Hemos entrado en el minimalismo del invierno. El cielo limpio, sin una sola nube. Los árboles desnudos, sin una sola hoja. Todo está quieto y aterido, imperturbable y helado. Ya no hay decadencia sino posterioridad, cierre y abandono. Uno se acostumbra pronto: en menos de un mes veremos los primeros movimientos, las primeras perturbaciones, pero de momento el campo está dormido. Ayer pasé por la ciudad y los plátanos de las calles aún tenían hojas, y no todas amarillas. El otoño se abriga entre las casas y da la sensación de que dura más tiempo, pero en la vega casi parece más corto, o con un final más apagado. En Guerra y paz las últimas cien páginas están llenas de muertes, de acabamientos. La sensación de final no es algo abrupto e ingenuo sino que se va sintiendo antes de ser vivido. Esta claridad metálica es el crepúsculo del otoño. Llegan anticiclones blancos, la luz fría de media mañana. Empieza a subir el sol pero no se encienden los colores.
Es la primera impresión, claro, infectada de melancolía, el primer sol que nos deslumbra al salir de la madriguera, y que nos hace sentirnos culpables de lo que otros han podido ver. Luego, cuando se asienta la mirada, de nuevo emergen los detalles con nitidez cotidiana. Sí, estos días son un despertar al frío. Para pintarlo se imagina uno fondos sucios, despintados, con una brocha seca que se arrastre por el lienzo. El invierno es ausencia, abstracción desenfocada. Quizá por eso, al caer la tarde, cuando vuelven las nubes y el sol no hiere, el color dominante no es ningún azul profundo sino un gris payne curtido por el viento, desnudo de brillos, esencial. Las sombras son rastros de carbón, pinceladas grumosas, descompuestas. Hemos entrado, quizá, en la noche de Blake, pero antes de que se enciendan los ojos de los búhos queda un sitio a resguardo, un abrigo de ropas usadas donde se refugia lo más nómada de nuestro espíritu. Antes de que el azul lo enfríe todo, quedan estos tonos raídos, como cansados del largo camino. Son los tonos del entretiempo, que llegan a su formulación más pura cuando ya no son ellos, o son solo un recuerdo a punto de desaparecer. Cualquier preciosismo es falso, la hondura es ese fondo grisáceo que queda en la paleta cuando se abandona el cuadro.
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