21.1.20

Neptuno pone orden


Eneida, I, 131-156

   Al Euro y al Zéfiro convoca, y les dice:
«¿Tanta es la confianza que inspira vuestra estirpe?
¿Ya os atrevéis, vientos, sin mi consentimiento,
a mezclar cielo y tierra y alzar tamañas moles?
¡Os voy a…! Pero más vale calmar la marejada.
Después me pagaréis con castigo ejemplar.
Huid sin más demora, y a vuestro rey decidle
que no le cayó en suerte a él sino a mí
el imperio del mar y el furioso tridente.
Son suyos los enormes riscos: tu casa, Euro.
Que ostente el mando Eolo en aquellos palacios, 
que reine en la cárcel cerrada de los vientos.»
   Así habla, y más rápido aún que sus palabras
aguas hinchadas aplaca, nubes amontonadas
ahuyenta, y de nuevo deja salir al sol.
A un tiempo Cinotoe y Tritón desencallan
las naves, de afilados escollos las arrancan;
él mismo alza el tridente, y deja al descubierto
los extensos bajíos, y sosiega las aguas,
y con ruedas livianas recorre deslizándose
las crestas de las olas. E igual que muchas veces
sucede en un gran pueblo que estalla una algarada
y se encienden los ánimos del vulgo despreciable,
vuelan teas y piedras, armas pone la furia;
si acaso entonces ven a un hombre de respeto 
por mérito y virtud, callan y se detienen 
atentos a escucharle, y él, con sus palabras,
acaudilla los ánimos, calma los corazones:
así se apagó todo el fragor de las aguas
enseguida que el padre, tendiendo la mirada
por encima del mar bajo el cielo sereno, 
arrea los corceles y con ellos se lanza
y a rienda suelta vuela en su carro veloz.

19.1.20

Europa, Europa


En invierno, balonmano. Repaso antiguas bernardinas y no sé por qué perdí la costumbre de glosar el mundial o el europeo, cuando nunca he dejado de verlos. Así como agradezco al fútbol que se haya retirado a los canales de pago y sea ya solo, muy de vez en cuando, un lejano rumor de radio, procuro sin embargo no perderme los partidos de balonmano que echan en Teledeporte, magníficamente narrados, y desde luego reservo primera fila de sofá cuando llegan las competiciones internacionales, mundial, europeo y olimpiadas, sobre todo el europeo, donde comparece una idea de Europa que me reconcilia con el deporte de la infancia, ese que se ha perdido en los colegios. De muchacho jugaba de pívot, se conoce que el entrenador vio en mí un tarugo resistente, alguna vez junto al gran Pastor, algo mayor que yo y el mejor jugador que ha dado la provincia. Su bíceps era un martillo: no es que no diera tiempo a los porteros a parar sus tiros, sino que el instinto de protección se adelantaba a los reflejos.
Pero también aquellos eran tiempos de luchas sin cuartel entre vikingos y soviéticos, suecos apolíneos contra búlgaros ceñudos, sufridos operarios de la DDR contra pechotablas jactanciosos de la RFA, los fascinantes húngaros, de belleza entrecruzada y nómada, contra grandes daneses, esbeltos y sin caries. En el resto de los deportes de equipo, no estoy al tanto pero me suena que todo es cosa de grandes potencias. Pero en balonmano no tiene sentido un Italia-Inglaterra, por ejemplo. Aquí aparece Islandia, que, como país ultracivilizado, solo tiene nombre en balonmano y ajedrez, y del sur de Europa se mantienen España, más vieja Europa que nunca, y también Portugal, que está causando sensación.
Este Europeo, celebrado, además, en lugares tan próximos como Malmoe o Viena, está siendo asaz interesante, y no solo porque España esté haciéndolo tan bien: ya está en semifinales, a falta de batir a Bielorrusia, lanzadores de martillo que se enredarán en la cadena cuando Raúl Entrerríos saque su catálogo de fintas y Álex Dushevaiev desenfunde el Kalashnikov que se trajo su padre escondido en la maleta, y Julen Aginagalde se revuelva como una culebra de hierro entre los bigardos exsoviéticos y Adrián Houdini Figueras se les cuele por detrás, y el ingeniero Ángel Fernández exhiba sus conocimientos de balística y los dos centrales, Viram y Gedeón, levanten empalizadas de piedra, y Aleix Gómez se escurra como las ardillas y Jorge Maqueda irrumpa entre brazos de cemento armado y en medio del empuje ciego encuentre una ranura por donde armar el disparo, y, en fin, los dos porteros, Rodrigo y Gonzalo, cualquiera de ellos, vuelvan a ser elegidos los mejores del partido.
No solo por eso está siendo tan atractivo. Vi demasiadas veces en los últimos campeonatos la actitud poco edificante que tuvo Dinamarca en aquella final contra España que perdió en los primeros cinco minutos y luego, cuando creyó que sería muy difícil remontar, se dejó ir todo el partido. Aquello estuvo muy feo, y desde entonces ya no voy con ellos, por más que haya disfrutado con Landin, el portero zen, o con el posthomínido Mikkel Hansen. Así que este año, que ni siquiera se han metido en la main round, eliminados, además, por Hungría e Islandia —dos de los países del mundo que más ganas tengo de visitar—, casi que me he alegrado y todo, no tanto como con el hundimiento de La France, con un Karabatic que ya lleva la lanza apoyada en el hombro y un Sorahindo que ha dejado de ser dominante. Y unos porteros bastante regulares.
A Alemania le pesa, en mi ánimo, el aspecto del portero Andy Wolff y el del pivote Wienzec. Wolff parece un Kiefer Sutherland con los ojos inyectados, un sádico de labios húmedos, y el gordo Wienzec, que seguramente es un buen chico, parece un capitán de la Luftwaffe, de pelo rubio lacio bien peinado y la cara de niño en un cuerpo de barril. De todas formas, ayer tiraron de tradición panzer para aplastar a Croacia y el resultado fue uno de los mejores triunfos croatas que se recuerdan, sobre todo porque (ah, la trágica genialidad de los Balcanes) su portero los dejó vendidos en una pésima actuación, pero fue él, en el último segundo, el que les dio la victoria.
Así las cosas, España (regular, constante, intensa, decidida) no tiene más que derrotar a Bielorrusia el lunes para luchar por las medallas. Aun si perdiese le quedaría una bala contra Croacia. Luego vendrá la batalla final. Por la otra ala viene arrasando Noruega, con Eslovenia a la zaga, a la que aún confío en que pueda batir Hungría. Cualquiera de los cuatro son rivales de cuidado. Espera una semana de fuerza, astucia y velocidad. En el último partido de esta fase, el Croacia-España, si no se lo toman a la ligera, se verá si Noruega tiene o no de qué preocuparse. Hasta ahora los dos se han paseado en sus velas latinas, pero en lontananza esperan los bajeles vikingos, sus rudos marineros, hechos al frío polar y a las bebidas ardientes, a bregar sin tregua y a romper el hielo.
Esto es Europa, deportes que ennoblecen el carácter, tradiciones que conservan la huella de los mitos medievales. El baloncesto es un deporte de fenómenos. El fútbol, de malos estudiantes. Pero el balonmano es la belleza de la fuerza verosímil, el fenotipo de mozarrón de siempre, por más que ahora se estilen gigantes como Kristopans, que sin embargo recuerda más al Goliath del Capitán Trueno que a un pívot de baloncesto. Pero ahí está Gonzalo Pérez de Vargas, de aspecto normal, más bien frágil, escuchimizado incluso, y el mejor de los porteros, o ese playmaker chiquitín que tienen, creo, los checos. Salvo el gigante letón, ningún MVP ha sido uno de esos cachalotes que exhiben los escandinavos. Por más que lo hipertrofien, el balonmano, como Europa, sigue agarrado a la mitología variopinta y desigual. Se echa de menos a griegos y romanos. No tanto a los ingleses.

2.1.20

Redención


Había muchos motivos para publicarlo en castellano, casi noventa años después de su aparición en Inglaterra, pero me pregunto cuál de ellos terminó de empujar a los editores a preparar un grueso volumen tan bien editado y agradable de leer. Pudiera ser —manda el mercado— que la versión cinematográfica de James Kent, que recibió buenas pero tibias críticas en tanto que cine brit, les hubiera granjeado un número de lectores impacientes por seguir viendo la película; o que son estos los momentos más oportunos para publicar un clásico del feminismo o del pacifismo; o que puede leerse como un drama bélico, como un novelón de hamaca. Hay dos razones, sin embargo, que por sí solas quizá no garantizasen su venta pero sí su permanencia. 
Testamento de juventud se publicó en 1933 y, según reza la solapa, «fue un éxito instantáneo». Eran las memorias de una enfermera voluntaria durante y después de la Primera Guerra Mundial. En esa misma época, en España escribían periodismo vivido mujeres tan interesantes como Magda Donato; pero si hemos tardado setenta años en descubrir a un coetáneo como Chaves Nogales y muy tímidamente damos a conocer la obra de Donato, casi es comprensible que una memorialista inglesa de los años 30 nos pasase del todo desapercibida. No es un caso de olvido injusto sino de simple desconocimiento.
De modo que una buena razón sería reconstruir para el lector español la generación posterior a Virginia Woolf o Katherine Mansfield: las entonces principiantes Jean Rhys o Stella Gibbons, por nombrar las que han trascendido hasta nosotros. Divierte pensar que se publicara el mismo año que la Autobiografía de Alice B. Toklas, cómo es posible que coincidan en el tiempo planetas tan diferentes, siendo como son dos libros importantes en la historia del feminismo europeo.
Aunque la mejor y la más duradera razón para publicarlo sería lo bien escrito que está. Vera Brittain narra una pasión, muerte y resurrección, la de una generación que se vio engullida por una guerra monstruosa que no solo fue la más mortífera y destructiva que hasta entonces se había vivido sino que sentó las bases de otra guerra todavía más cruel. Justo cuando se le están abriendo las puertas de la prohibitiva Oxford, su prometido, su hermano y sus amigos más queridos marchan a la guerra con una ingenuidad propia de otros tiempos. Vera, en la cada vez menos cómoda retaguardia, siente deseos de hacer algo, y se enrola en el ejército como enfermera voluntaria. La minuciosa reconstrucción, a través, sobre todo, de cartas, de esas cartas maravillosas que antes se escribían casi a diario, del horror de los hospitales, a donde van a parar escombros de la guerra sin ánimo para inflamarse con arengas patrióticas, y que abarca los dos primeros tercios del libro, es, sigue siendo, un admirable relato por su sentido de la disposición, por el equilibrio de los hechos y sus circunstancias, por la carga poética de lo narrado, por la delicadeza y el esfuerzo de comprensión en un mundo enfermo de delirio, por el detalle y la elegancia de sus descripciones y por la valentía de sus reflexiones. No solo se nos cuenta cómo la guerra destrozó tantas vidas, sino cómo, en medio del fango y los cadáveres, se va desarrollando la conciencia pacifista y el sentido de la dignidad de la mujer como elementos de transformación del mundo
Digamos que esa parte intensa y emotiva nos lleva en andas hasta la visita que Vera Brittain rinde al cementerio de Granezza, en Italia, después de que todos los desastres se hayan consumado, y donde, si el libro solo hubiese sido una novela, quizá debiera haber terminado. Porque la tercera parte, la resurrección, sus crónicas de los primeros torpes intentos de la Sociedad de Naciones por asegurar una paz imposible y sus intentos por salir adelante en el mundo literario, sus viajes por la Europa resentida y su vida como mujer independiente, resultan, quizá por comparación con el dramatismo realista de lo anterior, más propios de quien inventaría sus logros y recapitula con demasiada frecuencia que de la mujer que hurga en su amor y en su dolor para reconstruir aquellas vidas que se fueron.
Esa tercera parte, sin duda, tiene incluso más interés para quien va buscando testimonios históricos del naufragio de Europa y los revulsivos sociales que unas veces la desarrollaron y otras la aniquilaron, que las atrocidades de las dos primeras partes del libro, y no porque Brittain se cebe con el horror sino porque, sin llegar jamás a ser morbosa, sabe describir el ambiente que se crea dentro y fuera del campo de batalla.
Pero hay una virtud que lo une todo, que sobrevuela el libro entero y que instala al lector en un cómodo vagón de primera clase, y es ese aire culto y sensible que perfuma cada página. Uno siente cierta envidia melancólica por ese tipo de relaciones personales tan respetuosas como profundas, por esos sentimientos tan elevados como sencillos, y por una escritora que no busca justificarse ni engrandecerse sino devolver a la vida con su tarea narrativa todo lo que la vida le arrebató.
En más de una ocasión me he acordado leyendo este libro de la novela Expiación, de Ian McEwan, y no solo por ese propósito de redimir la vida que otros no pudieron disfrutar a través de su testimonio. McEwan introducía la culpa como motor. Para Vera Brittain es una cuestión de, digamos, amor perdurable. Pero no me extrañaría nada que McEwan la hubiera tenido presente. De momento, el otro día me preguntaron qué tal estaba y a mí se me ocurrió preguntar a su vez si habían leído Expiación. «Pues si esa novela te gustó», dije, «estas memorias te van a encantar».

Vera Brittain, Testamento de juventud, Periférica & Errata naturae, 2019, 847 pp.