17.6.15

El hábito y la pruina

               

La pruina es esa fina capa de cera que recubre las uvas y que normalmente quitamos refrescándolas con agua para que brillen los tonos dorados y violetas. Las uvas parecen más carnosas, más jugosas y más vivas cuando no tienen la pruina, pero la pruina es precisamente su vestido, la que las identifica como uvas del mismo modo que el hábito identifica al monje carnoso que lleva dentro. Hemos visto muchas uvas lozanas, honor de Baco, conservadas en una mitología sin pruina, sin velo real. Pero esta tarde he ido a ver la exposición de Zurbarán que hay en el Thyssen, y todas las uvas tenían su pruina y todos los monjes su hábito.
Hay muchos bodegones de altas cestas llenas de manzanas, con el orden simple y la composición sencilla del Bodegón con cacharros, quizá el más famoso de Zurbarán junto al Carnero con las patas atadas, del que hay dos versiones, una de ellas la célebre de lana apelmazada, de vedijas encostradas, otra dedicación abnegada como la del hábito de San Serapio. Solo una de las dos versiones tiene esa sonrisa involuntaria del carnero sin la que el cuadro sería bastante más frío.
  Pero hay dos espléndidos: uno de uvas blancas, de ocres dorados verdosos, y otro que parece una ilustración para el célebre bodegón en verso que escribió Fray Plácido de Aguilar en mitad de la fábula de Siringa y Pan, y que se conserva en los Cigarrales de Toledo, de Tirso de Molina. Lleva cardo, membrillo, uva, granada pechiabierta y hojas de parra. En el tono mortecino general, con las hojas ya duras, de un verde reseco, invadido por debajo de amarillo, estalla el rojo de la mangrana y la camuesa arrebolada.
Los membrillos, sin embargo, no tienen esa pelusa que es la pruina del membrillo. No la tienen no porque no la haya querido pintar Zurbarán, sino porque ya están un poco sunsidos, encogidos, y al amarillo de limones salvajes se le ha puesto ya un tono verdoso amarronado, y la pelusa se le ha caído por completo.


               Ya dijimos que el bodegón, el still life, es un punto en el movimiento hacia la muerte. A Sánchez Cotán le gustaba más la sazón, pero Zurbarán insiste en el verdor oscuro, en el ocre macilento de la muerte. Esos membrillos tienen ya el tono reseco y apagado de la calavera que sostiene San Francisco en uno de los más hermosos cuadros de la exposición.
Es una calavera sin hervir, no son los albentia ossa sino huesos pardos con toda la fauna y la flora de la muerte, como una roña húmeda, una pruina mugrienta. Calaveras y membrillos comparten el verdor mohoso, amostazado y sucio, con un fondo ocre que es el que, en muy diferentes grados, llena los hábitos de estameña.
En el caso de San Francisco, esas líneas abstractas de los pliegues, esa simetría vertical y humildemente puntiaguda, el hábito recto y con apresto, oscuro, pardusco, pero también con el movimiento que le concede el pie izquierdo levemente adelantado, esa simplicidad de formas en mitad del multiforme ocre de la reflexión y de la muerte hace que ahora nos resulte un cuadro moderno, traducible a símbolo de pocos trazos, humilde y enhiesto, simple y delicado, con la mirada a oscuras, en la sombra densa del capuz, absorta en el cráneo que reposa entre sus manos. El cráneo que también es pardo oscuro, parecido al de la cara, algo oriental, y de la misma gama que el hábito, de un color zen franciscano. Impresionante.
               Y no, no era el más conocido. Otros monjes con otras estameñas menos minuciosas nos suenan más familiares. La severidad matérica del hábito de San Francisco es en otros monjes delicada sombra, esfumato prudente. Cambian los volúmenes del paño basto, llenos de almidón como en el caso de fray Pedro Machado, más sedoso y elegante en el de fray Pedro de Oña; de blanco mortuorio en el entierro de San Pedro Nolasco, de cálido trigueño en el cuerpo desgarrado de San Serapio.
               En este ámbito de tonos austeros, casi desentonaba el retrato de San Ambrosio, con capelo cardenalicio y tiara y báculo y estola de terciopelo rojo y un aire de desbordante autosatisfacción. Donde hay color no hay ascetismo. El color era el rojo de los granos que se le salen a las granadas, el hilo amarillo por donde se revienta un higo. Pero estos colores son atributos de la soberbia. San Ambrosio no mira a Dios, tan solo tiene la barbilla levantada. Fulgen por encima del ropón las joyas de colores, la cruz de piedras azules, zafiros o aguamarinas, el báculo dorado. El contraste con las delicadezas esenciales de San Serapio es violentísimo, como salir de un largo túnel de recogimiento al solazo de la vanidad.
Del San Serapio ya comenté que lo había adoptado como símbolo suficiente después de leer lo que contaba de él Cees Nooteboom en El desvío a Santiago. El hábito pulcro, de pliegues ordenados con delicadeza, esconde el cuerpo de un joven fraile al que le acaban de sacar las tripas. Está colgado de las muñecas y la cara ya reposa exangüe sobre uno de los hombros. No se ve una gota de sangre por ninguna parte. Lo único rojo es el escapulario impoluto que le cuelga de la casulla. La cara tiene el alivio de la muerte, que no borra el último gesto, pero lo amortigua. La sangre también ha desaparecido de la cara, solo quedan rastros violáceos en los párpados y en los labios. El fondo oscuro, marronoso, se funde con el cabello. Hay bondad en los ojos cerrados, pero sobre todo en la boca, que no se estira con la crispación del que ha luchado, ni tampoco el abandono. Es el dolor de la bondad herida. Era joven Serapio. La vejez que envuelve el cuadro es la de la muerte.


Pero el rostro está en un pudoroso segundo plano. No hay nada no piadoso en el retrato del cadáver. Las manos que cuelgan de las cuerdas no están sueltas pero tampoco agarrotadas (una de ellas, la derecha, está en periodo de restauración, lo que hay es un parche), y lo que anega el cuadro con su luz y su laboriosa humildad es el hermoso hábito blanco recién lavado, blanco roto deocres y grises, el mismo que inunda entre sombras la cara y las manos del muerto. Cae la luz sobre los pliegues de una arpillera suave como el lino. La casulla se abre un poco para vislumbrar el cuerpo del hábito, los pliegues ceñidos por un cordón en dulce curvatura. Con mimo lo cubrieron sus hermanos, con respeto lo retrató el pintor.
Este cuadro plantea la elusión como fundamento del arte. Donde otros verían cuerpos lacerados, sobre todo ahora, Zurbarán ve un hermoso lienzo que es como los campos de cereal de Patinir, pintado con abnegación, con afecto, como sin presionar en la superficie, para conservar esa sensación de infinita limpieza que desprende el hábito. El ascetismo es pintar ese hábito, representar la piedad con que invitamos a mirar al mártir. Y es una invitación convincente porque está hecha con los colores que nos hacen sentirnos buenos. La combinación de verde, ocre y gris, en tonos muy claros, siempre da sensación de limpieza interior, espiritual, no corporal, que a esa le pega más el azul. El cuadro nos abriga con el hábito de la cruda intemperie de San Serapio, en su cuidadosa pero no perfeccionista disposición de los pliegues está la firma de un sentimiento y de una aspiración. El carácter mismo de San Serapio, supongo (y por la bondad que transmite el rictus con que falleció no es que sea mucho suponer), es esa amplia mancha clara que tapa el horror, pero no la verdad. Hay un sentido de revelación en este amortajamiento, de comprensión definitiva. Lo que oculta la causa terrenal de su muerte es lo que nos revela el sentido de su vida. 

5.6.15

Matar al abuelo


Las deficiencias de este libro no terminan en la puntuación. Alberca no escribe: empalma datos. Tiene una partitura, la Biografía cronológica y epistolario de Juan Antonio Hormigón, obra, esa sí, canónica, cuya última edición data de 2006 y que Alberca utiliza profusamente sin citarla. Tiene el mal gusto de recurrir a los pasajes ya citados por Hormigón mediante la referencia bibliográfica original, con lo fácil y honesto que habría sido, en cada caso, citar las fuentes intermedias. Eso sí, algo antiestético habría resultado porque tendría que infestar el libro entero. En todo caso sorprende que Alberca se apresure no a citar a Hormigón sino a decir que su libro no es una cronología. Desde el punto de vista formal, solo hay una diferencia entre la cronología de Hormigón y la biografía de Alberca: la de Hormigón tiene más puntos y aparte, porque el orden y el contenido vienen a ser los mismos. Alberca ha rodrigado en los volúmenes de Hormigón sus pesquisas periodísticas, ahora tan fáciles de conseguir, tan sobreabundantes y tan distorsionadoras cuando se manejan para justificar obcecaciones. En cambio, muchos detalles de la vida personal de Valle-Inclán, testimonios que nos hablan de su vida privada o, sobre todo, de la visión que de él tenían sus amigos, y que Hormigón transcribe, Alberca no considera necesario aportarlos. El epistolario está infrautilizado con respecto a la información periodística, y eso, tratándose de Valle-Inclán, es la clave de una buena biografía.
La cosa viene de lejos. Alberca y González ya publicaron una biografía en 1995. Hablando de ella y de la de Robert Lima, Hormigón anota lo siguiente:

"En ambos casos sus autores han rastreado algunas fuentes no contempladas anteriormente, aunque subsisten algunas inexactitudes y muchas ausencias. Sin embargo lo más notorio de ambos trabajos reside en el apriorismo ideológico en la observación del personaje. Los hechos son interpretados de forma bastante unidireccional, intentando contradecirlos en cierto modo para preservar algunos supuestos religiosos y políticos que a su entender mantuvo Valle-Inclán hasta su muerte. Lástima que la terca realidad de los hechos muestre con nitidez lo contrario".

Es la crítica más exacta que, veinte años después de aquel intento, puede hacerse de esta nueva biografía escrita por Alberca, que me está recordando mucho a la que escribió Gil Bera, Baroja y el miedo, con lo que en su momento yo llamé prosa de delator, concebida para desacreditar al biografiado, agrandar sus episodios menos edificantes, tapar las luces que puedan aclarar actuaciones, dar importancia exagerada a detalles banales, sacar conclusiones malévolas y gratuitas. Se trata de arrancar la máscara, de desvelar la verdad, es decir, de mentir con ventaja. Por eso es tan desagradable leer este libro de Alberca, porque entre él y Valle-Inclán hay un mundo insalvable. Alberca se empeña en presentarnos a un sujeto extravagante y despótico, señorito de provincias que vivió del momio toda su vida, pendenciero y fracasado, vago, mal marido y “ultratradicionalista” (sic), y por supuesto un abnegado carlista y un católico tridentino. Descendiendo a las alcantarillas de la información, se empeña en exprimir cartas de cortesía galante para sacar tomate y juzgarlo con gazmoña severidad, algo que debe de estar de moda porque hace poco ya nos encontramos con lo mismo en el libro de cotilleos sobre Dickens que escribió Tomalin. Cuando uno tiene al lado, abierta por el año correspondiente, la obra de Hormigón, ve cómo Alberca insiste en los flirteos o se calla o cita de pasada, por ejemplo, las conversaciones de Josefina Blanco con Margarita Nelken, que sí reproduce Hormigón y dan una idea bastante aproximada de algo que Alberca no ha entendido: que la biografía de Valle-Inclán es la de una persona pero también la de un personaje, y que no se puede confundir lo uno con lo otro.
               En los tiempos de la Generación del 98, la onda expansiva de la modernidad seguía viniendo del pasado. Valle-Inclán, como hicieron Unamuno, Baroja o Machado, aunque desde luego con diferente intensidad y persistencia, se ocupó de crear un personaje público, una imagen distintiva, una estatua ambulante. Alguien se habrá fijado en la extraordinaria naturalidad de la estatua de Valle-Inclán en Recoletos, en su papel de gran patriarca del teatro contemporáneo, o el extremo realismo de la que Pablo Serrano esculpió de Unamuno, rocoso, cortante, atormentado por el peso de las paradojas. ¿Alguien diría que la estatua de Baroja en el Retiro es solo la de un escritor con abrigo y no la del escritor con abrigo? Quizá quien con más ahínco lo intentó y menos lo consiguió fue Azorín, que queda como un anciano pulcro de misa de siete. ¿Y Machado, el personaje Machado, no es el paradigma de la bondad en el buen sentido, del poeta retraído, transido, demasiado tímido como para levitar pero valiente a la hora de nombrar?
               De todos ellos, Valle-Inclán es el que más rigores estéticos se impuso, y el que con más valor los mantuvo hasta el final. El joven don Ramón forma una estampa baudeleriana: el de qué se habla, que me opongo de Unamuno, pero llevado al terreno teatral. El dandi genuino tiene que escandalizar a los otros dandis que quieren parecerse a él, y desde el momento en que sus criterios de comportamiento público responden a una estética muy definida, orgullosamente artificial, su cultivo exige un constante desarrollo al margen de la vida del hogar, que sigue por sus cauces naturales de lealtad a las pequeñas cosas. El Valle-Inclán que nos llega de los periódicos y de los chismes es el personaje creado por Valle-Inclán para salir de casa, solo eso, pero no para pasarse medio año en aldeas gallegas, entregado a una vida sin máscaras y al oficio de crear. Hay muchos detalles en Hormigón (escasísimos en Alberca) que nos acercan a ese Valle familiar, vecinal, de favores pequeños a los amigos del pueblo, de disfrutar de ellos sin cometer la torpeza de recitar a Zorrilla. No hay un solo pasaje que cite Alberca en el que pueda acusarse a Valle-Inclán de traidor o de mal amigo, por más que insista en que sus desencuentros con las compañías teatrales obedecieron solo a su soberbia y a que había fracasado con el público. Qué insistencia, qué odiosa insistencia en emplear la palabra fracaso.
               Se trata de algo tan simple, en fin, como que Valle-Inclán cultivó su personaje público, y que los periódicos fueron los fedatarios de sus lances, pero no de su persona. Decir, por ejemplo, que Valle-Inclán era un facha muy comprometido con el partido carlista y que no era solo una postura estética, amparándose en la campaña promocional de La guerra carlista,  es no haber entendido qué es un personaje. Ingenuamente, Alberca reconoce que sus amigos y contemporáneos se lo tomaban a broma, pero él sí se lo cree, la persona es rea de sus actuaciones públicas, como esos moralistas de sainete que van con un silbato por las vidas ajenas y pitan a todo lo que se mueve.
               No es cuestión de detallar aquí en qué consiste el personaje Valle-Inclán. Está claramente expuesto en su obra, que Alberca prácticamente no utiliza. La vida de un hombre como Valle-Inclán nace de su obra, por poco autobiográfica que sea, porque lo que nos interesa es cómo convivió el autor con su estética, de qué modo se desarrolló, qué carácter vigila tras las máscaras. Salvo parafrasear las piezas que escribió en el frente francés, no se ve por ningún lado la lectura atenta de la obra del autor que biografía. Son más importantes las gacetillas. Es más definitivo descubrir que Valle-Inclán estaba creando en Galicia mientras tenía que estar fichando como profesor en Madrid. Alberca lo acusa de camastrón, de mal funcionario y de vivir del momio, sin molestarse en estudiar lo que estaba escribiendo en la aldea, pero siempre con ese tonillo santurrón con que da el biógrafo lecciones de moral y salpica el texto de chismes sin fundamento. Es curioso, por ejemplo, su empeño en que Josefina Blanco y él se llevaron siempre mal, y no solo en el doloroso episodio final de su matrimonio. Sin pruebas de ninguna clase anteriores al esperpéntico juicio de separación, sugiere que Valle-Inclán era un putero (las “cocotas” que cita no sé cuántas veces, cuando ni siquiera se sabe si hubo una vez) que dejaba a la mujer encerrada en casa y flirteaba sin rebozo con las pelanduscas más libertinas que se paseaban por la Castellana. La moralina que queda colgando, por supuesto, es que, claro, con ese hombre… Es como si antes de narrar los ataques de celos de Josefina, cuando Valle ya era un señor de 65 años, diese por supuesto que siempre habían sucedido, a pesar de que, cuando Josefina los denunció, el autor dé por hecho que la mujer se había ido del tiesto.
               Pero ¿y si todas estas tonterías fuesen ciertas? ¿No ha leído el señor Alberca ningún otro libro sobre la misma época? La tarea del biógrafo es comprender una vida, no instruir un sumario. Nos interesa el creador, no las conjeturas de vieja beata ni los informes de huelebraguetas. Y, en cualquier caso, un poco de rigor. A veces pensamos que la proliferación de documentos garantiza su pertinencia, que los libros gordos también son serios, pero el acceso a la información no regala también la perspicacia para entenderla y saberla cribar. Es sintomático, por ejemplo, que en la parte final del libro, cuando sobre todo emplea epistolarios privados, la narración, a pesar de las cuñas insidiosas, es mucho más seria. En sus años finales da la sensación de que el biógrafo quiere tirar de condescendencia y admitir todo lo que durante el libro estuvo negando. Pero antes hay muchos ejemplos de a qué grado de mezquindad puede llevar esta cargamento de sueltos de periódico y de frases sin contexto. Casi al azar encuentro dos, significativos en cuanto a que hacen referencia a dos de sus principales obsesiones: que Valle-Inclán siempre fue un autor fracasado y que nunca renunció a su credo carlista.
               Sabido es que en 1918 se habló de Valle-Inclán como posible candidato por Noya, en la ría de Muros, encabezando la agrupación jaimista. Varios periódicos gallegos dieron la noticia pero nadie se hizo eco. Nadie se rasgó las vestiduras ni aprovechó para echar leña al fuego, lo que quiere decir que aquello no tuvo mayor trascendencia. De hecho, muy probablemente se trató de un rumor del que ni el propio Valle estaba al corriente. Su importancia es suficiente, en todo caso, para que Alberca lo utilice como prueba del carlismo retrógrado y recalcitrante que animó siempre a “nuestro hombre”, como lo llama constantemente, casi en cada página, a falta de más riqueza lingüística, y digo esto último porque el propio Alberca se permite comentarios como que algún que otro título teatral responde a que “no se le ocurrió nada mejor”.
               Si de veras hubiese sido un historiador concienzudo, habría citado alguna línea más del libro de donde copió la información, y habría dicho que la facción jaimista no era más que una agrupación vecinal que quería sacarse de encima como fuera al cacique del pueblo y que necesitaba una cabeza visible que concitase votos y voluntades. Es discutible si Valle-Inclán era o no esa cabeza visible, pero no para qué habría servido su candidatura y qué propósitos podrían haberla estimulado. Esas certezas alternan con las ideas sociales, muy explícitas, que formuló Valle, y que, por ser de izquierdas, a su biógrafo le resultan sospechosas. A eso se le llama rigor científico.
               En otro pasaje desafortunado, Alberca parafrasea de mala manera fragmentos de La media noche, la visión astral del frente francés, y cita una frase del prólogo. Esa Breve noticia que encabeza el reportaje novelado es un documento importantísimo para entender la evolución estética de Valle-Inclán y su vínculo con la modernidad y la vanguardia, porque si, por una parte, defiende una perspectiva cenital, coral, de tiempo real diluido entre los personajes, es decir lo que desde los tiempos del Caleidoscopio de Verlaine proponían los simbolistas, su manera de plantearlo está más cerca de, si me apuran, la estética cubista. Valle-Inclán está puliendo su concepción demiúrgica y planteando unas cuestiones de perspectiva literaria que no solo ajustarán su estética al mundo contemporáneo a través del esperpento, sino que anuncian modos de novelar que unos cuantos años después nos resultarán de lo más moderno.
               Al final del jugoso prólogo, revestido, como siempre, de perfumes teosóficos, Valle-Inclán tira de repertorio y, en un manido ejercicio de captatio, declara románticamente, antes de empezar, que ha fracasado en su empeño. Alberca no dice una palabra de la interesante poética, pero eso del fracaso lo cita al pie de la letra y de paso lo descontextualiza, es decir, como si Valle, en verdad, fuera consciente de su fracaso como escritor.
               Tampoco quiero comparar año por año los dos libros, la magnífica cronología de Hormigón y la fraudulenta biografía de Alberca, repetitiva, cansina, como aquel que tiene una lista de datos y los va empalmando sin preocuparse de la concinnitas. Tampoco hay que dedicarle más tiempo del imprescindible. Pero sí he visto dos detalles que me parecen modernos en el peor de los sentidos, es decir, vicios de la era digital. La acumulación deforma, tergiversa, da apariencia de rigor cuando solo es información sesgada sin estructurar. Es típico de internet. Lo que ya no es tan típico es esta necesidad de matar al abuelo, de la verdad como descrédito, de juzgar a los muertos desde el mundo de los vivos, con sus mismas perspectivas, sin entenderlos. El que quiera respirar una época en esta biografía lo tiene difícil. Hasta su descripción del Madrid de finales de siglo es falsa por exagerada, y es exagerada por descontextualizada.
               Los lectores de Heródoto saben que a la historia no le importa que sean verdad o mentira las creencias incomprobables, sino el hecho de que hay gente que las tiene. Eso es lo histórico. El personaje Valle-Inclán es lo histórico. Su biografía no deja de ser un estudio de la construcción del personaje, no un juicio de faltas. Azaña, Rivas Chérif y otros amigos muy poco carlistas se dieron cuenta de que este hombre necesitaba un mecenazgo para sacar la portentosa página literaria que llevaba dentro. Alberca solo se entera de que, como profesor de la Escuela de Arte, se fumaba las clases, o de que cuando estuvo en Italia pronunció palabras favorables al fascismo. No entiende lo que sus contemporáneos sí entendían, y eso que su procedimiento siempre era el mismo: primero, cualquier comentario suyo se magnificaba; luego, cuando ya estaba el asunto maduro para el escándalo, Valle-Inclán lo alimentaba reafirmándose. Hasta el último momento supo ser  un dandi.
              Pero la mentalidad de contable que exhibe Alberca solo ve cifras de ventas y esgrime a todas horas la certeza de que Valle-Inclán no pasó hambre, como si fuese otro pecado. Valle-Inclán no necesita un contable, un aficionado a la prensa histórica sin demasiado discernimiento. Un libro sobre Valle-Inclán debe ser un libro brillante, y por eso todas sus biografías, desde la de Melchor Fernández Almagro a las de Ramón Gómez de la Serna o Umbral, incluida la de Robert Lima, mucho más honesta que la de Alberca, lo primero que intentan es estar a la altura del objeto, como si solo desde dentro de la literatura, y no con asientos contables, se pudiera comprender el misterio de Valle-Inclán. 

3.6.15

Tusquets tampoco paga correctores


Se han lucido los miembros del jurado del XXVII Premio Comillas concediendo el galardón a un libro tan malo y tan mal escrito como La espada y la palabra, de Manuel Alberca, presunta biografía “canónica” de Valle-Inclán. Uno está por pensar que las casi ochocientas páginas de apretada tipografía han debido de influir en que José Álvarez Junco, Miguel Ángel Aguilar, Francesc de Carreras, Emilio La Parra, José María Ridao y Josep Maria Ventosa no hayan vetado la deficiente redacción y la perspectiva falsa que embadurna la obra ganadora. Si a eso le sumamos que Tusquets ha sacado una edición deficiente (sin coser y en papel pulp: cuando lo tocas se abolla, cuando lo acaricias te quedas con las letras en la mano), no encuentro a nadie en todo el proceso concursal y editorial que se haya tomado su trabajo en serio.
               Será la crisis. No es la primera vez que me encuentro un tratado de altos vuelos con tantos errores de puntuación. Manuel Alberca tendrá su derecho a despreocuparse de las comas, allá él si no quiere esconder sus carencias sintácticas, pero la editorial Tusquets vulnera su propia credibilidad. Hay de todo: comas mal puestas, tiempos verbales mal usados, errores de concordancia, solecismos, anacolutos… Una joya. A partir de la página 269 comencé a marcar estos errores en el margen de papel lunar. En las siguientes cien páginas encontré al menos 59 errores de redacción, porque en algunas frases hay más de uno. Teniendo en cuenta que el cuerpo del texto ocupa 648 páginas, uno puede esperar alrededor de 400 errores.
               Antes de hablar del libro, que también tiene su aquel, voy a detallarlos, para que nadie me acuse de mentiroso, que es de lo que casi en cada página el autor acusa a Valle-Inclán.

1.      p. 269: Noticias posteriores a 1910, identifican a Luisa como periodista, poeta y traductora de literatura francesa.
2.      P. 271: Como él mismo se encargó de definirse: “Yo no soy orador”.
3.      p. 273: Esta sería la única conferencia, cuyo tema Valle-Inclán no repitió en la tournée.
4.      p. 275: A partir de ahora, cuando es posible o sus compromisos coincidan, el matrimonio viajará junto.
5.      p. 276: Esta circunstancia no le pasó desapercibida, e incrementaría su animadversión hacia los que, en una carta a Azorín llamaba, los “profesores hambrientos…”
6.      p. 277: …con sus calles torcidas y empinadas y sus casas, de madera y chapas del mismo y variado colorido de los buques.
7.      p. 285: Canalejas pretendía, a través de la moderada Ley del Candado suspender durante dos años el asentamiento de nuevas órdenes religiosas.
8.      p. 287: Tal vez este cuadro de un estudiado modernismo dariniano, busca la acogida favorable de su corresponsal.
9.      p. 288: formar parte de la compañía del matrimonio Guerrero-Mendoza era además de rentable, prestigioso, el culmen de una actriz de la época.
10.   p. 291: En la mayoría de las ciudades, además de Valencia, Barcelona, Pamplona, San Sebastián o Bilbao, que tiene previsto visitar en la gira se repite el mismo esquema.
11.   p. 291: Recibe además amuestras de reconocimiento y homenajes-banquetes de sus correligionarios en las diferentes poblaciones a las que cursa visita, en las que la comunión es fuerte como Onteniente y Bocairente.
12.   p. 295: En ese contexto, volvía a argumentar que las guerras carlistas eran la expresión más honrada y fiel de la defensa militar y generosa de los ideales nacionales: el linaje y el mayorazgo, como sus pilares, que a su juicio eran eternos, por encima incluso de la corona y la figura del monarca.
13.   p. 296: A Valle-Inclán y Argamasilla, se les unirán para esta ocasión el médico de Aoiz, señor Lizasoain, y el periodista carlista, Raimundo García, más conocido por el pseudónimo de Garcilaso…
14.   p. 296: Mendoza se fracturó aparatosamente el brazo, Thullier, que viaja con la pareja, se rompió la nariz, y María Guerrero, una clavícula.
15.   p. 296: …don Ramón debió de refugiarse en el palacio-hotel de Reparacea en el valle del Baztán (y lo damos como probable, pues no hay una sola noticia de lo que hizo en esas fechas). Un lugar entonces muy precuentado por la aristocracia inglesa y española para pescar y descansar. Aquel paraje idílico hizo las delicias de nuestro escritor y doblemente. Por sus bellezas naturales y por las resonancias legendarias de las guerras carlistas. Aquel ambiente de distinción aristocrática había de seducirle profundamente. Muy probablemente aprovecharía para concluir…
16.   p. 297: Desde allí escribió a Rubén a propósito de la edición, que de Voces de gesta iba a hacer Mundial Magazine, de París.
17.   p. 297: …Valle-Inclán estuvo presente y, como señala la prensa en la reseña del estreno: “El autor fue llamado a escena repetidas veces”.
18.   p. 299: A finales de ese mismo año en una entrevista, que Javier Bueno le hizo en París…
19.   p. 303: Como en ocasiones anteriores, lo había planificado perfectamente su promoción.
20.   p. 304: Más chocante si añadimos que voces de gesta se estrenó, como acabamos de ver, el 26 de mayo, y si en la obra Josefina Blanco tenía el papel de zagal Garín, Valle-Inclán que gustaba de cuidar los detalles de sus obras antes del estreno, parece muy improbable que se ausentasen de Madrid.
21.   p. 305: A veces incluso más tarde, pues los días que se celebraban dos funciones, una empezaba a las nueve y la segunda, a las doce de la noche. Es posible que Josefina y don Ramón estuviesen acostumbrados a esa vida de horarios cambiados, pero representaban un bstáculo para su relación con Conchita, y para la niña, una anomalía injustificable.
22.   p. 306: Precisamente, y no debería de ignorarse el componente de adicción a las tablas que crean los aplausos en una actriz…
23.   p. 307: La obra duró muy poco tiempo en cartel. Exactamente tres representaciones.
24.   p. 307: Para ello Valle-Inclán había planeado de acuerdo con el periodista del Diario de Navarra, Raimundo García, Garcilaso, amigo y correligionario carlista, una estrategia, que obligase a los empresarios a estrenar la obra en Pamplona.
25.   p. 311: Pero como ya se ha dicho arriba, no pudo perdonarle…
26.   P. 314: El orgullo y el linaje y la memoria de los ancestros…
27.   p. 317: Sin embargo la novela ya citada de Joaquín Argamasilla de la Cerda, vuelve a insistir en su delicado estado de salud…
28.   p. 318: La historia tiene múltiples meandros y podría resultar difícil de seguir con la profusión de opiniones contradictorias entre los protagonistas de la misma, sin embargo, la correspondencia cruzada entre Valle-Inclán y el resto de las partes ayuda a comprender mejor este episodio.
29.   p. 321: …le dejaban en una situación de práctica marginación, al no poder permanecer en un circuito, que de hecho lo excluía.
30.   p. 322: …sabemos por notas y facturas que aprovechaba para hacer provisión de papel para sus futuros libros cuando el precio estaba bajo y lo guardaba en el almacén que disponía en su casa de la calle de Santa Engracia.
31.   p. 322: Debemos rechazar por exageradas las que da el propio autor en entrevistas a la prensa de este tiempo, en las que fantaseaba ingresos de 35.000 o 40.000 pesetas anuales, que nunca pudo alcanzar.
32.   p. 324: En cambio, con otros títulos obtiene menores beneficios y solamente con El embrujado, pérdidas.
33.   p. 332: …el francés tiene el privilegio de convivir con don Ramón y al tiempo hacer una verdadera inmersión en la tierra y en el espíritu del pueblo gallego, del que, a su juicio estaba penetrado el escritor.
34.   p. 332: Caumié fue el primer europeo que se interesó por su obra y, sin duda, que aquel francés culto e ilustre se ocupase de su obra debió de halagarle especialmente.
35.   p. 333: Gracias a Chumié tenemos constancia de que en aquellos meses el proyecto de construirse un pazo, cerca de Villanueva era omnipresente.
36.   p. 333: …tal como se pueden observar en las esbozos.
37.   p. 334: Para decirlo en términos agrícolas, en esta fase de su vida, Valle-Inclán siembra en Galicia y recoge los frutos en Madrid.
38.   p. 334: En cada una de las conferencias anticipa aspectos de este futuro libro, en el que estaba trabajando desde hacía unos años: la psicología del escritor y el medio ambiente, como estímulos creativos, el idealismo místico o la musicalidad del agua.
39.   p. 334: La verdad es que no sabemos mucho más de aquellas dos intervenciones, pues salvo el tradicionalista El Correo español, ningún otro medio se hizo eco de los actos…
40.   p. 335: Por tanto, cuando va a Madrid, trabaja, edita, conferencia y hace proselitismo político y literario.
41.   p. 335: A primeros de enero de 1914, le pidió a Sebastián Miranda que realizase una escultura…
42.   p. 336: Valle-Inclán va a experimentar de la manera más extrema que se pueda imaginar la desgracia y la felicidad, pues pasará de una a otra sin solución de continuidad.
43.   p. 339: Como se recordará, poco después de la muerte del hijo, ya expresó que no quería volver a la casa de Madrid.
44.   p. 339: No está satisfecho que la gestión que Peláez realiza…
45.   p. 340: El hecho de que la relación contractual se prolongase durante ocho años más, permite pensar que, por primera vez, nuestro hombre se encuentra medianamente satisfecho…
46.   p. 346: La jerarquía carlista, con las escasas excepciones que se definieron aliadófilos, tenía, por su parte, serios obstáculos…
47.   p. 346: …cuando publique el libro de La lámpara maravillosa, en febrero de aquel año de 1916, le dedicará el libro.
48.   p. 347: Lo firman un grupo representativo de artistas…
49.   p. 349: No entiende cómo su amigo, al corriente de todos sus desencuentros con Díaz de Mendoza ha podido falsear tanto la verdad…
50.   p. 349: Mientras tanto, tal como ya adelantamos, entre el 16 y el 21 de enero de 1916, da una serie de cinco conferencias…
51.   p. 350: La visita al frente francés, tal como la refería en la carta a Tanis, parecía que la iba a realizar en 1915, sin embargo, se fue retrasando sine díe…
52.   p. 351: En el curso de la conversación le confesó que ya llevaba hecha una idea de lo que debía y no debía ser la guerra.
53.   p. 351: Según Corpus Barga, que, al parecer estuvo presente en la estación del Quai d’Orsay…
54.   p. 352: Pero contra la idea que el propio Corpus dio de la visita de Valle-Inclán, en ningún momento le acompañaría al frente, entre otras razones, porque carecía de autorización. Y como se sabe, y sabía y escribe Corpus mismo, para visitar el frente era necesario seguir un protocolo tan complicado como el que había que hacer en Roma para ver al Papa.
55.   p. 356: A poco de llegar el reputado académico Maurice Barrés le dio la bienvenida en la prensa….
56.   p. 356: Unos días después Pierre Lalo, le regala el oído con un panegírico a su figura…
57.   p. 357: Sin embargo, casi con total seguridad en los días de espera para viajar al frente de Campaña, visitó la fábrica de municiones en la avenida de los Campos Elíseos.
58.   p. 358: Visitó el taller de Zuloaga al que frecuentó en la estancia parisina.
59.   p. 360: No se lo confiesa a nadie, pero lo que ha visto en la guerra le habría transformado.