21.4.16

Malditas apoteosis


Los finales de las novelas no deberían pasar nunca de las siete páginas, como en El Quijote. Toda la teoría literaria que hace falta saber en materia de finales está en las palabras de Ginés de Pasamonte, cuando don Quijote le pregunta si ya está terminado el relato que el galeote dice que tiene escrito: “¿Cómo puede estar acabado, si aún no está acabada mi vida?” Y hasta el rabo, como dijo el otro, todo es toro, todo es novela, nada es final. Cuando don Quijote y Sancho llegan a la aldea sabemos, porque nos lo dice la yema del dedo que acaricia el borde de las páginas que faltan, que la novela se está terminando, pero no porque no puedan ya suceder nuevas aventuras ni porque el personaje esté acabado. Así, el último capítulo empieza con un hermoso corolario a la poética de Pasamonte:

Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque, o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en la cama…

  Y eso es todo. Las causas narrativas del final son vagas suposiciones que no ocupan más que un par de líneas: el cielo, la melancolía de la derrota…, qué más da. En España, por mucho que digan estos días, no le hemos hecho mucho caso al Quijote. Yo creo que la manía de los finales largos viene de la parte de Alemania, sus apoteosis operísticas, los finales alambicados, el rumor de los trombones, la escena cumbre, todos en escena gritando sin parar y acuchillándose los unos a los otros. Y los alemanes, entre que no veían más antigüedad que la de los griegos, cuanto más trágicos mejor, y que tienen la imaginación sangrienta, llena de Brunildas y Sigfridos, impusieron esos finales largos, llenos de ominosos rataplanes, ahumado de sacrificios y encuentros y revelaciones, de símbolos e idealismos, que a mí me ponen enfermo. 
Sirva este preámbulo pomposo para decir que la tercera parte de Los gozos y las sombras, La Pascua triste, es, a mi juicio, de menos calidad que la segunda e incluso que la primera, y todo por su empeño en ofrecer un gran final en el que no decaiga el poderoso ritmo de la narración entera, antes bien se enseñoree. El problema de los grandes, largos finales es que los personajes se convierten en actantes, agentes con misiones narrativas. Muere lo humano cotidiano y sale el actor alemán de tragedia griega, con sus coturnos. Las almas dejan paso a las ideas. El autor, que estaba sentado en el sofá junto a nosotros, igual de entretenido que nosotros, se ha levantado y se ha puesto a dar voces y a gesticular con esparajismos. En su época esto era un gran final, pero Torrente leía el Quijote. Me molesta más su germanofilia en materia de disposición narrativa que su discutible colaboracionismo con el régimen de Franco.
Para empezar, en esta novela hay dos novelas, dos partes muy diferenciadas, o bien un final hipertrofiado y el resto embutido en media novela, como se quiera. Alabamos sin comedimiento a los extraordinarios personajes de Donde da la vuelta el aire, que ya eran personas, ya vivían según la lógica de la realidad. Y había motivos para esperar que el gran personaje de la tercera parte sería Germaine, la sobrina de doña Mariana Sarmiento, que vivía en París con su anciano padre, y a quien, al principio de El señor llega, Carlos Deza había ido a ver, pero el pobre viejo, un hombre como atontado, le engañó diciendo que es que estaba en un colegio interna y no admitían visitas. Desde entonces estamos esperando saber quién es Germaine, y durante toda la segunda parte, con la muerte de doña Mariana, su figura crece in absentia, sobre todo cuando toca llamarla para que venga a abrir el testamento. 
La deseada Germaine llega por fin en la tercera parte, y es una estúpida. A Torrente se le va la mano cuando nos la presenta, como si quisiera subrayar de idiotez cada una de sus frases. Es una muchacha que quiere cantar y de pronto le ha caído una herencia en un pueblo de Galicia. La chica quiere coger el dinero y largarse a París, y eso, que es lo que hubiera hecho cualquiera, no tiene que estar tan revestido de imbecilidad. La tal Germaine no tiene un pase: avariciosa, embustera, despectiva… Estúpida no solo en el sentido cognitivo sino en el de impertinente y presumida. Una joya, lastrada, además, por ese destino casi gótico de morir como su madre (que a su vez se entendía con el cura) que le da un aire folletinesco innecesario, sobre todo porque engorda los brochazos, lo poco en serio que se la tomó el autor. Y se puede ser igual de idiota pero mucho más interesante. Germaine no tiene salida: es el juicio a un tipo de persona que nos desagrada y que no tiene derecho a defenderse. Es autor, no es personaje. 
La primera decepción viene de ahí. La sufrida Germaine nos termina cayendo hasta simpática porque su sacrificio ha servido para que resplandezca Clara Aldán. Queremos centrarnos en ella y en Carlos Deza, que el uno coja la pasta de la vieja y se vaya a vivir con la otra, algo que se nos dice, muy al final, al cabo del epílogo, en una sola línea, que Carlos marcha del pueblo con Clara y con el fardo de la madre, ¡cuando debería haber sido el argumento de la novela entera!
En cambio, Torrente prepara minuciosamente un último gran duelo bajo la lluvia de las Rías Baixas. Lo prepara, primero, alternando la nueva vida de Clara Aldán con interludios característicos que remansan la corriente. El borrachuzo de don Baldomero el boticario y el pelma de don Lino el maestro cobran más importancia de la debida teniendo en cuenta la urgencia con que nos bebemos el cortejo fallido de Cayetano y cualquier cosa que rodee a Clara y, a pesar de su temperamento desesperante, a Carlos Deza. Pero con esos dos secundarios, los dos fantoches, no personajes, Torrente arma la traca. El uno quema la Iglesia y el otro las entrañas de Cayetano, en sendos rodeos que se pasean por cabos sueltos de la novela como el destino de los pescadores o el de la pobre doña Lucía, que se muere lejos. 
Algunos otros personajes se habían ido apagando por el camino. Inés se va a Madrid detrás del padre Ossorio y todo se resuelve de cualquier manera, como si a ambos se les hubiera acabado el contrato en la novela. Desaparecen pero dejan el vestuario, al menos el padre Ossorio, cuyos hábitos visten al fraile pintor, al padre Eugenio (que en su otra vida se lo hizo con la madre de Germaine), en uno de los pasajes más atractivos de la novela, cuando el cura se plantea cómo pintar el Cristo que se pintaría en una iglesia románica. Todos esos diálogos con Carlos Deza a propósito del fracaso artístico merecen la pena, pero ya no la carambola que hace que un tradicionalista le pegue fuego a las pinturas para que parezca un episodio de quema de conventos de la izquierda, y al fondo tambores de guerra. Y sí, estaban previstos. Ya nada más empezar la trilogía se afrentó a la madre de Cayetano quitando su altar de cemento a la Virgen de Lourdes, y la cosa no podía quedar así, con esas pinturas tan espantosas… Quiero decir que no huele a solución de última hora. Que el mamarracho de don Baldomero tenía una —penosa— misión que cumplir, y que los inacabables discursos decimonónicos de don Lino eran abundante leña para la pira final. Una pira que nos deja fríos.
Nada ya se supo de Rosario, con ese espléndido final de la segunda parte, y algunos otros figurantes parecen duplicados. El padre de Germaine es un inválido como el padre de Cayetano, gente hundida, derrotada, acobardada, que arrastra con sus garrillas la cadena de algún pecado antiguo que nadie jamás les perdonará. Tan solo los distingue que a uno nos lo imaginamos con sombrero y su hija dice que lo quiere, tanto como Cayetano a su señora madre, otro afecto duplicado. Por cierto, que el padre del cacique se dedica a lo mismo a lo que pocos años después se dedicará el viejo del Tragaluz, aquí en estilo unamuniano de pasar el tiempo haciendo pajaritas de papel.
Y, en fin, la pasada final de Cayetano solo está a la altura del esperpento de Juan Aldán, un miserable de los pies a la cabeza, otro como Germaine, que en toda la novela ha tenido la más mínima oportunidad. Torrente es inflexible con los malos, y no se trata de que sean menos malos sino de que los comprendamos mejor. Nuestra comprensión los hace verosímiles, les da la encarnadura que como marionetas nunca tienen. El duelo entre Cayetano y Carlos, con los hermanos Aldán de por medio (Juan pagando sus bravatas de cobarde, Clara sin dignidad y con un rollo diabólico infumable) es excesivo, sobre todo porque lo paga el loco que vive con Carlos Deza, pobre. 
Volábamos con la novela, aterrizamos con la idea. No es un gran final sino una apoteosis que invita a reflexionar sobre consideraciones trágicas o históricas, pero no tan solo novelescas. Si todo ello, además, no hubiera estado escrito en una prosa siempre igual de sabrosa y eficaz, de limpia y socarrona, la germanofilia se me habría atragantado todavía más. Así, los grandes ratos amortizan esta leve decepción. 

Gonzalo Torrente Ballester, La Pascua Triste (Los gozos y las sombras, III), Alianza, 1982 (1962), 464 p.

16.4.16

El chuletón del medio


Dicen que los chuletones de buey están más ricos si se tuestan apilados de tres en tres, hasta que el de arriba y el de abajo se carbonizan y el del medio está en su punto, con la sustancia de las tres chuletas concentrada en una sola. Si Los gozos y las sombras fuese un chuletón de vaca gallega, daría por bueno que su primer y tercer volúmenes tuvieran menos sabor, porque el del medio está para chuparse los dedos. 
Esto sucede, naturalmente, porque Donde da la vuelta el aire está eximida del engorro del principio y del final, del despegue y del aterrizaje, y aun así tiene un principio extraordinario y un magnífico final. El primer volumen era el inicio de sí mismo y de la trilogía entera, estupendo en la faena de tirar los cabos, tan cervantina, pero acaso, en su desarrollo, con el apresto a veces de lo nuevo, ese idealismo a la gallega del que hablaba en la anterior entrada y que tenía ecos teatrales, autorales, filosofales. No estaba nada mal, pero una vez que el avión coge altura se deja de oír el ruido del motor, el apresto de la creación. Torrente va de las escenas breves yuxtapuestas a los largos episodios tolstoianos, particularmente la espléndida pasión y muerte de doña Mariana Sarmiento. Los personajes ya están hechos en el primer volumen, de modo que en el segundo no hay más que verlos evolucionar. La descripción sigue siendo escueta y suficiente si lubrica los diálogos y minuciosa en varios memorables interludios: el cuadro solanesco de los carnavales, el lirismo arquitectónico de la iglesia desnuda, el relato del rescate entre las olas, o esa imborrable narración de los últimos momentos de doña Mariana.
Lo demás todo es diálogo, es decir, personajes, unos como redimidos con respecto a la primera entrega, sobre todo las mujeres, otros como condenados a su estupidez, incluido, hasta cierto punto, el protagonista, Carlos Deza, que se comporta como un zanorio, en todo caso como un cándido lastimero al que la vida se las pone a huevo. Se hace simpático porque resulta casi cómico en sus dudas metafísicas cuando le llueve el dinero y las dos chicas más guapas del pueblo se lo tiran o se lo quieren tirar. Estoy por pensar que, antes de llamarlo Carlos, Torrente le puso Baldomero, qué más quieres, que eres guapo y con dinero, y encima interesante, con chaqueta de pana, como los sabios. Pero sería un poco descarado y el autor le enjaretó ese nombre al boticario borrachuzo y miserable.
Claro que con el boticario había poco que redimir. Solo se salva cuando se plantea, al final, borracho como una cuba, si toda su vida no habrá sido una desgracia por culpa solo de que su mujer no tiene tetas. La mujer, entretanto, tísica y avergonzada (ella también tiene lo suyo), se está muriendo en una aldea de la montaña, y don Baldomero se lamenta melancólicamente de que su muerte sea lo único que de veras le hace ilusión. Pasa lo mismo con la familia de Rosario. Torrente supo ir metiendo detalles elementales (de afrentas y venganzas, como toda la vida) de modo que el final le saliera redondo. No en vano nos había impresionado tanto aquella escena del primer volumen en la que los padres se arrastraban delante del señorito, por si se había hecho daño pegándole a su hija, o violándola. La venganza es esplendorosa.
Unos y otros, Baldomero y los Galanes, y quizá los otros amojamados y serviles jugadores del casino, o el prior del convento, son ese fondo negro que justifica el hecho de que Carlos se quiera marchar. No para él, que sigue enredado en su inexistencia, sino para la imagen cárdena, de tormenta galaica que barniza la novela entera. Pero hay figurantes que matizan esta impresión: cuando Clara Aldán consigue abrir su mercería, las vecinas la ayudan sin el requilorio de las gracias y los porfavores, y una, la Chasca, incluso se queda una noche con la madre de Clara, invariablemente inválida, beoda y maloliente. Es una figuración entreverada, de las ruines fuerzas vivas y los aldeanos, mucha veces, como sucede con los pescadores, generosos y solidarios, y otras, como con la familia de Rosario, de trágica España negra.
Los demás, sobre todo las protagonistas, se han ganado el afecto del narrador.  Y de los hombres, sorprendentemente, hay que incluir a Cayetano en la nómina redentora, el cacique, el pichabrava, el jarrapellejos de turno, que en esta segunda novela va impregnándose de la condición de malo fascinante. Empieza la novela rompiendo ciento cincuenta botellas en un garito de la capital, por puro capricho, en una escena que es en sí un cuento estupendo, y termina siendo leal con Clara y con Carlos, negociando como un tiburón progresista contra las fuerzas industriales del antiguo régimen, capaz de sobreponerse a una falsa conjetura sobre su padre y doña Mariana que le ha amargado la existencia. En la negociación con los dueños de los astilleros de Vigo, Cayetano brilla y el lector se pone a su favor. Es malo, sigue siendo el malo, pero ahora lo comprendemos, algo que en El señor llega nos habría parecido inconcebible. No es lo mismo el señorito de Los santos inocentes que el jefe de Los Soprano, no sé si me explico. 
La última mujer que Torrente le pone en bandeja a Cayetano es, precisamente, la mujer de don Baldomero, en una escena sangrante, muy Calle mayor, en la que, por primera vez, Cayetano encuentra su límite. A partir de ahí es otro personaje. Los demás protagonistas crecen en simpatía, pero este se la tiene que ir ganando, y eso es lo que lo convierte en un buen personaje. Al ritmo sátiro que llevaba en la anterior entrega, no habría tardado mucho en ser un fantoche, que es una forma de adornar a los personajes planos. No es el caso, desde luego.
Los otros hombres son, cada cual a su modo, francamente despreciables. El padre Ossorio sale corriendo, pero su actitud con Inés Aldán, la mística que iba para monja, hace que pierda la dignidad. Uno puede librarse del pasado de un modo menos cobarde. Y a Juan Aldán, que huye con su hermana, le pasa lo mismo, aumentado quizá, porque en el primer libro era un vago idealista y en este segundo, además, rezuma cobardía. Es el único fallo que le encuentro a esta novela, que los dos estén cortados por el mismo patrón, que sean una idea sobre la hipocresía o sobre el anarquismo de boquilla, y que la idea sepulte a los personajes en una bajeza incomprensible. El padre Ossorio se salva cuando se corta el pelo. Ha decidido ser otro, y lo primero que hace para conseguirlo es buscar trabajo. Pero Juan es un parásito, un cantamañanas cuya estupidez amenaza con contagiar a los personajes que incomprensiblemente lo siguen queriendo. Creo que ahí se le va a Torrente la mano, o la idea, no sé, porque sus críticas son tan claras como matizadas. En la novela se habla con simpatía de que mejoren las condiciones laborales y la consideración de los trabajadores, pero con saña contra los iluminados del paraíso fraterno; y se habla con unción de la iglesia esencial, primitiva, desnuda, mística y misericordiosa, pero con manchurrones negros de la iglesia decorativa, hipócrita y clasista, de las damas de los primeros bancos y los señorones que pasean por la iglesia sin apagar el puro. 
En todo caso, no dejan de ser dos personajes secundarios que quizá se rediman (como personajes, no como personas) en la última novela de la trilogía. Su presencia es breve porque siempre huyen, de modo que por lo menos no se hacen cargantes. Las que están al pie del cañón son ellas, las mujeres, doña Mariana, Clara Aldán, Inés Aldán y Rosario la Galana, magníficas las cuatro, quizá con un rasgo en común: la perseverancia y, salvo, y no demasiado, en el caso de Inés Aldán, el sentido de la realidad. 
Clara es la estrella. No deja de crecer, es “limpia y noble”, como le dice el zanguango de Carlos Deza, que no sabe lo que se está perdiendo, por más que lo tenga en sus narices. Clara es solo hermanastra de Inés y Juan. Ellos han salido espirituales, la una, fría y egoísta, de las homilías en las criptas, y el otro, ardiente y flojo, del mundo feliz. Clara no es idealista, o sí, pero con un sentido más terrenal de las ideas: casarse, poner una mercería. Si no ser feliz, al menos no pasar calamidades. Clara es una de esas mujeres que no encuentran hombre digno de ellas, pero no porque sean muy selectivas sino porque los asustan. Demasiado mujer, piensan los hombres, siempre acobardados, siempre regidos por el miedo a no ser lo que se espera que sean. Clara procede de familia con pujos venida a menos, los Churruchaos, pero se lleva bien con las aldeanas, es una más entre ellas, y cuando piensa en su futuro no sueña con escapar dentro de novelas sino con poner su tiendecita. Y cuando Carlos, apoyado en su columna griega, parece no tener prisa en ejecutar las fantasías, Clara se lo deja bien claro. 
De doña Mariana, su larga muerte, su último episodio heroico, firme ante las olas, henchida de dignidad y de pulmonía, es un episodio especialmente hermoso. Me suelen dar igual a mí las biografías, pero creo que esta novela se escribió nada más perder Torrente a su esposa y a su padre, cuando el dolor cuajaba. Se nota en la sencillez, la honestidad y el rigor con que pinta esos últimos momentos, la emoción que solo puede surgir del máximo respeto, sin un adjetivo de más. Doña Mariana da su vida por los pescadores, pero parece que lo haga por afecto sino por un sentido de la dignidad que se oscurece de soberbia, el mismo por el que Cayetano, en esa misma escena, saca el remolcador del astillero y dirige personalmente el rescate. Queda en ella como un canto al antiguo carlismo paternalista, el cacique protector del gran Pereda, pero pasado por el atractivo de una mujer libre y descreída, al frente de los intereses de la familia, cuyos únicos vástagos ya son una muchacha que aún no ha aparecido, Germaine, y Carlos Deza, que se deja querer. 
Y queda Rosario, la Galana, el broche final, el más jugoso. En esta novela sin final definitivo, en esta chuleta del medio, el último bocado es exquisito. Ya lo dijo Clara Aldán. Esa Galana es una lagarta. Pues viva las lagartas, porque con unas cuantas de esas hacían la revolución. Clara Aldán, ay, tiene al final un pequeño defecto, que no sabe no ser noble. A Rosario la Galana le han dado demasiados palos como para no saber cuándo hay que cobrarse el sacrificio, y a qué precio. En el último tomo me la veo de guerrillera.  

Gonzalo Torrente Ballester, Donde da la vuelta el aire, Alianza, 1982 (1961), 491 p.


9.4.16

Idealismo a la gallega


No sé yo si la edición en un solo volumen de Los gozos y las sombras que publicó Alfaguara tuvo el éxito que pretendía. Cualquier editor, visto el furor que suscitan los libros gordos entre los viajeros, pensaría, con buen criterio, que si a la gente le gustan las historias de sexo y poder, y además recuerdan la célebre serie, aquello iba a ser un bombazo. No lo creo, precisamente porque la novela es demasiado buena: no utiliza zanahorias ni mucho menos topicazos; los personajes hablan, charlan, se plantean cuestiones morales; la violencia no está tanto en los litros de sangre (aquí rasguños y cardenales) como en las circunstancias que la acompañan. En la escena en la que Cayetano, despechado por una aldeana que se niega a seguir siendo su coima, le pega una paliza en su propia casa, los golpes no duelen tanto como la presencia servil de los padres de la muchacha, que acuden prestos a interesarse por si el amo se ha hecho algún rasguño mientras inflaba a hostias a su hija. Es decir, lo que ahora sería un morboso capítulo de vísceras, allí es una imagen imborrable de cómo la miseria económica engendra miseria moral. Los padres y los hermanos están a sueldo del amo, y el precio, para ellos justo, que tienen que pagar es que el amo disfrute su derecho de pernada. La dignidad, para ellos, no da de comer.
Si lo que querían era sexo, nada me parece más revolucionario ni más realista en la España de finales de los 50, cuando se publicó El señor llega, que cimentar un espléndido personaje en el fenómeno, entonces aparentemente inexistente, de la maturbación femenina. Los viajeros de metro quieren cuerpos follaores, no la triste píldora que tiene que tragarse la mujer de don Baldomero, que llega borracho todos los domingos y le dice que se arremangue, que va. Ni había muchas novelas sobre mujeres que cerraban los ojos y pensaban en el vecino, ni de beatas que si no son violadas por el señorito es porque no lo necesitan. Hay muchas mujeres en esta novela y ninguna es igual. La aldeana Rosario es conmovedora en la lucha contra su miserable destino, y su hermana, Inés, aquí ensombrecida, es una beata joven, endurecida por su fe, austera en su propósito de ponerse en manos de Dios y huir de la miseria, o por lo menos de las garras del señorito. Doña Mariana, la tía de Carlos Deza, es una vieja digna y atea, moderadamente culta y rencorosa, y doña Angustias, la madre del amo, una beata de reglamento, egoísta y pamplinera, que todo lo arregla con novenas, incluida la necesidad de presumir. Clara Aldán es una fiera contenida que nos cae igual de bien que al protagonista, la mujer de armas tomar que sin embargo vive al socaire de su inocencia, sujeta por su buen corazón, y doña Lucía lo que acabaría siendo Clara Aldán si se dejara llevar por la costumbre, si no tuviera esas ganas de vivir y esa determinación de ninfa gallega, si se sometiese a un mastuerzo para toda su vida, como era su destino.
Todos los personajes están emparejados con su contrafigura porque la novela tiene mobiliario alemán, de idealismo entre contrarios, de teatro unamuniano. Cayetano es el señorito, treinta y tantos años, educación inglesa, pero modales americanos: se compra el despacho de un lord arruinado, con ventanales góticos, para ponerlo en su casa; tiene al pueblo metido a trabajar en el astillero, y se comporta con ellos, y con sus hijas vírgenes y sus esposas, como un señor feudal de comedia bárbara. ¡Y es socialista! Estamos en 1934, y el republicanismo no era patrimonio exclusivo de los pobres, como no lo es ahora la democracia, al abrigo de la que han crecido muchos cayetanos, que no sé si ejercen el derecho de pernada pero sí que gobiernan voluntades y despilfarran en caprichos, ideados por su mente bruta como muestra de poder. Contra los que, por supuesto, está el gremio pobre de los pescadores, de izquierda íntegra, cuyo representante, Juan, hermanastro de Clara y hermano de Inés, es quizá el más plano de la novela. Más que idealista es vago, y un poco tonto. Pero también es la contrafigura de Cayetano, el cacique neoliberal de entonces, el empresario famoso que enseña las muescas de la culata. El principio de Donde da la vuelta el aire es, en este sentido, ejemplar, y ya lo comentaremos. Lo que ya no sé es si ese tipo de cacique decimonónico, este bárbaro Mesía, es tan representativo como puedan serlo los otros personajes de la época. Ignoro si la figura de Cayetano fue lo bastante frecuente como para salirse de la condición de personaje y ser un síntoma de los tiempos. En todo caso, no nos imaginamos que dos años después Cayetano entregue sus fondos a la causa republicana. Lo vemos más bien como esos señoritos andaluces que mataban de hambre a sus jornaleros y sufragaban ricos mantos para la Virgen de la Macarena. El ramalazo anglófilo, sin embargo, es un tipo de caciquismo más modernos pero igual de despiadado. Claro que, si tuviésemos que traducir los personajes a la actualidad, tampoco nos costaría demasiado encontrar caciques socialistas disfrazados de dandi de pueblo. 
Frente a él, a su brutalidad con muebles Chippendale, está Carlos Deza, el señor que llega, un médico desanimado, un psiquiatra que ha estudiado a Freud porque estaba en Viena, y que, consecuentemente, ha vuelto al útero, a la habitación tapiada, a los secretos de familia y al paisaje lluvioso: paseos filosóficos por el prado, humo de casino, reflexiones morales, ascetismo intelectual, y las dos chicas más guapas del pueblo que se le ofrecen en bandeja, y con zuecas. Carlos es un tríangulo de terreno compartido entre el personaje, el autor y el lector. El gran héroe es el que no trabaja, el que trata bien a las mujeres, el que tiene la mente despejada por los fríos de Europa, el que se interesa por un pasado turbio de amantes cobardes, o demasiado valientes, y conversa unas cuantas páginas con un monje pintor de santos sobre la naturaleza del pecado, al día siguiente de que una aldeana muy guapa llame a la puerta de su torre de marfil, y se lo tire. Uno a veces se imagina al Rodríguez Zapatero que pintaba Peridis, apoyado en la columna: sosegado, tolerante, comprensivo, con una media sonrisa de placer intelectual ante las complicaciones de la vida, poderoso sin quererlo, buena persona afortunada, que se hace cargo de los otros, o por lo menos trata de comprenderlos. Ese final alemán, los dos enemigos (uno a pesar del otro) enfrentados en duelo que promete sangre dentro del castillo donde el señor se ha refugiado, con atizadores de hierro en la mano y bilis en la mirada, y que se resuelve en una conferencia sobre el poder y la moral que ahora, me temo, ningún editor querría, sin embargo entraña una lección en materia de narrativa: lo novelesco es el atrezzo de la trama, no un fin en sí mismo, y por otra parte habría sido demasiado poco coherente con el tono general de la novela que la cosa se resolviese como un western galaico. Los enemigos se han dado una tregua, queda mucha novela que cortar.  
A todo esto, ¿dónde está Torrente? En la contraportada de la vieja edición en la que leo esta novela se cita una frase del escritor que siempre hay que tener en cuenta: la novela es realista, de un realismo entre naturalista y filosófico, porque “el tema determina la técnica”, que “no se justifica por sí mismo sino por las posibilidades expresivas que libera”. Aquí Torrente ha usado a modo el diálogo y el estilo indirecto libre, y un sentido del decorado muy económico, a pesar de que uno esté siempre bajo la bruma gallega, calado de lluvia fina por los prados o entre muros de pazo antiguo, porque las breves descripciones suelen brillar por transparentes, por suficientes. Le reprochaban a Torrente, unos, que hubiera relacionado el socialismo republicano con el caciquismo, y otros, ya ves tú, que no alardeara de verbosidad, que se sometiera a las reglas que recomiendan no aparecer demasiado si lo que se quiere es crear un mundo aparte, escribir una novela de verdad.

Gonzalo Torrente Ballester, El señor llega (Los gozos y las sombras, 1), Alianza, 1982 (1957), 451 p.

8.4.16

Los gozos y los prejuicios



Hay prejuicios de todas clases, pero algunos no son eternos. De
Los gozos y las sombras me han separado unos cuantos. La primera y única vez que la empecé, detuve la lectura en la página 231, todavía está la punta doblada. Es una edición de Alianza de mayo de 1982. En marzo se había estrenado la versión televisiva, y a partir de entonces la editorial tiró una edición al mes. Recuerdo la convulsión que significó aquella serie. El país ya llevaba unos cuantos años de destape, pero por muchas mujeres en porrión que saliesen en el Interviú, el icono erótico de aquella época fue Charo López y la pata de la cama. Tanto que ella misma se prodigó luego en Interviú menos vestida que en la serie, pero en ambientes de pajares y así que recordaban la aldea de Los gozos.  
La serie había deshuesado la novela de diálogos especulativos, tan jugosos, y el resultado era una historia que permanece muy, pero que muy por encima de las series históricas y costumbristas que la gente se traga ahora como si fueran patatas fritas. Los estupendos actores quedaron amarrados a esos personajes para el resto de su vida. Charo López adquirió el estatus de gran actriz que trabaja poco y alterna con intelectuales que cruzan las piernas y la desean tras sus gafas de culo de vaso. Tuvo un romance muy cool con Antoñete, y hacía películas herméticas. Pero Charo López seguirá siendo Clara Aldán hasta que al menos mi generación la olvide, los que entonces aún no éramos mayores de edad, que, quizá por eso mismo, teníamos en Rosalía Dans, la Rosario de la película, nuestro voto particular, quizá porque su belleza era más probable. Pero Carlos Larrañaga y Eusebio Poncela ya no hicieron nada más memorable que aquello. Poncela lo repitió incluso (en Werther, por ejemplo),  y Larrañaga quedó ya siempre preso de un donjuanismo señoritil, simpático y canalla. Acabo de leer El señor llega, primer volumen de la trilogía de Torrente Ballester, y sus caras (el recuerdo de sus caras) encaja en mi imaginación perfectamente con los personajes.


Ese era, pues, el primer prejuicio, que era el libro de una serie de televisión, no la adaptación de una magnífica novela. Pero además, entonces, Torrente formaba parte, junto con Cela y Delibes, de la Santísima Trinidad de la novela española, y uno era joven y celiano. Los juzgábamos por el ladrillo vanguardista que hubiesen sido capaces de escribir, y así como Oficio de tinieblas 5 me había hipnotizado, La Saga/fuga de JB me parecía un rollo y los monólogos de Delibes un alarde gratuito. Seguían escribiendo novelas, pero, igual que les pasara a los actores, su imagen ya había quedado fijada en los cuños. Lo otro, lo que no fuera vanguardista, estaba periclitado. Otro prejuicio. 
Pero aún quedaban dos prejuicios más, que en mi caso entraron, ambos, por la gatera de Umbral. El primero era político. Torrente era, si no un franquista descarado, un intelectual beato y colaboracionista, una especie de Cunqueiro cegato y guasón, uno de los laínes (véase Leyenda del césar visionario), pero no tan brillante como Foxá. Ya he contado aquí lo del cucharón de sopas aldeanas y la cucharilla de plata, que es como Umbral define, respectivamente, a Torrente y a Foxá. A Torrente Baudelaire le daba lo mismo: él contaba historias, eso que Umbral, siempre venenoso con sus propias limitaciones, llamaba “muñir un argumento”. Ese desdén inculto, en nombre, precisamente, del refinamiento cultural, es el último prejuicio que me apartó de Torrente Ballester.
Pero uno va cambiando. Ni el trasvase televisivo ni el historiografismo literario ni el progresismo excluyente ni la modernidad con leontina son desde hace tiempo motivos para no leer un libro. Por gozar del sabor puro del tabaco estoy dispuesto a chupar cualquier colilla. El gran prejuicio consistía en que Torrente Ballester era un narrador clásico, que entonces se oponía a moderno, como si moderno fuese una categoría histórica y no estética, y como si, en cualquier caso, fuera incompatible con ninguna otra. El tiempo enseña que narrar es contar una historia y, en la medida de lo posible, dejarse de historias, de coartadas vanguardistas y disimulos minimalistas. “Ya no se puede escribir como Galdós”, proclamaba Cela, qué estupidez, cuando yo era un adolescente. Ese sentido de la modernidad siempre es caduco, y cuando se despeja el humo quedan los de siempre. Después me he hecho incondicional de la novela de siempre, el novelón donde pasar un mes metido, algo ciertamente difícil si tu estómago ya no tolera la mala prosa ni los tópicos de novela popular. Paso largas temporadas en el siglo XIX, que ya me sienta como la ropa de andar por casa, y si algo le reprocho a nuestra novela del XX es que es muy fértil en gemas de doscientas páginas y muy estéril en este otro tipo de grandes narraciones. Estos libracos (hablo de calidad) solo se pueden escribir de una manera porque si no no hay quien los lea, y esa servidumbre garantiza un cierto patrón de lo que siempre será una novela, por más que en sus versiones cortas se juegue a todo tipo de experimentos. 
Todo esto era porque he leído El señor llega y me lo he pasado en grande, y no he querido hacerlo en la última edición de Alfaguara, con las tres novelas en un solo tomo, sino en aquella de mayo del 82. Faltaban cuatro meses para que el PSOE ganase sus primeras elecciones. Charo López hacía crujir los jergones de media España y Torrente triunfaba con un libro del año 57 sobre el poder, el deseo y la moral.  La gente se compraba la novela después de ver los primeros capítulos y después de gozar en secreto con las andanzas bárbaras gallegas le encontraba el gusto a las historias de herencias y de monasterios. Y a uno aún le faltaban años de militancias estéticas antes de darse cuenta del oficio que hace falta y lo difícil que es llegar a ese grado de sencillez. 
Esto iba a ser una nota de lectura de El señor llega. De momento es un preámbulo, pero ya voy por el segundo tomo.