Los finales de las novelas no deberían pasar nunca de las siete páginas, como en El Quijote. Toda la teoría literaria que hace falta saber en materia de finales está en las palabras de Ginés de Pasamonte, cuando don Quijote le pregunta si ya está terminado el relato que el galeote dice que tiene escrito: “¿Cómo puede estar acabado, si aún no está acabada mi vida?” Y hasta el rabo, como dijo el otro, todo es toro, todo es novela, nada es final. Cuando don Quijote y Sancho llegan a la aldea sabemos, porque nos lo dice la yema del dedo que acaricia el borde de las páginas que faltan, que la novela se está terminando, pero no porque no puedan ya suceder nuevas aventuras ni porque el personaje esté acabado. Así, el último capítulo empieza con un hermoso corolario a la poética de Pasamonte:
Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque, o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis días en la cama…
Y eso es todo. Las causas narrativas del final son vagas suposiciones que no ocupan más que un par de líneas: el cielo, la melancolía de la derrota…, qué más da. En España, por mucho que digan estos días, no le hemos hecho mucho caso al Quijote. Yo creo que la manía de los finales largos viene de la parte de Alemania, sus apoteosis operísticas, los finales alambicados, el rumor de los trombones, la escena cumbre, todos en escena gritando sin parar y acuchillándose los unos a los otros. Y los alemanes, entre que no veían más antigüedad que la de los griegos, cuanto más trágicos mejor, y que tienen la imaginación sangrienta, llena de Brunildas y Sigfridos, impusieron esos finales largos, llenos de ominosos rataplanes, ahumado de sacrificios y encuentros y revelaciones, de símbolos e idealismos, que a mí me ponen enfermo.
Sirva este preámbulo pomposo para decir que la tercera parte de Los gozos y las sombras, La Pascua triste, es, a mi juicio, de menos calidad que la segunda e incluso que la primera, y todo por su empeño en ofrecer un gran final en el que no decaiga el poderoso ritmo de la narración entera, antes bien se enseñoree. El problema de los grandes, largos finales es que los personajes se convierten en actantes, agentes con misiones narrativas. Muere lo humano cotidiano y sale el actor alemán de tragedia griega, con sus coturnos. Las almas dejan paso a las ideas. El autor, que estaba sentado en el sofá junto a nosotros, igual de entretenido que nosotros, se ha levantado y se ha puesto a dar voces y a gesticular con esparajismos. En su época esto era un gran final, pero Torrente leía el Quijote. Me molesta más su germanofilia en materia de disposición narrativa que su discutible colaboracionismo con el régimen de Franco.
Para empezar, en esta novela hay dos novelas, dos partes muy diferenciadas, o bien un final hipertrofiado y el resto embutido en media novela, como se quiera. Alabamos sin comedimiento a los extraordinarios personajes de Donde da la vuelta el aire, que ya eran personas, ya vivían según la lógica de la realidad. Y había motivos para esperar que el gran personaje de la tercera parte sería Germaine, la sobrina de doña Mariana Sarmiento, que vivía en París con su anciano padre, y a quien, al principio de El señor llega, Carlos Deza había ido a ver, pero el pobre viejo, un hombre como atontado, le engañó diciendo que es que estaba en un colegio interna y no admitían visitas. Desde entonces estamos esperando saber quién es Germaine, y durante toda la segunda parte, con la muerte de doña Mariana, su figura crece in absentia, sobre todo cuando toca llamarla para que venga a abrir el testamento.
La deseada Germaine llega por fin en la tercera parte, y es una estúpida. A Torrente se le va la mano cuando nos la presenta, como si quisiera subrayar de idiotez cada una de sus frases. Es una muchacha que quiere cantar y de pronto le ha caído una herencia en un pueblo de Galicia. La chica quiere coger el dinero y largarse a París, y eso, que es lo que hubiera hecho cualquiera, no tiene que estar tan revestido de imbecilidad. La tal Germaine no tiene un pase: avariciosa, embustera, despectiva… Estúpida no solo en el sentido cognitivo sino en el de impertinente y presumida. Una joya, lastrada, además, por ese destino casi gótico de morir como su madre (que a su vez se entendía con el cura) que le da un aire folletinesco innecesario, sobre todo porque engorda los brochazos, lo poco en serio que se la tomó el autor. Y se puede ser igual de idiota pero mucho más interesante. Germaine no tiene salida: es el juicio a un tipo de persona que nos desagrada y que no tiene derecho a defenderse. Es autor, no es personaje.
La primera decepción viene de ahí. La sufrida Germaine nos termina cayendo hasta simpática porque su sacrificio ha servido para que resplandezca Clara Aldán. Queremos centrarnos en ella y en Carlos Deza, que el uno coja la pasta de la vieja y se vaya a vivir con la otra, algo que se nos dice, muy al final, al cabo del epílogo, en una sola línea, que Carlos marcha del pueblo con Clara y con el fardo de la madre, ¡cuando debería haber sido el argumento de la novela entera!
En cambio, Torrente prepara minuciosamente un último gran duelo bajo la lluvia de las Rías Baixas. Lo prepara, primero, alternando la nueva vida de Clara Aldán con interludios característicos que remansan la corriente. El borrachuzo de don Baldomero el boticario y el pelma de don Lino el maestro cobran más importancia de la debida teniendo en cuenta la urgencia con que nos bebemos el cortejo fallido de Cayetano y cualquier cosa que rodee a Clara y, a pesar de su temperamento desesperante, a Carlos Deza. Pero con esos dos secundarios, los dos fantoches, no personajes, Torrente arma la traca. El uno quema la Iglesia y el otro las entrañas de Cayetano, en sendos rodeos que se pasean por cabos sueltos de la novela como el destino de los pescadores o el de la pobre doña Lucía, que se muere lejos.
Algunos otros personajes se habían ido apagando por el camino. Inés se va a Madrid detrás del padre Ossorio y todo se resuelve de cualquier manera, como si a ambos se les hubiera acabado el contrato en la novela. Desaparecen pero dejan el vestuario, al menos el padre Ossorio, cuyos hábitos visten al fraile pintor, al padre Eugenio (que en su otra vida se lo hizo con la madre de Germaine), en uno de los pasajes más atractivos de la novela, cuando el cura se plantea cómo pintar el Cristo que se pintaría en una iglesia románica. Todos esos diálogos con Carlos Deza a propósito del fracaso artístico merecen la pena, pero ya no la carambola que hace que un tradicionalista le pegue fuego a las pinturas para que parezca un episodio de quema de conventos de la izquierda, y al fondo tambores de guerra. Y sí, estaban previstos. Ya nada más empezar la trilogía se afrentó a la madre de Cayetano quitando su altar de cemento a la Virgen de Lourdes, y la cosa no podía quedar así, con esas pinturas tan espantosas… Quiero decir que no huele a solución de última hora. Que el mamarracho de don Baldomero tenía una —penosa— misión que cumplir, y que los inacabables discursos decimonónicos de don Lino eran abundante leña para la pira final. Una pira que nos deja fríos.
Nada ya se supo de Rosario, con ese espléndido final de la segunda parte, y algunos otros figurantes parecen duplicados. El padre de Germaine es un inválido como el padre de Cayetano, gente hundida, derrotada, acobardada, que arrastra con sus garrillas la cadena de algún pecado antiguo que nadie jamás les perdonará. Tan solo los distingue que a uno nos lo imaginamos con sombrero y su hija dice que lo quiere, tanto como Cayetano a su señora madre, otro afecto duplicado. Por cierto, que el padre del cacique se dedica a lo mismo a lo que pocos años después se dedicará el viejo del Tragaluz, aquí en estilo unamuniano de pasar el tiempo haciendo pajaritas de papel.
Y, en fin, la pasada final de Cayetano solo está a la altura del esperpento de Juan Aldán, un miserable de los pies a la cabeza, otro como Germaine, que en toda la novela ha tenido la más mínima oportunidad. Torrente es inflexible con los malos, y no se trata de que sean menos malos sino de que los comprendamos mejor. Nuestra comprensión los hace verosímiles, les da la encarnadura que como marionetas nunca tienen. El duelo entre Cayetano y Carlos, con los hermanos Aldán de por medio (Juan pagando sus bravatas de cobarde, Clara sin dignidad y con un rollo diabólico infumable) es excesivo, sobre todo porque lo paga el loco que vive con Carlos Deza, pobre.
Volábamos con la novela, aterrizamos con la idea. No es un gran final sino una apoteosis que invita a reflexionar sobre consideraciones trágicas o históricas, pero no tan solo novelescas. Si todo ello, además, no hubiera estado escrito en una prosa siempre igual de sabrosa y eficaz, de limpia y socarrona, la germanofilia se me habría atragantado todavía más. Así, los grandes ratos amortizan esta leve decepción.
Gonzalo Torrente Ballester, La Pascua Triste (Los gozos y las sombras, III), Alianza, 1982 (1962), 464 p.