Ya se apagan las hortensias. A las hojas les va creciendo una sombra cobriza, cuando no se queman de amarillo por las puntas, y los pétalos, por más que se riegue, no acaban de desplegarse y van cayendo en un tono, primero, de sangre de pichón, y luego verdoso, que va virando al ocre a medida que desfallecen. Luego cortaremos unas flores, floripondios secos que adornan los rincones del invierno.
Cuidamos con esmero las hortensias porque, como decía de la higuera, son emigrantes adaptadas. Las primeras vinieron de Galicia, cómo no, donde son tan prolíficas como aquí los dondiegos, en cada valla, en cada cuneta, setos de flores enormes, casi siempre azules, con esa exuberancia que parece también un poco indiana, como si los primeros gallegos de América se hubieran traído su casa de cuento y sus flores gigantescas.
Por esa razón han tenido, fuera del norte húmedo, una fama equívoca, como si fueran pomposas, como si estuvieran gordas. En Madrid se adaptaron sin dificultad y cuando las trajimos al continental extremo volvieron a conseguirlo. Y en ese tiempo hemos podido disfrutar de su hermosura, de la carnosidad de sus hojas y la delicadeza de sus pétalos, que no son un pompón llamativo sino ramilletes de flores diminutas que se repliegan nada más que la raíz deja un momento de beber.
El campo sigue verde, los hibiscos florecen con sus trompas moradas y sus estambres amarillos, al pie del nogal han crecido unas margaritas de color violeta, aún no hay hojas por el suelo. Pero antes de que llegue el otoño se marcha la alegría de las hortensias, su aspecto de infancia luminosa. No, no son pomposas. La pomposidad es sofisticación exagerada y con frecuencia chabacana. Las hortensias están lustrosas, guapetonas, rebosantes de salud, como ninfas rollizas que agasajan a la diosa de las frutas. La simplicidad con que lo hacen es donde radica su hermosura. Su abundancia no es barroca, más bien signo de felicidad. Igual que los dondiegos, pertenecen al género de la belleza elemental, popular, de las hermosas flores que pintaría un niño, y en ambos casos se puede llegar a una plasticidad insuperable sin perder su condición silvestre, de plantas que salen solas. Ahora empiezan algunas a estar feas, pochas, requemadas. Las flores aguantarán decoloradas, pero las hojas, más que secarse, se pudrirán antes incluso de caer al suelo, hartas de sonreír.
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