Nos metimos en un Land-Rover, anduvimos por caminos ondulantes entre carrascas y cascajares, hasta que, llegados a un bancal que aprovechaba la falda de un altozano, nos apeamos y nuestro amigo Enrique le abrió la puerta a una preciosa pachona navarra, blanca y canela, con la nariz rosada y partida y los ojos de miel. La perrilla se puso a olfatear entre los círculos de tierra quemada de las carrascas, hozó un momento en una y con las finas patas delanteras, como si un arqueólogo estuviera desenterrando un monumento con un cepillo de dientes, abrió el hueco suficiente para que su dueño, con un solo vale, ni siquiera fuerte ni autoritario, la hiciera detenerse un centímetro antes de llegar a la trufa que el hombre arrancó con los dedos.
Se puso el hongo negro del tamaño de una albóndiga en la palma de la mano y me la dio a oler. El aroma, fuerte y atractivo, me transportó de golpe a un olor que olí por última vez hace por lo menos treinta años, la última vez que accedí a los toriles de la plaza de Teruel cuando estaban enchiquerando a los toros de la madrugada. El toro llenaba el antro con sus vahos, se revolvía inquieto y bufaba y despedía un olor muy parecido al de la trufa recién cogida. Leí por aquella época en Una historia natural de los sentidos, un libro de Diane Ackerman que sigo recomendando, que las trufas se buscaban siempre con perras o con cerdas por la androsterona que despide el hongo, por el olor a macho, que no sé si será sudor o el equivalente del hipomanes de las yeguas, el humor viscoso que, nos dice Virgilio, destilan por la ingle y vuelve locos a los caballos. Si aislamos el aroma de todo lo repulsivo que acompaña a la palabra macho, si aislamos al toro del lugar inmundo en el que espera la muerte, el olor tiene algo parecido, y es adictivo sin ser dulce, fuerte sin llegar a insoportable, quizá ese grado de intensidad que podemos soportar y que nos mueve a averiguar hasta qué límite. En todo caso es un aroma que atrae por su crudeza, su olor a profundidades de la tierra, a cueva húmeda, a lugar oscuro, lagar de cueros, azufres y olivas negras, a granero de almendras y heno, a corral de toros inquietos, a miedo y a deseo.
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