4.2.15

El día y la noche

               

Cuando decimos que una novela es una joya, al menos cuando yo lo digo, no me refiero solo a que sea muy buena, porque a veces, siendo una joya de novela, no es una buena novela. Una novela es una joya porque ha sufrido procesos comparables al de las piedras preciosas: ha cristalizado, se ha endurecido en facetas tersas, no es concebible añadirle ni quitarle ninguna rebaba en aras de la perfección porque su condición de gema se ampara precisamente en su irregularidad. Un relato perfecto no es un buen relato, porque no hay nada vivo que sea perfecto. Dicho en términos menos evanescentes, una novela es una joya cuando, en vez de leerla, lees en ella. “Envejecían sus manos pero no sus anillos”, decía Ramón Gómez de la Serna. Esa sensación he tenido al leer otra vez La busca, que habían envejecido mis manos, pero no mi alianza, que lejos de cubrirse con la pátina decadente de lo antiguo cada vez me resulta más clara, más transparente, inmarcesible.
            El otro día, hablando en clase de Gutiérrez Solana, uno de mis prosistas favoritos, cometí un curioso error. Dije que Solana sabía describir con lenguaje impertérrito las escenas más sórdidas y repulsivas. Que sabía transmitir el asco sin exagerarlo. Baroja, en cambio, dije, no resulta nunca repulsivo, pero no porque no lo intente, sino porque lo sórdido está protegido por el encanto, esa cualidad de algunas novelas que Savater, con mucho tino, adjudicaba a Stevenson, además de por la piedad del autor hacia sus personajes, la comprensión, la empatía virgiliana, que es lo que une a Cervantes, a Galdós y a Baroja. Comparábamos la escena de la corrida de toros de La España negra y la de La Busca, y aun así creían que en La Busca sí hay escenas repugnantes.
            La he leído buscando, entre otras cosas, esa repugnancia. Pero el afecto que uno siente por Manuel puede con todo. Hasta el Bizco me da pena. Sus descripciones son antropológicas, una abstracción que invariablemente suena a cuaderno de campo, cuando no a monigote. Yo leo La Busca en los aguafuertes de Ricardo Baroja, y en ellos la Rabanitos produce incluso ternura. A pesar de que Baroja menciona los ambientes hediondos, me resulta difícil trasladarme a la realidad con que se corresponden sus palabras. Hay entre la novela y la realidad que nos describe un cristal purísimo que sin deformar abriga, sin engañar ampara. El Bizco es un engendro que atestigua una tesis científica, pero cuando, conforme va pasando la novela, Manuel se lo encuentra medio desnudo por la calle, pelándose de frío, es difícil no apiadarse de un sujeto tan salvaje como él. La miseria económica engendra miseria moral, nos repite Baroja, sin hacerse pesado, sin oler jamás a tesis. Pero esa frialdad del juicio exonera de algún modo al personaje de verdadera responsabilidad.
            A los alumnos que la habían leído, invariablemente, el Bizco, y sobre todo La Muerte, les daban asco. Bueno, ya envejecerán sus manos.
            A mí cada vez me gusta más esa lectura pictórica de La Busca, ese mano a mano de los dos Baroja. En Silvestre Paradox las escenas eran más largas y las variantes narrativas menos proporcionadas. Aquí se va enhebrando el Baroja soñador con el Baroja darwinista, el Baroja Andía y el Baroja Hurtado, el Baroja Dickens y el Baroja Dostoievski, ahora una descripción de mendigos tuberculosos, luego el delicioso relato de don Alonso; de pronto una vieja amontonada con un gañán, pero más tarde el árbol genealógico de Roberto Hasting y sus pesquisas en busca del tesoro. En esa novela todo el mundo está buscando algo, y Baroja también, con la diferencia de que él es el único que encuentra algo valioso: un modo de narrar que ya no abandonará jamás.
            Es, por otra parte, el arte propio de los folletines. El autor no debe estar tan pendiente del argumento como del ritmo, del tono: un relato popular (el crimen de Leandro, contado de oídas, como se cuentan estas historias) acelera la narración al tiempo que hace respirar a la novela en la medida en que se trata de un hecho secundario; una descripción de objetos y cachivaches culmina con la irrupción de una muchacha, es decir, con la reaparición de la Justa; una escena desagradable se remata con una de esas hermosísimas descripciones del oeste de Madrid, etc. El folletinista no es un relojero: se mueve por intuición, más por colores que por hechos. El reloj, a pesar de que Baroja lo utilice para pespuntear la narración y los críticos para darle más importancia de la que tiene, no es más que un sonido.
            Así, la estructura general de la novela no puede describirse como un mecanismo. La premeditación deseca. La primera parte es toda preambular: van floreciendo los personajes, los sensatos y los insensatos, dentro de la clásica novela de pensión. El tono es muy Dickens, y más aún lo será en Mala Hierba. Nos quedamos con los personajes que “toman ciertas proporciones novelescas”, don Telmo y Roberto, que parece que son los que van a sacar adelante la historia. Pero, ay, se cruzan las mujeres. A Manuel lo echan de la casa por culpa de la sobrina de la patrona, que lo engatusa, y eso subvierte las preferencias, porque ahora es el subsuelo dostoievskiano el que lleva las riendas y los personajes dickensianos intervienen poco, y casi siempre como espectadores. Paseamos por el arroyo y allí nos encontramos una historia popular, eso que antes se llamaba un crimen pasional, un relato secundario que sin embargo remata espléndidamente una descripción quizá tan cruda como la veían mis alumnos.
            La tercera parte, en fin, no es la resolución de nada sino su agravamiento. Ambos tonos se funden y se alternan, el día y la noche, la honradez y la inmoralidad. En el infierno de la panadería hay un tipo interesante, Karl, pero luego, en el limbo de la ciudad, transcurre el momento más intenso de la novela, la muerte de la madre, una página maestra de la novelística barojiana en particular y de la historia de la literatura en general. Esa orfandad es la que lo mezcla todo. Nada más quedarse huérfano se encuentra con el Expósito, un autorretrato deforme, un anticipo del destino. Pero pronto Roberto se trae al tío Charles para que nos entretenga con sus fantásticas fortunas. El perfume novelesco se vuelve a descomponer con el Bizco y ese “modesto robo en un descampado” que no tiene nada de aventurero. Manuel se ha dejado caer a lo más inmundo, literalmente a las cavernas de las que huye como un animalito condenado a morir. La narración se va aproximando a su final y los dos tipos de historias se alternan sin acabar de protagonizar la novela, es una ruleta que no sabemos si acabará deteniéndose en el rojo o en el negro, en la salvación o en la condena. La novela está viva en la medida en que Baroja tampoco lo sabe.
Y es entonces cuando aparece ese otro gran personaje, el señor Custodio, “el referente intelectual”, que decía Julio Caro, el salvador, la síntesis de humildad y dignidad, la tierra negra que lo acoge, los desechos productivos, el negocio de lo que nadie quiere, un perrillo juguetón, un horario de trabajo, comida caliente y un tiovivo abandonado, es decir la posibilidad remota de ser niño.
            La novela, de ser una novela de tesis, habría terminado ahí, pero aún falta un último barquinazo, el amargor sin ilusiones, esa muchacha tan dulce que vimos al principio de la novela, la Justa, que resulta ser, en toda lógica folletinesca, el otro cabo de la cuerda con que atar la historia. Igual que la sobrina de la patrona lo dejó en la calle y lo apartó de su madre, ahora la Justa lo echa de aquel digno paraíso y lo arroja a donde toda la caterva de randas busca ir, al centro de la noche, a la Puerta del Sol. Todavía hoy, a altas horas de la noche, por la Puerta del Sol pululan individuos de andar vacilante que no se sabe muy bien a qué van. Recuerdo una noche, hará diez o quince años, que en el centro de la plaza un tipo tenía cogido a otro de la chaqueta y le ponía en la cara una chaira, “¡que te asesino, que te asesino!”, le gritaba, quizá por alguna deuda cutre, por una papelina, quién sabe, o por un cartón de vino.
            Y ahí se queda la cosa, sin acabar, en la duda. Pero la novela ya está cumplida, la duda de ser sensato o insensato se ha fundido para llegar al mismo sitio, donde el personaje, si estaba vivo, ha crecido. Y Manuel sigue vivo, ya lo creo.
            Escribo estas líneas en mi estudio y por la ventana veo el viaducto sobre la calle Segovia, el sitio preferido de Manuel, donde en momentos de tristeza iba a mirar el crepúsculo. Cualquier antología debe comenzar con esa descripción. Veo, más lejos, los tejados de la Gran Vía, donde estaban las callejuelas en las que vivía Manuel al principio con su madre, las cúpulas de las iglesias donde ahora duermen los mendigos, las chimeneas de la calle Toledo, que baja al otro mundo que era entonces el Manzanares, como arramblando con los cachivaches humanos que pueblan el Rastro.
            La casualidad ha hecho que lleve muchos años viviendo en las calles donde transcurre esta novela. Por mucho que Baroja se empeñe en retratar las condiciones insalubres de la época, esa novela sigue siendo una de las razones que me hace seguir teniéndole cariño a esta ciudad. Una de las pocas, la verdad.

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