La célebre,
mitificada parsimonia de Flaubert dio a luz estos Tres cuentos al final de su carrera. Los biógrafos hablan de que
los escribió a una velocidad inusitada, hasta el extremo de que Herodías, el tercero de los cuentos, tan
solo le costó tres meses de arduo y constante trabajo, un abrir y cerrar de
ojos, un suspiro, una página cada tres días, es decir, unas trece líneas al
día. “Yo escribo cada día de cero a quince líneas”, dijo una vez García
Márquez, y luego hablaremos de García Márquez, que aún tiene más cosas que
decir en este asunto. Las cuentas, desde luego, no pueden ser así, o solo en la
fase de la elocutio. Ignoro si
Flaubert escribía versiones sucesivas, si construía poco a poco… No sé; lo
único que sí sé es que yo sería incapaz de escribir así. Yo me agarro al flujo,
y cuando el todo, sea de la extensión que sea, me sale mal, lo tiro. Siempre he
sido un entusiasta de Stendhal dictando con las manos en la espalda La Cartuja de Parma durante un mes y
medio agotador, del Galdós que aprovecha unos días de descanso en el Cantábrico
para escribir una novela de trescientas páginas. No estoy hablando de feracidad
sino de actividad. Para los dos la creación de la novela era un solo acto,
obsesivo, incontrolable, tumultuoso. Un verdadero parto. En el
fondo a estos autores les resultaba difícil convivir con su imaginación, no estaban seguros de
no cansarse de ella, de no secar la fuente cuando se hubiese convertido en
rutinaria. Parir es deshacerse de lo que llevas dentro, expulsarlo, arrojarlo,
y ese acto exige un esfuerzo añadido, una tensión que no puede durar demasiado.
Flaubert pasaba años con la misma historia. Podía pasarse lustros creyendo en
la misma idea, cada mañana, cuando se sentaba en la mesa camilla y abría sus
librotes con los ojos entornados. Emma Bovary salía a dar un breve paseo y tres
semanas después aún no había abandonado el jardín. Es eso lo que me fascina.
Esa fascinación, además tan
agradable, se concentra -a veces, para mi gusto, un poco demasiado (en la
primera parte de Herodías sobre todo)-
en este epítome de su obra entera que además le sirvió de descanso del ímprobo trabajo
de Bouvard y Pécuchet. Es epítome no
solo por la salsa concentrada sino porque cada cuento se remite a una parte de
su obra: Un corazón sensible rescata
a la Felicité de Madame Bovary; La leyenda de San Julián hospitalario
camina por los andurriales líricos de la Edad Media, como en Las tentaciones de San Antonio, y Herodías bebe de las mismas cráteras que
Salambó.
Los tres son vidas de santos,
hagiografía lírica, con un punto de irreverencia, ese cinismo tan discreto, ese
sarcasmo tan fino que deja Flaubert como quien deja en la iglesia un rastro de
perfume voluptuoso. El caso del loro es paradigmático, y la dificultad del
cuento estriba en que nos parezca que un desenlace tan disparatado resulte del
todo natural, porque, tratándose de Felicité, “para almas semejantes lo
sobrenatural es totalmente sencillo”.
Quizá
sea el argumento de Un corazón sensible,
en parte por su dificultad, el que más me atraiga. No se trata de un converso
paulino que por fin ve la luz y encuentra a Dios en el arrepentimiento, ni un
bocazas peligroso que parece que va pidiendo a gritos el martirio, como es el
San Juan Bautista de Herodías, sino
una mujer que es solo y constantemente buena, que no se convierte a nada porque
nunca deja de tener los mismos inmaculados sentimientos. Se va agarrando a las
tablas del naufragio con la misma fe con que se arrodillaba en los
reclinatorios de palisandro, cura el sufrimiento con más bondad, con más
santidad, hasta que su pureza logra recompensa y aparece el Espíritu Santo
pintado de verde.
El
interés argumental es el mismo que me pudo atraer en Rompiendo las olas, por ejemplo, la última película de Lars Von
Trier que me gustó de verdad. El hecho de que no haya reveses argumentales,
giros dramáticos o cambios de actitud, de que todo sea un constante y creciente
ser lo mismo, era lo que más aire místico le daba. El camino de perfección no
tiene vuelta atrás, y ese continuum
es muy difícil de mantener. Es la vida
entera de Felicité lo que se nos cuenta, en unas pocas páginas, como si lo
anodino de su existencia fuera en realidad la esencia de su alma blanconievil.
Porque,
a fin de cuentas, ¿cuál de los otros personajes fue feliz? No la señora Aubain,
que lleva en el pecado la penitencia, sobre todo en el de ser ella también un
loro (“¡Felicité!, ¡la puerta!, ¡la puerta!”); ni tampoco los niños, que o se
mueren de repente, sean pobres o sean ricos, o les dan a sus padres quebraderos
de cabeza, como ese Paul tras el que se esconde, parece, el propio Flaubert. Felicité
es como Sinnin, aquel crédulo que
acababa conquistando el cielo en el cuento de Rionosuke Akutagawe. Felicité
llega a la santidad por la inocencia, y el cuento parece que tiene sus notas de
astucia estoica: los inocentes, en fin, sufren menos, y los resignados a una
cómoda humildad, también.
El
toque macabro (que otras veces, no sé por qué, llamamos naturalista) de
Flaubert tiene reservada una vitrina en cada cuento. Aquí no es solo el loro
muerto, disecado y vuelto a morir, ese momento en el que el polvo se come las
plumas y asoman los alambres de las entrañas; también es la niña (“la cara se
le había puesto amarilla, los labios azules, la nariz se afinaba, los ojos se
hundían”), pero sobre todo ese éxtasis final de blanco fúnebre, tan perfecto:
Un
vapor azul subió hasta la habitación de Félicité. Ella acercó las aletas de la
nariz aspirándolo con una sensualidad mística, después cerró los párpados. Sus
labios sonreían. Los latidos de su corazón fueron disminuyendo uno a uno, cada
vez más flojos, más suaves, como una fuente que se agota, como un eco que se
aleja; y cuando exhaló el último suspiro, creyó ver en los cielos entreabiertos
un loro gigantesco volando por encima de su cabeza.
En francés dice
así:
Une vapeur d'azur monta dans la
chambre de Félicité. Elle avança les narines, en la humant avec une sensualite
mystique; puis ferma les paupières. Ses lèvres souriaient. Les mouvements de son
cœur se ralentirent un à un, plus vagues chaque fois, plus doux, comme une
fontaine s'épuise, comme un écho disparait; et, quand elle exhala son dernier
souffle, elle crut voir, dans les cieux entr'ouverts, un perroquet gigantesque,
planant au-dessus de sa tête.
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