Pues sí:
después de Zalacaín, en el tiempo que me dejan las lecturas de temporada, me
metí con Shanti Andía, que es quizá lo que debería haber leído nada más volver
de Lekeitio. Lo recordaba mucho mejor que Zalacaín, y también me ha
impresionado más. Con Zalacaín fue gozo narrativo. Con Andía es nostalgia, pero
una nostalgia que ya sentí, un poco anticipadamente, cuando lo leí la primera
vez. Entonces yo era un chico, como dice Baroja, y esta página de la novela me
parecía un atributo más del héroe:
Sí, todo está igual; yo sólo soy diferente, yo sólo he variado; era un
niño, soy un hombre; era un ingenuo, soy un desengañado y un melancólico. He
vivido en medio de los acontecimientos, y los acontecimientos me han
escamoteado la vida.
Algunas veces me miro al espejo,
y al verme viejo y cambiado, me digo a mí mismo:
-¡Ah!, pobre hombre. Tu juventud
se fue.
Han pasado muchoas años desde que
salí de mi pueblo, ¿y qué he hecho? Ir, andar, moverme de aquí para allá,
llevado por un turbión de acontecimientos que me han dejado el alma vacía.
Cuando he buscado un poco de calor y de abrigo he encontrado frialdad, dureza y
egoísmo.
Navegando he perdido la noción
del tiempo; embarcado, los días son largos, y, sin embargo, los años, suma de
días, son cortos, escapan, vuelan. El tiempo ha corrido bien rápidamente para
mí. Ese pensamiento en el pasado, cuando se deja atrás la juventud, es como una
herida en el alma, que va fluyendo constantemente y nos anega de tristeza. Todo
el camino andado parece una Vía Apia sembrada de tumbas.
Esto lo escribe Baroja a los cuarenta años. Es uno de sus años de gracia. El mismo año,
1911, publica El árbol de la ciencia y Las
inquietudes de Shanti Andía, dos obras maestras. Tusquets publicó hace un
par de años la trilogía La raza, con
formato y honores de novela contemporánea, igual que se publican las de autores
vivos. Eso me gustó. Hay que sacar a Baroja de la incubadora escolar y
preguntarse si hay alguien ahora que lo haga así de bien, si hay una novela de
ochocientas páginas que pueda equipararse a la trilogía Las ciudades. Si hay algún libro para todos los públicos de la talla literaria de Las inquietudes...
Pocas
páginas antes, Baroja escribía una de sus famosas poéticas:
Hoy no puedo soportar a la gente
que juega con las caderas y con el vocablo; me parece que una persona que ve en
las palabras, no su significado, sino su sonido, está muy cerca de ser un
idiota; pero entonces no lo creía así. Cada edad tiene sus preocupaciones.
Y sin
embargo las descripciones de Shanti Andía son de una perfección emocionante. La
bellísima historia del viaje al barco naufragado tienen un nivel difícil de
superar. Y digo bien, porque si lo superas ya te estás amanerando, aunque sea
solo un milímetro. Leo los párrafos escuetos de Baroja, ese constante refrenar el
impulso romántico que lo animaba, ese permanente dejar que se disuelva en
melancolía, que la ola no llegue a romper ni la prosa a desparramarse. No hay
nada enfático en esta prosa, pero al leerla, al pensar en que la estoy leyendo
(algo difícil en Baroja, que consigue de inmediato lo más importante de todo,
que te olvides de que estás leyendo), soy consciente de lo difícil que es
escribir así de bien y del férreo espíritu crítico que uno debe tener consigo
mismo.
La primera valentía del poeta es la claridad. Pero Baroja parte de esa
misma claridad para dar un giro metaliterario que si hubiera premeditado le
habría salido presuntuoso. Porque Las
Inquietudes de Shanti Andía, en su primera parte, cuando Shanti habla de sí
mismo, no es exactamente una novela del mar sino del mar visto desde tierra.
Es, como Sotileza, la novela del
pueblo pesquero, del puerto de mar. Es novela de camarote, no de cubierta.
Shanti va y viene a Manila en un par de líneas, y las siguientes páginas se
dedican a un almacén de objetos curiosos que hay en el pueblo cercano. No hay,
de momento (sí en la segunda parte, cuando ya no suenan a enciclopedia), historias del mar entendidas como ese rollo de gavias y
cabestrantes, un error que cometió Delibes (creer que el mar estaba en sus
tecnicismos marineros) y que cometería cualquiera que no acepte su condición,
digamos, interior. Baroja lo sabe, y pronto la novela alcanza a la memoria, es
decir, el mar de la infancia y de la juventud se diluye en el Baroja adulto. La
primera parte de esta novela es muy Zalacaín. Nos esperamos un Shanti
intrépido, sano. La juventud, más
barojiana, más desengañada, ya es el Baroja envuelto en un abrigo, cabizbajo,
con el cuello subido y las manos en los bolsillos, y al llegar a la madurez nos
suelta esto, a mitad de novela. Cuando yo era mozo, ese desengaño del viejo
lobo de mar me parecía de lo más romántico. Ahora que he alcanzado, y
sobrepasado, la edad de su autor cuando lo escribió, me parece de un realismo
enternecedor. Pero me emociona más ahora, como es lógico. Me emociona el héroe
del primer capítulo y el desengaño de la mediana edad, a pesar de que sé que ese héroe no es Shanti, es Baroja. En esta novela el feliz Shanti pugna con el triste Baroja, y parece ser que al final gana el viejo marinero, la tierna fantasía cotidiana.
Pero
Baroja, pasada esta primera parte, utiliza pronto un mecanismo que será el método con el que, a partir de
1913, irá hilando las veintidós novelas de las Memorias de un hombre de acción, los múltiples narradores, los
largos relatos insertados, un uso libre de la novela marco que le permite,
por una parte, contar con distancia lo que contado por el propio Shanti
parecería presuntuoso, y, por otra, llevar esa distancia al terreno de las
estampas románticas. Así, hasta mitad de novela, da la sensación de que Baroja
navega por sus veranos y por la lectura de Dickens. La historia del marino de
Bisusalde, Juan de Aguirre, empieza con una escena propia de David Copperfield,
la del anciano delicado que vivía en la costa con su hija. Uno diría que es ahí
donde Baroja se replantea la narración cuando deja que el marinero Itchaso
cuente, en cuarenta páginas incesantes, la historia de los dos Tristanes, en un
tono más cínico que el de Shanti, como si Baroja, para contar las cosas a su
modo, hubiera querido no implicar en ello al protagonista de la novela, un
hombre más afable y risueño que el viejo lobo que cuenta una historia de barcos
negreros, lo más parecido que tenemos a Joseph Conrad por este lado del mar.
La
narración vuelve entonces a Shanti y a su rivalidad con Machín, un personaje de
Dostoievski, con un aire a Smerdiákov, el epiléptico de los Karamázov, pero
sobre todo a esos personajes cuya maldad es anomalía, pero cuyo fondo trágico
no deja de ser bueno a pesar de las atrocidades que traman, o por lo menos
comprensible desde un punto de vista, digamos, naturalista. Y, cuando esta
sorpresa que es siempre la redención de un malo pierde fuelle, cuando esa
ráfaga de viento se disipa, la narración coge nuevo impulso con el manuscrito
de Juan de Aguirre, que narra en parte lo ya narrado por Ichaso (sin el gracioso
cinismo de Ichaso), y amplía las aventuras como si navegando se hubieran metido
en mares de otros siglos, en los cantos de Ossian y las novelas de Walter
Scott, que aquí se citan varias veces al final.
Baroja termina la narración metido en una estampa marinera como las que adornan
las paredes de su casa de Itxea, los grabados que Baroja encontraba por la ribera
del Sena en aquellas mañanas grises en las que escribía El árbol de la ciencia.
Juan de
Aguirre será ya Aviraneta. Después de Shanti,
Baroja ya tenía el método para un carmen perpetuum,
para una novela sin fin que le permitiese alternar sus dos tonos, el más
cercano y pesimista y el más legendario y risueño. El efecto es complicado. Por
una parte, los relatos insertados descargan la novela de realismo y la bañan de
nostálgica aventura; pero por otra parte en esos relatos está escrita toda la
crueldad y el pesimismo que el narrador realista,
Shanti, no es capaz de sentir. Lo legendario se llena de pesimismo
contemporáneo, y lo contemporáneo de ingenuidad aventurera. Al final Shanti es
un viejo marinero al que su mujer le dice que siempre está contando las mismas
historias, rodeado de hijos y nietos, feliz en esa felicidad innata, en esa
alegría de vivir profunda que no sabe de ambiciones ni de envidias, la ausencia
de avaricia que le libró del malhadado tesoro de Juan de Aguirre, pero
no de su relato.
El
Epílogo, otra obra de arte, es un retrato del héroe liberado de su condición
contemporánea. Es el héroe de siempre, el que es capaz de ser feliz. El mismo
año Baroja trazó el impresionante retrato del hombre que no puede serlo. Andrés
Hurtado es Pío Baroja, pero Shanti Andía es, más bien, el gran Ricardo Baroja, de quien
sería momento de leer La nao capitana.
Dejó
aquí ese compendio de moral epicúrea que es el epílogo de Las
inquietudes de Shanti Andía. No creo que el tipo de emoción que busca se
pueda conseguir mejor de otra manera, con otro estilo más o menos florido, sino
exactamente así, con ese laconismo plagado de versos sueltos. Si acercas el oído,
casi escuchas a Machado.
Han pasado muchos años de vida normal,
tranquila, sin más incidentes que los cotidianos.
Juan Machín no ha aparecido. Quizá anda
perdido por los mares; quizá también ha ido a buscar algún tesoro en un rincón
del planeta.
Como guardando la tradición de la familia,
es él el Aguirre inquieto que se pierde por el mundo. ¿Vive? ¿No vive?
¿Volverá? No lo sé. Confieso que al principio no hubiese querido que volviera;
hoy, sí, me alegraría de verle y de estrechar su mano.
Respecto de mí, siento un poco de
vergüenza al decir que soy feliz, muy feliz. Es verdad que no lo he merecido,
pero así es.
Cuando pienso en mi mujer, me acuerdo
también de Diana Vernon; pero no tengo que recordarla como mi tío Juan de
Aguirre ni, como el héroe de Walter Scott, muerta, sino que la veo viva, a mi
lado. Hoy, con sus cincuenta años y los cabellos grises, me parece más
encantadora que nunca.
Mi madre vive ya constantemente en nuestra
casa de Izarte. Le gusta estar siempre en la cocina hablando con las muchachas
y con mis hijas, echando leña al fuego y murmurando contra mi mujer.
En el fondo se entienden las dos
perfectamente; pero mi madre tiene que reñir un poco; acusa a mi mujer de mandona
y de que siempre quiere hacer su voluntad.
Todos mis hijos han sido mecidos en los
brazos de su abuela, y dentro de poco podrá mi madre mecer a su bisnieto.
Yo cada día me siento más indolente y más
distraído. Muchas mañanas, con el buen tiempo, me levanto muy temprano y sigo
el camino abandonado, escuchando el rumor de los campos. Los pájaros cantan en
las enramadas, el sol se derrama brillante por la tierra.
Al volver me detengo a contemplar mi casa,
sobre el jardincillo que le sirve de pedestal. En el balcón de madera brillan
los geranios rojos; en el huerto, algunos girasoles levantan sus grandes flores
sobre sus tallos. Subo la escalera y me asomo al balcón. Las vacas pastan en
nuestro prado; mis chicos suelen seguirlas protegidos del sol por grandes
sombreros de paja. Enfrente veo las casas desparramadas de Izarte, que parecen
de juguete, echando humo por la chimenea, y a lo lejos los montes.
Mi mujer sabe que algunas veces necesito
vagabundear un poco, y me deja. Antes me solía acompañar en mis paseos, y
algunas veces, al ver aparecer el lucero de la tarde, recitó esa poesía de
Ossian, que hemos leído los dos en un ejemplar de Ana Sandow, y que empieza así: "Estrella del crepúsculo, que
resplandeces soberbia en Oriente, que asomas tu radiante faz por entra las
nubes y te paseas majestuosa sobre la colina... , ¿qué miras a través del
follaje?"
Yo la solía escuchar con las lágrimas en
los ojos. Aquellos cantos de Ossian me parecían admirables. Hoy mi mujer tiene
demasiadas cosas en que ocuparse para corretear por el campo. Nuestro clan va
aumentando y ella es la administradora. Yo le digo que es buen tirano, la
dictadora inteligente, la representación del gobierno ideal para los perezosos.
Yo soy el vagabundo de la familia.
Cuando cambia el tiempo experimento la
nostalgia de sentir la paz profunda del mar, de su abandono y soledad. Entonces
voy a pasearme por la playa de las Ánimas, y contemplo, como si fuera por
primera vez en mi vida, las tres rayas de espuma de las olas que rompen en la
arena.
En la primavera me produce una gran
alegría; en el otoño, una gran tristeza; pero una tristeza tan extraña, que me
parece que sería muy desgraciado si no la sintiera alguna vez.
En esos días de noviembre, cuando vuelve
la humedad y el dominio del gris; cuando vuelven las líneas vagas y borrosas y
vuelve el silbar agudo del viento; cuando el arroyo Sorguiñ-erreca semeja un
torrente,
Estrella del crepúsculo, que resplandeces
soberbia en oriente, que asomas tu radiante faz por entre las nubes y té paseas
majestuosa sobre la colina..., ¿qué miras a través del follaje? entonces me
gusta pasear por la playa y saturarme de la enorme melancolía del mar y
empaparme en su gran tristeza.
Luego, cuando ya estoy saturado de
espumas, de olas, de gemido del viento, subo por la cuesta de los Perros hasta
lo alto de las dunas, y avanzo por entre los maizales. Allá está la aldea
tranquila donde vivo, allá están los míos. Voy acercándome a mi casa; la
familia, en estos días de invierno reunida en la cocina, delante del fuego del
hogar, me espera.
Allí cuento yo mis aventuras, y las adorno
con detalles sacados de mi imaginación; pero las he contado tantas veces que mi
mujer me reprocha un poco burlonamente que las repito demasiado.
A veces me preocupa la idea de si alguno
de mis hijos tendrá inclinación por ser marino o aventurero. Pero no, no la
tienen, y yo me alegro..., y, sin embargo... Ya en Lúzaro nadie quiere ser
marino; los muchachos de familias acomodadas se hacen ingenieros o médicos. Los
vascos se retiran del mar.
¡Oh, gallardas arboladuras! ¡Velas
blancas, muy blancas! ¡Fragatas airosas, con su proa levantada y su mascarón en
el tajamar! ¡Redondas urcas, veleros bergantines! ¡Qué pena me da el pensar que
vais a desaparecer, que ya no os volveré a ver más! Sí, yo me alegro de que mis
hijos no quieran ser marinos..., y, sin embargo...