Una rosa para Emily es de 1930, treinta años después de las damas mustias de Chéjov y treinta años antes de Psicosis, es decir, a medio camino entre el retrato psicológico y el festival psicopático, pasado por una observancia escrupulosa de las normas del relato que habría satisfecho al mismísimo Henry James.
El argumento es uno de los más simples, y por simple entiendo aquello que no hace colisionar dramas distintos de modo que entre todos conformen un significado nuevo, impensado, nacido de la narración, no mencionado, pero que lo abarca todo y todo lo eleva. Se suele decir que los elementos de este cuento conforman un cuadro completo del mundo de Yoknapatawpha. Tampoco tanto: padres que amargan la existencia de sus hijas hasta trastornarles el juicio hay en todos los condados. Mozas viejas incapaces de moverse de su pasado mientras la casa se les cae a pedazos y no tienen casi para comer, pero conservan un criado negro, no son una creación específicamente faulkneriana. Emily, para los del pueblo, practica un retiro resentido, el de cualquier solterona que ha perdido toda esperanza y se cierra en su casa a pudrirse de vieja. Ha tenido pretendientes, pero los que no fueron rechazados por su padre terminaron por largarse. Menos uno.
Lo que hace a este cuento especial es que la situación gire con naturalidad al cuento de terror macabro y aun en el dato preciso que al final nos revela lo sucedido queda flotando un aire (un poco viciado, desde luego) de romanticismo atrabiliario que de inmediato justifica al personaje y garantiza nuestra piedad.
Si decía que es un tratado de cómo se escribe un cuento no lo hacía en el mejor de sus sentidos literales. Más bien quería decir que cuentos (y películas) como este se han escrito después un millón. Generaciones enteras han creído que escribir un cuento era esto: plantear una historia sórdida, planear con cuidado una revelación tremenda (despistando de paso al lector) y al final, alehop, sacarla. Y que de pronto caigas en que sí, que el tío no se había ido y que por eso compraron el matarratas y demás detalles hitchcockianos puestos para que encajasen. Quizás en este cuento (el primero que publicó en una revista de tirada nacional) Faulkner todavía confiaba en que las disposiciones minuciosas eran más efectivas que los torrentes incendiarios. Es, para mi gusto, demasiado genérico, meramente admirable, o acaso excesivamente admirable, en el sentido de que la hermosa carpintería hace perder un poco de vista la densidad argumental del asunto, que es bien poca. Pero sí es verdad que tiene esa cualidad que solo tienen los clásicos, el parecer salidos de una pieza, como dictados de corrido, sin correcciones ni tortuosidades, con las palabras justas y el equilibrio adecuado entre humor negro y delicadeza.
En la segunda sección hay más de una Emily, mujeres solas, víctimas de su pasado, encarceladas por el qué dirán: La melena, por ejemplo, si bien se trata de un relato técnicamente más complejo. Es la historia de una huérfana de mala fama, como Emily pero más pobre, aislada, estigmatizada. Le sale un pretendiente, Hawkshaw (que tendrá un muy relevante papel en el cuento más violento de todos, Sequía en septiembre), capaz de viajar de pueblo en pueblo durante años para pagar una deuda moral. La primera parte habla de cómo Hawkshaw, ya desde que Susan Reed era una niña, mantenía con ella una relación muy especial. Le cortaba el pelo (Hawkshaw trabaja en una peluquería para niños) y pronto empezó a hacerle regalos de navidad, mientras la muchacha crecía más deprisa de lo aconsejable y a los trece años el narrador habla de ella como de lo que los clásicos llamaban una moza de cascos ligeros. La narración se detiene dos semanas antes del presente y pasa a hablar de Hawkshaw. El narrador puede ser el viajante Ratliff, que ya apareció en el asunto de los chikashaw. El caso es que Hawkshaw, que ahora el narrador llama Stribling, su nombre real, tiene detrás una triste historia. Se casó con una chica que murió enseguida y en el lecho de muerte le hizo prometer que se haría cargo de la hipoteca de sus padres. Hawkshaw va de peluquería en peluquería, de ciudad en ciudad, hasta que llega a Jefferson y, en contra de lo que podía esperarse de él, allí se queda, quizá porque ha conocido a Susan Reed, todavía niña (esto es, al principio del relato), a quien ve crecer mientras paga la hipoteca de su suegra. En un tercer acto final, más breve, se ofrecen pormenores de cómo pagó la hipoteca y se informa de que ha vuelto al pueblo para casarse con Susan Reed.
Para empezar, me pregunto qué habría pasado si este cuento se cuenta de un modo lineal, si hubiera empezado con la joven esposa y la promesa en su lecho de muerte y hubiera seguido con la peregrinación de Hawkshaw en busca, deducimos después, de una sustituta. Pero una sustituta que ve crecer, que elige ya desde niña, quizá porque, en un curioso avance de Jean Baptiste Grenouille, lo que va buscando es aquello que no cambia, la melena, ni entre su joven esposa y Susan Reed ni entre los años en los que mantienen el color intacto. Queda un tufo raro, retorcido, y uno empieza a sospechar incluso de la muerte de la joven esposa, contada de cualquier manera, por esas cosas que pasan... Hawkshaw se erige como un tipo impecable que esconde una mente enferma. Luego, en Sequía en septiembre, será también un personaje trágico del que nos compadecemos pero, acabada la lectura, sopesamos su fondo de ruindad, ese no estar bien de la cabeza que sin embargo, fuera de la literatura, en la parte del relato que conocen los otros personajes, los habitantes de Jefferson, no solo pasa desapercibido sino que se valora su fidelidad a Jefferson y a la hipoteca de su difunta esposa. Nadie sospecha nada, aunque lo mejor del cuento es que la sospecha no anida en todo lector. Para entender a Hawkshaw hace falta también un punto de retorcimiento.
Eso, el retorcimiento, es lo que une este cuento con el siguiente, Centauro de latón, con Flem Snopes como guest starring. Flem Snopes es un caso raro de héroe miserable. Emplea toda su inteligencia en trapicheos de poca monta, es capaz de provocar graves conflictos para sacar un beneficio ridículo. En otro relato, Un mulo en el jardín, también de esta misma sección, se dedica a comprar mulos a cincuenta dólares y ponerlos a pastar entre la niebla justo al volver de una curva de la vía del ferrocarril, cuyo seguro paga sesenta dólares por cada bestia despedazada. Mata mulas por diez dólares, del mismo modo, según su punto de vista, que otras cobran una pasta por la muerte de su marido. En este relato, Centauro de latón, Snopes trabaja en el depósito de agua, e intenta engañar a los negros Turl y Tom–Tom para que mutuamente se acusen de robo de latón, el latón que Snopes quiere vender al margen de la empresa, que es como trabajar en una lavandería y vender bajo mano los cables de la luz. Snopes cambia válvulas de seguridad por tuercas herméticas y luego dice que es que le hacían falta al contrapeso de los flotadores del depósito, un detalle que da idea de lo bruto que es hasta cuando miente, y que de paso prepara un divertido final. El caso es que la mujer de Tom-Tom, que se lía con Turl, descubre la tostada, que Faulkner resuelve en un amago de cornada seguido de una alianza entre los dos empleados. Turl y Tom-tom se predisponen contra Flem Snopes y tiran todo el latón, con tanto trabajo reunido, al depósito al que decía que iba a tirar las válvulas de seguridad. Aquí Snopes es una especie de malvado estúpido, y la peripecia casi habría valido para un episodio de dibujos animados. Es ingeniosa (como ingeniosos son los ardides de Snopes) y de poca consistencia (como inconsistentes son las conquistas de Snopes), pero divertida y contada a varias voces, sin que el retorcimiento de Snopes afecte más allá de su mala educación y del desprecio con que trata a sus subordinados. En su estolidez piensa algo muy propio de la retórica política de hoy, que la gente, por regla general, es estúpida.
Supongo que los innumerables exegetas de la obra de Faulkner ya habrán avisado de que, aparte de esos elementos de cohesión que voy señalando entre cuento y cuento, hay en todos ellos una disposición virgiliana. La Eneida está escrita en alternancia de cantos densos y dramáticos con otros igual de entretenidos pero menos intensos. Aquí hay una alternancia estructural (los cuentos pares son más complejos técnicamente) y de densidad (los cuentos impares tienen más humor, a veces abierta comicidad, mientras que los pares sobrepasan la enjundia para llegar a un terreno lóbrego y morboso), lo cual hace que cuentos tan duros como Sequía en septiembre vengan jalonados por la malvada estupidez de Flem Snopes y el divertido chiste largo El tirón de la muerte.
Sequía en septiembre es de una violencia extrema, y eso que Faulkner acude a la elipsis para que supongamos lo que hoy en día sería el centro de la narración. Aquí no vemos sangre pero vemos odio y locura, injusticia y cobardía, con “un regusto metálico en la base de la lengua” como el que provoca el aire inmóvil, polvoriento, achicharrante: “El barbero recorrió veloz la calle en la que las farolas aisladas, envueltas por insectos enjambrados, despedía un fulgor rígido, violento, suspendido en el aire inerte. Había acabado el día envuelto en una capa de polvo; sobre la plaza a oscuras, ceñido por un velo de polvo exhausto, el cielo estaba claro como el interior de una campana de latón.”
La historia lineal es así: una chica blanca, de buena familia, ya talluda, que fue acusada de adulterio y a quien nadie hace ya caso, se inventa que un negro la ha forzado. Un grupo de hombres del pueblo va a linchar al negro, sin preocuparse por saber qué hay de cierto en el rumor. La chica vuelve a cobrar entonces protagonismo, vuelve a ser mirada por la calle como una mujer, es el centro de la simpatía y de la protección, y de alguna mirada lasciva. La euforia de que su carne haya resucitado estalla en una risa que es llanto que es locura, y más de uno, al verla, duda de que haya sido verdad lo de que un negro la intentó forzar. Esta historia Faulkner la dispone en cinco tramos, todos adobados por esas impresionantes descripciones del polvo, del calor, la sequedad y las perturbaciones mentales. Los cuatro personajes están cincelados como mitos para siempre: el repulsivo John MacLendon, modelo de racista psicópata, de vecino de buen nombre metido en el KKK, cuya sola presencia es lo más violento de todo el relato; Hawkshaw (el barbero, el criador de novias), que trata de apaciguarlo pero sin demasiada convicción, y va con los linchadores pero no puede soportarlo y se baja del coche en marcha, aunque tampoco vuelve al pueblo y denuncia un atropello que el pueblo (los blancos del pueblo) aplauden como un acto de justicia divina; Minnie, la pobre Minnie, otra Emily neurasténica, capaz de condenar a muerte a un pobre hombre si así consigue que los hombres vuelvan a mirarle el culo; y, en fin, la víctima que no sabe de qué va la vaina, a quien unos sujetos conocidos del pueblo linchan una noche en una fábrica de las afueras hasta matarlo, sin que a nadie le importe mucho. El editor, con buen criterio, informa de que veinte años después de este relato, publicado en 1931, se seguía linchando a ciudadanos negros en el sur sin juicio previo, por simples rumores.
Toda la tremenda fuerza de este cuento se habría venido abajo si el autor se hubiera dedicado a otra cosa que a describir los hechos. El salvaje MacLendon llega a su casa y maltrata a su mujer, llevado por la furia, por la borrachera de sangre, mientras se pone el pijama como la persona de buen nombre que seguirá siendo. Cualquier moralina está de más, no solo porque lo que cuenta es desolador sino porque lo cuenta allá donde y cuando estaba sucediendo. No es una denuncia retrospectiva. Faulkner está hablando de sus propios vecinos.
El amargo trago de Sequía en septiembre se compensa en cierto modo con el divertido El tirón de la muerte. Bueno, divertido; el cuento es como uno de esos chistes “era un tipo tan tacaño, tan tacaño, que…”, y no creo que pueda ponerse en duda que se trata de una historia algo estirada. Lo que pasa es que está tan bien estirada que asombra precisamente por la levedad de la anécdota y la aparatosidad del conjunto. Es una historia de pícaros que juega con el tópico del judío tacaño y con una posibilidad poco verosímil: que se pueda escuchar desde tierra la conversación entre un piloto y un funambulista agarrado a la escalerilla de la avioneta, pero muy bien resuelta. Es como si el lector tuviera que imaginársela en una pantalla de cine, algo que no sólo sucede aquí.
Tres tipos van por los pueblos con una avioneta sin licencia jugándose la vida por cuatro perras. Pero se la juegan todavía más por lo gumia que llega a ser uno de ellos, el que más reisgo corre al saltar del aparato a un camión en marcha. Todo es acción y rapidez, familiar para quien haya leído Pylon, su novela de aviadores, pero la figura de Warren, un militar que ya conoce al artista del aire, pone el contrapunto serio de la historia: cómo se ganan la vida los excombatientes. Por lo demás, hay humor y esa fascinación tan faulkneriana por los aviones. El aviador cojo con cara de tiburón no sé por qué me recuerda al padre de Garp. Por cierto, que un niño pregunta varias veces al acróbata si estuvo en la guerra, como un ritornello que le va dando consistencia al cuento. Sabemos que sí estuvo, pero nadie le contesta.
Tres cuentos más completan la sección. En la misma línea que Emily o Minnie, Elly, que da título al primero de ellos, sufre la misma inconsistencia mental, la misma perturbación concupiscente. Elly es una muchacha condenada a casarse con un banquero de tres al cuarto. Quiere romper con su vida, pero de momento su único signo de rebeldía ha sido hacérselo con medio pueblo. Con uno de sus amantes, sin embargo, Elly se quiere casar a toda costa. Pero Paul es blanco con antepasados negros, algo que se rumorea pero que la abuela de Elly sabe con certeza. El último tercio del relato es de un dramatismo frenético: un hombre insensible, resentido, que no es capaz de conceder a Elly más valor que el de un cuerpo accesible para mucha gente; una anciana con “un sombrerito arcaico” en la cabeza, y no solo un sombrerito; y, en fin, una muchacha asfixiada por su futuro, al borde de un precipicio que me imagino como los precipicios que aparecen, otra vez, en las películas de Hitchcock cuando sabemos que un coche se va a estrellar. La última frase, cuando Emily es la única superviviente de un accidente provocado por ella en el que muere su futuro y su pasado, su deseo y su realidad, su amante y su abuela, es para enmarcar. Qué pocas veces una frase remata tan bien una historia: “Y ni siquiera van a parar a ver si estoy herida”.
Tras la nueva aparición de Snopes en Un mulo en el jardín llega una de las estrellas de la sección, El tío Willy, pleno de humor y buenos sentimientos, teniendo en cuenta el tema de que se trata. Por supuesto, como en casi toda la sección, vuelve a ser la voz limpia de un chico que recuerda lo bien que se lo pasaban con el tío Willy cuando nadie se metía con él y los chicos acudían a su tienda a pasar el rato y que les contase cosas, pero el tío Willy, vaya por Dios, tiene un vicio, es adicto a la morfina, y eso que cualquiera que haya leído a Szasz sabe que por aquella época el consumo de morfina, sobre todo entre los abuelos, era el pan de cada día. Pero las damas bienpensantes, esas damas rígidas y feas de la iglesia metomentodista norteamericana, se fijan el objetivo de que el cordero vuelva al redil. A partir de ahí, la gracia está en los métodos del tío Willy para librarse de la santísima inquisición, como por ejemplo casarse con una prostituta para que lo dejen en paz. Pero aquellos que te quieren nunca te dejan solo, y a Willy lo meten en un sanatorio, de donde el viejo se escapa, compra una avioneta y se pone a volar. El narrador, entusiasta del tío Willy, lo anima a volar, mientras sus dos fieles compañeros negros tratan de impedirlo. El tío Willy, en fin, se estrella y muere, y todos empiezan a repartir las culpas como caramelos. El final es hermosísimo, el lamento del muchacho (en último término el culpable, por la vía del entusiasmo, de la muerte del protagonista) que intenta que todos sepan cómo era en realidad el tío Willy, ese corazón libre y tranquilo: “Y ahora resulta que ellos nunca lo entenderán, ni siquiera papá, y ya solo quedo yo para intentar contárselo, ¿y cómo voy a contárselo, cómo voy a lograr que alguna vez lo entiendan? ¿Cómo?”
El penúltimo relato, Y eso bien ha de estar, está contado, otra vez, por un chaval, esta vez bastante joven (habla de cosas que sucedieron a sus siete años, aunque hable algo después), avariento prematuro, y ya capaz, como Flem Snopes, de hacer cálculos inteligentes y malvados para conseguir beneficios ridículos. La forma de narrar, la voz del muchacho, resulta un poco pesada, tan polisindética como, por otra parte, pueda resultarnos ahora la de MacCarthy, aunque es el modo de reproducir la voz del chico, el mejor modo quizá. El protagonista es un tipo de larga trayectoria literaria, el tío desastroso, el hermano de la madre que si se descuidan los arruina a todos (me acuerdo ahora de Carreteras secundarias), o alguien con una tara como la de Snopes. Pero, al contrario que Snopes, este es un don Juan. Engaña a su familia para sacarles dinero, que va siempre a parar a algún negocio ruinoso. Ese tío crápula, mujeriego y sin escrúpulos ha dado para novelas enteras, pero en este caso el relato se me queda en el personaje. El niño entorpece un poco el discurso narrativo con su voz tan verosímil. En todo caso, me gusta que sea tan importante lo que se cuente como el modo de contarlo, ese narrador testigo sin cuya voz no sabemos lo que habría sido del cuento, si habría logrado salir del tópico habitual.
La sección se cierra con Ese sol del atardecer, la historia de Nancy, criada negra que busca desesperadamente la protección de su jefe blanco, quien se sospecha que la ha dejado embarazada. Nancy tiene miedo a su pareja porque está segura de que, aunque digan que se ha ido, está acechándola para matarla. Es posible que en realidad se haya ido para siempre, como insiste su jefe, y en ese caso ha sido una víctima más de las batidas nocturnas del estilo KKK, o bien puede que el jefe blanco, simplemente, se esté desentendiendo de ella, acaso porque sabe que ese hijo que lleva en el vientre no es, viniendo de una negra, prueba suficiente. La pareja ominosa, el terror permanente de Nancy, se llama Jesús, para más inri, algo que más de un quebradero de cabeza le produjo al autor. La historia está contada por Quentin Compson, otro ilustre del condado, protagonista de El ruido y la furia. Toda la pieza es dialogada. Los niños malcriados (hijos de Jason Compson, el jefe blanco) quieren estar con la pobre Nancy si los entretiene, pero la cambiarían por un pastel de chocolate. El padre trata de no ser del todo cruel con ella, pero cede a las aprensiones de su mujer, que quiere negros sirviéndola pero no durmiendo en su casa, aunque se estén jugando la vida. Los niños son curiosos, pesados, pero entregados a esas niñeras negras cuya forma de hablar es lo que da cuerpo al relato. Aquí el traductor tenía un buen referente (y no pasaba nada por que lo mencionase), la traducción que hizo Miguel Sáenz del habla de Castalia, la memorable chacha negra –muy Lo que el viento se llevó– de Lucy Marsden en la grandiosa La última viuda de la Confederación lo cuenta todo, de Allan Gurganus, novela muy faulkneriana en el estilo, en el ambiente y en los temas, más que en el punto de vista.
En este relato de Faulkner asistimos, nunca mejor dicho, al terror y la indefensión en un diálogo vivísimo en el que las cosas, en vez de ser contadas, más bien transcurren. Ahora estamos muy acostumbrados a estos diálogos tumultuosos, chispeantes, aparentemente irrelevantes, que conforman sin embargo una demorada, elíptica narración de los hechos (no a otra cosa debe su éxito David Mamet), y es fascinante cómo el autor los mantiene en pie al margen de que sean más o menos importantes para la narración. No es casual que un cuento tan, digamos, pensado como Una rosa para Emily abra la sección y la cierre otro tan tumultuoso, el clásico ejemplo de cómo la literatura corre, nace, fluye impensadamente, de sí misma, que es la gran baza que acaban siempre usando los mejores.