28.11.11

Voces de fondo



[Coloco en este armario empotrado el artículo que apareció en el último número de la revista Cabiria.] 


            La voz en off suele moverse por los extremos cuando se trata de documentales de creación, esto es, no meramente informativos. En los últimos tiempos, en España, podemos trazar quizá una línea que parte, cómo no, de Víctor Erice y su clásico El sol del membrillo (1992), se nutre de las ideas de cineastas como Jean-Louis Commolli y llega hasta En construcción, de José Luis Guerín, donde también confluye, por otra parte, la prestigiosa escuela de Joaquim Jordá. En Numax presenta, de 1979, sobre la caída de los ideales obreros, Jordá ya había prescindido por completo de la voz en off. Lo ha seguido haciendo en Más allá del espejo, de 2006, sobre el proceso de una enfermedad en un paciente y su entorno. Y con él algunos colaboradores suyos como Ariadna Pujol, que también prescindió de la voz en off en su documental Aguaviva, de 2005, rodado en la provincia de Teruel, o como Tierra Negra, de Ricardo Íscar (2004), sobre el mundo de las minas de carbón, quien sustituye la voz en off por carteles explicativos.
            Pero también en 2005, y sin desviarse de los postulados de Comolli, quien sólo es partidario de la voz en off  “al modo de Marker, un comentario dubitativo que cuestiona las propias imágenes”[1], Mercedes Álvarez presentaba El cielo gira, acaso el cuarto hito que, a través de Jordá, Erice y Guerín, mejor da idea de la situación del documental de creación actual en nuestro país y, en particular, de las posibilidades de la voz en off.
            Porque Mercedes Álvarez volvió a la voz en off sin abandonar estos postulados de contemplación no entrometida, de sustitución de la entrevista por la situación (la entrevista y la voz en off siempre han sido los elementos de discordia entre reportaje y documental) y, como norma general, el distanciamiento estático, que más de una vez, dicho sea de paso, se confunde con gratuita morosidad. Álvarez vuelve a dar dimensión a la voz en off en la línea de Chris Marker, quien hizo del comentario literario en off una marca de la casa. La propia Álvarez enhebra un monólogo en alta voz de intenso contenido lírico en el que sus propios recuerdos ponen música verbal a las imágenes del pueblecito donde solo quedan catorce habitantes, y donde la última persona que nació fue la propia directora.
            Este mismo procedimiento de la voz en off como contrapunto narrativo, más o menos lírico y en diferentes registros, lo encontramos en documentales recientes como Diario argentino, de Lupe Pérez (2006), donde también la propia autora no solo aclara o narra sino que se deja llevar por su voz íntima y por las evocaciones de los espacios que visita la cámara. Y algo similar (con más humor) encontramos en Nadar, de Carla Subirana (2008), otra guionista de Joaquim Jordá, o en Días de agosto, de Marc Recha (2006), en este caso a través de uno de los personajes que intervienen en la película.
            Un ejemplo, en fin, de que la voz en off puede ser incluso la esencia de un documental y estar el documental mismo supeditado a esa voz lo hemos podido ver en La Serenísima, de Gonzalo Ballester (2006), donde la voz del pintor Ramón Gaya leyendo las páginas de su diario escritas en Venecia, sobre imágenes en blanco y negro de la ciudad, es la que determina no solo la localización sino la composición y sobre todo el ritmo de su montaje.
            Salvo este último caso, todos los anteriores, lo que podríamos llamar la escuela Erice-Jordá-Comilli, en el orden que el lector prefiera, ha dado lugar incluso a un grupo reconocido en torno a la Universidad Pompeu Fabra que ahora mismo es, desde mi punto de vista, el que está marcando en España la pauta en materia de documental de creación.
            Pero el abanico sigue abierto. Entre los que no la usan nunca y los que la utilizan profusa y literariamente hay muchas posibilidades. La voz en off es un personaje más. Si por algo resulta interesante el tratamiento de la voz en off de Mercedes Álvarez es porque no está supeditada a las imágenes sino que dialoga con ellas. La voz no explica las imágenes de la misma manera que las imágenes no ilustran la voz: forman parte de un todo donde hay distintos rango y presencia, pero donde ningún recurso es meramente auxiliar.
            Estamos acostumbrados al documental de imágenes narradas, a la sugerente voz que nos ayuda a comprender lo que vemos. Y es natural que sea así en reportajes de índole divulgativa, de transmisión de conocimientos, y con todo, en la mayoría de los casos, las explicaciones son redundantes con respecto a las imágenes, de las que se suele deducir la mayor parte de la voz en off. Así que no es lo mismo construir una voz en off con datos que apoyen las imágenes y no tengan por qué formar parte de la cultura del espectador, que describir aquello que está viendo el espectador o valorarlo innecesariamente. A partir de ahí, cuanto menos necesario sea explicar nada, mejor para el documental, y sobre todo para el guionista, que se ve obligado a encontrar un patrón diferente para cada proyecto, un tono y contenido de la voz en off radicalmente distintos, si no quiere caer en el simple reportaje televisivo.
            Los documentales de que voy a hablar, la escritura de cuya voz en off ha corrido a mi cargo, no están ordenados cronológicamente sino según el criterio de la mayor o menor necesidad de texto, o bien el de la mayor o menor objetividad informativa del texto con el que se ilustra un documental, por paradójico que resulte. Los tres primeros fueron realizados por el director turolense José Miguel Iranzo, y el último por el director murciano Gonzalo Ballester.

El tiempo en la maleta (2010)

            El tiempo en la maleta era un documental de tema clásico. En los últimos años, el título que más trascendencia ha tenido sobre el tema de la emigración española quizás haya sido El tren de la memoria, de Marta Arribas y Ana Pérez (2005)[2], un trabajo basado en la entrevista personal de unos cuantos protagonistas de la emigración de los años sesenta con una cantidad muy considerable de material filmado de la época. El documental es impecable desde el punto de vista de la realización y sobre todo de los materiales, pero a mi juicio resulta un poco frío, un poco falto de emoción.
            Todos los fenómenos migratorios son parecidos. El interés no viene del contenido de lo expresado –porque, salvo que se trate de un trabajo de investigación, siempre resulta la misma odisea–, sino del modo en que se expresa; es decir, lo narrado debe ser interesante con independencia de su contenido, que siempre es previsible. En el caso de El tiempo en la maleta adoptamos una estructura lineal con arreglo a los acontecimientos que se sucedieron en el año 1957 en el marco de la Operación Bisonte, a través de la que decenas de habitantes de Villarquemado, en la provincia de Teruel, buscaron un futuro mejor en Canadá. Los testimonios iban tejiendo el cuadro de los hechos, de las circunstancias y las ilusiones, y la voz en off debía jalonar los espacios con textos que informasen con claridad de aquello que no pudiera no deducirse de los testimonios.
            Porque, cuando son muchos los testimonios, es necesario el aire, el silencio, si bien ese silencio a menudo no puede quedar a merced de la música o de sí mismo, y un modo de descansar de los testimonios es cambiar de tono, de registro y de ritmo, acercándose lo más posible a un texto melódico que ayude a reflexionar sobre lo escuchado. Pero también buscábamos un crescendo emotivo. El destinatario del documental no era un estudioso de los fenómenos migratorios sino, para empezar, los propios protagonistas, y en general un público más curioso que inquisitivo. El trabajo de antropología, de retrato fiel, quedaba para la entrevista, generalmente largas conversaciones desprovistas de cualquier apresto y más atentas al ser humano que habla que a la relevancia específica de sus palabras, con cuyos fragmentos el realizador iba montando los distintos bloques del guión. 
            Estos fragmentos son en su mayoría de índole informativa, pero también hay lugar para una mayor intensidad emocional. Los siguientes dos ejemplos dan idea de la diferencia de registros que tratábamos de combinar. El primero fusiona dos bloques de entrevistas, el de la segunda oleada de inmigrantes y las circunstancias climatológicas que se encontraron:
            La provincia de Quebec estaba entonces gobernada por la ultraderecha católica. Los emigrantes españoles cumplían con la fe, pero además debían ser fuertes, sanos y trabajadores. No se permitían las debilidades. /// Al llegar a Montreal, ningún representante español acudió a recibirlos. Fueron conducidos a Saint Paul de L’ermite, a poco más de 20 millas de Montreal, donde tuvieron que vivir en unos barracones más de dos semanas, sin entender lo que ocurría, ni conocer a nadie que hablase su lengua. /// El experimento había resultado ser un modelo de desorganización. No había contratos previos. Los patronos acudían a buscarlos a los barracones. Pero tampoco entonces imaginaban que el trabajo era provisional: les habían hablado de la tierra y del ganado, pero no de la nieve.
            Este otro, más emotivo, subraya el sentimiento que quedó en muchos de aquellos pioneros:
            Se llevaron un reloj metido en la maleta. Marcaba la hora de cuando fueron jóvenes. En él guardaban su infancia, su lengua, su país. /// Después escucharon el latir de un mundo nuevo. Las fábricas daban las horas y los ritmos eran más modernos. Las cosas funcionaban a mayor velocidad. El tiempo discurría en otro idioma. /// Y siguió sonando, allá dentro, el tic–tac del viejo despertador. El mismo que durante años los levantaba para ir al campo. O les daba las uvas para despedir años difíciles. O marcaba el compás en las fiestas del pueblo. /// Ese reloj escondido les acompañó en la nueva vida, pero al volver, después de haber cumplido su destino, vieron que también llevaba las horas cambiadas, y supieron que su tiempo ya era otro.
            También el registro de voz en que se grabaron estos fragmentos fue una decisión consciente. En toda esta importantísima escuela de documentalistas que se ha creado en torno a la Pompeu Fabra hay un asunto que ha llegado a la categoría de dogma sin necesidad de instrucciones explícitas. La mayor parte de los autores, valga el retruécano, exhiben su férrea voluntad de desaparecer. Desde un punto de vista teórico, todos postulan el desprendimiento, la desnudez de la mirada que sea capaz de llegar a la verdad del objeto retratado, pero el método suele ser ponderativo, más cercano a una visión personal que a la que los propios retratados tienen de sí mismos. En un momento determinado, la pregunta de qué es lo que más podría gustar a los propios protagonistas fue la pauta que tomamos para llegar a la forma más aproximada de realidad que andábamos buscando. Creo que de haber usado una estética más sugerente, más estática, más estética, el documental no habría sido la voz de sus protagonistas sino un filtro que los prejuzgaba.


Cajas destempladas (2007)

            Completamente distinto tuvo que ser el punto de partida en un trabajo para el que había un excelente material filmado sobre la Semana Santa en Calanda y en cuya producción participaba el Centro Buñuel, cuya sombra, de algún modo, había que proyectar en el documental. Para el guión se escogió uno de los personajes más peculiares de la pasión calandina, Longinos, el soldado que clavó a Jesús una lanza cuando estaba en la cruz. Este personaje aparece en diversos actos ataviado con una armadura del siglo XVI y escenifica episodios como la custodia del cadáver o el mando sobre los soldados. A través de él trazamos la breve tragedia de Longinos, quien en diferentes escenarios (el monasterio en ruinas del Desierto de Calanda, principalmente) declamaría un monólogo sobre su triste situación, la de ejecutor inocente y necesario del destino.
             El texto declamado por Longinos (interpretado por José Luis Esteban, quien también leyó la voz en off) era completamente ajeno a cualquier ánimo informativo. Se trataba, en realidad, de poemas escritos en su mayoría según el ritmo de los distintos toques de Semana Santa, para lo que se utilizó el apoyo de un coro que subrayaba su grave isocronía. Al mismo tiempo, la voz en off reflexionaba sobre el sonido del tambor, su percepción sensorial y su significado mítico. 
            En este caso, por tanto, no había nada que explicar que no pudiera deducirse del montaje. Era el terreno de la reflexión y también de la poesía, entendida esta como acercamiento de las palabras a la salmodia catártica que representan los tambores.
            Así, uno de los monólogos de Longinos decía:
            Soy un verdugo vestido de hierro /// que pasea entre las máscaras moradas. /// Escucho respirar sus bocas de fantasma, /// siento que me miran con los huecos de los ojos. /// Rozan sus hábitos con mi armadura, /// Su limpia seda, su áspera estameña,
los lienzos blancos de las madres /// y los niños que se pierden en el duelo. /// Me miran las mujeres vestidas de negro /// que cargan el peso de un llanto sereno. /// Me miran, todas me miran, /// como se mira en un entierro al asesino.
            Pero este otro era un acompañamiento hablado de un ritmo concreto de los tambores, fácilmente reproducible para el locutor:
            Sube la sangre con tantos tambores que suenan al mismo compás /// Cientos de niños se queman los dedos de tanto tocar el tambor /// Ruge la tierra y los bueyes destripan la pulpa que habrá de crecer /// Flores de lluvia que rompen sus tallos y miran la vida salir /// Cuántos tambores me arrancan el sueño que nunca he querido vivir /// Esta armadura de hierro florece del agua que riega la paz /// Rompo las bridas de un gran sentimiento y las rosas escapan de mí /// Clavo la entraña del último vuelo que ven las campanas marchar /// Suenan los huesos y sueña la tierra y me escuchan las horas gemir /// Gente que ríe y sus hábitos brillan al son que calienta la luz /// Todas las horas me esperan metidas en este sufrido temblor /// Brote la vida y la sangre se encienda en latidos del más loco amor.
            En ambos textos, pero sobre todo en este, partí de la base de que si se trataba de buscar puntos de unión entre el toque de tambor calandino y el surrealismo buñuelesco, era un contrasentido tratar de explicarlo, y mucho más coherente limitarse a practicarlo. Soy de la opinión de que de las palabras escuchadas nos queda un porcentaje inmensurable flotando en la memoria que reelaboramos a nuestra manera. De una melopea rítmica surrealista queda en nosotros el mismo número de palabras que de una conferencia sobre surrealismo, pero el espectador, en la primera, escucha el surrealismo, y en la segunda oye lo que es el surrealismo. Por este misma razón, lo poco que nos queda de lo que escuchamos, no suelo alargar los textos en off más allá del minuto de locución, porque tengo la impresión (mera intuición) de que más allá de ese tiempo el espectador ya no disfruta de las palabras sino que empieza conscientemente a procesarlas. Ya no está en ellas; más bien las lee desde fuera. No es ninguna casualidad que un soneto, el rey de las estrofas, tarde un minuto en ser leído.


Un taller con mucha luz (2011)

            En el verano de 2010, y a raíz de la exposición Desde la sombra, de arte contemporáneo turolense, Iranzo planteó un documental que abordara el hecho de ser artista en Teruel, de trabajar en una ciudad y un entorno natural muy determinados que de algún modo influían en su obra. Las entrevistas, sin imágenes ni voz del entrevistador, se centraron en el proceso creativo, las dudas, las directrices, las proporciones de oficio y de ingenio, de azar y de necesidad. Los diferentes bloques daban lugar a breves intervenciones que se articulaban en una sola conversación, y entre bloque y bloque, trenzado con la obra de los artistas que en ese momento ofrecen su testimonio, quedaban unos necesarios espacios subrayados por la música en los que el realizador varió su estética por la del breve montaje sobre el proceso de creación, los paisajes o los edificios de la ciudad donde se crea. Era sobre estos montajes, sobre estos paisajes, cuando el realizador decidió incluir algunos textos en off.
            En este caso el trabajo resultó más parecido a Cajas destempladas que a El tiempo en la maleta. Desde el momento en que los interludios eran también una creación más estética que informativa por parte del realizador, se decidió incluir breves textos poéticos, meramente sugerentes de lo que significa para un artista el territorio de su creación. Una primera persona sin definir iba desgranando las líneas con deliberada desarticulación, y en el tono más coherente con el contenido del documental. En uno de los fragmentos, por ejemplo, el narrador habla en términos entusiastas de su relación con la tierra como ámbito de creación:
            Vivo en un taller con mucha luz, /// escucho el barro entre las manos /// y el susurro de la ciudad dormida. /// Veo el campo desde las ventanas, /// el cielo sobre las aliagas, los montes azules. /// Esta tierra está pintada, es pintura /// y yo respiro en ella el aire limpio, /// su alma de agua evaporada.
            Y el planteamiento, con diferentes resultados, volvió a ser parecido al de Cajas destempladas, es decir, si se trata de un documental sobre arte, los montajes que separaban los bloques de entrevistas debían ser una muestra de arte visual y la voz en off debía serlo de arte poética. Por eso no rehuí en ningún momento la apariencia de poesía ni ninguna de sus normas prosódicas, de modo que se subrayase su condición solidaria con la música o con las obras de arte o con los montajes, todos ellos piezas distintas de una misma composición.

Al otro lado del mar (2011)[3]

            Algo parecido sucedió con el documental de Gonzalo Ballester Al otro lado del mar, sobre la tradición de la poesía repentizada en la región de Murcia y en varios países latinoamericanos: Cuba, Puerto Rico, Panamá, México o Argentina. En este caso el encargo consistía en una voz en off que remitiese al narrador y realizador y al viaje que emprendió sin planes previos por la ruta de la poesía improvisada. Debía tener un toque iniciático, con intervenciones que planteasen las propias dudas del narrador ante lo que estaba presenciando y registrando.
            En España el repentismo de décimas de pie forzado parecía un localismo rescatado, rehabilitado, pero en América todavía impregnaba el tejido social, es decir, en los espectáculos no había el distanciamiento condescendiente de la cultura turística sino que el público se implicaba en los duelos con entusiasmo de galleros, y en las exhibiciones con la sonrisa concentrada de quien sabe sentir la música. Pero tampoco era fácil calibrar su trascendencia como acto social y estar seguro de si, a pesar de que el rito era presente, no conmemorativo, podíamos hablar de un espectáculo popular o de una tradición todavía viva pero también, como a este lado del mar, en vías de extinción.
            Por lo demás, el montaje era todo lo elocuente que necesitaba ser para bastarse con las imágenes y las entrevistas, por lo que la voz en off debía ir siempre en un tono muy pausado, casi susurrado, como altos en el camino, reflexiones en voz baja, momentos para abstraerse del bullicio. Así, por ejemplo, tras una impresionante actuación del trovero Papillo, de Puerto Rico, después de un alarde casi inverosímil de versificación en directo, el narrador se plantea en qué cambiarían las cosas si él no hubiera preservado ese momento con su cámara, y la voz en off dice:
            Sin este azar, sin este dejarme llevar por las canciones, // no habría registrado este momento, // y los versos de Papillo se habrían disuelto entre la noche // o se habrían condensado en lluvia fina, en la memoria común. // Quizá, cuando estas imágenes desaparezcan, // sigan resonando sus palabras.
            No soy ajeno a esta aparente contradicción. El documental en sentido estricto sirve para eso, para poner a disposición del espectador, reunidos y organizados, unos cuantos documentos significativos. Todo lo demás es añadido por la mano del autor. Vivimos una época de descrédito de la ficción, es decir, de todo aquello que no sea literal. Pero la comprensión objetiva de las cosas no es toda la comprensión. Las cosas también se sienten, y este apego enfermizo a las verdades periodísticas considera que la emotividad no debe abandonar los terrenos del tópico decorativo.
            Estéticamente, algunos corrimientos de ideas están provocando nuevos ajustes de los géneros. Del mismo modo que la novela se ha despeñado por los terrenos de la no ficción (y algo parecido está sucediéndole al cine), el documental, que partía del lado de la verdad, está encontrando solar deshabitado en los terrenos de la imaginación. El sol del membrillo, que pronto ha de cumplir los veinte años, fue una película que se adentraba en los terrenos del documental, y ahora su vigencia (como el primer día, por cierto) está en la estética de los documentales que exploran terrenos de ficción, o por lo menos de integración de las artes cinematográficas y literarias en la descripción de un tema más o menos actual. Quizá sea esto lo que ha pasado, que los documentales, más que explicar o divulgar, cada día más se dedican a describir, algo que siempre ha sido asunto del arte y la literatura.
            Es posible que sea la libertad con la que he podido afrontar estos guiones y la autosuficiencia narrativa e informativa de los montajes sobre los que debía trabajar lo que me ha permitido concebir siempre así la voz en off, como un elemento del mismo rango que la música o las imágenes. Reconozco que soy un tipo de espectador al que, en un documental sobre Rusia, antes que una serie de datos climáticos y sociológicos preferiría que la voz en off le leyera un poema de Tiútchev. Por otra parte, no es lo mismo un documental dedicado a registrar unos acontecimientos y unos datos para preservarlos, para introducirlos en la Historia, o para explicarlos y darlos a conocer, que un documental para pensar en un hecho, en un fenómeno, recrearlo en la mente del espectador y llegar a su comprensión a través de la capacidad de sugestión y de evocación de las imágenes y las palabras. La obvia rigurosidad parsimoniosa de los documentales de sobremesa o los montajes vertiginosos de los documentales nocturnos no permite los excesos verbales. En este sentido, la voz en off apenas ha abandonado la concha del apuntador. Pero si lo que el documental busca es, más que una belleza determinada, una rigurosa coherencia estética, el apuntador ya puede salir al escenario y ser un actor más de la función. No se trata de postergarlo, igual que a las entrevistas, como recursos típicos del reporterismo que se opone al documentalismo creativo, sino de incorporarlo con el mismo grado de distanciamiento que todo lo demás. No es casual que casi todas las nuevas voz en off de los documentales de creación sean autobiográficas. El primer personaje que se nos ocurre es el de nosotros mismos. Pero luego están los otros, las voces de los otros, las que suenan como música de fondo, y que también pueden narrar.


[1] En palabras del propio Marker: “Comparo el documental con la poesía. En la poesía se puede jugar
con las palabras que están a disposición de todo el mundo para hacerlas suyas y que luego vuelvan a ser de todo el mundo. Eso es también el documental.”  Casi todos los documentales a que hago referencia han sido minuciosamente estudiados por Beatriz Comella, quien también incorpora la cita de Marker, en Mirar la realidad. Una aproximación al máster de Documental de la Creación de la Universitat Pompeu Fabra (1997-2009), Tesis doctoral, Universitat Rovira i Virgili, 2010, http://www.tdx.cat/TDX-0419110-130434 , a mi juicio una herramienta indispensable para orientarse en el documental de creación actual y sus más inmediatas posibilidades.

[2] En los últimos tiempos los documentales sobre emigración se han centrado en la emigración llegada a España, algo de lo que, por cierto, también fue pionero Víctor Erice, con aquella cuadrilla de albañiles eslavos que trabajaban paredaños con el pintor Antonio López. Esta forma moderna de ver la inmigración también ha sido estudiada por Beatriz Comella en Imágenes de migración en algunas películas documentales recientes: En construcción, El cielo gira, Aguaviva, Diario argentino, Quaderns de Cine, 6 (2011).

[3] Escribí este artículo antes del montaje final de Al otro lado del mar. El autor trasladó los textos en off a rótulos y redujo considerablemente su presencia, a mi juicio con buen criterio: la potencia del montaje amortizaba cualquier apoyatura, es posible que incluso aquellas que se conservaron. 

2 comentarios:

  1. Interesante artículo, sobre todo para reivindicar que las palabras no aparecen solas. Tal vez me ha faltado algún nombre como el de Javier Dotú, los que transmiten el sentido y función del texto al espectador. En los créditos, junto al nombre del director, el del guionista y el locutor o locutora.

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  2. Mea culpa, Carlos. Tienes razón. De hecho, el sentido y la función de los textos suele redefinirse por completo según a quién elijas. Sólo nombro a José Luis Esteban, que le dio a 'Cajas destempladas' el tono perfecto con su aire teatral. Pero el locutor de 'El tiempo en la maleta' fue David Jaso, que con su interpretación un poco en el aire de 'Aquellos maravillosos años' limó, y creo que para bien, lo que de retranca pudiera haber en la ironía. En cuanto a 'Un taller con mucha luz', la voz en off es un experimento vanguardista sin sentido ni función: el locutor era yo.

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