25.11.19

Viga


Unos albañiles han venido a colocar una viga de madera de cinco metros de larga para sacar un porche en la entrada. Subir la viga por los frágiles andamios ha sido un espectáculo de fuerza y maña, lo primero porque cada movimiento necesitaba la coodinación de la voz, igual que el patrón de una trainera marca los esfuerzos de los palistas con voces medidas o el jefe de costaleros anima a la tropa con un grito rampante, aaahoora, y la viga era movida durante la o larga, un palmo nada más, y vuelta a reponer el tono; y lo segundo porque los movimientos eran económicos, medidos, del suelo a la cruceta inferior del andamiaje, y de allí a la superior, y de allí a la chapa, y un último arranque más largo y sostenido, de músculos tensos y caras coloradas, hasta que un extremo de la viga descansó en lo alto de un pilar de ladrillo, y el otro, en un esfuerzo parecido, sobre la corona de un muro.
Una vez asentada con cemento, hemos descansado para echar una cerveza. Al coger la lata he notado que me temblaban las manos. Los albañiles, más acostumbrados a estos trances, comparaban pesos y medidas con otras vigas que hubo que subir a pulso en su momento. «Aquella sí que pesaba, sí». Si con esta me temblaban las manos, con el tronco de nogal del que me hablaban no las habría ni sentido. Ese mismo tronco, ese mismo peso, según comentaban, es lo que los costaleros llevan entre una docena de hombres. «No me extraña que bailen y todo», ha dicho uno. 
Cuando se han marchado, me he puesto a pintar la viga con nogalina. Los albañiles no dejaron espacio entre la viga y las tejas (el que dejan entre sí las viguetas transversales), «porque te anidarán los pájaros». Desde mi más profunda ingenuidad de rapazuelo lector de poesía pregunté qué tenía eso de malo. El albañil no se anduvo con rodeos: «Que te la llenarán de mierda», dijo.
Siempre han anidado los pájaros en el tejado, y no es raro encontrarse un Jackson Pollock en la escalera, que se quita con una espátula y santas pascuas. Pero también es cierto que nos hemos acostumbrado a no sentarnos debajo de los cerezos grandes para que no nos caiga un gorbachof en la cabeza. En el campo hay que convivir con su naturaleza orgánica.

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