Debió de ser en alguna de las entrevistas promocionales con
John Banville cuando le leí decir que la diferencia entre sus novelas
policiacas y sus novelas, digamos, serias era que cuando trabajaba en estas
últimas no escribía más de trescientas palabras diarias, y cuando se dedicaba a
los policías y ladrones no escribía menos de tres mil. Entonces me pareció que
el refinado esteta irlandés se agarraba a uno de los tópicos que más detesto
entre los novelistas, el de despreciar la propia obra, el eso yo lo hago sin despeinarme, total…, como si con una décima
parte de su talento tuviera suficiente para enfrentarse a un género tan de
segunda clase. No lo sé. No suelo leer novelas policiacas, no me gusta que me
larguen doscientas páginas de excusas e informaciones falsas para luego intentar
demostrarme que son más listos que yo sacándose algún conejo desollado de la
chistera. Así que tampoco he leído las novelas negras de Banville, pero sí
alguna de las serias como El intocable, que, al margen de que el
resultado me gustara más o menos, me hizo disfrutar mucho durante su lectura, y
eso que la novela estaba consagrada a un personaje real, Anthony Blunt, demasiado
complejo e interesante como para escribir cualquier cosa sobre él.
El caso
es que Antigua luz es una novela
escrita a no más de 300 palabras diarias y pensada a no menos de 3000. Quiero
decir que a la deliciosa puntillosidad de su prosa, ese amor al detallismo, a
la inspección poética a través de los cinco sentidos, que es lo que, en el
fondo, nos legó Proust, e incluso a la hermosa recreación de la historia, se
suma una composición, una estructura, en la que abundan las tontadas propias de
la novela de detectives: contar dos historias a la vez que, por mucho que las
ate al final, no tienen nada que ver entre sí, o informar de que todo lo
contado no era cierto, o por lo menos exacto, que es una variante más del todo ha sido un sueño. En los concursos
literarios del instituto siempre ponemos a los chavales tres condiciones para
considerar sus relatos: que no aparezca la policía, que no salgan monstruos
verdes y, sobre todo, sobre todo, que al final no resulte que todo ha sido un
sueño. Es desconcertante cómo a un autor con semejante dominio de la prosa y de
la narración le dé luego por muñir artificiosamente un remate que es como un
lazo, inútil y vistoso, que tampoco añade tanto a la comprensión general del
todo y que, en cambio, neutraliza cuanto pudo haber de verdadero, de auténtico.
Esto,
claro, viene de lejos. En el modelo de Sófocles, el lector (el espectador) no
es engañado. El único engañado es el protagonista, en este caso también el
narrador. Con solo que hubiera colocado el encuentro con la monja Catherine,
donde se procede a la anagnórisis, al principio de la novela en vez de al
final, ninguno de los trucos de novela negra del final habría podido aparecer
así sino en una versión más prolongada y profunda. Y así, en vez de cuadrar la
novela, simplemente da la sensación de que la ata y corta con una tijera lo que
sobra, como a las morcillas. Al final uno no cree que el autor haya conseguido
trabar en vez de barajar las dos historias, las dos novelas, un poco al estilo de
las series de sit-com, que cuentan varias cosas a la vez para no tener que
currárselas por separado. La cuestión es que la historia de la señora Gray,
sola, sin el añadido rocambolesco de la actriz suicida, habría necesitado de
algo más que aquí no tiene, y la de la actriz suicida, sin el hermoso pero mal
resuelto añadido de la señora Gray, se quedaría en esbozo de novela
nigrorromántica, por así decir, sin la celeridad lacónica que exigiría tanta
casualidad entresoñada y sin la hondura emotiva que requieren los temas del
sentimiento y la luminosidad purísima del primer encuentro con el eterno
femenino, en este caso pseudomaterno femenino. Incluso uno echa de menos, en el
apretado final, que Banville no hubiese continuado en el mismo delicado ritmo
que mantiene magistralmente en los dos primeros tercios del libro, y de pronto,
llegando al final, detuviese la novela con la elegancia con que los chóferes de
los monarcas detienen el vehículo, para que saliese la actriz o la señora o
quien fuese, y a nosotros se nos encogiese el corazón y se nos arrasasen los
ojos. Es la emoción la que pierde con tanto alambique argumental. Y es una
lástima, ya lo creo, porque si en algo estaremos de acuerdo es en que este
señor escribe muy bien. Hay libros de los que hablas mal porque querrías que
hubieran sido más largos para disfrutarlos más. Es, a fin de cuentas, lo que le
pasa al protagonista.
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