24.2.24

Laurel

Cuaderno de invierno, 66


«El invierno lo vuelve gandul al labrador», dice Virgilio, aunque también explica que es tiempo, entre otras faenas, de recoger bellotas y bayas de laurel, las dáphnides, como las llamaban los griegos. En casa siempre ha habido un macetón bien grande de laurel del que cortamos alguna rama para dejarla que se seque y cuando las hojas ya estén amarillentas y acartonadas echarlas a todos los guisos imaginables. La carne sin laurel nunca está buena; si se trata de cordero, ya es directamente incomestible. Antes las arrancábamos del árbol, que son más aromáticas, pero alguien nos contó que también pueden resultar más tóxicas, no sé. Con los años que lo llevábamos haciendo, ya nos habría entrado alguna enfermedad, porque no creo que aparte de la sal haya otro condimento que usemos tanto. Los recetarios hablan de un sabor entre dulce y amargo, lo que tampoco es decir mucho, pero también le encuentro un lejano toque como cítrico, en todo caso nada exótico, pariente de tomillos y ajedreas, de aromas de monte, intensos sin llegar a empalagosos. 
También es, claro, una planta enciclopédica, de Apolo a Fangio, de Dante a Garcilaso, con toda clase de efectos balsámicos y preventivos, aunque yo me quedo con lo que nos cuenta el doctor Laguna, quien, aparte de otras muchas curiosidades históricas y medicinales, dice que «el aceite laurino es admirable remedio contra la perlesía, contra el espasmo y contra todas las pasiones frías de los nervios», y se hace eco de un célebre pasaje de Suetonio: «Todos los escriptores confirman que el laurel jamás fue ni puede ser sacudido de rayo [«fulmine afflari negetur id genus frondis», dice el biógrafo]; por donde Tiberio César, siempre que sentía tronar, se ponía en la cabeza una guirnalda laurina». Y debe de ser cierto porque aquí truena con alma y no hay tormenta que no parta un árbol del río, y estamos rodeados de aguas que conducen la electricidad y copas altas que se menean, y se mueven los gatos y las palomas y ahí mismo hay un cercado con ganado menor, y sin embargo nunca un rayo ha lastimado siquiera una rama ni nos ha cortado la luz. Tengo que preparar, para estar aún más seguros, sendas coronas de laurel que encasquetarnos cuando se ilumine el cielo, con un frasco de aceite de bayas machacadas, que, según dice Laguna, «descarga maravillosamente el celebro». Falta nos hace.

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