Principio
La traducción como experiencia ascética exige buena parte de las virtudes teologales y de las que no son teologales, fundamentalmente la paciencia. El otro día me dio por revisar la versión, ya completa, de la Geórgica primera, y decidí rehacerla casi entera. Un poco por darle flexibilidad al resultado, había empezado no sólo traduciendo en alejandrinos, con acento en sexta, sino en cualquiera otra combinación de versos cuya suma fuera también catorce sílabas.
Esto, me doy ahora cuenta, no funciona. Y la razón la he sabido al convertir los versos todos en alejandrinos con acento en sexta, si bien no con cesura fija ni, claro, con rima, lo cual tengo comprobado que, si se quiere ser fiel al original –un original que tampoco tiene rima– y no caer en ripios ni en morcillos, resulta poco menos que imposible. Es curioso el efecto del acento sobre la ristra de versos, como si a todos les hubiesen ajustado la corbata. El acento obliga a los hipérbatos, y estos aíslan la palabra y le dan un tono más esculpido, a lo mejor un poco menos natural, pero creo que bastante más poético.
Nadie me dice que no vuelva a empezar, pero de momento es esto lo que sale. Cuelgo aquí los cien primeros versos de esta nueva y más ortodoxa versión.
Geórgica I
Cómo tener cosechas fecundas y abundosas,
la vertedera en qué constelación se arrastra
por la tierra y las parras se enredan a los olmos,
los bueyes qué cuidado, qué más dedicación
reclama, oh Mecenas, el ganado menor,
cuánto hay que saber de abejas hacendosas.
De todo esto ahora comienzo a cantar.
Vosotras, oh lumbreras del mundo las más claras,
bordón que sois del año cuando corre el cielo,
Líber, Ceres nutricia, si por mercedes vuestras
bellotas de Caonia la tierra transformara
en turgentes espigas, y con flamante uva
mezcló aguas aqueloas; y vosotros los Faunos,
deidades que amparáis a los labradores todos
(moved el pie a compás, los Faunos y las Dríades,
que a vosotros os canto); y tú, oh dios Neptuno,
por quien la tierra echó al caballo relinchante
al ser de gran tridente por primera vez herida;
y tú, sí, Aristeo, amigo de los bosques,
que allá en las dehesas feraces de la Cea
pacen como la nieve tres cientos de novillos,
y tú también, Pan, tú que custodias las ovejas,
deja el bosque patrio, la fronda del Liceo,
si es que los campos ménalos te preocupan,
ven y asísteme, Tegeo, seme venturoso;
y tú que descubriste las olivas, Minerva,
y tu hijo, que fama diese al corvo arado,
y tú, sacro Silvano, que en tierno ciprés
te apoyas al andar: oh dioses todos y diosas
que al cargo estáis del gobierno de los campos
que alimentáis los no sembrados frutos nuevos
que abastecéis con largas lluvias desde el cielo.
Y tú, César, también, aunque no esté decidida
la asamblea divina que te ha de dar cobijo
ya quieras visitar ciudades y en el campo
ser amparo, y el orbe entero te considere
señor de las tormentas y dueño de los frutos,
con el mirto materno las sienes bien ceñidas;
o acaso vengas hecho el dios del mar infinito
y a tus númenes pidan no más tus marineros
y remota te sirva Tule y Tetis te compre
y te escoja como yerno entre las olas;
o bien, en la porción de cielo que hay abierta
allá entre el Erígone y las vecinas Quelas
te añadas a los lentos meses como estrella nueva
(que ya estrecha sus pinzas el Escorpión fogoso
y de sobras te aparta espacio en las alturas).
Lo que hayas de ser, dame fácil travesía,
pues no como un rey el Tártaro te espera
ni funesto deseo de reinar te invada,
aun si a Grecia le asombran los Campos Elíseos
y en seguir a su madre no piensa Proserpina
cuando ella la reclama). Apiádate conmigo
de aquellos labradores que ignoran el camino,
emprende esta ruta, y desde este momento
acostúmbrate a ser implorado por sus votos.
*
Por primavera, cuando en las montañas blancas
el hielo se derrite y la gleba reseca
el viento la deshace, ya entonces empiece
el toro a gemir con el aladro hundido
y brille en el surco la reja desgastada.
Los votos cumplirá del codicioso labrador
solamente aquella mies que haya sentido
por dos veces el sol, por dos veces el frío.
Mas antes que la tierra virgen rompa el hierro
noticia de los vientos conviene conseguir,
de cómo el cielo va variando sus costumbres,
los cultivos de siempre, los hábitos del sitio,
qué se da bien en esa zona, qué no se da.
Aquí el cereal se cría hermoso, allí
mejor la uva y más allá plantones de arbolillo
y semillas que toman sin cultivarlas nadie .
¿No ves el azafrán que el Tmolo nos envía
y su incienso los flojos sabeos y la India
su marfil; y los Cálibes desnudos, sin embargo,
sacan hierro y el Ponto fétido castóreo
y triunfos el Epiro de yeguas elideas?
Siempre impuso estas leyes Naturaleza,
normas eternas dio a sitios determinados,
desde aquella época en que Deucalión
arrojaba las piedras a un mundo vacío
Y de ellas nació la dura raza humana.
Vamos, entonces, labren pues los bueyes forzudos
la gruesa tierra ya desde los primeros meses
y cueza el estío terrones polvorientos
con el fulgor del sol. Si la tierra es infecunda
basta cavar un surco leve bajo Arturo,
que allí los frutos no se arguellen con las hierbas
y no les falte aquí a los yermos agua escasa.
*
Un año sí y otro no, también dejarás
los campos ya segados descansar, que el barbecho
se vaya haciendo duro con la ausencia de labor.
Pondrás el rubio trigo cuando cambie el tiempo
allí donde legumbres pusiste antes lozanas,
de vaina tremolosa, o delicados brotes
de veza y las quebradizas cañas y el follaje
de amargos altramuces. Queman también la tierra
las hazas de avena y la queman las de lino
y asimismo la queman los campos de amapolas
todas empapadas con el sueño de Leteo.
Con los años alternos, en cambio, la labor
más llevadera llega a ser, si no te apura
cubrir los suelos áridos de untoso fiemo
o esparcir ceniza inmunda por la tierra.
Así también, llevando cultivos alternos,
descansan los bancales y se queda en nada
el fruto mientras tanto de tierra sin arar.
Viene bien a menudo incluso pegar fuego
a los campos agotados, y que ardan livianas
entre las crepitantes llamas las rastrojeras.
Igual da si las tierras, según esta costumbre,
toman fuerzas ocultas y pingüe alimento
o si el fuego funde la maleza entera
y la humedad no necesaria la elimina
como si el calor le abre los poros a la tierra
y los respiraderos ciegos, que es allí
donde la savia alcanza hasta las hierbas nuevas,
o la vuelve más dura y las venas abiertas
contrae por que no la quemen las finas lluvias
o la potencia más dura del sol fulminante
o el frío del Bóreas tan penetrativo.
Igualmente ayuda mucho al labrantío
romper con la legona los ya secos terrones
y pasarles de mimbres el rastrillo, no en vano
lo contempla la rubia Ceres en el Olimpo;
y el que, cuando ya está labrado el bancal,
lo que levanta en recto, con reja de través
de nuevo lo rotura, y remueve la tierra
sin desmayo, y firme manda en sus cosechas.