Silas Marner es un cuento sobre la bondad que podría contarse como una fábula moral en muy pocas páginas, las que exige su argumento, pero que George Eliot amplió con abundantes —y exquisitos— diálogos y reflexiones perspicaces sobre la inseguridad («lo único constante entre nosotros», dice Galdós), las diferencias de clase, las injusticias recibidas con resignación y las compensaciones con gozo y sin soberbia. Y el caso es que, ya desde el principio (sobre todo si uno se deja llevar por las solapas engañosas) lo que plantea George Eliot es otra cosa que parece sustantiva pero solo es circunstancial, a saber, los verdaderos motivos de la misantropía.
El tema es la superación de las tradiciones de Plauto y de Moliére. Sus respectivos avaros entierran el dinero en una olla, y su cómica desgracia consiste en que quienes les roban son más graciosos y aplaudidos que ellos. Silas Marner, en cambio, tiene buenos motivos para no querer saber nada de nadie. Lo desterraron de su ciudad natal, acusado de un crimen que no cometió, traicionado por un amigo, su único amigo, que no solo lo delató falsamente sino que se quedó con su novia. El tejedor Marner empezó una nueva vida, alejado del mundo, hilando sin descanso para que su vida tuviera algún sentido. Y empezó a acumular dinero, y a contarlo cada noche, y a esconderlo bajo las baldosas. Sin embargo, Eliot afina:
Pocas personas eran más inofensivas que el pobre Marner. En su alma sencilla y honesta, ni siquiera la avaricia creciente ni la adoración del oro podían engendrar ningún vicio directamente perjudicial para otros. Desaparecida por completo la luz de la fe, y convertidos en desolación sus afectos, se había asido con todas las fuerzas de su ser a su trabajo y su dinero; y, como todos los objetos a los que un hombre se consagra, ambos lo habían forjado a su imagen y semejanza. Su telar, mientras trabajaba en él sin cesar, lo había moldeado a su vez, hasta confirmar cada vez más el ansia monótona de su monótona recompensa. El oro, al contemplarlo desde lo alto y verlo crecer, concentraba su capacidad de amar en un completo aislamiento semejante al de su soledad personal.
A partir de aquí, Eliot optó por desarrollar una parábola de los buenos sentimientos sobre un nudo dramático muy interesante. Los dos hermanos ricos del pueblo, señoritos sin desbravar, se convierten en el símbolo de la prueba a la que es sometido Marner y la redención a la que le conduce su bondad. Uno de los hermanos, un joven disoluto, un modelo de cuadro romántico que cayó para siempre en el pozo de su noche oscura, le roba a Marner todo su dinero; pero el otro, un personaje contradictorio, tan consentido por su condición social como amargado por sus escrúpuos morales, tiene un oscuro pasado que le cae del cielo a Marner en forma de criatura. Y es esa niña, Eppie, la que devuelve las ganas de vivir al viejo Marner (un viejo, cuando la encuentra, de cuarenta años) y con ellas la alegría que solo nace y se alimenta de los buenos sentimientos.
Contar el cuento entero es, aquí sí, estropear la novela. Baste decir que Eliot ensaya el difícil tema de la bondad, que en el ámbito de la novela siempre ha parecido cursi o ingenuo y que en el siglo XX, solo gracias al concepto de protagonista que tenía Max Sheller, y que consistía en devolver al héroe bueno los ideales de belleza, de claridad espiritual, no esa perfección falsa y cargante a la que se dedican los melodramas, ocupó un —exiguo— espacio en la población de personajes de novela, casi siempre más crudos, más retorcidos y más desquiciados. Y Eliot acude para ello a la geometría popular, al anillo de Polícrates, el tirano de Samos, que probó a desprenderse de su valiosísimo anillo y un humilde pescador se lo devolvió metido en un pez. Claro que en Heródoto sirve para enseñarnos que, si naciste para martillo, del cielo te caen los clavos, y en Eliot el héroe es un humilde tejedor al que la vida recompensa con mucha más generosidad de la que él era capaz de imaginar.
El hecho mismo de ser un cuento, de tener todo el aroma de las fábulas, es como la melodía que utiliza Eliot para dotar al texto de toda la ternura que de otro modo tendrían que suplementar las opiniones de la narradora, por regla general bastante cáusticas. Pero dentro de esa melodía está la escritora que cimenta la narración en diálogos armoniosos, prolongados, en los que cada cual se toma el tiempo y las palabras para decir con claridad, hondura y elegancia lo que quiere decir. Cuánto echamos de menos los diálogos tendidos en las novelas contemporáneas, cuando es el mejor y más ameno modo de que vaya avanzando la acción y no sea una acumulación de datos argumentales.
Pero hay más detalles que hacen de esta novela un anticipo de recursos que hemos alabado cuando otros los usaron mucho después. Sorprende, por ejemplo, la nitidez con que la escena de la cháchara de los lugareños en el pub, todos empeñados en hablar y en no decir nada, remite a la manera de narrar dialogada que usaría luego Joyce, largos capítulos en los que no se añade más que la certeza de cómo es un ambiente. En la ortodoxia narrativa victoriana, estas escenas de ambiente suelen ir decorando las primeras partes, antes de que el drama coja velocidad (aquí, para mi gusto, un poco tarde), pero pocas veces se sostienen a sí mismas con la sincera levedad con que aquí lo consigue Eliot.
Encima de la breve leyenda moral, Eliot va tejiendo escenas y comportamientos que nos hacen respirar el ambiente provinciano sin renunciar a lo que tiene de bueno, en especial la señora Dolly, que es como una lámpara que ilumina las escenas con una luz cálida y hogareña, pazguata pero comprensiva, temerosa pero decidida. La suegra perfecta, vaya.
Termina uno la novela satisfecho de que el reto de retratar la bondad desde presupuestos populares sin llegar a melosidades ni salmodias lo haya resuelto Eliot fundiéndolo con técnicas de lo más moderno. El que esa labor sea tan transparente, tan sin trampa ni cartón, es lo que da la impresión de que la novela es un relato desarrollado. Pero esa fue la apuesta, y le salió redonda. Por algo era la novela preferida de su autora.
George Eliot, Silas Marner, trad. José Luis López Muñoz, Alianza, 2014, 357 p.