Entre las agradables sorpresas que nos ha deparado la ampliación del Museo del Prado destaca el hecho de que por fin los siglos XIX y XX se ven obligados a codearse con el arte de siempre. Francis Bacon, por ejemplo, había sido hasta ahora carne (nunca mejor dicho) de museo de arte contemporáneo, protegido siempre por esa estética del mal rollo que atravesó el siglo XX como una aguja sin desinfectar. Ahora Bacon no tiene al lado los rigores vanguardistas entre los que destacaba por una simple cuestión de oficio. Ahora su competencia es mucho más dura. Nada más salir de una sala llena de grandes cuadros morbosos, sádicos, el paseante se da de bruces con la Venus de Medici, con sátiros que bailan y cabezas de mármol bruñido detenidas en lo más profundo de su gloria. Sales de esa orgía de la reinterpretación y del refrito, de esa exhibición de angustias fingidas, protocolarias, de esos códigos de conducta torturada que tan bien quedaban en las salas de subasta, y te metes a una cámara de silencio en la que los cuerpos llaman a ser tocados y auscultados y las tres dimensiones hacen trizas la imagen tópica ideal de las fotografías. De ideal nada. Esos cuerpos están vivos, llenos de purezas e impurezas, de ilusiones y resentimientos. Esa Venus pensativa cuyos pliegues endulzan la descarnada humanidad de la figura está infinitamente más cerca de nosotros que las chuletas de ser humano en las que Bacon se rebozaba con delectación de diletante con alguna perversión freudiana. En el caso de Bacon, es llamativo constatar cómo, además, siempre se le pidió eso, y que cuando tuvo algún somero rapto de apertura, alguna tentación de pintar al hombre y no sus despojos, los críticos se le tiraron al cuello porque había violado la sagrada norma del pesimismo bursátil. "Reflexivo", decían ellos.
Nunca había pensado así de Bacon. Ni lo habría pensado con esta crudeza (un reflejo de la suya, en todo caso) si sus cuadros hubieran sido expuestos en salas beuys del Reina Sofía, entre una escombrera de pinturas matéricas y esa desesperación por huir del placer que en el fondo yo creo que va a ser la que quede del siglo XX. Hace veinte años, todo lo que fuera perturbador y repulsivo llevaba colgando la etiqueta crítica de lo admisible. De pronto esa Venus gloriosamente desnuda (y mutilada) es un grito más desgarrador, más limpio y menos endogámico que las ideas horrorosamente simples del artista del siglo XX, siempre obsesionado con ser el último. Con cada nueva exposición, estos artistas, con el subidón del triunfo, soñaban con un paisaje artístico devastado. Los pones junto a una máscara del siglo I y queda claro que sólo estaban jugueteando.
Nunca había pensado así de Bacon. Ni lo habría pensado con esta crudeza (un reflejo de la suya, en todo caso) si sus cuadros hubieran sido expuestos en salas beuys del Reina Sofía, entre una escombrera de pinturas matéricas y esa desesperación por huir del placer que en el fondo yo creo que va a ser la que quede del siglo XX. Hace veinte años, todo lo que fuera perturbador y repulsivo llevaba colgando la etiqueta crítica de lo admisible. De pronto esa Venus gloriosamente desnuda (y mutilada) es un grito más desgarrador, más limpio y menos endogámico que las ideas horrorosamente simples del artista del siglo XX, siempre obsesionado con ser el último. Con cada nueva exposición, estos artistas, con el subidón del triunfo, soñaban con un paisaje artístico devastado. Los pones junto a una máscara del siglo I y queda claro que sólo estaban jugueteando.