23.1.13

Tiempos difíciles



Después de David Copperfield y Casa desolada, a sus 42 años, Dickens escribió esta maravilla de novela, algo más breve que las anteriores y que las que seguirían, y quizá por eso de una perfección argumental más allá de cualquier relleno lacrimógeno. Eso de bañar la novela en lágrimas, tan reblandecedor, aquí da paso a una historia lubricada de sarcasmo, apasionada y triste, escrita por un hombre que detesta la crudeza del utilitarismo en cualquiera de sus formas. Con la Biblia en la mano (abundan las citas directas entremetidas), construye una parábola sobre los peligros del tipo de educación que todavía hoy, siglo y medio después, sigue poniendo sus huevos en cerebros como el del tal Wert. Escuchando las pijadas que dice el profesor Gradgnind sobre la necesidad de los conocimientos útiles, de los datos y las transacciones, la competencia, los réditos, los números, me parecía estar escuchando un discurso de la consejera de Educación. Al final de la novela, un alumno aventajado, Bitzer (en la estela de Huriah Heep, pero más frío y menos acomplejado) le recuerda a su antiguo profesor que no ha olvidado nada de lo que le enseñó. “La única manera de manejar a una persona es mover su interés propio. Lo hombres somos así. Sabéis perfectamente, señor, que es este el catecismo que me enseñaron cuando yo era muchacho.” Acaba de frustrar los planes del viejo profesor para salvar a su hijo de la cárcel, si no de algo peor, y lo hace nada más que por un ascenso en el banco donde trabaja.
               Dickens está harto del puritanismo despiadado y la soberbia autosuficiencia que ya latía en Robinson Crusoe, más o menos por el tiempo en que Oliver Goldsmith creía en la bondad por encima del provecho. Este asunto nos llevaría demasiado lejos. El carácter anglosajón es una mezcla desigualmente repartida de ese individualismo rentable y ese otro sentimentalismo solidario. Por el día, en el trabajo, interpretan a Defoe, y por la noche, junto al fuego, leen a Dickens. Es como si Adam y Smith fuesen dos caras del mismo individuo, el uno cariñoso y desprendido, el otro interesado y calculador. El propio Dickens, de creer a Tomalin la Resentida, trataba sin piedad de ningún tipo con sus editores y a su señora no le hacía ni caso, pero luego era el padre que divertía a sus hijos y el que daba masajes cardiacos a media Inglaterra. La blandura vespertina no afectaba a la dureza matutina, convivían como un matrimonio de conveniencia que apenas se saluda por los pasillos, pero lo hace con exquisita educación. Pero Tomalin no es de fiar, por muchas verdades que diga. También Galdós pasó por pesetero e insensible, cuando se limitaba, como Dickens, a que los editores no lo engañasen y a que las mujeres no le amargasen la vida. Dickens desprecia el escualo-liberalismo de los banqueros, pero también la retórica intransigente de los agitadores de obreros. Es como si en Tiempos difíciles hubiera querido exponer, con brevedad y concisión, las ideas que de todos modos flotan por los océanos de sus otras novelas.
               No me gustan los resúmenes de argumentos, pero en este caso merece la pena. La pequeña Ceci es adoptada por el positivista señor Gradgnind, padre de dos hijos (tres, pero una solo figura) que son el resultado directo de sus teorías pedagógicas. Ella, Louisa, es una muchacha obediente y reprimida a la que su padre entrega en matrimonio al gilipollas de Bonderby, el banquero, un sujeto repulsivo que presume de infancia miserable, como la mayoría de los millonarios. El otro hijo, Thomas, es un inútil criado en las apariencias y el rencor. El tronco principal de la novela crece a partir de que Louisa se preocupa por un obrero, Stephen Blackpool, a quien sus compañeros acusan falsamente de colaborar con el amo de la fábrica, Bounderby, para debilitar el sindicato, y a quien el amo echa de la fábrica porque se niega a colaborar con él contra sus compañeros. A Thomas Gradgnind Jr. solo se le ocurre utilizarlo de señuelo para robar el banco donde lo metió su padre a trabajar. Pero la jugada le sale mal. El obrero muere finalmente, aunque le da tiempo a lavar su nombre. A Thomas intentan salvarlo, por compasión hacia su padre, los titiriteros entre los que se crió la alegre Ceci, y finalmente lo consiguen, a pesar de que la astucia legal de Bitzer trate de impedirlo.
               Así contado, en sus trazos más gruesos, la parábola no admite personajes redimibles. Bounderby es, además de petulante, un desalmado. El mismo encuentro madre e hijo que en otras novelas haría saltar las lágrimas, aquí es un episodio vergonzoso. Bitzer tampoco tiene alma. El que no es un desaprensivo es un acomplejado. Pero Louisa es una madame Bovary en positivo, es decir, la mujer soñadora a la que el galán de turno, más que seducirla, la hace despertar, por fin, para que abandone a su repelente esposo, aunque no vaya a marcharse después con él. Incluso su padre, el fanático del realismo práctico, acaba reconociendo su error, lo cual le hace merecedor de que sus hijos finalmente se salven. Por encima de todos, como un ángel, Ceci, la que se crió en el circo, conserva siempre la higiene del espíritu, la alegría y los buenos sentimientos como esencia natural del ser humano, siempre y cuando no se le acogote con las apariencias o con la necesidad de producir dinero. En Cocktown, la ciudad negra de hollín y de miseria, solo los titiriteros duermen sin humo, al raso, sobre la hierba. Los demás se pudren en matrimonios equivocados, en destinos más propios de bestias que de hombres, o en la olla de su propia vanidad.
               Todo esto son truchas que saltan en un río bravo, como siempre, plagado de personajes y de interesantes giros argumentales. Dickens no solo sabe sorprender, sino algo más difícil que eso: sabe sorprender a los perspicaces, pero sobre todo sabe que la gran sorpresa es que finalmente todo suceda del modo más natural. De las casualidades múltiples que pueblan David Copperfield solo queda una, tan solitaria que llama la atención: el modo casual como Louisa y Ceci descubren que Stephen Blackpool ha caído en un pozo, por un sombrero que se encuentran en el campo. Todo lo demás sigue la lógica de las jugadas de billar. Dickens está muy encima del argumento y demasiado encima de los personajes que detesta, que no tienen ninguna posibilidad. Es, en ese sentido, una novela seria, sin el optimismo narrativo, cervantino, de sus novelas largas. Está más premeditadamente armada, por así decir, y eso que siempre despotrico contra las premeditaciones novelescas. Pero, cuando se hace bien, es decir, cuando parece que no se hace, el placer es el mismo que en las novelas desatadas. A veces da la sensación de que a Dickens se le acelera la mano con los múltiples historias y personajes que le brotan del tintero, pero se la sujeta y sigue el trazo sombrío que se proponía. El Dickens serio, enfadado, hasta las narices del neoliberalismo de entonces, convive con el festivo, dicharachero, titiritero. En una novela sarcástica y ceñuda se propuso hablar de la bondad, y la bondad le surge sin querer, envuelta en maestría narrativa. Por momentos (el episodio del picaflor James Harthouse), da la sensación de que Dickens se ha tomado un descanso austeniano, de diálogos y saloncitos, agradable, de novela larga, pero pronto se sienta bien en la silla y la emprende con los banqueros viscosos. Tiempos difíciles no es breve solo porque Dickens la quisiera así, supongo, sino porque se empeñó en que fuera así, a pesar de su inclinación al desbordamiento. Esta lucha por no enjugazarse con bondades que puedan desacreditar la tesis de la novela, reivindicativa y grave, y de usarlas no como artificio narrativo sino como parte de la idea, es como un sacrificio de páginas, un esfuerzo de contención que da un resultado redondo. Dickens asombra cuando desparrama y cuando se pone serio, por la mañana y por la tarde, cuando es Adam y cuando es Smith.

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