3.10.12

Historias de deslealtad




Seguro que hay escrita una docena larga de tesis doctorales sobre el tema, pero a mí me ha sorprendido la misoginia despiadada de Philip Roth, muy especialmente en Me casé con un comunista. Creo que solo hay un personaje femenino, Doris, que está callada casi toda la novela y que además solo aparece cuando habla de ella su marido, de la que se puede decir que no es una neurasténica, una alcohólica, una víbora o una estúpida. En el resto de secundarios apenas hay matices: una niñata malcriada capaz de someter a su masoquista y delirante madre; una enfermera tipo lanzadora de martillo bielorrusa que le hace lewinskis al protagonista por el mismo precio que un masaje en los riñones; una jovencita boba que cuando se asusta no repara en traicionar a quien se le ponga por delante. Y por encima de todas, en el colmo del chafarrinón, de la neurastenia, de la bajeza moral y de la estupidez, la protagonista, Eve Frame.
               Luego cuento de qué va la novela, pero este asunto es capital. Con tan mala sangre no se puede redondear una buena novela, por bien escrita, concebida, estructurada y desarrollada que esté, como es el caso. Desde que Stendhal rehabilitó, y de qué manera, al conde Mosca en La Cartuja de Parma, no creo que haya novela moderna de largo aliento, como se suele decir, que no haya necesitado de la comprensión profunda de los personajes, eso que, a propósito de Tolstoi, aquí he llamado redención. Me refiero a comprender qué piensa una neurasténica inmoral y boba de sí misma. Roth tenía una oportunidad sin que ello le torciese la trama, cuando dice que Eve estaba enamorada de Ira Ringold pero lo expone como un síntoma más de su patología, de ningún modo como un sencillo sentimiento, por ridículo, corrupto y vil que pudiera llegar a ser. Eurípides comprendió a Medea, y no por eso nos ahorró ni un gramo de su putrefacción moral. Sé del afán realista de Roth y soy testigo de que en el mundo hay mucho idiota, pero esa memez integral, esa subnormalidad moral de Eve Frame no mezcla bien en la literatura. Se le ve el cartón. De pronto el autor, que hasta entonces había sabido quitarse del medio, salta como un muñeco de muelles a ensañarse con uno de los personajes. Es excesivo. Los lectores de novelas necesitamos hacernos a la ilusión de que en el mundo no hay gente tan gilipollas.
               Este apabullante espectáculo de insensatez ocupa buena parte del final de la novela. Qué manía tienen algunos con los finales. Hay novelistas extraordinarios, como el propio Roth, que olvidan que el final de una novela es el fin de la historia, pero nada más. Ni es un largo tramo donde hacer inventario del material sobrante, ni son imprescindibles las chisteras ni los dii ex machina ni las anagnórisis ni los finales que encajan perfectamente. Esta sobrevaloración del final ha llevado a muchos grandes maestros (Mendoza, sin ir más lejos) a terminar sus novelas como el rosario de la aurora, a veces con riesgo de descafeinar toda la espléndida construcción previa. En el caso de Roth, los brochazos del final emborronan de gratuidad un relato interesantísimo sobre los años del macartismo en Estados Unidos. Hasta la pobre Doris, la única mujer sensata de toda la novela, termina con una tragedia de bolsillo que no es más que yesca, más madera para la pira final.
               Me casé con un comunista cuenta la historia de Ira Ringold, un joven que sin acabar el bachillerato cavó zanjas y alcanzó la gloria radiofónica interpretando nada menos que a Abraham Lincoln, pero luego, traicionado por su histriónica mujer, una celebridad del cine mudo, acaba en un sanatorio y pasa sus últimos días vendiendo piedras de colores junto a una mina, en el negocio que le legó el único que, junto con su hermano (y Doris) jamás lo traicionó. La novela no solo habla de la fiebre delatora que invadió Estados Unidos en los años 50, de la conveniencia de la delación, algo que los españoles habían sufrido y seguían sufriendo, sino sobre eso que Roth resume con un retoque al lema de los dólares: “En los cotilleos confiamos”. Y habla también, como ya comenté en alguna otra bernardina, de cómo la derecha tiende a profundizar siempre en las partes más corruptibles de la sociedad, cómo sabe que mucha gente necesita ser engañada, excitada sin necesidad, con pruebas ni siquiera verosímiles, sino con la simple y gregaria licencia para odiar.
               Pero, sobre todo, habla de lo que significaba ser comunista en los Estados Unidos. Y aquí tengo que decir que Roth no disimula su desprecio. Ira es lo que en mi tierra llamamos un inorante, sin g, alguien capaz de creer un dogma y llevarlo hasta sus últimas consecuencias, gente incapaz de aplicar el espejo deformante, de relativizar, de abstraer; gente que cree en el comunismo como podría creer en Dios, sin más fundamento que la necesidad ni más método que el fanatismo. Y deja también claro que debajo de las ansias revolucionarias también había desahogos violentos. ¿De qué sirve informarnos casi al final de que Ira ya había matado a un hombre? ¿Sólo para preparar la sorpresa final, solo para castigar a Eve Frame con sus mismas armas, la prensa despiadada? ¿De veras la prensa de izquierdas llegó entonces a tener tanta influencia como para arruinar con media docena de artículos la carrera de una actriz célebre abandonada al oropel del macartismo? Es posible, pero todo es demasiado simbólico. “Esta barbaridad también podía ocurrir, y esta, y esta otra”, parece decirnos Roth en ese sobrecargado final.
               El contrapunto del bruto (así lo llama varias veces el narrador, con afán meramente taxonómico) es su hermano mayor, el narrador de la novela, a medias con Nathan Zuckermann, el alter ego de Roth, con quien, a lo largo de seis jornadas, conversa sobre aquellos años y el aciago destino de Ira. Este narrador, Norman, fue profesor en secundaria. Nathan Zuckermann recuerda con emoción sus clases sobre Shakespeare. Y esta superioridad moral de Roth, que en el caso de los aristócratas, los triunfadores, se enfanga en su voluntad satírica, en el caso de los que aspiraban a cambiar las servidumbres del capitalismo despiadado, en cambio, tiene un cierto tono de conmiseración: a Norman no lo desprecia, en absoluto, pero tampoco lo admira; más bien lo compadece, pero no se compadece, es decir, en ningún momento es capaz de pensar como ellos sino más bien de juzgarlos permanentemente.
               Roth fascina con su principal defecto: no solo narra, sino que glosa y juzga y documenta mientras narra. Como su prosa es tan buena, rara vez se nota que ha dejado una escena sin desarrollo, o se echa de menos una pureza narrativa que solo aparece en algunos episodios aislados, es decir, cuando se dedica exclusivamente a narrar. Pero Roth, como es muy bueno, hace de la necesidad virtud, y ese modo de sustituir las escenas por los argumentos resulta, al final, de lo más atractivo. Y eso que Roth no se cansa de citar a Shakespeare. Y eso que sus personajes son trágicos. Y eso que se ampara en Dostoievski en cuanto a su estrategia del drama narrado, por así decir. Pero él relata, no narra.
               Es una opción, claro. García Márquez hizo de ello todo un virus narrativo. Contamos una historia de 600 páginas en el mismo tono que si tuviera 60 líneas, con las mismas proporciones entre escenas y argumentos. Tiene mucha aceptación entre el público lector. A mí me parece más difícil la narración que siempre se ampara en escenas y que está limpia de comentarios. Pero no dejo de admirar una estructura como la que plantea Roth: dos personajes que hablan sobre un tercero, uno de los cuales, el que menos habla, también relata las circunstancias y los acontecimientos de lo que el otro también relata. En medio de todo ello, algunas escenas memorables: el entierro del pajarito, la bronca en casa de Eve Frame, la descripción del taller de taxidermia, mmm…, y alguna otra más que ya se me ha ido del recuerdo. Pocas, creo yo, para tanta envergadura.
               La verdad es que, aunque aparezca menos, el personaje principal sigue siendo Nathan Zuckerman, o sea Philip Roth. Lo que me queda de la novela no es Ira Ringold, ni siquiera la imbécil de Eve Frame, sino el escritor Nathan Zuckerman en su casa de campo de Nueva Inglaterra, el tipo de intelectual que considera una obligación no ver el lado bueno de las cosas, ni siquiera dejar que las cosas se expresen como son. Hay una cierta pose escéptica, un estar por encima de los unos y los otros, de los tiburones republicanos y de los pobres diablos del comunismo. No deja títere con cabeza en la novela, desde luego. Se diría que solo se salva la suya. En términos narrativos, ese también es un pequeño acto de deslealtad.



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