Qué
bien, por fin un motivo para salir de casa. La Biblioteca Nacional ha
inaugurado una
exposición sobre el entorno literario de Góngora y su influencia posterior.
En el catálogo de la exposición vienen artículos de Robert Jammes y Antonio
Carreira e incluso Andrés Sánchez Robayna, así que habrá que comprarlo y de
paso ver la exposición. La lectura de La
obra poética de don Luis de Góngora y Argote, de Gongoremas e incluso de Silva
Gongorina, respectivamente, me hizo admirar a Jammes (sobre todo cuando luego
leí su edición de las Soledades en
Castalia), hacerme admirador de Antonio Carreira (definitivamente, lo que debe
ser un filólogo, a la altura del mejor de cualquier época) e incluso
divertirme, que ya tiene mérito, con Sánchez Robayna. Los tres son imprescindibles
en mi biblioteca gongorina, sección que va nutriéndose de tiempo y obras
maestras, en una pared a espaldas del sol, para que se mantenga umbría, que
bastante luz despiden los poemas de don Luis.
Góngora
es un poco así. Su poesía es rubia, luminosa. Salvo en el romance de Píramo y Tisbe, nunca soy capaz de
pensar en paisajes oscuros o nocturnos. Aun cuando esté describiendo la gruta
de Polifemo, en el tono más negro posible, el efecto es restallante, soleado, y
desde luego no llueve. Así que el príncipe de las tinieblas viste de blanco
permanente, por más que los dos tomos de su obra completa que editó Carreira en
la Fundación Castro, encuadernados en tela gris clara (el color más claro de
toda la colección; a Quevedo se lo pusieron negro), estén ya tan manoseados y
ennegrecidos de la fiebre estética que podrían tomarse por un oscuro tratado.
Hasta que lo abres y el podenco se despierta deslumbrado por la luz. La
exposición de la Biblioteca Nacional, cómo no, se titula La estrella inextinguible.
Entre
los objetos que veré en la colección (Góngora es tan importante para mí que
creo que en un par de días reuniré las fuerzas suficientes para ir) hay un
autógrafo de Góngora al que se ha prestado atención en el telediario y en
la prensa en general. Se trata de una confesión delatoria contra el
inquisidor Alonso Jiménez de Reynoso, que se estaba cepillando a una señora. Este
Jiménez de Reinoso es un viejo conocido entre los aficionados. Aparece en un
documento que exhumó Dámaso Alonso y nos ayuda a calcular, aproximadamente, el
tipo de vida que llevaba Góngora. “El 31 de enero de 1607”, dice Jammes, a
propósito del documento, “el licenciado Baltasar de Nájera de la Rosa se
compromete a pagar una pensión anual de 1050 ducados al doctor Alonso Jiménez
de Reinoso, quien le cede a cambio su ración entera de la catedral de Córdoba.
Nájera reconoce que el cambio es ventajoso para él porque la ración vale 1500
ducados”. Cuenta, además, que limpios le
quedan unos cuatrocientos y que con eso puede funcionar. Góngora cobraba, por
racionero de la catedral de Córdoba, 2500 ducados, y tenía otras rentas e
ingresos. Pero en 1607 Góngora tenía 46 años, y la delación firmada procede de
1597. Según otro documento publicado por Artigas, en esta fecha, amén de los
2500 ducados en concepto de racionero, Góngora ingresó los pingües beneficios
de una cosecha excepcionalmente buena, que no rebasaban los 1294 ducados de
renta. Es decir, que después del sorprendente documento, ¡Góngora delató a un
inquisidor!, las cosas, en puestos y en ingresos, diez años después seguían más
o menos igual.
Más
importancia tendrá el documento, supongo, como prueba de la gracia que les
hacía en esa época que los inquisidores se cepillasen a las señoras. El
extracto que he podido leer invita a pensarlo:
“Ýtem, e oýdo decir a Álualo de Vargas,paje que
fue del dicho ynquisidor, como la dicha doña María era su amiga y entraba y
salíade su casa muy de hordinario, y la tenía veinte y treinta días en un
aposento alto que llaman de la Torre, donde la entraban por una escalera falsa
que está en la principal, que sube a su quarto, y para tener correspondençia a
su aposento hiço romper a costa del Rey la muralla de nueve pies en ancho,y el
dicho Vargas la bio abrir y trabajar en ella como agora se puede ber por vista
de ojos; y que quando el dicho ynquisidor dormía con la susodicha doña María lo
echaba él de ver en quatro y seis camisas que había él mudado la noche y
estaban tendidas a la mañana en el terrado para enjugallas del sudor, donde
hallaba en las delanteras de las dichas camisas las inmundiçias y suciedades
hordinarias de semejantes actos, como lo dirá el dicho Áluaro de Vargas”.
Qué guarros eran en aquella época. No metían las camisas a lavar
sino que las sacaban a secar. Y de paso, supongo, las almidonaban.
A mí lo que me sorprende es que para hacer lo que hacían, el inquisidor necesitase mudarse de tantas camisas en una noche.
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