Lo que sí he encontrado es una crónica de El País de 1984, centenario de La Regenta, en Oviedo, donde Juan Cueto presentó una mesa redonda en la que Alfonso Guerra habló de lo mucho que le debía a La Regenta, sobre todo que aprendió a «hacer literatura de la vida». Se publicó entonces un facsímil de la primera edición, en dos tomos, a cargo de una caja de ahorros, con papel barato, como de pasta gris, y unas tapas que ni siquiera eran cartón, más finas que la de Alianza incluso, que siempre acababa con dobleces de una noche que se cayó de la cama al suelo. Pero lo normal es que se conservasen en buen estado, a pesar de que una lectura completa del volumen, no compuesto con pliegos sino con páginas pegadas, solía terminar en desbarajuste y las letras del lomo quedaban ilegibles, si no es que desaparecían. Para muchos fue el encuentro con el maravilloso mundo de los novelones decimonónicos; para otros, más guerristas, una perfecta descripción de los tipos de ciudad de provincias que en los últimos cien años no habían hecho más que reproducirse, los indianos, los aristócratas, los criados, amén de una visión descarnada de los curas viciosos, camastrones, tiranos, reprimidos o simplemente idiotas. Y para otros, en fin, era una forma de narrar, por encima incluso de Galdós, cuyas novelas siempre tenían un poco demasiada grasa. Además, la prosa de Clarín era moderna, llena de hallazgos descriptivos, de versos entremetidos, como si se fuera, en constantes ampliaciones breves, hurgando hasta llegar a la expresión brillante. Y para todos, en fin, era una vitola intelectual que lo tenía todo: la extensión, la seriedad, el compromiso progresista, el ejemplo de naturalismo, como si quien leyera ese libro ya pudiera llamarse a sí mismo lector.
El caso es que más de tres décadas después la he vuelto a leer, para congraciarme con el verano, esta vez en la hermosa edición de Biblioteca Castro. En estas tres décadas he leído mucho a Galdós, y debo reconocer que me metí otra vez en La Regenta con el recelo de quien cree que el título de obra cumbre de la novela del XIX y segunda después del Quijote, que fue el título nobiliario que se le concedió en los festejos del centenario, solo sirve para desacreditar a las demás. Porque otra de las grandes virtudes de la novela de Clarín era su «perfecta estructura», y en los 80 se hablaba mucho de estructuras. El cine había infectado la novela contemporánea de la necesidad de que todo encaje, todo tenga su sitio previsto, su asiento reservado antes de poner la primera piedra de la gran catedral. Los clarinistas incluso hablaban de la novela en términos numéricos de base tres: tres partes, treinta capítulos, unas treinta páginas por capítulo, escritas, cómo no, a los treinta y tres años…
Clarín era, además, necesario para que su dicotomía con Galdós fuera comparable a la de Stendhal y Flaubert. Torrencialidad versus artesanía, personajes vivos versus condenados de antemano, galería de tipos interesantes versus colección de idiotas y malvados. Los galdosianos no reprochamos nada a Clarín; al contrario, su novela es igual de brillante de principio a fin. Su prosa es más moderna que la de Galdós; su oído para el hablar corriente, igual de fino. Su selección del material es más concienzuda que en Galdós, que a veces escribe a ver qué pasa, y su modulación de la trama sabe remansarse, no entrar en los desbocamientos de don Benito. Galdós va detrás de los personajes, viéndolos vivir, vitoreando su lucha por la dignidad: Clarín va delante, organizando la comitiva del sepelio. Importa cómo va a pasar lo que ya está escrito que pasará, pautado en partituras concienzudas, llenas de detalles. Es lo que nos suele fascinar de las películas, lo bien pensadas que están previamente. Pero la lección de Cervantes era otra: lo bien no pensadas que están antes de nacer a la escritura. Quizá La Regenta, en términos de lucimiento sonoro, esté mejor escrita que Fortunata y Jacinta, pero Fortunata es un mundo vivo y cercano, con personajes que dan bandazos, o se pierden a sí mismos, o encuentran almas gemelas. La Regenta tiene algo de implacable y mortuorio. Pero claro, lo que retrata Galdós es el bullicio de Madrid y lo que pinta Clarín es la ciudad levítica, autocomplaciente y rígida, en ordenada procesión hacia la muerte.
Galdós es más stendhaliano en este dejarse llevar que no se para a pensar en el estilo, más bien busca el no estilo, cierta transparencia que ayude a que fluya la narración. Clarín, todo en su sitio, es más flaubertiano. No sé si hay algún personaje que se escape de la idiotez. Los tres hombres que arman la trama, Fermín De Pas, Víctor Quintanar y Álvaro Mesía, son, cada uno en su especie, ridículos fantoches. Fermín es un cura rijoso y avariento, tirano con los fieles y sometido como un niño a la férula de su madre. Víctor, un pobre hombre, otro niño, este un niño-abuelo de un egoísmo sin malicia, bobo a pesar de sus lecturas, o quizá por ellas, y de un quijotismo patético. Mesía, el más listo de los tres, es un donjuán de casino, un depredador de pueblo. ¿Quiénes serían estos tres personajes en Fortunata? Juanito Santa Cruz es detestable, pero era un modelo de ciudadano más trágico que el cacique Mesía, acaso por su patetismo, porque además es un parásito irredento. Evaristo Feijoo es un Quintanar inteligente y maduro, al que también le gusta juguetear como los niños, pero es un ejemplo de nobleza y sentido común. Y el cura… Solo se me ocurre Guillermina, una activista del Evangelio que atornilla a los poderosos para que suelten el dinero de su hospital para pobres. Es decir, lo más opuesto posible a De Pas. Salvo Juanito, que es un personaje trágico, Evaristo y Guillermina son personajes positivos, melancólicos o beligerantes, pero siempre interesantes. Si prescindimos de Mesía, Quintanar y De Pas son una sátira del viejo chocho y del cura de pueblo, es decir, dos tipos. Galdós llega a la mitografía por la intensa verosimilitud de sus personajes; Clarín, porque reúnen los elementos que necesita un mito, entre ellos cierta abstracción que con frecuencia deriva en caricatura. En Galdós los personajes no hacen nada que no podamos haber oído hacer a alguien; en Clarín, hacen todo lo que se les supone.
Esa idiotez flaubertiana necesita ahora lectores como Víctor Quintanar, gente que se abraza a un clásico lento mientras afuera suena Netflix. Porque lo único malo de Quintanar es estar casado con Ana, nada más. Si se hubiese contentado con alguien que lo dejara en paz y no tuviera sofocos espirituales, habría resultado atractivo en la burbuja infantil que comparte con Frígilis. Pero su triste destino de actor frustrado, de viejo ingenuo en la comedia clasicista, produce unas veces irritación y otras pena.
Álvaro Mesía no es un dandy. Es un zorro de corral que merodea por indecisión, más que por cálculo. El dandy es capaz de amar algo distinto de lo que ama Mesía, que no es más que la vitola de presa por estrenar y las curvas de las caderas. No acaba de tener nada que nos haga comprender la taquicardia que provoca en Ana Ozores. Los seductores dandys lo son porque no se preocupan de serlo, porque no temen una negativa y saben cuándo el cuerpo no es lo único de lo que se puede disfrutar. Otra vez es el tipo de burlador de provincias, deshidratado por la sátira para que veamos sus huesos de pobre diablo.
A De Pas habría que compararlo más bien con el cura de Tormento (publicada el mismo año que el segundo volumen de La Regenta), un sujeto repulsivo que se consume abrasado por el autodesprecio. Entre ellos media tanta distancia como de Oviedo a Madrid, como entre la provincia y la capital. La provincia es inmóvil. Todos sus movimientos son subterráneos. La malvada doña Pura tiene un autómata en casa que le garantiza el control de sus negocios. Los curas, o blandos y regalados como el obispo, o tontos como Glocester. En ese marasmo flojo emerge la figura angulosa del Magistral, un malo sin resquicios, verraco pusilánime y reprimido, con ese aspecto de saurio, ese tacto de gusano. Lo malo de estos malos dibujados con tanta inquina es que terminan dando un poco de risa, que es lo que a mí me pasa con De Pas.
¿Y Ana? ¿Es igual, más o menos idiota que Emma Bovary? ¿Se trata de que sepamos hasta dónde pueden llegar las comeduras de tarro de la Iglesia? Sí, debe de haber mucha beata que se pasa de mística, y mucha loba en celo que se castiga con cilicios. Sí, pero, además de ser así, ¿qué hacen?, ¿cómo cambian?, ¿cómo salen de su situación o imponen su dignidad a la lógica narrativa? Ana es otro elemento inmóvil, ingenua, ñoña, incapaz de tramar nada ni siquiera para defenderse. Las lecturas no le han servido de nada, es un búcaro de cristal que una luz excesiva puede romper. Y de ahí no se mueve, por más que prosiga con lentitud su proceso de mistificación.
Todo lo dicho, escrito con una agilidad que sorprende en tan polvorienta época, es una forma de narrar, la del demiurgo crítico. Clarín se erige como el cronista secreto de provincias que saca las miserias de un vivir atrasado e hipócrita, anclado en su rigidez. Su libro es un retrato de gran formato, y muy preciso, de la España de la Restauración. Su novela, la decana de las novelas de provincias en España, de las novelas de casino mercantil, llena de fuerzas vivas envueltas en el humo del habano, es un método que sigue vigente, la crónica satírica de un mundo asfixiado por su conservadurismo.
El naturalismo tenía que lidiar con su punto de vista crítico. Los rusos se ocuparon de despojar ese naturalismo de la presencia manipuladora del autor, porque el naturalismo exigía distancia si no se quería continuar con la novela de tesis. Galdós encontraba esa distancia en la comprensión. Clarín no deja títere con cabeza. Y hay, también, un tipo de lector al que eso le parece lo más importante y sigue considerando que La Regenta es la novela cumbre del XIX español. La mejor escrita, es posible. La mejor, a secas, desde luego que no.
En cuestiones de arquitectura, por supuesto, La Regenta se admira como un objeto muy trabajado, tanto que propone un modelo de ritmo constante de principio a fin, ese «trotecillo», que decía Baroja, en el que da la impresión de que el autor tenía en cada página las mismas fuerzas y el mismo estado de ánimo. Los desgarramientos están muy cuidados. En las novelas orgánicas, los finales llegan porque la historia se ha terminado, no porque hayan llegado al último punto del programa. En La Regenta, el último tercio (el ambiente de teatrillo de El burgués gentilhombre) tiene un brillo opaco, es una delicia de prosa pero, por así decirlo, se duerme en la suerte, de manera que, después de tanto preámbulo paulatino, el desenlace (algo tan simple como que la criada Petra adelante un reloj, y tan increíble como que alguien no se dé duenta de que aún no es de día) es muy ortodoxo en el aspecto de concentrar el ritmo y subirlo para dejar que surja la cascada final, pero, por primera vez en el libro, resulta algo así como postizo, resumible, irrelevante, e innecesariamente ridículo. De pronto el actor se nos muestra como uno más de los implacables vecinos de Vetusta, dispuesto a reírse de lo que censura, a propalar lo que cotillea, mucho más que a entender las razones que nos hacen tantas veces comportarnos como merluzos y merluzas.
La primera vez que leí La Regenta tenía la misma edad que Fermín de Pas y era un poco más joven que Álvaro Mesía, y que el propio Leopoldo Alas. En esta relectura ya tengo la edad de Quintanar, y de alguno de los curas viejos que aparecen con su teja y su manteo, incluso de Saturnino Bermúdez, el erudito de aldea. A los treinta y tantos es raro que, salvo en genios como el de Galdós, funcione en un novelista el sentido de la comprensión, la principal carencia que ahora, ya machucho, encuentro en la novela de Clarín. Es una novela escrita por un joven, vaya, que antepone la crítica al conocimiento, la sátira a la simple curiosidad, el drama a la resignación, el follón a la calma. Ni siquiera Quintanar se comporta con la edad que tiene, porque hay en él algo de vejestorio que se mueve como un jovenzano, y no es ni lo uno ni lo otro. Clarín lo estira hasta meterlo en la fase gagá, el abuelillo que sonríe o hace pucheros como los niños.
Pero los clásicos no siempre son universales. El modelo Bovary (la mujer que renuncia a una vida cómoda y se lanza a cumplir sus sueños a tumba abierta, en medio de una sociedad cruel y reprimida) se sigue reproduciendo en la vida real. Su problema no son el marido y el amante sino la vida que soñaba a través de ellos, y era su salto al vacío. Su decisión. Aquí, la decisión de Ana Ozores procede de recuperar la salud. Después de su patético ataque nazareno, el marido se la lleva al campo, allí se recupera, respira hondo y se quita el velo que De Pas le había puesto para verlo todo. Y se lanza a una escena de balcón. Todo encaja entonces en símbolos de relojería: la venganza del malvado Magistral, las piruetas del burlador Mesía, o ese concentrado metaliterario en que se convierte Quintanar. La novela de Flaubert empieza en uno de los últimos capítulos de la de Clarín, y termina, con un final muy parecido, mucho más allá. Aquí el final es una apoteosis teatral en la que Quintanar, al menos, lleva su patetismo al terreno de la coherencia, Mesía escapa con la inconsistencia que ha tenido siempre, De Pas brama y calla, como buen cobarde, y Ana Ozores estrena su condición de letra escarlata en una sociedad que exhibe sus hipocresía congénita, y lo hace incapaz de levantarse, sin más arranque que el que necesita para saber que hasta Dios mismo la desprecia. Se salva, en términos morales, pero también literarios, el fiel Frígilis, que no se sabe si lo es por sensato o por perruno, pero bueno.
En todo caso queda otra sensación que es paralela a la fascinación que esta novela ha ejercido desde siempre y sobre todo a finales del siglo XX. Como gran artefacto perfectamente construido, el hecho de leerla, el tiempo que uno deja correr a ver si avanza la trama, encandilado por el moderno colorido de la prosa, se convierte en epítome de la hazaña de haberla escrito. El lector consigue terminar la novela del mismo modo que Clarín consiguió escribirla. No queda la sensación de viaje placentero que me queda en Galdós, de larga estancia que de pronto se termina. Y la razón yo creo que es haber recargado de símbolos a los personajes, como si les hubiera impuesto un papel que no es el que verdaderamente les correspondía. Llevan tanto peso encima que apenas pueden mover su propia personalidad. Todos son el clásico: el cura de provincias, la cotilla de provincias, el donjuán de provincias, la criada de provincias. Pero ahí reside su grandeza, porque en cierto modo fue el primero, y tan joven, que los perfiló con todos sus detalles, a partir de tipos dieciochescos. Acertando de lleno con el estereotipo deja, pasado el tiempo, un poco cojo al personaje. Pensemos en qué habría hecho después Unamuno con Fermín de Pas, o Azorín con Víctor Quintanar, o Baroja con Álvaro Mesía, o Machado con Ana Ozores. A Clarín le pega más Valle-Inclán, el expresionismo demiúrgico, el fantoche. Valle-Inclán les habría dado esa desgarrada y patética grandeza que aquí, sí, tiene el pobre Víctor Quintanar y la mayoría de los personajes secundarios. Esa otra distancia. Clarín es moderno porque guarda las distancias, porque pinta y se aparta unos pasos para ver el efecto del conjunto. Galdós se ponía hasta los ojos de pintura.
No podemos llamar naturalismo a obras tan distintas como La Regenta y Fortunata. La de Clarín apunta claramente al modernismo, lleva metido en el tintero el impávido desdén de Baudelaire, su serenidad compositiva, su sublimidad sin interrupción. La de Galdós es un realismo más exhaustivo, más azaroso y vivo, como sin desespumar, que en España empezaría pronto a resultar pesado. El propio Galdós giró hacia la novela más esquemática, más simbólica, no tan flemática y guasona como la de Clarín, más abierta al interior contradictorio de los personajes, no a su apariencia ridícula.
Si soy galdosiano es porque creo en ese tipo de novela. Creo en la impremeditación, en el derecho de los personajes a sorprendernos. En la necesidad cervantina de variar. Clarín, disfrutadas sus novecientas páginas, me deja un poco más frío, y aun así me hace pensar en qué hay en La Regenta de las ciudades de provincias de hoy en día. Seguramente el hecho de que el tema único son los otros, la vida de los otros, ese desear que se suelten el pelo para inmediatamente censurarlos, esa moral del resentimiento: que no haga nadie lo que yo no puedo hacer, o que hagan lo que yo he hecho y tuve que pagar por ello. Quizá persista esa moral de perro del hortelano, de no hacer ni dejar, y siempre vigilar. Claro que Lope de Vega no tenía tan mala leche como Clarín, ese borderío de que hablan los asturianos.
Leopoldo Alas 'Clarín', La Regenta, Fundación Castro, 1995, 900 p.