Mala
hierba es una novela
moderna, quizá más influyente que La
busca, en el sentido de que todo el realismo social que vendría después
tiene más que ver con esta segunda entrega de La lucha por la vida. Los narradores serán más inclementes, las
tramas eliminarán modulaciones y se tenderá a un continuum narrativo sin
momentos culminantes, los personajes vivirán ahogados en su falta de sustancia.
Sí, Mala hierba es una novela más
moderna, pero es peor novela, mucho peor novela que La busca.
Y eso que la mayoría de sus partes
son magníficas, pero por alguna razón aquí el puzle no termina de fraguar. La
razón, a mi modo de ver, es doble: Manuel retrocede, y Baroja también. Todo el
viático existencial de La busca lo había
llevado a un punto de no retorno. Ahora, durante toda la novela, estamos en las
mismas. Manuel consigue un trabajo en una imprenta, que es el punto de partida
que esperaríamos, pero como aún hay mucha miseria que describir, Baroja
recupera a Vidal con el nombre de Jesús, al que hará desaparecer cuando necesite
al verdadero Vidal. Este Jesús es un Vidal en tonto, en apocado, inmoral por
ignorante. Pero es, en fin, el que devuelve a Manuel al arroyo, aunque después
aparecerá, pálido y esquelético, a dar consejos morales a Manuel y cantar al
alba incierta del anarquismo.
Antes Baroja ha cometido un error de
bulto que se proyecta durante toda la novela. Pocas veces un libro sufre tanto
por una palabra mal puesta. La primera historia es la de la baronesa y su hija
Kate, es decir, que Baroja peca de exceso de entusiasmo. Creía que los mismos
personajes de La busca tenían suficiente
vida como para seguir utilizándolos. Llega un momento en que la gracia consiste
en que vuelva a salir don Alonso, la
Rabanitos, Fanny, Roberto, los Aristas, etc., etc. Le sirven a Baroja para
describir el Madrid de los desposeídos, pero es gente repetida y sus historias
no tienen ya frescura. Y, cuando la tienen (Kate), Baroja los saca
injustificadamente y para siempre de la narración. No de sus novelas,
afortunadamente, porque esta Kate llegará, transformada, hasta la Nelly de El gran torbellino del mundo.
Dentro de ese paseíllo de gente
conocida, Baroja dice, cuando Manuel se pone al servicio de la baronesa, que
tiene 18 años. Como hasta a los propios personajes les parece inverosímil,
Baroja hace decir a Mingote, ese Micawber sin escrúpulos, uno de los pocos
personajes nuevos de la novela, que como no está bien alimentado
aparenta menos edad. Nada de lo que sigue es del todo verosímil. Los buenos
personajes tienen que representar papeles de risa floja, como la baronesa, o de
dama despechada, como Esther, la mujer del fotógrafo haragán, en ese duelo
ibseniano con Fanny por el amor de un gilipollas allí presente.
A partir de esos fraudulentos 18
años, uno ya no se cree que Manuel esté actuando por sí mismo y no por los
intereses documentales de Pío Baroja. El Manuel que ha vivido con el señor
Custodio ya no soporta ir vestido de marinerito para timar a un viejo avaro de
cuento, por más que la baronesa tenga ese encanto que le falta a su papel.
Tampoco está uno dispuesto a dejarse
arrebatar el placer de una novela entera por culpa de una sola palabra. Pero
esperaría otra cosa de Manuel. Manuel rechaza el orden femenino que impone la
Salvadora, orden de aseo y horarios fijos, de ahorro y de lucha, y se va con un
pobre miserable, Jesús, al que Baroja le carga las tintas hasta embadurnarlo de
miseria moral. Pero el Manuel que conocíamos ya no puede aceptar eso. La escena
con las dos hermanas es una de esas tristes realidades de la vida que
difícilmente suenan verosímiles cuando se las mete en una novela. Manuel tiene
que ver eso para que Baroja lo cuente, pero el personaje ya no debe soportarlo,
de modo que nuestra impresión hacia Manuel cambia de la simpatía a la
reconvención. En toda La busca nos
disgustó su actitud. Aquí ya es reincidente, inexplicablemente vago,
sorprendentemente bebedor. El repulsivo Jesús no era motivo suficiente para
cargarse toda su construcción dramática. Los hundimientos son muy literarios,
pero aquí no hay contradicciones, ni siquiera grandeza. Recuerdo el hundimiento
de Miquis en El doctor centeno,
grandioso, y también con este continuum narrativo.
Ya saldrá, piensa uno con resignación, cuando persisten escenas que, a sus
dieciocho años, ay, tendría que evitar.
¿Y si no cómo describimos la
miseria? Pues como en Aurora roja,
por ejemplo, lo que me hace pensar que toda Mala hierba es un alargamiento de
situaciones y un retomar personajes cuya principal misión es encajar el
material sobrante de La busca. El
protagonista detiene su progreso para que Baroja nos cuente más casos de
miseria económica y moral, esta vez con más dureza que la anterior. La busca no es tremenda. Mala hierba sí. Y la yuxtaposición de
tremendismos acabaría triunfando y sustituyendo a la proporción dramática.
El tramo final de la novela se
acelera con la muerte de Vidal y el viaje de Manuel por todo Madrid con un
policía para delatar al Bizco. A
Baroja no le quedó casa de citas, chamizo de mendigos, casa de juegos, chirlata
de randas o taberna inmunda por visitar, ni imprenta en la que trabajar y ser
despedido al momento. Para cuando reaparece la Justa, en una escena demasiado
escueta, el lector ya tiene ganas de que Manuel se centre, pero Baroja lo
impide: la Justa es un pelele histérico, como si el autor se vengase por su
cuenta de los desaires que le hizo a Manuel cuando era modistilla. Se ha metido
a prostituta, no hace más que chillar y le aburre la vida en orden. Es otra
víctima de la severidad estadística con que Baroja nos retrata las miserias de
Madrid. Menos mal que quedan la Fea y la Salvadora, que se asoman de vez en
cuando a la novela y son las únicas personas decentes que uno encuentra en
todas sus páginas, salvando, quizá, a aquel primer judío, Jacob, con quien
Manuel no hace malas migas.
Pero no hay emoción, quizá porque el
corazón de Manuel, por lo menos hasta el final, está parado. Hay datos,
miseria, cochambre, gentuza, actitudes innobles, comportamientos miserables y
resignación astrosa. Baroja cuenta lo que ha visto (el estreno de la Chelito, la
ejecución de la Higinia), reportajes que Baroja yuxtapone sin importarle
demasiado el crescendo general, o bien un ágil interrogatorio policiaco y la
posterior búsqueda del asesino, todo dicho como con prisas, algo que en La
busca nos había parecido no más que lirismo y precisión.
Seguramente este libro está entre
los mejores documentos para conocer el Madrid miserable de final de siglo, si
es que la acción ocurre por los años 90. Entre las curiosidades de esta novela
(en su edición de Cátedra) está la sistemática paliza que nos da el editor con
el peregrino asunto del arco temporal que describe la trama, todo
convenientemente citado del libro madre, esa curiosa Anatomía de La lucha por la vida que el editor Marín cita casi
entera y que merecería entrada aparte porque junto a páginas de perspicacia
poco frecuente trae pesquisas del todo gratuitas como esta del tiempo. Qué
demonios le importaba el tiempo a Baroja. Ahora es invierno, ahora es verano.
Eso es todo. El tiempo es un fondo de cuadro. Pocas cosas suceden en esta
novela en primavera o en otoño porque todo es árido e inclemente, abrasador y
crudo, porque no hay en esta novela sitio para la melancolía ni mucho menos
para la esperanza. La única esperanza es que, además de honrar la
escrupulosidad mugrienta de Dostoievski, Baroja también imite su costumbre de
rehabilitar personajes. Manuel ha caído y todos esperamos que regrese al punto
en el que estaba cuando acudió a casa del señor Custodio y por primera vez en
su vida supo que quería ser feliz.
Me queda en las manos, al acabar la
lectura, algo de su frialdad, pero también una enseñanza: mucho cuidado con
retomar personajes de otros folletines. El desparpajo del principio, la sonrisa
fluida, no es más que una caricia traicionera.
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