Dos son los asuntos que trata La prisionera, a modo de contrapunto musical. El principal es todo un tratado sobre los celos: reales e irreales, del presente y del pasado (incluso del futuro), apacibles y morbosos, incluso incomprensibles, desde el momento en que también se puede tener celos de alguien a quien no se ama. Y eso porque los celos (esa «enfermedad de la imaginación», como decía Aleixandre, seguramente después de leer a Proust) no son consecuencia del amor sino de la posesión. Por eso este quinto volumen de En busca del tiempo perdido se titula La prisionera: Albertine vive de extranjis en París, en casa del narrador, quien duda si casarse o no con ella, algo a lo que se opone su madre y a lo que tampoco él le pone demasiadas ganas. Prefiere ser su Pigmalión, pulirla, educarla, poseerla como se posee una obra de arte, porque lo cierto es que, por muchos celos y de muchas clases que sienta, la verdad es que amor, lo que se dice amor, no se percibe en la actitud del narrador, a quien podríamos llamar Marcel porque es así como en dos ocasiones se llama a sí mismo, la una ficticia y la otra como si la ficticia se hubiera hecho real. El problema es que Albertine tiene vida propia: miente, sale con sus amigas, incluso flirtea con ellas, al menos en la retorcida mente del narrador, lo que da lugar al único acontecimiento de la novela. Albertine quiere ir a una soirée en casa de los Venturin, pero, cuando el narrador dice que irá con ella, la prisionera desiste de su propósito y prefiere aceptar la otra proposición que le hiciera su guardián, la de irse al Trocadero. Pero ambas propuestas se empañan con los celos: a casa de los Venturin irá la hija del músico Vinteuil, con quien el narrador sospecha que Albertine ha tenido algún lío, y en el Trocadero actuará Léa, conocida lesbiana con quien Albertine también podría tenerlo.
Aparte de algunas consideraciones sobre los celos especialmente perspicaces, por ejemplo que nos hacen sufrir nuestros mismos deseos inocentes imaginados en los otros («Nos parece inocente desear y atroz que el otro desee»), no está claro que, más allá de ese sentido de la posesión, el narrador quiera algo. ¿Qué quiere Pigmalión de Galatea? Quizá no sea más que una excusa para páginas brillantes, en especial las que reconstruyen el pasado a través de los sonidos, el excurso sobre el sueño, ese afecto por lo vulgar delicado que tan de moda se puso en la época, el pasaje de los vendedores que vocean con ritmo gregoriano, o la descripción de la sonata de Vinteuil o del mismo cuerpo de Albertine, visto por un amante tiquismiquis que disfruta más del sentido de la vista que del tacto.
Este es el asunto general de La prisionera, pero su contrapunto es la divertida historia del barón de Charlus. Si Albertine es todo gracia natural, Charlus es, sigue siendo, el pajarraco del volumen anterior, en este caso dignificado por los tejemanejes de los Verdurin, que son ciertamente peores que él. Charlus se lía con el violinista Morel, quien a su vez quiere casarse con la hija de Jupien, una humilde modistilla, para a través de ella tener acceso a otras modistillas y a otras amas de modistillas. Este Morel es un perfecto imbécil, incapaz de controlar sus impulsos, violento y con ese cinismo degradado que ni siquiera provoca la admiración que sí provoca el brillante Charlus. Pero Charlus comete un error: quiere que la soirée en casa de los Verdurin sea su propia fiesta, no la de los Verdurin, y consigue que los invitados desprecien a los anfitriones, lo que da lugar al episodio más novelesco del libro, la treta que preparan los Verdurin para dejar a Charlus en evidencia. Para ello se atraen al idiota de Morel y le calientan los oídos con lo que Charlus dice de él, y Charlus, capaz de montar un pollo ante quien sea, de despellejar en su misma cara a quien le pongan por delante, cae víctima, por primera vez, de sus propios sentimientos: no entiende lo que le han hecho, ni siquiera se altera ni se rebela, ni mucho menos se ensaña contra quienes le han tendido la trampa. El propio narrador (que se califica a sí mismo de cobarde por abandonar el barco cuando empieza la ejecución pública) no da crédito a la reacción del barón.
La escena, sin embargo, termina con la misma brillantez con la que Charlus solía exhibir su cinismo. La reina de Nápoles, que también había despreciado a la anfitriona, se ha dejado un abanico y, por pura elegancia, vuelve ella misma a recogerlo y presencia la humillación a Charlus, y es ella la que lo salva de la quema, lo rehabilita y lo hace salir de allí, si no triunfante, al menos desagraviado.
La novela vuelve entonces a Albertine y las dudas del narrador sobre cuándo es mejor dejarla. Lo que provocaba sus celos es que Albertine fuera parte del mundo en el que vive él; que Albertine, en fin, fuera como es él. Pero Albertine, como siempre, sin tramarlo, sin mala fe, con la misma naturalidad con la que aceptaba su reclusión, se adelanta y se larga, momento en que la novela termina y comienza la siguiente.
Hay otro detalle, una especie de bajo continuo que da cierto tono sombrío a la novela, en el que me he ido fijando casi sin querer: las continuas alusiones a la enfermedad y a la muerte. La muerte de Bergotte, que da para un espléndido excurso sobre la inmortalidad del artista, o las muchas alusiones a la enfermedad, desde los muchos yoes que va derribando la enfermedad hasta esa «noche prematura de mi vida» y a consideraciones que nos llevan al enfermo que escribía la novela: «La naturaleza no sabe apenas dar más que enfermedades bastante cortas, pero la medicina se ha abrogado el arte de prolongarlas».
Hay algunas más, y me tomé la molestia de subrayarlas porque quizá sea lo más real de toda la novela, lo que justifica tanta inmovilidad, tanta admiración, tanta indecisión, y hace que no nos parezca mero afán de brillantez lo que es la búsqueda de un último refugio.
Marcel Proust, La prisionera (En busca del tiempo perdido, 5), trad. Consuelo Berges, Alianza, 1987 (=1968), 450 p.