En invierno, balonmano. Repaso antiguas bernardinas y no sé por qué perdí la costumbre de glosar el mundial o el europeo, cuando nunca he dejado de verlos. Así como agradezco al fútbol que se haya retirado a los canales de pago y sea ya solo, muy de vez en cuando, un lejano rumor de radio, procuro sin embargo no perderme los partidos de balonmano que echan en Teledeporte, magníficamente narrados, y desde luego reservo primera fila de sofá cuando llegan las competiciones internacionales, mundial, europeo y olimpiadas, sobre todo el europeo, donde comparece una idea de Europa que me reconcilia con el deporte de la infancia, ese que se ha perdido en los colegios. De muchacho jugaba de pívot, se conoce que el entrenador vio en mí un tarugo resistente, alguna vez junto al gran Pastor, algo mayor que yo y el mejor jugador que ha dado la provincia. Su bíceps era un martillo: no es que no diera tiempo a los porteros a parar sus tiros, sino que el instinto de protección se adelantaba a los reflejos.
Pero también aquellos eran tiempos de luchas sin cuartel entre vikingos y soviéticos, suecos apolíneos contra búlgaros ceñudos, sufridos operarios de la DDR contra pechotablas jactanciosos de la RFA, los fascinantes húngaros, de belleza entrecruzada y nómada, contra grandes daneses, esbeltos y sin caries. En el resto de los deportes de equipo, no estoy al tanto pero me suena que todo es cosa de grandes potencias. Pero en balonmano no tiene sentido un Italia-Inglaterra, por ejemplo. Aquí aparece Islandia, que, como país ultracivilizado, solo tiene nombre en balonmano y ajedrez, y del sur de Europa se mantienen España, más vieja Europa que nunca, y también Portugal, que está causando sensación.
Este Europeo, celebrado, además, en lugares tan próximos como Malmoe o Viena, está siendo asaz interesante, y no solo porque España esté haciéndolo tan bien: ya está en semifinales, a falta de batir a Bielorrusia, lanzadores de martillo que se enredarán en la cadena cuando Raúl Entrerríos saque su catálogo de fintas y Álex Dushevaiev desenfunde el Kalashnikov que se trajo su padre escondido en la maleta, y Julen Aginagalde se revuelva como una culebra de hierro entre los bigardos exsoviéticos y Adrián Houdini Figueras se les cuele por detrás, y el ingeniero Ángel Fernández exhiba sus conocimientos de balística y los dos centrales, Viram y Gedeón, levanten empalizadas de piedra, y Aleix Gómez se escurra como las ardillas y Jorge Maqueda irrumpa entre brazos de cemento armado y en medio del empuje ciego encuentre una ranura por donde armar el disparo, y, en fin, los dos porteros, Rodrigo y Gonzalo, cualquiera de ellos, vuelvan a ser elegidos los mejores del partido.
No solo por eso está siendo tan atractivo. Vi demasiadas veces en los últimos campeonatos la actitud poco edificante que tuvo Dinamarca en aquella final contra España que perdió en los primeros cinco minutos y luego, cuando creyó que sería muy difícil remontar, se dejó ir todo el partido. Aquello estuvo muy feo, y desde entonces ya no voy con ellos, por más que haya disfrutado con Landin, el portero zen, o con el posthomínido Mikkel Hansen. Así que este año, que ni siquiera se han metido en la main round, eliminados, además, por Hungría e Islandia —dos de los países del mundo que más ganas tengo de visitar—, casi que me he alegrado y todo, no tanto como con el hundimiento de La France, con un Karabatic que ya lleva la lanza apoyada en el hombro y un Sorahindo que ha dejado de ser dominante. Y unos porteros bastante regulares.
A Alemania le pesa, en mi ánimo, el aspecto del portero Andy Wolff y el del pivote Wienzec. Wolff parece un Kiefer Sutherland con los ojos inyectados, un sádico de labios húmedos, y el gordo Wienzec, que seguramente es un buen chico, parece un capitán de la Luftwaffe, de pelo rubio lacio bien peinado y la cara de niño en un cuerpo de barril. De todas formas, ayer tiraron de tradición panzer para aplastar a Croacia y el resultado fue uno de los mejores triunfos croatas que se recuerdan, sobre todo porque (ah, la trágica genialidad de los Balcanes) su portero los dejó vendidos en una pésima actuación, pero fue él, en el último segundo, el que les dio la victoria.
Así las cosas, España (regular, constante, intensa, decidida) no tiene más que derrotar a Bielorrusia el lunes para luchar por las medallas. Aun si perdiese le quedaría una bala contra Croacia. Luego vendrá la batalla final. Por la otra ala viene arrasando Noruega, con Eslovenia a la zaga, a la que aún confío en que pueda batir Hungría. Cualquiera de los cuatro son rivales de cuidado. Espera una semana de fuerza, astucia y velocidad. En el último partido de esta fase, el Croacia-España, si no se lo toman a la ligera, se verá si Noruega tiene o no de qué preocuparse. Hasta ahora los dos se han paseado en sus velas latinas, pero en lontananza esperan los bajeles vikingos, sus rudos marineros, hechos al frío polar y a las bebidas ardientes, a bregar sin tregua y a romper el hielo.
Esto es Europa, deportes que ennoblecen el carácter, tradiciones que conservan la huella de los mitos medievales. El baloncesto es un deporte de fenómenos. El fútbol, de malos estudiantes. Pero el balonmano es la belleza de la fuerza verosímil, el fenotipo de mozarrón de siempre, por más que ahora se estilen gigantes como Kristopans, que sin embargo recuerda más al Goliath del Capitán Trueno que a un pívot de baloncesto. Pero ahí está Gonzalo Pérez de Vargas, de aspecto normal, más bien frágil, escuchimizado incluso, y el mejor de los porteros, o ese playmaker chiquitín que tienen, creo, los checos. Salvo el gigante letón, ningún MVP ha sido uno de esos cachalotes que exhiben los escandinavos. Por más que lo hipertrofien, el balonmano, como Europa, sigue agarrado a la mitología variopinta y desigual. Se echa de menos a griegos y romanos. No tanto a los ingleses.