Qué pereza nos da, después de treinta años de imaginación pueril, enfrentarnos literariamente al asunto de la crisis. Cuando los historiadores explican la literatura del último cuarto del siglo XX dicen muchas cosas pero no la fundamental: que la gente empezó a vivir mejor, que los escritores elegidos para serlo no tenían más necesidad reivindicativa que la de un pasado al que se acercaban con conciencia crítica para disimular su verdadera condición folletinesca. Leíamos, en todo caso, novelas de bajos fondos porque era un género, no una realidad. Eso que se llamó el testimonialismo no era tal sino afición a ponerse medallas. Mucho luchador antifranquista profesional hubo entonces que practicaba el toreo de salón, pero se guardaron muy mucho, unos y otros, de escribir nada que pudiera pasar por realismo coñazo.
¿Y
ahora? Más de una vez he comentado que es la hora del realismo, que la
literatura se está quedando en el recreo, en la sala de espera, en la terraza
para fumadores, pero el negocio editorial impide su paso al aula, al quirófano,
a la verdad del tiempo en que vivimos. Ya he criticado eso bastante y alabado
su contrario, pero también hay que ponerse en el pellejo de los novelistas
profesionales: cómo atacar, ahora, una novela realista, una novela que sirva
para entender cómo estamos pasando años difíciles. Para empezar, hay que
descartar la competencia. Los documentales comprometidos
se llevan el material y tampoco es que causen mucho impacto. El naturalismo sensacionalista es un terreno machacado.
Quien quiera escribir una novela sobre Mercamadrid se encontrará lectores que
para eso ya ven la tele, a no ser, claro, que tenga el arte de Josef Winkler.
Los escritores ya no se van con papel y lápiz a la Rosilla, a informarse de
primera mano, y en todo caso ese es el terreno de la miseria estable, de las
desigualdades globales, de las contradicciones de los países desarrollados,
etc., cosa que tampoco es como para dedicarle 500 páginas, al menos en España.
No. El
camino es, más bien, íntimo. La última novela que, por lo que yo conozco,
intentó, antes incluso de la crisis, un hondo retrato contemporáneo fue El miedo, de Isaac Rosa. Pero la novela
vino a un mundo literario en el que, aun los pocos que sobreviven, están como
piojos en costura, y la gente prefiere las costuras a los piojos. Ese es un
problema: la gente está padeciendo la crisis. El poco tiempo que le queda para
no pensar en la crisis es el que se dedica a zambullirse en un novelón de serie
B. A la gente que lee en el tren no la veo con muchas ganas de leer historias
sobre gente que lee cuando va en tren a trabajar, de verse de algún modo
reflejada como era imposible no verse reflejado en El miedo, si bien la novela me desencantó por otros motivos, por
eso que pudiéramos llamar exceso de
control estilístico y presencia opinadora. Pero yo es que soy
un maniático. Y en todo caso estamos hablando de una novela legible en el tren,
capaz de rellenar ese mismo formato de serie B con sustancia de primera clase.
Sí, sí, estamos hablando de una Libertad
a la española.
¿Pero
qué vamos a denunciar? Uno de los rasgos más desesperantes de esta crisis es
que todo el mundo ve lo que pasa a pesar de que se lo enmascaren, pero
nombrarlo, denunciarlo, es caer en lo obvio, en lo que todo el mundo sabe y no
tiene ganas de que se lo repitan. Así que fuera la historia del banquero sin
escrúpulos, la del cura intrigante, la del liberal-fascista, la del político
mentiroso. Todo eso se echa de comer al cine, que convierte la realidad en maldad
y esta en fascinación y todo en 16 euros, algo menos el día del espectador.
Me
pregunto qué le queda, aparte del miedo, a la literatura. Qué historia sin
historia sería suficiente para trazar el mito de nuestro tiempo, o bien qué
mito antiguo reciclado serviría para contarlo. Socialmente sufrimos la torpeza
de los que no han tenido que buscarse la vida. Llevamos treinta años sin
quejarnos, y ahora nos damos cuenta de que era con razón. No estamos preparados.
Cuando lo del corralito argentino, me llamó la atención una mujer que, con ese
sentido lapidario que solo tienen los argentinos, lo resumió todo bastante
bien: “Es muy difícil ser pobre”. El gran cuerpo social solo inicia movimientos
retráctiles, como los animales cuando perciben el fuego, nosotros incluidos; por eso casi es más interesante imaginar cómo tendrá que arreglárselas la gente
cuando la gran obra del conservadurismo español esté consumada y haya, como
toda la vida de Dios, cuatro señoritos y una mayoría de seres inferiores. Qué
vamos a hacer en la vejez nublada sin pensiones. Cómo nos lo vamos a montar con
la artrosis cuando lo único asequible sea un analgésico. A dónde van a parar
los que tienen que volver, como se decía antes, con una mano delante y otra
detrás.
Yo
no creo en la solidaridad sino en la conveniencia, aunque sea una conveniencia
moral. Me imagino una subsistencia basada en el trueque, un ir a cuidar al
amigo enfermo, un dar unas clases por un saco de patatas, un abrigarse en lo
que de auténtica familia, hecha o heredada, de parientes o de amigos, haya
podido quedar. Llevo tiempo dándole vueltas, y creo que, más que un mito
clásico, nos merecemos una parábola dominical, la del hijo pródigo. España
entera empieza a ser pródiga de sí misma, y cuando no hay futuro se camina
hacia el pasado, a lo que no se ha llevado el río.
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