29.5.10

El auténtico Harpagón

Acabada la función, la compañía formó ante el público para el saludo. El elenco entero fue correspondido con cálidos aplausos, que aumentaron de intensidad hasta que le tocó el turno al actor principal, Juan Luis Galiardo, quien avanzó hacia el público con la mirada baja y sin levantarla se dio media vuelta y se volvió a marchar, y al llegar al fondo del escenario, donde aguardaban sorprendidos los actores, con un gesto desabrido les ordenó que abandonasen el escenario y no volviesen a salir. El público ya se afanaba en agasajar al veterano actor por su meritorio papel de Harpagón cuando sus aplausos quedaron suspensos y sus vítores y piropos desairados. De inmediato las luces se encendieron y el público abandonó sus localidades del Teatro María Guerrero entre sonrisas satisfechas por la calidad de la función y muecas de desagrado por la mala educación del actor protagonista. Aunque hubo quien le sacó más punta y vio un hermoso final para El avaro: Juan Luis Galiardo está muy gracioso cuando interpreta un personaje desagradable, y muy desagradable cuando debería haber sido un poco más gracioso.

Estas salidas de tono, comentaba entre el público una señora, son una mezcla de cansancio y egolatría. El actor Galiardo se mueve por el escenario con soltura y está casi todo el tiempo de pie, algo que a su edad resulta muy loable, y por otra parte se sirve de su larguísima experiencia para resolver el papel con cercanía y teatralidad y contribuir a la fluidez de la obra. Porque El avaro es, por encima de todo, una comedia, por más que no sea difícil buscarle las vueltas. Harpagón es un rácano, pero es el único que dice la verdad. Tan sólo su cocinero, que es el que más lo quiere, no miente todo el tiempo, e incluso a veces lo desmiente. Pero el resto, hijos, hijas, novias y novios, criados, celestinas y escribientes son unos mentirosos de tomo y lomo. Sólo dicen la verdad cuando es el último recurso para conseguir sus intereses. El hijo detesta la avaricia del padre, pero no da golpe y va vestido como un marqués. La espléndida Frosina (Palmira Ferrer, la mejor del espectáculo) sólo va buscando unas perras del avaro, no la salvación del mundo. El criado se calla sus riquezas y la hija miente sobre sus amores, y Harpagón los pone a todos a prueba y se ríe de ellos, pero no puede evitar que alguno de los buitres que lo merodean acceda a su tesoro. El chantaje final es desbaratado por un deus ex machina con anagnórisis, reconocimiento y toda la pesca, pero con los mismos mimbres está pensado el drama del avaro. Molière ya trató en El misántropo, más directamente, el fracaso de la verdad. Y en El avaro no hay un escarmiento real. No ha sucedido nada por lo que Harpagón deba cambiar de idea. Él hace lo mismo que todos los padres, buscarles el mejor partido, y sus hijos, además de cumplir sus sueños, quieren que los mantenga como señores.

Por eso un Harpagón meramente ridículo no recoge el lado, digamos, shakespeariano de la comedia, por más que Harold Bloom se empeñe en pintar a Shylock como un bufón cómico. Es un cínico, y Harpagón también. Son extremistas de la verdad. Exhiben con crudeza lo que los demás esconden, pero, a diferencia de ellos, nunca piden lo que no les pertenece. La parte cómica y juvenil del asunto puede con este drama de quien sabe que sus hijos sólo lo aprecian por lo que puedan sacar de él. Tan solo cuando Juan Luis Galiardo avanzó hacia el público con cara de vinagre y sin mirarlo, flotó por el escenario la íntima tragedia de Harpagón, aquello que de algún modo lo humaniza.

Por lo demás, la obra iba sobre ruedas, las del buen oficio de los actores y las de un decorado que ya se ha visto muchas veces: dos enormes percheros con ruedas por uno de cuyos lados hay un simulacro de pared con puertas de oficina. Es muy barato y sirve para casi cualquier función. Pero ya cansa.

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