamos ante una usurpación de esta denominación, es decir, ante un uso espurio o ilegítimo.
Por ello, no está bien que este grupo de personas se haya investido de ínfulas ajenas y se haya ido presentando en determinados puntos del Alto Aragón afirmando que pensaba respetar las diferentes variedades lingüísticas aragonesas (¿quiénes son siquiera para ello?) o que entre sus proyectos se hallaba realizar un Diccionario Histórico Aragonés (nadie hay entre sus integrantes capacitado para realizar una empresa como ésta). No se nos antoja demasiado ético arrogarse gratuitamente representatividad alguna y moverse entre la ambigüedad y el equívoco. Es cierto que el término resulta polisémico y contamos con academias de peluquería, de idiomas y hasta el cine americano nos ha brindado toda una delirante saga de locas academias de policía, pero no parecen ser tales los significados que reclama para sí la corporación de la que aquí hablamos. ¿O sí?
Ignoro si Aragón necesita una Academia de la Lengua al uso para el estudio y protección de sus modalidades lingüísticas vernáculas. Lo que sí sé es que puede prescindir perfectamente de ésta, pues salvo contadísimas excepciones se halla configurada por lingüistas aficionados, que han podido publicar individualmente alguna obra meritoria, pero a los que en un mundo hiperprofesionalizado no debería confiárseles la responsabilidad científica, y menos todavía la participación en eventuales procesos de normativización lingüística. En consecuencia, sería deseable que el Gobierno de Aragón pusiera coto a una pantomima, a medio camino entre la ridiculez y la vanidad, que está llegando demasiado lejos, y concretara la vía de proyectos de colaboración con la Universidad de Zaragoza iniciados hace ya un tiempo. En fin, como la situación aquí denunciada raya en lo esperpéntico, acabaré diciendo -por si acaso- que también yo tengo el honor de no ser académico.

16.10.08

Galdós, Gerona



Los Episodios Nacionales son, según la estética cervantina, una novela desatada. Consiste en lanzar pocos pero consistentes cabos y esperar a que haya que recogerlos. Narrativamente tiene muchas ventajas: el hilo no se pierde porque siempre hay cabos sueltos por el camino, y al mismo tiempo el narrador puede ir encontrando nuevas historias que abordar sin peligro de que la historia general quede desvirtuada y con la posibilidad de ensayar nuevas estructuras. De Baroja se ha estudiado mucho el cambio de narrador en las Memorias de un hombre de acción, y lo que ahora se alaba como recurso metaliterario es en realidad una manera de ir variando, de dotar a cada historia insertada de una personalidad estilística propia. Y eso ya estaba en Galdós.
Gerona es un buen ejemplo. Si en Zaragoza Gabriel de Araceli sólo fue un testigo del desdichado Agustín Montoria y su marmóreo padre, ahora ni siquiera eso, porque la narración corre a cargo de un tal Andresillo y Gabriel de Araceli nunca estuvo en el lugar de los hechos. Sale nada más que para presentarnos la relación de Andresillo y para dejar caer en la despedida el nombre de Amaranta, que es el cabo de oro con el que seguirá en Cádiz la historia. Es, con todos los pronunciamientos, una historia insertada, pero también, por su contenido, es el complemento de la anterior. Las dos narran un sitio y una capitulación, pero mientras en una el protagonista es la muerte y el empeño irracional por resistir, en la segunda el hambre lo ocupa todo. En la primera, el héroe defensor que sacrifica la existencia de su vecinos en aras de la patria es un pesado cerril como Montoria, y su contrafigura un avaro de chiste como Candiola.
No, aquí el protagonista es el hambre, y el viejo patético Candiola es ahora un personaje alucinante, el doctor Nomdedeu, el personaje más curioso de esta terrorífica historia, que incluye algunas de las sorpresas más interesantes y desagradables de toda la obra de Galdós. Aquí don Benito ha decidido un ejercicio de naturalismo avant la lettre, algo así como probar hasta dónde se puede llegar en la narración de los estercoleros del ser humano, hasta dónde se es capaz de llegar por hambre, incluida la muerte, y la respuesta es una especie de goticismo realista con momentos dignos de un buen cuento de horror de la época de Poe.
Fue escrita en 1874, doce años antes de que Stevenson escribiera el Doctor Jeckyll y diera forma definitiva al mito de la doble personalidad, que yo creo que procede, como el Quijote, del mito de Ayante. Pero el señor Nomdedeu no pasa de ser un patético secundario. Galdós lo muestra como una consecuencia desgraciada del hambre pero no lo desarrolla como luego haría Stevenson. Nomdedeu es un circunspecto médico entregado a su profesión y a cuidar de su hija Josefina, que sufrió un paroxismo a raíz de una bomba de los franceses. Nada más empezar el asedio, la muchacha se queda postrada, pierde la facultad del oído y del habla. El dolor hace que el padre desatienda sus colecciones de flores secas y sus libros de medicina y se vuelque en curar a su hija, en un momento en que la escasez de víveres es absoluta. Al principio de la novela, dicho sea de paso, el señor Nomdedeu monta una especie de farsa en torno a su hija para que no sepa que están siendo asediados por los franceses y que tienen que comer inmundicias nauseabundas, que es, si mal no recuerdo, el fundamento de La vida es bella.
Sus vecinos son una familia de niños que pierden a sus padres en el asedio. Siseta, la mayor, se hará novia del narrador, Andresillo, y los hermanos pequeños forman un estremecedor coro de ángeles que es, de largo, lo mejor de la novela entera. Hay momentos en que las correrías de los chavales trascienden por completo el realismo del episodio, son seres sobrenaturales, investidos en mitad de la desgracia del juicio, la piedad, la serenidad y las ganas de vivir que han perdido los mayores. Buscan comida donde sea, se comportan como animalillos adaptados a la situación sin que el horror permita que degeneren.
El que sí degenera es el señor Nomdedeu. Es capaz de matar por una rata, de pedir que dejen morir a un niño, Gasparó, para dar su alimento a Josefina. La desesperación de no tener nada con que curar a la enferma le lleva a perder el juicio y el alma. Es capaz de matar por una rata gorda o por un niño Jesús de alfeñique, el único alimento comestible que aparece en toda la novela. Es frecuente leer frases como: “dijo el fraile, y comió un bocado de corcho frito”, o bien “las mujeres estaban terminándose unas tiras de cuero del forro de un sillón”. Cito de memoria, pero a veces le dan al relato un contrapunto sarcástico que yo creo que no le favorece, aunque resulta muy divertido.
La locura de Nomdedeu le lleva a un extremo que sigue abofeteando cuando lo lees, pero se compagina con ratos de lucidez en los que todo es pedir perdón y agarrarse al juramento de Hipócrates, asistir a los vecinos y consumirse haciendo lo que buenamente puede. Pero la impotencia le ataca una y otra vez en forma de locura, y lo que no casa bien en la novela es que el narrador sea capaz de comprenderlo. Es difícil congraciarse con quien te ha querido matar o comerse a uno de tus seres queridos. Ahí la cosa se acartona porque no hay soluciones trágicas, porque después del llegar al extremo pretende desandar la historia. Y ya no se puede. Nomdedeu es un héroe trágico que no puede salvarse. Es una rata y cabe en la larga descripción que nos ofrece Galdós de un ejército de ratas y de cómo se protegen de ellas los niños y las tratan de cazar. A la rata mayor la llaman Napoleón.
Da la sensación de que, después de recorrer esos extremos de arroyos fétidos, y de no llegar a más final que al alivio de que aquello se termine, Galdós trata de dejar un buen sabor de boca con dos episodios más o menos discutibles. El primero consiste en otorgar un protagonismo que no merecía al gobernador don Mariano Álvarez. Durante toda la novela nos lo ha mostrado como un individuo que, como en Zaragoza, resiste al precio que sea. Él come, pero el resto no. Sin embargo, al final se lía Galdós en una fanfarria heroica del individuo que no nos acabamos de creer. No con esos antecedentes, desde luego. Es como si necesitase un inventario del material sobrante y para ofrecernos los datos históricos del asedio se valiera de un vía crucis de quien antes no padeció tanto como el pobre Gasparó. Él sufre su particular sitio después de que lo hayan sufrido bajo sus órdenes todos sus vecinos.
Todo esto queda pasado a limpio para la historia, y aún me pregunto si no es una ironía, algo así como decir que esta es la historia oficial, la de los bigotazos y los monumentos, la historia de gobernadores heroicos que tendremos que escuchar, pero atrás queda la otra, que no se presta tanto a la emoción patriótica.
El otro episodio ya sucede en Cádiz. Ya habla Gabriel, ya se encuentra, con la misma solvencia geográfica con que se la encontró en Córdoba, a la maravillosa Amaranta, a quien había dejado dos episodios atrás, en Napoleón en Chamartín. Yo creo que sólo cuando Galdós vuelve a pronunciar su nombre se me va de la cabeza la figura de las ratas. Cuando se oye el vestido de Inés que sale al encuentro de Gabriel, uno se levanta y coge el siguiente tomo, Cádiz, y sigue leyendo. Ha vuelto a salir el sol.

9.10.08

Galdós, Zaragoza


El método de la historia novelesca en mitad de un hecho histórico le sirve a Galdós, entre otras cosas, para decir lo que piensa del acontecimiento que relata sin necesidad de sermonearnos. Gabriel de Araceli sale de Madrid en este sexto volumen de los Episodios Nacionales y deja a un lado su protagonismo. Ahora Inés ya no será su amada ni él quien vaya a ser fusilado. Ya no es el que tiene que llegar tiempo a los sitios o ser correo para intrigas palaciegas. Después de Trafalgar, todos los episodios se desarrollan en la corte, incluido Bailén, hasta cuyas cercanías lleva Galdós toda la corte novelesca para seguir intrigando. En el quinto, Napoleón en Chamartín, la polémica entre afrancesados y fernandinos documenta una idea que ya había desarrollado con toda claridad en El 23 de marzo y el dos de mayo, que la gente se movía por un patriotismo ignorante, y que daba su vida porque la nación continuara en el atraso. (Dicho sea de paso, José Luis Garci presume de ser esa la única condición que puso para filmar Sangre de mayo, que los hechos fuesen los que relata Galdós; contaba, supongo, con que Esperanza Aguirre tampoco lo ha leído).
El caso es que en Zaragoza Galdós lleva esta idea a su máxima expresión. El grueso de la novela es una locura de cadáveres y cañonazos. La ciudad queda reducida a escombros y en ningún momento se contempla la menor esperanza de que pueda ser de otro modo. Pero claro, “Zaragoza no se rinde”, dicho casi al final de la novela, con la carga de pólvora y amarga ironía que nos ha planteado el tétrico espectáculo de la resistencia. Esto es lo que se encarga de contar la historia novelesca.
En ella, dos padres, el tío Candiola y el señor Montoria, dos familias de casi chusca estirpe clásica, se odian y al tiempo son padres de dos jóvenes enamorados. El tío Candiola es un avaro de folletín. Los pocos ratos de humor de la novela están en la manera tan exagerada que tiene Galdós de presentarnos su avaricia. Este avariento menandrino no tiene solución. “Dejen ahí a ese moribundo y vengan a retirar una viga a mi casa”, les dice a los soldados cuando va buscando la caja de los recibos, poco antes de desesperarse porque lo están acusando, ¡a él!, de repartir dinero entre los defensores para que se pasen al enemigo.
Su antagonista, el señor Montoria, es un aragonés de estampita. Galdós es muy hábil al mezclar la tozudería maña con la resistencia inútil. Este señor, que empieza siendo un hombre hospitalario, amante de su tierra y custodio de sus vecinos, pronto se revela como una mula incapaz de cualquier pensamiento sensato. Le da igual todo con tal de preservar el honor, y le parece un buen precio que la ciudad sea por completo aniquilada. “¡Todavía podemos resistir dos meses!”, dice el aguerrido defensor cuando ya solo quedan muertos por la calle. Es una figura cómica que degenera en patética cuando, encima, quiere ser buen cristiano con aquellos a los que manda a una muerte segura. Resulta tan antipática su insobornable cerrilidad que casi nos apiadamos del malo, del avaro, que no quiere saber nada de guerras porque considera que el dinero trasciende cualquier eventualidad política. Le da lo mismo Napoleón que la madre superiora: él quiere sus recibos. Y uno termina pensando que sin gente como Montoria se habrían ahorrado muchas muertes inútiles y largas décadas de caos y de atraso, pero sin gente como Candiola no hubiera pasado más que lo que siempre pasa. El presunto bueno es un insensato, y el malo una caricatura del anciano medroso y previsor. Ese final de largos discursos y perdones imposibles tiene una mueca en la cara, el aire patético de una broma macabra, uno de esos chistes terribles que nos hacen menear la cabeza como si quien los cuenta no tuviera remedio. No merecía la pena esa sangría. Palafox es un cretino que va repartiendo títulos nobiliarios al que siga poniéndose a tiro del francés, pasa el tiempo pronunciando frases para la historia y cuando cualquier militar desde los tiempos de Tucídides habría ofrecido la capitulación, él ofrece sus dos relojes y su vajilla de plata para seguir la fiesta suicida.
Es un lugar común citar el “Zaragoza no se rinde”, pero no tanto el “nadie se atreve a intentar la conquista de esta casa de locos”, que es donde se funda nuestra idea de nación, en nuestra capacidad de no atender a razones, de repudiar el cálculo y cualquier otra forma de pensamiento, de tener la sangre caliente como Montoria, capaz de linchar a un hombre y tiempo después pedirle perdón para cumplir los preceptos cristianos, o de entregar su vida y la de su familia, su hacienda y la de sus vecinos en pos de un ideal que ni siquiera saben en qué consiste. Agustina de Aragón había sido ya otra víctima de la calentura nacional, y cualquier militar un poco digno habría sabido que a los franceses no se les podía combatir con resistencias masivas descontroladas. El amor a la patria era tan grande como el poco juicio. Todo eso es lo que dice Galdós antes y después del “Zaragoza no se rinde”. Veremos qué pasa en Gerona.

2.10.08

Galdós, El doctor Centeno.


Me imagino que ya se habrán escrito tres o cuatro tesis doctorales sobre los modelos clásicos de Galdós, y alguna de ellas desmenuzará el parecido de El doctor Centeno con el episodio del escudero en el Lazarillo de Tormes. A un novelista como Galdós no podía pasarle de largo que ese escudero es el protagonista de otra novela no escrita, la del hombre generoso y frágil, tierno y pecador, demasiado bueno para este mundo de vívoras y demasiado sensible para sentar cabeza. Lázaro termina sintiendo lástima de su señor, aun cuando este lo abandona, y lo recuerda como el mejor amo que ha tenido. Esa relación de fidelidad hacia el amo soñador explotó en el Quijote, y Galdós las ha mezclado en lo que parece un alarde técnico para que se vea lo bien que casan.
El resultado es Felipe, el doctor Centeno, un muchacho fiel hasta el fin al primer amo que lo recoge de la calle; bueno, un día pecó, pero tenía que pecar para que el amo demostrara ese lado de su magnanimidad.

El amo, el escudero, el quijote, es Alejandro Miquis, hermano mayor de la gran familia Miquis, cuyo hermano Augusto, quizá el más célebre de todos, tontearía veinte años después con Isidora Rufete en La desheredada, y, ya casado, pasaría un verano en San Sebastián con su hermano Constantino y con José María Bueno en Lo prohibido. Los Miquis son manchegos, claro, y más o menos soñadores. Así como Augusto es un bon vivant que sabe nadar y guardar la ropa, y Constantino un alma de cántaro de barro primitivo, Alejandro es un joven que va a estudiar a Madrid y se dedica a gastarse el dinero en divertirse con mujeres y en convidar a los amigos. Es como esas bellísimas personas que sin embargo tienen un defecto que es una ruina. Esos hombres generosos y sensibles que sufren alergia al trabajo, esos tipos bonachones y dicharacheros capaces de pulirse el sueldo entero en una noche tonta. Pero Alejandro, además, es artista.
El planteamiento no es por sencillo menos productivo. De esta novela sale la novela de pensión, que decía Valle-Inclán, pero también el desfile de amigos buitres y el viaje a la más profunda miseria del poeta fracasado. Cuántas veces se acuerda uno leyendo esta novela de la espléndida trilogía de Baroja La lucha por la vida. Delgado, el personaje de la novia perpetua, recuerda las andanzas de don Telmo; los paseos de Felipe por las Injurias nos avisan de que el Bizco puede aparecer en cualquier momento; las corridas de toros que los niños organizaban en un solar de la calle de la Libertad son como los juegos de los Aristones en la Corrala.
Y no sólo Baroja. Las conversaciones de don José Ido del Sagrario recuerdan a los sandalios unamunianos. Hay continuos ataques al caciquismo, al patrioterismo y al atraso de la educación. Es como si el 98 hubiese puesto al día novelas regeneracionistas que Galdós había publicado veinte o treinta años atrás y que, como sucede con Miau o El amigo Manso, suelen ser tomadas como estudios menores de un personaje con vistas a un mural mucho más ambicioso, pero no como obras maestras, ni siquiera como libros influyentes.
Sus peripecias son muy simples. En este caso, el estudiante que, después de quedarse sin dinero una y otra vez, coge la tuberculosis y se muere en la más completa miseria. Ha tenido muchas oportunidades para enderezarse. Sin embargo, como él mismo dice, “yo soy así y no puedo ser de otro modo. Por más que me empeñe en ello, no consigo ser egoísta. Mi yo es un yo ajeno”. Igual que los idealistas, Alejandro arde en la llama de su pureza.
Y eso es todo. Ya no hay más peripecia. Los acontecimientos novelables se arrinconan adrede, como la identidad de la Tal o ese secreto que tiene Polo, el maestro cobarde, y que a Galdós no le importa un bledo. A Galdós le interesa la crónica minuciosa de esa inmolación a la que se somete Alejandro Miquis. Su bondad y su carácter despilfarrador son tan compatibles como la simpatía y el miedo que nos producen. Esos personajes que llevan un sentimiento o una decisión hasta el final, que van sorteando agradables soluciones novelescas para excavar su fosa más profundamente, tienen algo de místicos, de seres imposibles, de la máxima expresión, para bien y para mal, de lo que nunca seremos. Pero siempre queda la simpatía por quien no es capaz de ser prudente y vive con la naturalidad de los que no conocen el miedo.
Lo que puede no gustar de esta novela es, precisamente, su condición radical. Las cosas no cambian, sólo empeoran. La esperanza desaparece incluso antes de que llegue la tuberculosis: “este chico no puede acabar bien”, decimos, y el destino de su conducta es lo que garantiza la radicalidad que ensaya Galdós. Por todas partes hay defensas del realismo con vocación de extremo (como siempre en Galdós); en una ocasión, hablando de la Biblia, da una rápida y definitiva noción de poética: “Aquel estilo sobrio en que la frase parece producto inmediato del hecho que la motiva”, y da la impresión de que la novela entera persigue ser el hecho mismo, la miseria misma, pero también la grandeza, de ahí la espectacular simplicidad del argumento y la no menos espectacular exhaustividad de lo narrado. A veces de la sensación de que ya podríamos ir recogiendo, de que ni se muere ni cenamos, pero siempre es posible un grado más de empeoramiento, de magnanimidad enferma y de vileza en torno, como si el único respeto que le pudieran ofrecer al moribundo fuese no adelantarle la muerte y ser fieles a la parsimonia del dolor, esperar el momento en que despliegue su grandeza definitiva.

DIDACTISMO


Diario de Teruel, 2 de octubre de 2008

He estado leyendo la guía didáctica que ha editado el Gobierno de Aragón y que, según contaba este periódico, está “pensada para el público en general y en particular para los últimos cursos de Educación Secundaria y Bachillerato”. Es un texto curioso. Como está destinado a los jóvenes, usa mucho el estilo yupiguay del ¿y a que no sabéis lo que pasó?, pero inmediatamente después corta y pega un párrafo del temario de oposiciones a la DGA. Por un lado comete el irritante error de tratar a los jóvenes como si fuesen niños, y por otro les endilga un embutido de Petronilas y Ceremoniosos, un chorizo confuso y apretado de fechas, reyes, batallas, documentos, territorios y palabros.
No sé cómo habrá sido en este caso, pero todo huele a que a los autores les han dado un tomazo de historia y les han pedido un resumen en quince folios sin comerse ni una sola fecha ni un solo palote de la lista de los reyes gordos. Todo está tan remetido que en una sola línea te puedes encontrar cuatro o cinco acontecimientos históricos o veinte páginas del Código Civil. Y no se dejan nunca nada.
Pero eso es poco comparado con los meticulosos pormenores sobre el fiduciario, la legítima, el usufructo de viudedad, la Compilatio Minor y el Standum est chartae. Empiezas un párrafo que dice: “¿no os parece sorprendente conservar trocitos de la historia de hace mil años?”, y acaba con fragmentos del Boletín Oficial. Entre medias deja pocas perlas. No sé si la que más me gusta es la insistencia en que “no todas las comunidades tienen derechos históricos”, con una altanería de lo más garbosa, o quizá uno de los pocos momentos en que la prosa polvorienta de los datos se permite una figura retórica: “¿Vosotros creéis que alguien puede dudar que Aragón, que ha conservado un Derecho Civil propio durante siglos y que fue la cabeza de una entidad política como la Corona de Aragón, es una nacionalidad histórica?” ¡Síííííííí!, o sea ¡nooooooo!
De Teruel se dice que aquí mandaban a los delincuentes y dejaban a los moros que se marchasen a Valencia a prosperar, que daban rebajas fiscales porque esto era una tierra yerma y peligrosa. Era el Far West de la Edad Media. Yo creo que es el único párrafo que puede gustarles, aparte de esa ley que dice que hasta los 26 años te tienen que mantener tus padres o que si te casas a los 14 ya eres mayor de edad. Van a flipar.