Todavía recuerdo, por esas
arbitrariedades que tiene la memoria, la crítica de Rafael Conte cuando
apareció Juegos de la edad tardía,
hace veinticinco años. “Su éxito es lento pero seguro”, recuerdo que decía, con
palabras que también se ajustaban al estilo de Luis Landero. En aquella época
(1989) aún se llevaban las novelas escritas muy deprisa, con largos fraseos
machacones y una inclinación a engordarlas con sueños de sesión de tarde. La
novedad que traía Landero era que todo ese almacén de motivos culturalistas
estaba utilizado no al servicio de oropeles falsos sino para decorar la
imaginación de los pobres. Pero mejor aún que eso era que la prosa resultaba
tersa y trabajada, sabrosa de vocabulario y perfumada de lecturas clásicas. Era
el homenaje a Cervantes de un ciudadano corriente que escribía despacio y con
buena letra, mucha mejor letra que casi todo lo que podíamos leer de autores
vivos. Fue, además, el triunfo del escritor desconocido que insiste en
rematar los párrafos en su piso de las afueras en vez de alternar con los parientes
del clan de la literatura. En cierto modo, para los lectores que obviábamos la
petulancia de los escritores cuando tratábamos de disfrutar sus libros, Landero
era un placer añadido, el de saber que aquella historia tan primorosamente escrita
(con su punto algo rarito de ingenuidad bobalicona) estaba escrita por alguien
que había disfrutado de Cervantes en las mismas circunstancias que nosotros.
Luego leí Caballeros de fortuna y tuve la sensación de que Landero había
metido la pata. “García Márquez ha colonizado nuestra lengua”, se defendía él,
cuando cometió el error que tantos otros, peores escritores que él, cometían
por aquella época: imitar el fraseo de García Márquez, que solo en sus dedos no
resulta empalagoso, y no siempre. A Landero aún le queda, de vez en cuando, ese
uso pleonástico de adjetivos como irremediable
o inevitable, pero aquel ensayo imitativo
se ha borrado por completo de su prosa. “No debería haber segundas novelas.
Habría que pasar directamente a la tercera”, dijo Landero, algo abrumado por la
discreta rechifla que se podía detectar en los periódicos, cuando los periódicos
hacían crítica sin patrocinio.
La cosa volvió a su ser con posteriores
novelas, pero a mí El mágico aprendiz,
por ejemplo, se me hizo cuesta arriba, y eso no significa que no me gustase,
tan solo que no compartía el tipo de imaginación, siempre tan grisácea, siempre
con ese candor que solo tienen los derrotados cuando se rehabilitan en un aura
de felicidad algo patética. La prosa seguía sabiendo a pan, como decía Cunqueiro
del obispo de Mondoñedo, pero la imaginación era un poco sosa. A mí los lances sorprendentes y los personajes tan naïf y las huidas
de la cutre realidad me aburren un poco, o al menos no en todas las épocas del
año los soporto.
El caso es que hace tiempo que no lo
leía, y el reencuentro con El balcón en
invierno, las memorias infantiles y juveniles del autor, me ha devuelto a
un prosista al que admiro y al mismo escritor que se enjugaza con las palabras
como los niños con las lagartijas, esta vez en un género nuevo, el de la pura verdad, la autobiografía de un
escritor que ha escrito ya un rimero de gruesas obras de ficción. Me gusta ese
género, creo que es la única forma de autoficción que tolero, la que no presume
de novela, la que hace lo que todos los escritores han hecho, o por lo menos
han deseado hacer, rescatar la niñez, estar a la altura del recuerdo que
conservan. Y tampoco exijo esa especie de solemne juramento de decir la verdad
y toda la verdad con frases cortantes y momentos dolorosos. El colmo de lo que
detesto son aquellas memorias de Juan Goitysolo, en dos volúmenes, el primero
de los cuales, Coto vedado, contaba con
seriedad ridícula, con impostadas autoinculpaciones y victimismos de señorito, escenas
de alcoba con su abuelo que daban un poco de vergüenza ajena. Prefiero la
sabrosa pirotecnia de Vicent en Contraparaíso,
la cruda ternura de Cela en La rosa, incluso
la poesía brutal de Félix Romeo en Dibujos
animados, aunque no me desagradan esos otros esfuerzos de transparencia simple
y descarnada, siempre y cuando no traten de justificarse. De El jinete polaco, sin embargo, me
molesta el encorvarse encima de la máquina de escribir y hablar a toda pastilla
de todo en un tono de testimonio trágico, como reprochándole a las veleidades
del azar el haber nacido en una familia tan humilde y al mismo tiempo
reivindicarlo en el concurso de méritos. Era la época en que por fin las familias
pobres echaban al mundo escritores, profesores, médicos, ingenieros, y reivindicar
a una generación tan maltratada por la historia era un tema muy apetitoso. Lo
que no era tan frecuente es esa mirada de distancia y de piedad, esa operación
literaria que consiste en elevar las pequeñas cosas a lo más alto de la poesía,
y que desde luego no requiere ni alardes malabares ni jeremiadas. Requiere,
supongo, la naturalidad de la nostalgia, uno de esos días tontos en que uno
está ensobinado en el sillón, sin ganas de nada, que tan bien describe Landero,
y resulta que es el momento adecuado para dejar un principio un poco pocho de ficción
y abrir la vieja carpeta de la escuela. Supongo que llega un momento en la vida
(Landero tiene 65) en que ya puedes contar las cosas como las ves honestamente,
ya es posible desnudarlas de rencores, traumas e idealizaciones, ya se puede
sonreír con ellas, vestirlas con palabras claras.
Eso es lo que ha hecho Landero, y le
ha salido un libro precioso. Su vida ya nos la sabíamos (su epopeya guitarrista
no sé en qué otra novela la contó), pero no su infancia campesina, los tiempos
difíciles de antes de emigrar, allá en un cortijo perdíos, con un padre
derrotado y soñador, ominoso y haragán, y una madre suspirante que amaba la
vida, vivirla, no contarla, porque, para ella, su propia vida no tenía mayor
interés, que es lo primero que sienten los que de verdad aman la vida y no viven angustiados por que todo sea inolvidable. Estupendo el personaje del
padre, escrito en cuatro trazos, sin regodeo y sin paños calientes, pero lleno
de piedad. Hace bien Landero en no enjugazarse en las escenas duras, en no
mancharlas de alardes verbales y en cambio aplicarles la transparencia del
sosiego. Habla claro Landero, pero lo hace dulcemente.
Los alardes y las retahílas los deja
para el campo, no el pueblo, el campo, Valdeborrachos, el cortijo apartado, la
casa en que vivían los labradores, que no eran jornaleros pero tampoco
terratenientes. Algún viaje en mula (con su padre) le da a Landero para gozar
de la belleza recuperada, de las flores del campo y los bichos que salían al
camino, del mismo modo que funde la imaginación y la memoria en aquellas listas
de consejas que escuchó al amor del fuego y que están contadas en el mismo
código en el que imaginan sus personajes de ficción. Esto, el que estuviera
contando la verdad en el mismo tono en que narra sus mentiras, es notorio en
ese pasaje y en los que dedica a sus primeros trabajillos por Madrid, cuando su
padre lo quitó de la escuela. Ves allí a un Gregorio Olías adolescente, un Madrid
de cartelera repintada y solares llenos de yerbajos como aquellos por los que
paseaba con su galgo otro personaje de no sé qué novela suya.
Igual eso significa que la
imaginación es el estilo. Landero deja bien claro qué es eso del estilo con dos
fragmentos escogidos con candil, uno de Flaubert y otro de Scott Fitzgerald.
Algo así como decir: todo el camino viene a parar aquí, a este estudio, a estas
frases subrayadas. Todo lo que he contado no es más que el preludio del arduo
camino a la fuente Castalia, a beber esta agua pura. Y casi todo el libro está
a la altura del empeño, ciertamente. Esa condición “deshilvanada”, a él que
tanto le gustan las planificaciones, hace que el libro respire, sometido al
vaivén caprichoso de las asociaciones, coja y deje, vuelva y siga, aunque quizá
termine tres o cuatro páginas después de donde ya estaba del todo terminado. De
hecho los últimos capítulos son más recopilatorios y lexicográficos. Se
acumulan las largas y jugosoas enumeraciones, los recuerdos ya se desdibujan
tras la niebla de su interpretación, escasean las escenas. El escritor charla
en voz baja con su madre, le pregunta por la tía Ceferina, que se casó siendo
una cría con un señor muy serio que se la llevó a vivir al quinto pino, y un
día fueron al pueblo y el marido salió al balcón vestido con una sábana y soltó
un discurso al vecindario. Lo encerraron en un manicomio y poco después se
murió. Qué dijo este marido vidriera en su discurso, qué dicen todos los que
callan su fracaso y un día sufren una hemorragia de palabras que los desangra.
Esos son los personajes de este libro, el padre, el primo Paco, el marido de la
tía Ceferina, gente con ingenio y sin suerte. Lo dice el hijo, al que el padre
dio unas cuantas palizas para ver si se enderezaba y cogía los libros, de quien
llegó a desesperar y que luego, mira por dónde, ha llegado a ser uno de los
pocos novelistas respetados y con carrera estable que quedan en el país.
Luis Landero, El balcón en invierno, Tusquets, 2014, 245 pp.
No hay comentarios:
Publicar un comentario