Sardá quizá no era una buena Madre Coraje porque es una mujer que desprende ternura diga lo que diga, y esta otra que acabo de ver en el teatro Valle-Inclán, interpretada por Mercé Aranega, creo que le pega más a la sequedad brechtiana. Creo que es esa la madre en la que pensaba Brecht, cascuda y sargentosa, suficientemente distanciada de ese sentimentalismo natural que era tan despreciado en la época de Bertold Brecht.
Cuando vi a Sardá yo era también más sentimental, y sólo cuestionaba las actuaciones, no el texto, que en este caso, y aunque solo sea por las veces que se lo representa, ha adquirido la condición de clásico sagrado incuestionable. Alrededor de veinte años después, tengo que decir que lo que me parece malo es el texto porque ha suspendido el examen de la universalidad. Es un perfecto sermón, con todos los defectos de los sermoneadores, curiosamente bien representados en ese pésimo actor que hace de predicador en esta nueva versión, que habla mal, que no sabe andar ni poner las manos ni componer la figura ni nada de nada. Está bien la muda Malena Alterio y bien ese pequeño monólogo de Críspulo Cabezas, pero el resto se pasa el tiempo dándose empujones y en un tono tan permanentemente alto que no permite la menor flexión.
Pero lo que definitivamente no está bien es el texto. En mi vida he visto una pieza en la que se conjugue tantas veces el verbo ser. La guerra es esto, la paz es lo otro, la verdad es lo de más allá, etcétera, etcétera. Nada más empezar se nos juega a la tragedia clásica con la cruz que cae en suerte a los hijos de la madre, a los que ella intentará proteger sin conseguirlo, porque, como le dice el autor disfrazado de personaje irrelevante, “quieres vivir de la guerra sin que os pille ni a ti ni a los tuyos”, que es el resumen de todo lo que acontecerá después. Así que la pieza, dramáticamente hablando, consiste en esperar a que caigan los hijos, uno detrás de otro. Sus muertes no obedecen a ninguna solución dramatúrgica. Es una homilía permanente, y cada tres cuartos de hora se muere un hijo en una situación que no ha sido preparada, que no responde a ningún estadio de la tragedia, que ocurre y ya está, hasta que se reanude la sesión de rollo, de mensaje, de doctrina. Uno llega a un punto en que no le duelen prendas en decir que el sacrosanto distanciamiento no es un cajón de sastre donde caben ocurrencias inarticuladas sobre la base de una metáfora más o menos convincente, pero siempre irrebatible, demagógica. El siglo XX se nos está quedando como una cosa falsa y autocomplaciente. El teatro como mensaje, como sermón, tiene fecha de caducidad, y para mí Brecht ha caducado, su enseñanza ya ha sido digerida y, si me apuran, exonerada. Las guerras siguen siendo lo que son, pero eso ya lo dijo Heráclito. Quizá durante un tiempo fue posible descubrir lo no sabido. Pero si decimos que una obra tuvo su vigencia damos por sentado que no es universal.
Y ya es triste que el Centro Dramático Nacional insista una y otra vez en clásicos que a veces no lo son, o están dejando de serlo. En la misma sala, y con no demasiada distancia, he visto El rey Lear y Madre Coraje y sus hijos. Definitivamente, sus demiurgos no pertenecen al mismo Olimpo. Brecht se amojama en ideología. Shakespeare sigue siendo contemporáneo.
Yo vi "Madre Coraje" hace veinte años en un montaje en Zaragoza de Pilar Laveaga y ya me pareció que había "caducado" bastante y se me hizo larguísima. Esta obra, como otras muchas, se ha fosilizado y topicalizado en el modismo "madre coraje" para ser utilizado por los periodistas, pero nada más.
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