15.9.18

Soledades de Madrid


Durante veintitantos años no tenía más que asomarme a la ventana para ver la Casa de Campo de Madrid, la mancha verde que se perdía en la mirada hasta los Siete Picos, jalonada, a lo lejos, por las luces de Pozuelo, y por el Manzanares a la derecha, que solo asomaba como un camino plateado a la altura de las piscinas de San Pol. Se veía, pocas veces, el chorro del lago, y siempre los reflejos de la Caja Mágica, pero todo lo demás era un alfombra de pinos y encinas, ese verde sufrido y polvoriento con el sol del mediodía, las sombras azuladas del amanecer, el verde botella que se fundía con la noche.
Por dentro, sin embargo, no la he conocido más allá de la Venta del Batán, cuando funcionaba como corral de las corridas de San Isidro, o de algún concierto en el parque de atracciones. La conocían los ciclistas y los andarines, y quienes habían indagado en la historia de la ciudad. Claro que también se podía, y quizá era el mejor vehículo, recorrerla a caballo. 
Así lo hizo Carmen Caro, amazona madrileña, cartógrafa y pintora, durante un año, del que llevó un diario con sus andanzas y visiones. Su vista preferida de Madrid es la que comprende el palacio de Oriente y llega hasta la basílica de San Francisco, en mitad justo de los cuales, en un ático de las Vistillas, estaba la terraza desde donde yo miraba. Dice que es una imagen alegre («desde aquí ya no se ve la ciudad gris de Pío Baroja»), a pesar de que la edad de los árboles que le sirven de peana no sea tanta como nos imaginamos. «En la guerra no quedó ninguno», le había dicho a Carmen su padre, Pío Caro Baroja, en una lejana visita a la Casa de Campo, a bordo de un vetusto Citroën.
Carmen cabalga a lomos de la yegua Morritos, que junto al noble Masai y al disruptivo Atreyu forman la partida expedicionaria, y recorre parajes silvestres y huellas de la guerra, fuentes históricas y cruces de caminos. Todos son buenos caballos en una segunda vida laboral, después de haber ganado carreras en el hipódromo, o servido de palafrén, hermosas cabalgaduras que sestean en los boxes de un club hasta que el mozo de campo los pasea o el dueño los saca de excursión. Aquí los caballos son los amos del relato, desde la forma de sus ojos, con visión lateral, o el delicado procedimiento que Morritos tiene de succionar las flores de los cardos sin pincharse, hasta los días de galbana comprensible, los recorridos excesivos para su edad o sus virtudes terapéuticas: «A caballo se quitan todos los males». Hay un afecto descriptivo en las costumbres de los caballos que llena con su ritmo el libro entero, todas nacidas de la observación, de los «cinco sentidos» que exige galopar por la dehesa, trotar por los bosquecillos o estar preparado para un susto.
De modo que, a lomos de Morritos, Carmen Caro escribe un ensayo de contemplación activa, una ascesis de la minuciosidad observada, el mapa trazado, la flor descrita, un espíritu virgiliano que canta a los fresnos del Meaques, la preciosa elegía a los troncos desnudos, que a mí me recordaban a las viejas lagestroemias de Itzea, o describe las plantas de la fuente del Pajarito. La autora vive una naturaleza y su historia, su condición de paisaje bucólico renacentista (entre la Guía de maravillas de fray Luis de Granada y las muchas Filis pastoriles), pero según un prisma madrileño, el de Galdós en el final de Miau, cuando Villaamil se retira a sus fantasías quijotescas, y en un lenguaje contemporáneo. "Nosotras, que somos más contemplativas y tenemos además buen apetito", dice en un descanso para catar las bayas nuevas de las zarzamoras, poco visibles para el paseante común, que a la amazona, igual que a la yegua, le llegaron por el aroma. Aquí el final es más alegre que en Galdós, claro,  porque es "la paz producida por su propia belleza", algo visto y recorrido desde niña, no ningún sueño celestial.
La amazona, además, es pintora, y encuentra en los paisajes de Aureliano de Beruete o en la luminosidad orientalista de Fortuny el reflejo de la atmósfera por la que cabalga. Incluso ve en los bosquecillos (algo que yo también veía desde arriba) un aire impresionista que es como el decorado de la soledad, de las soledades, «la sensación que tanto busco en la Casa de Campo», el espacio para descifrar los colores de las hojas, hasta trece tonos distintos con su óleo correspondiente: púrpura granza, amarillo de Nápoles, violeta de Marte…
Porque los espíritus minuciosos y contemplativos saben aislar las palabras en su intrínseca belleza. La exactitud que exhibe Carmen Caro a la hora de nombrar las cosas, de describir cómo son y cómo funcionan necesita de una corriente interior, como decía Umbral, de un amor a las palabras y al orden que mejor las hace sonar. Otra vez Virgilio. En las primeras líneas del libro, Carmen Caro nombra un título esencial de la literatura geórgica contemporánea, Las cosas del campo, de José Antonio Muñoz Rojas, libro de culto para los amantes del paisajismo literario y de la poesía de la naturaleza y de las labores del campo. En mi biblioteca de literatura campestre ocupa un sitio de honor, muy cerca del padre Virgilio, y este Diario ya está instalado en la misma sección, bien a mano, para llevar a clase la deliciosa historia de la pata acosada, o el encuentro con los mastines, de prosa galopante, o esa mirada al puente de la Culebra, o la oda al canto de la chicharra según Julio Caro. En los capítulos compartidos con otros caballos y jinetes, la prosa trota con alegría, y en los paseos en solitario la yegua camina cabizbaja, se para cuando quiere, acelera la marcha e incluso galopa por placer, o se adapta al ritmo de los pensamientos de su amazona. Pero en el fondo responde a la esencia del género: nombrar las cosas por su nombre, hacerlas vibrar, sentirlas desde la delicadeza, colocarlas con el mismo criterio con el que se pone un color en un cuadro.

Carmen Caro, Diario de una amazona en la Casa de Campo, Madrid, Caro Raggio, 2012, 218 p.

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