Los premios del festival de
Cannes han sido concedidos a los siguientes temas: una pareja de ancianos
cultos que se ayudan a morir; un hombre cuya obsesión por participar en Gran
Hermano le hace perderlo todo; “un relato sobre perdedores que buscan una
salida y la encuentran” (en palabras del Boyero); un hombre al que arruina la
mentira de una niña, que lo acusa de pederastia; “una mujer desequilibrada
recurre a su amiga de la infancia buscando refugio”; esa misma mujer cuya amiga
es una fanática religiosa que se empeña en exorcizarla; y, como premio al mejor
director, una cosa surrealista.
El propio Boyero se queja un poco
de lo negro del panorama. Pero no lo interpreta. Si la más optimista de todas
es una de Ken Loach, no quiero pensar cómo serán las demás. Ahora bien, si el
jurado de Cannes se creía con una cierta relevancia no solo cinematográfica
sino, digamos, histórica, es decir, de prestigioso fedatario de los tiempos, de
premiar películas que nos expliquen, el palmarés queda de lo más sugerente.
Ayer mismo me quejaba de que en España seguimos pensando que el arte no tiene
que ver con la vida que vivimos. A nosotros que tan bien se nos da retratar con
gracia la crudeza, estamos dejando pasar los temas importantes para que se los
apropien tipos tan solventes como Haneke, de quien no me alegra que le hayan
dado la Palma de Oro sino que haya rodado una nueva película.
Con el cine nunca siento la
obligación de estar al día, algo que me depara placeres no premeditados como,
de pronto, ver La cinta blanca y
salir rebosante de entusiasmo y convencido de haber visto una obra de arte. Estos
alemanos (como los llama el traductor de Gibbon), lo que no hacen pesado, lo
hacen muy grave, y el resultado va marcando épocas, mojones de la historia
estética de Europa, con la misma frecuencia, más o menos, con que ganan campeonatos
de fútbol. Es lo que me sucedió en los ingenuos ochenta con Fassbinder, que
ahora tengo tan lejos, o en los noventa con Herzog, sus películas de los
setenta, desde Fata Morgana a, ya en
los 80, Fitzcarraldo, que es la que
me hizo reparar en él varios años después. Sigue fresco en mi memoria el pobre Gaspar
Hauser, y los ojos de Klaus Kinski, que son como los de Marujita Díaz pero en
alemán, no se me borrarán en la vida, y mira que me cae mal ese sujeto. Luego ya me pareció que se pasaba de listo, pero Fitzcarraldo (aquella misión
imposible del barco subiendo montañas, que luego he sabido que tomaron, cómo
no, de Faulkner y sus cuentos de cheksaws y chikasaws) obró en mí la adhesión
incondicional que hace un par de años provocó Haneke con esa perfecta explicación
del nazismo.
Iranzo, que conoce toda su obra
desde el principio, la vio pero me dijo que viera La pianista, que la echaron la otra noche por la tele, más incluso
que Funny games, que, conociendo mi
extrema sensibilidad para las barbaridades, quizá me resultaría excesiva. La pianista también me resultó excesiva,
el último cuarto de hora me lo pasé haciendo viajes por el pasillo (con parada
en la nevera: cuánto engorda la sensibilidad), pero la disfruté igual, si bien
en las escenas de vómitos y humillaciones me sentía reclamado nuevamente por
las fresas. En todo lo demás, sobre todo en la primera hora, me había
encandilado con sus planos fijos. En La
cinta blanca me habían gustado mucho, pero aún no sabía por qué. Cierto es
que descubrir cuál puede ser la máxima duración de un plano sin que deje de
hacerse corto debe de ser la fórmula de cualquier director, máxime si es
alemano. Pero en La pianista creí
adivinar por qué. El plano fijo se hace corto porque no se acaba; es decir, no
se acaba más allá del tiempo, solo tienes unos segundos para una imagen tan
clara y tan compleja que no invita tanto a contemplarla como a recorrerla
minuciosamente con la mirada. Cuando uno aparta la vista del primer plano de
Isabelle Huppert (que ya es delito), de inmediato tropieza con algo, con un
tablón de anuncios, con un mueble, con una ventana, tan sugerentes, tan
significativos que uno hace un alto para pensar en ello. Uno se ha ido de Isabelle Huppert como yo me voy a la nevera, pero la nevera del plano es interesantísima,
y más allá hay alguien, algo, una ropa tirada, una cartera abierta, que vuelven
a reclamar mi atención ya con cierta urgencia porque supongo que el plano no ha
de durar mucho más, y ya con prisas, después de un rato, vuelvo a la cara de la
protagonista, y el plano, después de mucho tiempo, se acaba antes de que yo
haya podido terminarlo de ver. La mayoría, en aras del efectismo, suele
desenfocar el fondo de los primeros planos, pero eso se ve enseguida, ese plano
se hace largo enseguida.
Recuerdo una escena de La cinta blanca que me provocó parecida
sensación, si bien luego, con La Pianista,
ya fui consciente de en qué consistía. Un hombre está sentado en silencio a los
pies de la cama de su mujer, que acaba de morir. No se ve el cadáver, sólo el
hombre, y se le ve desde fuera, desde la otra habitación, como si hubiesen
dejado la puerta abierta y nosotros fuéramos el vecino, el médico, el pariente.
Los marcos viejos de las puertas van encuadrando la distancia, y al mismo
tiempo llenan de preguntas la imagen silenciosa, seria, encallecida del hombre
viudo. Fue un plano larguísimo, pero no hubo tiempo para plantearse todo lo que
sucedía. Me sentí como si estuviera viendo un cuadro de Rusiñol y una horda de
impacientes japoneses me llevase a empujones hasta el siguiente cuadro. Eh,
oiga, que no he terminado, daban ganas de decir. Aunque terminar implica haber
hecho algún mínimo esfuerzo, y el misterio, el verdadero misterio, es que la
imagen nunca era excesiva, resultaba cómodo sentarse frente a ella. No te
miraba a los ojos. Estaba allí.
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