[Coloco en este armario empotrado el artículo que apareció en el último número de la revista Cabiria.]
La
voz en off suele moverse por los extremos cuando se trata de documentales de
creación, esto es, no meramente informativos. En los últimos tiempos, en
España, podemos trazar quizá una línea que parte, cómo no, de Víctor Erice y su
clásico El sol del membrillo (1992),
se nutre de las ideas de cineastas como Jean-Louis Commolli y llega hasta En construcción, de José Luis Guerín,
donde también confluye, por otra parte, la prestigiosa escuela de Joaquim
Jordá. En Numax presenta, de 1979, sobre la caída de los ideales
obreros, Jordá ya había prescindido por completo de la voz en off. Lo ha
seguido haciendo en Más allá del espejo,
de 2006, sobre el proceso de una enfermedad en un paciente y su entorno. Y con
él algunos colaboradores suyos como Ariadna Pujol, que también prescindió de la
voz en off en su documental Aguaviva,
de 2005, rodado en la provincia de Teruel, o como Tierra Negra, de
Ricardo Íscar (2004), sobre el mundo de las minas de carbón, quien sustituye la
voz en off por carteles explicativos.
Pero
también en 2005, y sin desviarse de los postulados de Comolli, quien sólo es
partidario de la voz en off “al modo de
Marker, un comentario dubitativo que cuestiona las propias imágenes”[1],
Mercedes Álvarez presentaba El cielo gira,
acaso el cuarto hito que, a través de Jordá, Erice y Guerín, mejor da idea de
la situación del documental de creación actual en nuestro país y, en
particular, de las posibilidades de la voz en off.
Porque
Mercedes Álvarez volvió a la voz en off sin abandonar estos postulados de
contemplación no entrometida, de sustitución de la entrevista por la situación
(la entrevista y la voz en off siempre han sido los elementos de discordia
entre reportaje y documental) y, como norma general, el distanciamiento
estático, que más de una vez, dicho sea de paso, se confunde con gratuita
morosidad. Álvarez vuelve a dar dimensión a la voz en off en la línea de Chris
Marker, quien hizo del comentario literario en off una marca de la casa. La
propia Álvarez enhebra un monólogo en alta voz de intenso contenido lírico en
el que sus propios recuerdos ponen música verbal a las imágenes del pueblecito
donde solo quedan catorce habitantes, y donde la última persona que nació fue
la propia directora.
Este
mismo procedimiento de la voz en off como contrapunto narrativo, más o menos
lírico y en diferentes registros, lo encontramos en documentales recientes como
Diario argentino, de Lupe Pérez (2006), donde también la propia autora
no solo aclara o narra sino que se deja llevar por su voz íntima y por las
evocaciones de los espacios que visita la cámara. Y algo similar (con más
humor) encontramos en Nadar, de Carla Subirana (2008), otra guionista de
Joaquim Jordá, o en Días de agosto, de Marc Recha (2006), en este caso a
través de uno de los personajes que intervienen en la película.
Un
ejemplo, en fin, de que la voz en off puede ser incluso la esencia de un documental
y estar el documental mismo supeditado a esa voz lo hemos podido ver en La
Serenísima, de Gonzalo Ballester (2006), donde la voz del pintor Ramón Gaya
leyendo las páginas de su diario escritas en Venecia, sobre imágenes en blanco
y negro de la ciudad, es la que determina no solo la localización sino la
composición y sobre todo el ritmo de su montaje.
Salvo
este último caso, todos los anteriores, lo que podríamos llamar la escuela
Erice-Jordá-Comilli, en el orden que el lector prefiera, ha dado lugar incluso
a un grupo reconocido en torno a la Universidad Pompeu Fabra que ahora mismo
es, desde mi punto de vista, el que está marcando en España la pauta en materia
de documental de creación.
Pero
el abanico sigue abierto. Entre los que no la usan nunca y los que la utilizan
profusa y literariamente hay muchas posibilidades. La voz en off es un
personaje más. Si por algo resulta interesante el tratamiento de la voz en off
de Mercedes Álvarez es porque no está supeditada a las imágenes sino que
dialoga con ellas. La voz no explica las imágenes de la misma manera que las
imágenes no ilustran la voz: forman parte de un todo donde hay distintos rango
y presencia, pero donde ningún recurso es meramente auxiliar.
Estamos
acostumbrados al documental de imágenes narradas, a la sugerente voz que nos
ayuda a comprender lo que vemos. Y es natural que sea así en reportajes de
índole divulgativa, de transmisión de conocimientos, y con todo, en la mayoría
de los casos, las explicaciones son redundantes con respecto a las imágenes, de
las que se suele deducir la mayor parte de la voz en off. Así que no es lo
mismo construir una voz en off con datos que apoyen las imágenes y no tengan
por qué formar parte de la cultura del espectador, que describir aquello que
está viendo el espectador o valorarlo innecesariamente. A partir de ahí, cuanto
menos necesario sea explicar nada, mejor para el documental, y sobre todo para
el guionista, que se ve obligado a encontrar un patrón diferente para cada
proyecto, un tono y contenido de la voz en off radicalmente distintos, si no
quiere caer en el simple reportaje televisivo.
Los
documentales de que voy a hablar, la escritura de cuya voz en off ha corrido a
mi cargo, no están ordenados cronológicamente sino según el criterio de la
mayor o menor necesidad de texto, o bien el de la mayor o menor objetividad
informativa del texto con el que se ilustra un documental, por paradójico que
resulte. Los tres primeros fueron realizados por el director turolense José
Miguel Iranzo, y el último por el director murciano Gonzalo Ballester.
El tiempo
en la maleta (2010)
El tiempo en la maleta era un documental
de tema clásico. En los últimos años, el título que más trascendencia ha tenido
sobre el tema de la emigración española quizás haya sido El tren de la memoria, de Marta Arribas y Ana Pérez (2005)[2],
un trabajo basado en la entrevista personal de unos cuantos protagonistas de la
emigración de los años sesenta con una cantidad muy considerable de material
filmado de la época. El documental es impecable desde el punto de vista de la
realización y sobre todo de los materiales, pero a mi juicio resulta un poco
frío, un poco falto de emoción.
Todos
los fenómenos migratorios son parecidos. El interés no viene del contenido de
lo expresado –porque, salvo que se trate de un trabajo de investigación,
siempre resulta la misma odisea–, sino del modo en que se expresa; es decir, lo
narrado debe ser interesante con independencia de su contenido, que siempre es
previsible. En el caso de El tiempo en la
maleta adoptamos una estructura lineal con arreglo a los acontecimientos
que se sucedieron en el año 1957 en el marco de la Operación Bisonte, a través
de la que decenas de habitantes de Villarquemado, en la provincia de Teruel,
buscaron un futuro mejor en Canadá. Los testimonios iban tejiendo el cuadro de
los hechos, de las circunstancias y las ilusiones, y la voz en off debía
jalonar los espacios con textos que informasen con claridad de aquello que no
pudiera no deducirse de los testimonios.
Porque,
cuando son muchos los testimonios, es necesario el aire, el silencio, si bien
ese silencio a menudo no puede quedar a merced de la música o de sí mismo, y un
modo de descansar de los testimonios es cambiar de tono, de registro y de
ritmo, acercándose lo más posible a un texto melódico que ayude a reflexionar
sobre lo escuchado. Pero también buscábamos un crescendo emotivo. El
destinatario del documental no era un estudioso de los fenómenos migratorios
sino, para empezar, los propios protagonistas, y en general un público más
curioso que inquisitivo. El trabajo de antropología, de retrato fiel, quedaba
para la entrevista, generalmente largas conversaciones desprovistas de
cualquier apresto y más atentas al ser humano que habla que a la relevancia
específica de sus palabras, con cuyos fragmentos el realizador iba montando los
distintos bloques del guión.
Estos
fragmentos son en su mayoría de índole informativa, pero también hay lugar para
una mayor intensidad emocional. Los siguientes dos ejemplos dan idea de la
diferencia de registros que tratábamos de combinar. El primero fusiona dos
bloques de entrevistas, el de la segunda oleada de inmigrantes y las
circunstancias climatológicas que se encontraron:
La provincia de Quebec estaba
entonces gobernada por la ultraderecha católica. Los emigrantes españoles
cumplían con la fe, pero además debían ser fuertes, sanos y trabajadores. No se
permitían las debilidades. /// Al llegar a Montreal, ningún representante
español acudió a recibirlos. Fueron conducidos a Saint Paul de L’ermite, a poco
más de 20 millas de Montreal, donde tuvieron que vivir en unos barracones más
de dos semanas, sin entender lo que ocurría, ni conocer a nadie que hablase su
lengua. /// El experimento había resultado ser un modelo de desorganización. No
había contratos previos. Los patronos acudían a buscarlos a los barracones.
Pero tampoco entonces imaginaban que el trabajo era provisional: les habían
hablado de la tierra y del ganado, pero no de la nieve.
Este
otro, más emotivo, subraya el sentimiento que quedó en muchos de aquellos
pioneros:
Se llevaron un reloj metido en la
maleta. Marcaba la hora de cuando fueron jóvenes. En él guardaban su infancia,
su lengua, su país. /// Después escucharon el latir de un mundo nuevo. Las
fábricas daban las horas y los ritmos eran más modernos. Las cosas funcionaban
a mayor velocidad. El tiempo discurría en otro idioma. /// Y siguió sonando,
allá dentro, el tic–tac del viejo despertador. El mismo que durante años los
levantaba para ir al campo. O les daba las uvas para despedir años difíciles. O
marcaba el compás en las fiestas del pueblo. /// Ese reloj escondido les
acompañó en la nueva vida, pero al volver, después de haber cumplido su
destino, vieron que también llevaba las horas cambiadas, y supieron que su
tiempo ya era otro.
También
el registro de voz en que se grabaron estos fragmentos fue una decisión
consciente. En toda esta importantísima escuela de documentalistas que se ha
creado en torno a la Pompeu Fabra hay un asunto que ha llegado a la categoría
de dogma sin necesidad de instrucciones explícitas. La mayor parte de los
autores, valga el retruécano, exhiben su férrea voluntad de desaparecer. Desde
un punto de vista teórico, todos postulan el desprendimiento, la desnudez de la
mirada que sea capaz de llegar a la verdad del objeto retratado, pero el método
suele ser ponderativo, más cercano a una visión personal que a la que los
propios retratados tienen de sí mismos. En un momento determinado, la pregunta
de qué es lo que más podría gustar a los propios protagonistas fue la pauta que
tomamos para llegar a la forma más aproximada de realidad que andábamos buscando. Creo que de haber usado una
estética más sugerente, más estática, más estética, el documental no habría
sido la voz de sus protagonistas sino un filtro que los prejuzgaba.
Cajas
destempladas (2007)
Completamente
distinto tuvo que ser el punto de partida en un trabajo para el que había un
excelente material filmado sobre la Semana Santa en Calanda y en cuya
producción participaba el Centro Buñuel, cuya sombra, de algún modo, había que
proyectar en el documental. Para el guión se escogió uno de los personajes más
peculiares de la pasión calandina, Longinos, el soldado que clavó a Jesús una
lanza cuando estaba en la cruz. Este personaje aparece en diversos actos
ataviado con una armadura del siglo XVI y escenifica episodios como la custodia
del cadáver o el mando sobre los soldados. A través de él trazamos la breve
tragedia de Longinos, quien en diferentes escenarios (el monasterio en ruinas
del Desierto de Calanda, principalmente) declamaría un monólogo sobre su triste
situación, la de ejecutor inocente y necesario del destino.
El texto declamado por Longinos (interpretado
por José Luis Esteban, quien también leyó la voz en off) era completamente
ajeno a cualquier ánimo informativo. Se trataba, en realidad, de poemas
escritos en su mayoría según el ritmo de los distintos toques de Semana Santa,
para lo que se utilizó el apoyo de un coro que subrayaba su grave isocronía. Al
mismo tiempo, la voz en off reflexionaba sobre el sonido del tambor, su
percepción sensorial y su significado mítico.
En este caso, por tanto, no había nada que explicar que no pudiera
deducirse del montaje. Era el terreno de la reflexión y también de la poesía,
entendida esta como acercamiento de las palabras a la salmodia catártica que representan
los tambores.
Así,
uno de los monólogos de Longinos decía:
Soy un verdugo vestido de hierro /// que pasea entre las máscaras
moradas. /// Escucho respirar sus bocas de fantasma, /// siento que me miran
con los huecos de los ojos. /// Rozan sus hábitos con mi armadura, /// Su
limpia seda, su áspera estameña,
los lienzos blancos de las madres /// y los niños que se pierden en el
duelo. /// Me miran las mujeres vestidas de negro /// que cargan el peso de un
llanto sereno. /// Me miran, todas me miran, /// como se mira en un entierro al
asesino.
Pero
este otro era un acompañamiento hablado de un ritmo concreto de los tambores,
fácilmente reproducible para el locutor:
Sube la sangre con tantos tambores que
suenan al mismo compás /// Cientos de niños se queman los dedos de tanto tocar
el tambor /// Ruge la tierra y los bueyes destripan la pulpa que habrá de
crecer /// Flores de lluvia que rompen sus tallos y miran la vida salir ///
Cuántos tambores me arrancan el sueño que nunca he querido vivir /// Esta
armadura de hierro florece del agua que riega la paz /// Rompo las bridas de un
gran sentimiento y las rosas escapan de mí /// Clavo la entraña del último
vuelo que ven las campanas marchar /// Suenan los huesos y sueña la tierra y me
escuchan las horas gemir /// Gente que ríe y sus hábitos brillan al son que
calienta la luz /// Todas las horas me esperan metidas en este sufrido temblor
/// Brote la vida y la sangre se encienda en latidos del más loco amor.
En
ambos textos, pero sobre todo en este, partí de la base de que si se trataba de
buscar puntos de unión entre el toque de tambor calandino y el surrealismo
buñuelesco, era un contrasentido tratar de explicarlo, y mucho más coherente
limitarse a practicarlo. Soy de la opinión de que de las palabras escuchadas
nos queda un porcentaje inmensurable flotando en la memoria que reelaboramos a
nuestra manera. De una melopea rítmica surrealista queda en nosotros el mismo
número de palabras que de una conferencia sobre surrealismo, pero el
espectador, en la primera, escucha el surrealismo, y en la segunda oye lo que
es el surrealismo. Por este misma razón, lo poco que nos queda de lo que
escuchamos, no suelo alargar los textos en off más allá del minuto de locución,
porque tengo la impresión (mera intuición) de que más allá de ese tiempo el
espectador ya no disfruta de las palabras sino que empieza conscientemente a
procesarlas. Ya no está en ellas; más
bien las lee desde fuera. No es ninguna casualidad que un soneto, el rey de las
estrofas, tarde un minuto en ser leído.
Un taller
con mucha luz (2011)
En
el verano de 2010, y a raíz de la exposición Desde la sombra, de arte contemporáneo turolense, Iranzo planteó un
documental que abordara el hecho de ser artista en Teruel, de trabajar en una
ciudad y un entorno natural muy determinados que de algún modo influían en su
obra. Las entrevistas, sin imágenes ni voz del entrevistador, se centraron en
el proceso creativo, las dudas, las directrices, las proporciones de oficio y
de ingenio, de azar y de necesidad. Los diferentes bloques daban lugar a breves
intervenciones que se articulaban en una sola conversación, y entre bloque y
bloque, trenzado con la obra de los artistas que en ese momento ofrecen su
testimonio, quedaban unos necesarios espacios subrayados por la música en los
que el realizador varió su estética por la del breve montaje sobre el proceso
de creación, los paisajes o los edificios de la ciudad donde se crea. Era sobre
estos montajes, sobre estos paisajes, cuando el realizador decidió incluir algunos
textos en off.
En
este caso el trabajo resultó más parecido a Cajas
destempladas que a El tiempo en la
maleta. Desde el momento en que los interludios eran también una creación
más estética que informativa por parte del realizador, se decidió incluir
breves textos poéticos, meramente sugerentes de lo que significa para un
artista el territorio de su creación. Una primera persona sin definir iba
desgranando las líneas con deliberada desarticulación, y en el tono más
coherente con el contenido del documental. En uno de los fragmentos, por
ejemplo, el narrador habla en términos entusiastas de su relación con la tierra
como ámbito de creación:
Vivo en un taller con mucha luz, ///
escucho el barro entre las manos /// y el susurro de la ciudad dormida. /// Veo
el campo desde las ventanas, /// el cielo sobre las aliagas, los montes azules.
/// Esta tierra está pintada, es pintura /// y yo respiro en ella el aire
limpio, /// su alma de agua evaporada.
Y
el planteamiento, con diferentes resultados, volvió a ser parecido al de Cajas destempladas, es decir, si se
trata de un documental sobre arte,
los montajes que separaban los bloques de entrevistas debían ser una muestra de
arte visual y la voz en off debía
serlo de arte poética. Por eso no
rehuí en ningún momento la apariencia de
poesía ni ninguna de sus normas prosódicas, de modo que se subrayase su
condición solidaria con la música o con las obras de arte o con los montajes,
todos ellos piezas distintas de una misma composición.
Al otro
lado del mar (2011)[3]
Algo
parecido sucedió con el documental de Gonzalo Ballester Al otro lado del mar, sobre la tradición de la poesía repentizada
en la región de Murcia y en varios países latinoamericanos: Cuba, Puerto Rico,
Panamá, México o Argentina. En este caso el encargo consistía en una voz en off
que remitiese al narrador y realizador y al viaje que emprendió sin planes
previos por la ruta de la poesía improvisada. Debía tener un toque iniciático,
con intervenciones que planteasen las propias dudas del narrador ante lo que
estaba presenciando y registrando.
En
España el repentismo de décimas de pie forzado parecía un localismo rescatado,
rehabilitado, pero en América todavía impregnaba el tejido social, es decir, en
los espectáculos no había el distanciamiento condescendiente de la cultura
turística sino que el público se implicaba en los duelos con entusiasmo de
galleros, y en las exhibiciones con la sonrisa concentrada de quien sabe sentir
la música. Pero tampoco era fácil calibrar su trascendencia como acto social y
estar seguro de si, a pesar de que el rito era presente, no conmemorativo,
podíamos hablar de un espectáculo popular o de una tradición todavía viva pero
también, como a este lado del mar, en vías de extinción.
Por
lo demás, el montaje era todo lo elocuente que necesitaba ser para bastarse con
las imágenes y las entrevistas, por lo que la voz en off debía ir siempre en un
tono muy pausado, casi susurrado, como altos en el camino, reflexiones en voz
baja, momentos para abstraerse del bullicio. Así, por ejemplo, tras una
impresionante actuación del trovero Papillo, de Puerto Rico, después de un
alarde casi inverosímil de versificación en directo, el narrador se plantea en
qué cambiarían las cosas si él no hubiera preservado ese momento con su cámara,
y la voz en off dice:
Sin este azar, sin este dejarme llevar por las canciones, // no habría
registrado este momento, // y los versos de Papillo se habrían disuelto entre
la noche // o se habrían condensado en lluvia fina, en la memoria común. //
Quizá, cuando estas imágenes desaparezcan, // sigan resonando sus palabras.
No
soy ajeno a esta aparente contradicción. El documental en sentido estricto
sirve para eso, para poner a disposición del espectador, reunidos y
organizados, unos cuantos documentos significativos. Todo lo demás es añadido
por la mano del autor. Vivimos una época de descrédito de la ficción, es decir,
de todo aquello que no sea literal. Pero la comprensión objetiva de las cosas
no es toda la comprensión. Las cosas también se sienten, y este apego enfermizo
a las verdades periodísticas considera que la emotividad no debe abandonar los
terrenos del tópico decorativo.
Estéticamente,
algunos corrimientos de ideas están provocando nuevos ajustes de los géneros.
Del mismo modo que la novela se ha despeñado por los terrenos de la no ficción
(y algo parecido está sucediéndole al cine), el documental, que partía del lado
de la verdad, está encontrando solar deshabitado en los terrenos de la
imaginación. El sol del membrillo, que
pronto ha de cumplir los veinte años, fue una película que se adentraba en los
terrenos del documental, y ahora su vigencia (como el primer día, por cierto)
está en la estética de los documentales que exploran terrenos de ficción, o por
lo menos de integración de las artes cinematográficas y literarias en la
descripción de un tema más o menos actual. Quizá sea esto lo que ha pasado, que
los documentales, más que explicar o divulgar, cada día más se dedican a describir, algo que siempre ha sido
asunto del arte y la literatura.
Es
posible que sea la libertad con la que he podido afrontar estos guiones y la
autosuficiencia narrativa e informativa de
los montajes sobre los que debía trabajar lo que me ha permitido concebir
siempre así la voz en off, como un elemento del mismo rango que la música o las
imágenes. Reconozco que soy un tipo de espectador al que, en un documental
sobre Rusia, antes que una serie de datos climáticos y sociológicos preferiría
que la voz en off le leyera un poema de Tiútchev. Por otra parte, no es lo
mismo un documental dedicado a registrar unos acontecimientos y unos datos para
preservarlos, para introducirlos en la Historia, o para explicarlos y darlos a
conocer, que un documental para pensar en
un hecho, en un fenómeno, recrearlo en
la mente del espectador y llegar a su comprensión a través de la capacidad de
sugestión y de evocación de las imágenes y las palabras. La obvia rigurosidad
parsimoniosa de los documentales de sobremesa o los montajes vertiginosos de
los documentales nocturnos no permite los excesos verbales. En este sentido, la
voz en off apenas ha abandonado la concha del apuntador. Pero si lo que el
documental busca es, más que una belleza determinada, una rigurosa coherencia
estética, el apuntador ya puede salir al escenario y ser un actor más de la
función. No se trata de postergarlo, igual que a las entrevistas, como recursos
típicos del reporterismo que se opone al documentalismo creativo, sino de
incorporarlo con el mismo grado de distanciamiento que todo lo demás. No es
casual que casi todas las nuevas voz en off de los documentales de creación
sean autobiográficas. El primer personaje que se nos ocurre es el de nosotros
mismos. Pero luego están los otros, las voces de los otros, las que suenan como
música de fondo, y que también pueden narrar.
[1] En palabras del propio Marker: “Comparo el
documental con la poesía. En la poesía se puede jugar
con las palabras que están a disposición de todo el mundo para
hacerlas suyas y que luego vuelvan a ser de todo el mundo. Eso es también el documental.” Casi todos los documentales a que hago
referencia han sido minuciosamente estudiados por Beatriz Comella, quien también
incorpora la cita de Marker, en Mirar la
realidad. Una aproximación al máster de Documental de la Creación de la
Universitat Pompeu Fabra (1997-2009), Tesis doctoral, Universitat Rovira i
Virgili, 2010, http://www.tdx.cat/TDX-0419110-130434 , a mi juicio una
herramienta indispensable para orientarse en el documental de creación actual y
sus más inmediatas posibilidades.
[2] En los últimos tiempos los
documentales sobre emigración se han centrado en la emigración llegada a
España, algo de lo que, por cierto, también fue pionero Víctor Erice, con
aquella cuadrilla de albañiles eslavos que trabajaban paredaños con el pintor
Antonio López. Esta forma moderna de ver la inmigración también ha sido
estudiada por Beatriz Comella en Imágenes de
migración en algunas películas documentales recientes: En construcción, El cielo
gira, Aguaviva, Diario argentino, Quaderns de Cine, 6 (2011).
[3] Escribí este artículo antes del montaje final de Al otro lado del mar. El autor trasladó los textos en off a rótulos
y redujo considerablemente su presencia, a mi juicio con buen criterio: la
potencia del montaje amortizaba cualquier apoyatura, es posible que incluso aquellas
que se conservaron.
Interesante artículo, sobre todo para reivindicar que las palabras no aparecen solas. Tal vez me ha faltado algún nombre como el de Javier Dotú, los que transmiten el sentido y función del texto al espectador. En los créditos, junto al nombre del director, el del guionista y el locutor o locutora.
ResponderEliminarMea culpa, Carlos. Tienes razón. De hecho, el sentido y la función de los textos suele redefinirse por completo según a quién elijas. Sólo nombro a José Luis Esteban, que le dio a 'Cajas destempladas' el tono perfecto con su aire teatral. Pero el locutor de 'El tiempo en la maleta' fue David Jaso, que con su interpretación un poco en el aire de 'Aquellos maravillosos años' limó, y creo que para bien, lo que de retranca pudiera haber en la ironía. En cuanto a 'Un taller con mucha luz', la voz en off es un experimento vanguardista sin sentido ni función: el locutor era yo.
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