Después
de David Copperfield y Casa desolada, a sus 42 años, Dickens
escribió esta maravilla de novela, algo más breve que las anteriores y que las
que seguirían, y quizá por eso de una perfección argumental más allá de
cualquier relleno lacrimógeno. Eso de bañar la novela en lágrimas, tan
reblandecedor, aquí da paso a una historia lubricada de sarcasmo, apasionada y
triste, escrita por un hombre que detesta la crudeza del utilitarismo en
cualquiera de sus formas. Con la Biblia en la mano (abundan las citas directas
entremetidas), construye una parábola sobre los peligros del tipo de educación
que todavía hoy, siglo y medio después, sigue poniendo sus huevos en cerebros
como el del tal Wert. Escuchando las pijadas que dice el profesor Gradgnind
sobre la necesidad de los conocimientos útiles, de los datos y las transacciones,
la competencia, los réditos, los números, me parecía estar escuchando un
discurso de la consejera de Educación. Al final de la novela, un alumno
aventajado, Bitzer (en la estela de Huriah Heep, pero más frío y menos
acomplejado) le recuerda a su antiguo profesor que no ha olvidado nada de lo
que le enseñó. “La única manera de manejar a una persona es mover su interés
propio. Lo hombres somos así. Sabéis perfectamente, señor, que es este el
catecismo que me enseñaron cuando yo era muchacho.” Acaba de frustrar los
planes del viejo profesor para salvar a su hijo de la cárcel, si no de algo
peor, y lo hace nada más que por un ascenso en el banco donde trabaja.
Dickens
está harto del puritanismo despiadado y la soberbia autosuficiencia que ya
latía en Robinson Crusoe, más o menos
por el tiempo en que Oliver Goldsmith creía en la bondad por encima del
provecho. Este asunto nos llevaría demasiado lejos. El carácter anglosajón es
una mezcla desigualmente repartida de ese individualismo rentable y ese otro
sentimentalismo solidario. Por el día, en el trabajo, interpretan a Defoe, y
por la noche, junto al fuego, leen a Dickens. Es como si Adam y Smith fuesen
dos caras del mismo individuo, el uno cariñoso y desprendido, el otro
interesado y calculador. El propio Dickens, de creer a Tomalin
la Resentida, trataba sin piedad de ningún tipo con sus editores y a su
señora no le hacía ni caso, pero luego era el padre que divertía a sus hijos y el
que daba masajes cardiacos a media Inglaterra. La blandura vespertina no
afectaba a la dureza matutina, convivían como un matrimonio de conveniencia que
apenas se saluda por los pasillos, pero lo hace con exquisita educación. Pero
Tomalin no es de fiar, por muchas verdades que diga. También Galdós pasó por
pesetero e insensible, cuando se limitaba, como Dickens, a que los editores no
lo engañasen y a que las mujeres no le amargasen la vida. Dickens desprecia el
escualo-liberalismo de los banqueros, pero también la retórica intransigente de
los agitadores de obreros. Es como si en Tiempos
difíciles hubiera querido exponer, con brevedad y concisión, las ideas que
de todos modos flotan por los océanos de sus otras novelas.
No me
gustan los resúmenes de argumentos, pero en este caso merece la pena. La
pequeña Ceci es adoptada por el positivista señor Gradgnind, padre de dos hijos
(tres, pero una solo figura) que son el resultado directo de sus teorías
pedagógicas. Ella, Louisa, es una muchacha obediente y reprimida a la que su
padre entrega en matrimonio al gilipollas de Bonderby, el banquero, un sujeto
repulsivo que presume de infancia miserable, como la mayoría de los
millonarios. El otro hijo, Thomas, es un inútil criado en las apariencias y el
rencor. El tronco principal de la novela crece a partir de que Louisa se
preocupa por un obrero, Stephen Blackpool, a quien sus compañeros acusan
falsamente de colaborar con el amo de la fábrica, Bounderby, para debilitar el
sindicato, y a quien el amo echa de la fábrica porque se niega a colaborar con
él contra sus compañeros. A Thomas Gradgnind Jr. solo se le ocurre utilizarlo
de señuelo para robar el banco donde lo metió su padre a trabajar. Pero la
jugada le sale mal. El obrero muere finalmente, aunque le da tiempo a lavar su
nombre. A Thomas intentan salvarlo, por compasión hacia su padre, los
titiriteros entre los que se crió la alegre Ceci, y finalmente lo consiguen, a
pesar de que la astucia legal de Bitzer trate de impedirlo.
Así
contado, en sus trazos más gruesos, la parábola no admite personajes
redimibles. Bounderby es, además de petulante, un desalmado. El mismo encuentro
madre e hijo que en otras novelas haría saltar las lágrimas, aquí es un
episodio vergonzoso. Bitzer tampoco tiene alma. El que no es un desaprensivo es
un acomplejado. Pero Louisa es una madame Bovary en positivo, es decir, la
mujer soñadora a la que el galán de turno, más que seducirla, la hace despertar,
por fin, para que abandone a su repelente esposo, aunque no vaya a marcharse después
con él. Incluso su padre, el fanático del realismo práctico, acaba reconociendo
su error, lo cual le hace merecedor de que sus hijos finalmente se salven. Por
encima de todos, como un ángel, Ceci, la que se crió en el circo, conserva siempre
la higiene del espíritu, la alegría y los buenos sentimientos como esencia
natural del ser humano, siempre y cuando no se le acogote con las apariencias o
con la necesidad de producir dinero. En Cocktown, la ciudad negra de hollín y
de miseria, solo los titiriteros duermen sin humo, al raso, sobre la hierba.
Los demás se pudren en matrimonios equivocados, en destinos más propios de
bestias que de hombres, o en la olla de su propia vanidad.
Todo
esto son truchas que saltan en un río bravo, como siempre, plagado de personajes
y de interesantes giros argumentales. Dickens no solo sabe sorprender, sino
algo más difícil que eso: sabe sorprender a los perspicaces, pero sobre todo
sabe que la gran sorpresa es que finalmente todo suceda del modo más natural.
De las casualidades múltiples que pueblan David Copperfield solo queda una, tan
solitaria que llama la atención: el modo casual como Louisa y Ceci descubren
que Stephen Blackpool ha caído en un pozo, por un sombrero que se encuentran en
el campo. Todo lo demás sigue la lógica de las jugadas de billar. Dickens está
muy encima del argumento y demasiado encima de los personajes que detesta, que
no tienen ninguna posibilidad. Es, en ese sentido, una novela seria, sin el optimismo narrativo,
cervantino, de sus novelas largas. Está más premeditadamente armada, por así
decir, y eso que siempre despotrico contra las premeditaciones novelescas. Pero,
cuando se hace bien, es decir, cuando parece que no se hace, el placer es el
mismo que en las novelas desatadas. A veces da la sensación de que a Dickens se
le acelera la mano con los múltiples historias y personajes que le brotan del
tintero, pero se la sujeta y sigue el trazo sombrío que se proponía. El Dickens
serio, enfadado, hasta las narices del neoliberalismo de entonces, convive con el
festivo, dicharachero, titiritero. En una novela sarcástica y ceñuda se propuso
hablar de la bondad, y la bondad le surge sin querer, envuelta en maestría
narrativa. Por momentos (el episodio del picaflor James Harthouse), da la
sensación de que Dickens se ha tomado un descanso austeniano, de diálogos y
saloncitos, agradable, de novela larga, pero pronto se sienta bien en la silla
y la emprende con los banqueros viscosos. Tiempos
difíciles no es breve solo porque Dickens la quisiera así, supongo, sino porque
se empeñó en que fuera así, a pesar
de su inclinación al desbordamiento. Esta lucha por no enjugazarse con bondades
que puedan desacreditar la tesis de la novela, reivindicativa y grave, y de
usarlas no como artificio narrativo sino como parte de la idea, es como un
sacrificio de páginas, un esfuerzo de contención que da un resultado redondo.
Dickens asombra cuando desparrama y cuando se pone serio, por la mañana y por
la tarde, cuando es Adam y cuando es Smith.
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