Los Episodios Nacionales son, según la estética cervantina, una novela desatada. Consiste en lanzar pocos pero consistentes cabos y esperar a que haya que recogerlos. Narrativamente tiene muchas ventajas: el hilo no se pierde porque siempre hay cabos sueltos por el camino, y al mismo tiempo el narrador puede ir encontrando nuevas historias que abordar sin peligro de que la historia general quede desvirtuada y con la posibilidad de ensayar nuevas estructuras. De Baroja se ha estudiado mucho el cambio de narrador en las Memorias de un hombre de acción, y lo que ahora se alaba como recurso metaliterario es en realidad una manera de ir variando, de dotar a cada historia insertada de una personalidad estilística propia. Y eso ya estaba en Galdós.
Gerona es un buen ejemplo. Si en Zaragoza Gabriel de Araceli sólo fue un testigo del desdichado Agustín Montoria y su marmóreo padre, ahora ni siquiera eso, porque la narración corre a cargo de un tal Andresillo y Gabriel de Araceli nunca estuvo en el lugar de los hechos. Sale nada más que para presentarnos la relación de Andresillo y para dejar caer en la despedida el nombre de Amaranta, que es el cabo de oro con el que seguirá en Cádiz la historia. Es, con todos los pronunciamientos, una historia insertada, pero también, por su contenido, es el complemento de la anterior. Las dos narran un sitio y una capitulación, pero mientras en una el protagonista es la muerte y el empeño irracional por resistir, en la segunda el hambre lo ocupa todo. En la primera, el héroe defensor que sacrifica la existencia de su vecinos en aras de la patria es un pesado cerril como Montoria, y su contrafigura un avaro de chiste como Candiola.
No, aquí el protagonista es el hambre, y el viejo patético Candiola es ahora un personaje alucinante, el doctor Nomdedeu, el personaje más curioso de esta terrorífica historia, que incluye algunas de las sorpresas más interesantes y desagradables de toda la obra de Galdós. Aquí don Benito ha decidido un ejercicio de naturalismo avant la lettre, algo así como probar hasta dónde se puede llegar en la narración de los estercoleros del ser humano, hasta dónde se es capaz de llegar por hambre, incluida la muerte, y la respuesta es una especie de goticismo realista con momentos dignos de un buen cuento de horror de la época de Poe.
Fue escrita en 1874, doce años antes de que Stevenson escribiera el Doctor Jeckyll y diera forma definitiva al mito de la doble personalidad, que yo creo que procede, como el Quijote, del mito de Ayante. Pero el señor Nomdedeu no pasa de ser un patético secundario. Galdós lo muestra como una consecuencia desgraciada del hambre pero no lo desarrolla como luego haría Stevenson. Nomdedeu es un circunspecto médico entregado a su profesión y a cuidar de su hija Josefina, que sufrió un paroxismo a raíz de una bomba de los franceses. Nada más empezar el asedio, la muchacha se queda postrada, pierde la facultad del oído y del habla. El dolor hace que el padre desatienda sus colecciones de flores secas y sus libros de medicina y se vuelque en curar a su hija, en un momento en que la escasez de víveres es absoluta. Al principio de la novela, dicho sea de paso, el señor Nomdedeu monta una especie de farsa en torno a su hija para que no sepa que están siendo asediados por los franceses y que tienen que comer inmundicias nauseabundas, que es, si mal no recuerdo, el fundamento de La vida es bella.
Sus vecinos son una familia de niños que pierden a sus padres en el asedio. Siseta, la mayor, se hará novia del narrador, Andresillo, y los hermanos pequeños forman un estremecedor coro de ángeles que es, de largo, lo mejor de la novela entera. Hay momentos en que las correrías de los chavales trascienden por completo el realismo del episodio, son seres sobrenaturales, investidos en mitad de la desgracia del juicio, la piedad, la serenidad y las ganas de vivir que han perdido los mayores. Buscan comida donde sea, se comportan como animalillos adaptados a la situación sin que el horror permita que degeneren.
El que sí degenera es el señor Nomdedeu. Es capaz de matar por una rata, de pedir que dejen morir a un niño, Gasparó, para dar su alimento a Josefina. La desesperación de no tener nada con que curar a la enferma le lleva a perder el juicio y el alma. Es capaz de matar por una rata gorda o por un niño Jesús de alfeñique, el único alimento comestible que aparece en toda la novela. Es frecuente leer frases como: “dijo el fraile, y comió un bocado de corcho frito”, o bien “las mujeres estaban terminándose unas tiras de cuero del forro de un sillón”. Cito de memoria, pero a veces le dan al relato un contrapunto sarcástico que yo creo que no le favorece, aunque resulta muy divertido.
La locura de Nomdedeu le lleva a un extremo que sigue abofeteando cuando lo lees, pero se compagina con ratos de lucidez en los que todo es pedir perdón y agarrarse al juramento de Hipócrates, asistir a los vecinos y consumirse haciendo lo que buenamente puede. Pero la impotencia le ataca una y otra vez en forma de locura, y lo que no casa bien en la novela es que el narrador sea capaz de comprenderlo. Es difícil congraciarse con quien te ha querido matar o comerse a uno de tus seres queridos. Ahí la cosa se acartona porque no hay soluciones trágicas, porque después del llegar al extremo pretende desandar la historia. Y ya no se puede. Nomdedeu es un héroe trágico que no puede salvarse. Es una rata y cabe en la larga descripción que nos ofrece Galdós de un ejército de ratas y de cómo se protegen de ellas los niños y las tratan de cazar. A la rata mayor la llaman Napoleón.
Da la sensación de que, después de recorrer esos extremos de arroyos fétidos, y de no llegar a más final que al alivio de que aquello se termine, Galdós trata de dejar un buen sabor de boca con dos episodios más o menos discutibles. El primero consiste en otorgar un protagonismo que no merecía al gobernador don Mariano Álvarez. Durante toda la novela nos lo ha mostrado como un individuo que, como en Zaragoza, resiste al precio que sea. Él come, pero el resto no. Sin embargo, al final se lía Galdós en una fanfarria heroica del individuo que no nos acabamos de creer. No con esos antecedentes, desde luego. Es como si necesitase un inventario del material sobrante y para ofrecernos los datos históricos del asedio se valiera de un vía crucis de quien antes no padeció tanto como el pobre Gasparó. Él sufre su particular sitio después de que lo hayan sufrido bajo sus órdenes todos sus vecinos.
Todo esto queda pasado a limpio para la historia, y aún me pregunto si no es una ironía, algo así como decir que esta es la historia oficial, la de los bigotazos y los monumentos, la historia de gobernadores heroicos que tendremos que escuchar, pero atrás queda la otra, que no se presta tanto a la emoción patriótica.
El otro episodio ya sucede en Cádiz. Ya habla Gabriel, ya se encuentra, con la misma solvencia geográfica con que se la encontró en Córdoba, a la maravillosa Amaranta, a quien había dejado dos episodios atrás, en Napoleón en Chamartín. Yo creo que sólo cuando Galdós vuelve a pronunciar su nombre se me va de la cabeza la figura de las ratas. Cuando se oye el vestido de Inés que sale al encuentro de Gabriel, uno se levanta y coge el siguiente tomo, Cádiz, y sigue leyendo. Ha vuelto a salir el sol.