25.6.09

Recreo

Me repito un poco, pero es que aún no había dicho en el DDT mis propósitos para este verano, así que la columna que aparece hoy jueves en el periódico viene a ser como alguna de las bernardinas últimas que colgué aquí


Llevo un año viviendo en el siglo XIX. Oigo los cascos de los caballos que pasean por la calle, y las vendedoras de pavos que se arremolinan en la plaza del Mercado, justo en el momento en que por fin se decidió cubrirlo de adoquines. Los tablajeros arrastran cuartos de vaca por el barro, las familias pudientes montan bailes en el Casino Mercantil, en los periódicos hay vivos debates sobre esto y aquello, siempre dividido en dos, el esto de los progresistas y el aquello de los conservadores. España entera presumía de ser leal a sus ideas, es decir, de perdonar las tropelías que pudieran cometer los suyos. Pero por lo menos no había luz eléctrica. Galdós añora de vez en cuando los tiempos de antes de las farolas, cuando al atardecer sucedía el silencio y la noche oscura. Cuando pasaba un hecho grave, o había que dar una noticia urgente, las cartas de caligrafía redondilla tenían que ir en una diligencia hasta Calatayud, que como era una subcontrata y quería cumplir los horarios, se saltaba pueblos o arreaba las caballerías a todo meter, tanto que provocaba quejas airadas de viajeros que volaban aterrorizados a veintitantos kilómetros por hora. Salvando la velocidad, más o menos como ahora. Las fiestas de julio, en fin, eran como antes del bakalao, o como volverán a ser si es que la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Aragón no se queda en agua de borrajas.

El propósito de leer tanta novela decimonónica era ir empapando mis oídos con aquella vida sin tecnología. En 1885, el año que murió Alfonso XII, Teruel era una ciudad apacible tomada por la muerte. Un cólera cuya propagación seguía siendo un misterio entraba por el hilo de cochambre que unía entonces a la población. Si algo malo tenía el siglo XIX es que la gente olía mal, no había una buena red de saneamiento y los cerdos se criaban en las azoteas de los edificios. No había conciencia de virus, de modo que seguir vivo podía ser una perfecta lotería. La gente pisaba con toda naturalidad boñigas de mamífero que podían significar su muerte fulminante.

Ha sido muy divertido leer todo eso. Pero ahora hay que escribirlo. Será, si no se tuerce la cosa (y si se tuerce qué le vamos a hacer) el contenido del nuevo folletín, el quinto ya, el próximo mes de agosto. Hasta entonces, creo que voy a dejar de darles la paliza con las bernardinas y voy a retirarme a mis aposentos, a ver qué se me ocurre.

17.6.09

Baño


Otra vez Sorolla. En el plazo de un año hemos podido ver una deliciosa exposición de miniaturas en Burgos, la monumental de la Hispanic Society, que ya glosamos aquí, y ahora, en el Museo del Prado, un muy abundante recorrido por toda su obra, incluidos los paneles regionales que ya vimos en Valencia. Da la impresión no solo de que ya se le ha perdonado ser un pintor figurativo sino de que los modernos incluso babean con su época fauve. No sé si puede montarse una exposición tan deslumbrante de la obra de Zuloaga, de modo que podríamos ir deshaciendo la parejita: Zuloaga era el 98, el pesimismo, la seriedad encapotada, y Sorolla era el colorido modernista, un baño con grandes luminarias por las que asoman matas de geranios, alicatados blancos y amarillos y paredes teñidas de azul. Esa pintura burguesa que los pacatos de la modernidad no soportaban porque sufrían fotofobia espiritual: demasiada luz, demasiada belleza, demasiado poco mal rollo.
El visitante, ahora, puede ver cómo esa valencianidad tan luminosa es en cambio un halo de comprensión y de verdad. Hay un cuadro que quizá resuma lo que quiero decir: en una playa mediterránea, un fraile vestido de negro acompaña a una parva de muchachos que se bañan en las aguas tibias y algo turbias de la orilla. Entre los niños hay muchos ciegos y tullidos, su carne blanca sin salud, apoyados en muletas de palo, en el momento en que la luz intensa y la brisa del mar les van dando un poco de color en sus pieles de criaturas abandonadas. Sólo el cielo y el mar los bendicen, pero ellos están contentos, casi se les oye gritar cuando sienten el primer frío de la espuma y chapotean y se tiran agua unos a otros. La realidad es la enfermedad y es la miseria, pero también el sol, la algarabía.
Impresionado quizá por ese cuadro, luego tuve parecida sensación con el famoso baño del caballo, y con las odaliscas de carne verosímil, y con las niñas que sonríen bajo el sol. Las madres duermen felices y desmejoradas. Los pescadores son héroes griegos que ganan un jornal mísero. En las postales folclóricas hay siempre algún rostro terrible, en medio de las flores nos perturba la resignación. Las vidas están más claras, su intimidad mejor iluminada. Las figuras están, más que bañadas, redimidas por la luz.

14.6.09

Preparativos de viaje

Quedan quince días para que empiece La enfermedad sospechosa, título provisional del folletín de este verano. Casi he terminado de leer cuanto me había propuesto. Los recortes de prensa y las notas de las lecturas ya están a punto. Tengo ya seguras dos o tres líneas flotantes, es decir, ideas para el argumento que, en el caso de que no me salga nada mejor, podrían sostener perfectamente la narración. Este año el problema no es llegar al final, porque la materia es mucha, aunque sería triste agarrarme a la pura verdad a falta de buenas fábulas con que contarla. De momento somos fundamentalistas de la ficción.

El título provisional podría ser La enfermedad sospechosa pero también El huésped del Ganges o incluso El morbo asiático, porque de las tres maneras llamó el periodismo de 1885 a la última epidemia de cólera que ha sacudido España, y que se cebó con especial saña en todo el Levante (se propagó a raíz de un terremoto en Murcia), buena parte de Aragón y lo que antiguamente se llamó Castilla la Vieja. El propio Alfonso XII, que moriría en noviembre de ese mismo año, se paseó por el lazareto de Aranjuez para pasmo de cuantos creían que una naturaleza tan floja no podría resistir la invasión. Esa invasión la resistió, aunque durase poco. El que no la resistió, pero también murió en noviembre, fue Francisco Loscos, ilustre botánico que a la sazón compartía su ciencia desde la Agencia de Castelserás a todo el mundo botánico civilizado. Se conservan unas cartas muy emocionantes en las que Loscos relata cómo se pasa las jornadas mezclando recetas mientras la epidemia se recrudece vertiginosa y violenta, mientras la muerte pasa por sus dedos.

La cuestión es más interesante si se piensa que muchos médicos de aquella época huían como ratas cuando el cólera pisaba sus dominios. Algunas órdenes mendicantes (los hermanos de San Juan de Dios y los franciscanos capuchinos, muy especialmente) se zambullían en aquel infierno para consolar moribundos y jugarse el pellejo, porque aún no estaba claro qué había que hacer para protegerse de la enfermedad. La discusión entre virus y miasmas llegó hasta Ramón y Cajal y el célebre doctor Ferrán, cuya polémica sobre cómo curar el cólera sigue poniendo los pelos de punta.

Este es el ambiente en el que se desarrolla la historieta, de la que, por supuesto, no voy a decir ni pío, salvo que, así como hace dos años el folletín se subtitulaba Folletín modernista por entregas, este año será un Folletín naturalista por entregas. La idea de jugar con el naturalismo no es un método, pero sí un punto de referencia. Ya sabemos que nada de eso se tiene luego en cuenta, pero viene muy bien para amueblar la concentración.

Lo que no haré este año es publicar los capítulos a medida que los escriba, sino, si acaso, la crónica de su escritura, que seguramente resultará más entretenida. De momento intentaré desperezarme de estos largos meses de no escribir más que lo imprescindible para el DDT. Hace calor. Pronto terminará junio. Llega el Tour.

13.6.09

Pardo Bazán, La madre naturaleza

Acabo de leer La madre naturaleza, precioso título de una pésima novela de Pardo Bazán, sobre todo si poco antes acabas de leer Teresa Raquin, de Zola, o entretienes los viajes en metro con Josef Winkler. La novela es mala porque está muerta. Es un caso clínico de escritor que se siente por encima de lo que escribe; que, más que partir de un método científico para escribir, rellena una herrumbrosa partitura, en cada uno de cuyos movimientos la autora no tiene más ambición que lucirse. No hay punto de comparación con Galdós. En Galdós todo está vivo, el lector es transportado sin conciencia de tiempo y sin que ninguno de los infinitos detalles parezca superfluo ni mucho menos un ejercicio de retórica vacía. La madre naturaleza es una lección dictada por una señora un poco plasta que demuestra no entender el fondo de lo que está contando. Galdós, con Tristana, le daría sopas con honda. En la novela de Pardo Bazán hay una niña estúpida, un estudiante de anuncio de turrón y un viejo verde, Gabriel, tío de la niña, con la que se quiere casar. Es una versión de la fábula de Polifemo y Galatea llena de tecnicismos agropecuarios, tiesa de apresto, almidonada de teoría, asfixiada por la convicción con que escribe la señora Pardo. A veces es gracioso porque hay momentos en que la narración exige cambios de proporciones que la autora le niega con inflexibilidad de Rotenmeyer. En esas –pocas- ocasiones, cuando se exige un tramo de acción continuada, o incluso cuando un diálogo ha prendido y es el momento de desarrollar sus posibilidades dramáticas, Pardo Bazán lo alicata todo de su idea de la novela científica. Todo es previsible, pero antes de que llegue te tienes que zampar un paisaje de juego floral, o cientos de aclaraciones y opiniones gratuitas que te acaban dejando dolor de cabeza porque la lógica de la lectura invita a los ojos a una velocidad que le niega constantemente la severa dama.

Este Polifemo debería ser un elegante señor de provincias, un hombre poderoso que cree parte de sus atribuciones casarse con la hija de su hermana, Nucha, la de Los Pazos de Ulloa. Pero resulta que es un sosainas, y que entre tanta fronda retórica apenas tiene tiempo para frases que en un contexto dramático serían interesantes y aquí suenan ridículas. La escritora era demasiado de derechas como para explicar con crudeza otra cosa que no fuera el aspecto de sus despreciadas campesinas. Galdós es otra prueba de que la compasión no está reñida con la verdad; al contrario, se aproxima más a ella porque trata de verla desde los ojos vivos de sus personajes, no desde unos doctos lentes de condesa.

Se podría decir que es la prosa de la época. Pero el caso es que no estamos hablando de prosa. La oratio numerosa de Pardo Bazán es impecable pero redicha. El problema no es ese. También algunas obras de Pereda se duermen en la suerte pero hay en ellas otro tipo de aliento. El problema está en la circulación de la sangre. El naturalismo necesitaba cierta imperfección que no se puede impostar, que nace de la urgencia, de la tensión al narrar. El narrador naturalista no puede andar explicándonos nada. Debe limitarse, como dice Zola, como hace cualquier buen novelista, a describir. Su escritura es urgente, mirad lo que está pasando, y al mismo tiempo minuciosa, acumulativa, en una retórica de inventario que sin embargo tiene siempre sus propias reglas narrativas. Modernamente hemos dejado que pasasen por alardes lo que no eran sino hipertrofias, sin pensar que el verdadero alarde no consiste en cumplir un programa previo ni en exhibirse sino en entregarse a lo narrado, en darle vida.

Y eso no sólo es independiente de las épocas sino muy frecuente en la novela que Pardo Bazán leía y que trataba de imitar de manera científica. Lo peor es eso, que en lo claro que lo tiene todo da la exigua medida real de su talento. No obstante, al final la novela corre un poco más, digamos que como los caballos cuando barruntan la cuadra, y en ese tramo más intenso y dialogado está lo que debería haber sido la novela desde el principio. Más que encontrar un final ad hoc, hubiésemos querido que la autora se hubiera encontrado con un tono con el que rescribir entera la novela.

En ese final hay un monólogo sorprendente, un fragmento que se sale de la pulcritud apelmazada del resto para entrar en un territorio mucho más moderno. Casi al final, cuando ha conseguido mandar al joven pretendiente lejos de la muchacha, Gabriel tiene un arranque en el que ya se huele al Augusto Pérez de Unamuno, pero también a esos personajes de Turguéniev que cambiaron, esos sí, el rumbo de la novela en Europa. No sería este mal momento para leer Padres e hijos.

El fragmento de marras dice así:

La verdad es que deseaba estar solo, como todos los que lidian con preocupaciones muy serias. Pesado silencio llenaba la salita, y lo interrumpía sólo el zumbido de un moscardón, que se aporreaba la cabeza contra los vidrios de la ventana. Gabriel Pardo acercó su silla a la mesa, y apoyando en esta los codos, dejó caer sobre las palmas de las manos la frente, experimentando algún consuelo al oprimirse los párpados y las sienes doloridas. Ni él mismo sabía por qué, después de dos o tres días de febril actividad, de lucha encarnizada con una situación espantosa, le entraba ahora tan inmenso desaliento, tales ganas de echarlo todo a rodar, meterse en un coche y volverse a Santiago, a Madrid...

Tres noches llevaba sin dormir y tres días sin comer casi, y tal vez por culpa de la vigilia y abstinencia le parecía en aquel instante que su cerebro estaba reblandecido, y que sus ideas eran como esos círculos que hace en el agua la piedra arrojadiza; no tenían consistencia alguna. A fuerza de encontrarse frente a frente, de lidiar cuerpo a cuerpo con uno de los problemas más tremendos que pueden acongojar a la razón humana, ya había perdido la brújula, y el desbarajuste de su criterio le amedrentaba. -Vamos a ver (y era la centésima vez que repetía aquel soliloquio mental). Aquí se han tronzado moralmente dos existencias; se les ha estropeado la vida a dos seres en la flor de la edad. Los dos se causan horror a sí mismos; los dos se creen reos de un crimen, de un pecado espantoso... y los dos, bien lo veo, seguirán queriéndose largo tiempo aún. ¿Son delincuentes en rigor? Por de pronto, que no lo sabían; pero supongamos que lo supiesen, y así y todo... No, dentro de la ley natural, eso no es crimen, ni lo ha sido nunca. Si en los tiempos primitivos, de una sola pareja se formó la raza humana, ¿cómo diantres se pobló el mundo sino con eso? ¡Ea, se acabó; está visto que yo no tengo lo que llaman por ahí sentido moral! ¡A fuerza de lecturas, de estudiar y de ejercitar la razón, me he acostumbrado a ver el pro y el contra de todas las cosas...! ¡Me he lucido! Lo que la humanidad encuentra claro como el agua, lo que un niño puede resolver con las nociones aprendidas en la escuela, a mí me parece hondísimo e insoluble... Sólo en el primer momento, guiado por mi instinto, procedo con lógica; así cuando quería matar a Perucho; entonces era yo un hombre resuelto, no un divagador miserable; pero, ¿cuánto me dura a mí esa fuerza, esa convicción? Diez minutos; el tiempo que tardo en echarme a filosofar sobre el asunto y empezar con porqués, con atenuaciones, indulgencias y tolerancias... ¡El cáncer que me roe a mí es la indulgencia, la indulgencia! ¿Me casaría yo, aunque fuese lícito, con una de mis hermanas? No, y estoy disculpando el incesto. Como aquella vez que encontré mil excusas a la cobardía del famoso Zaldívar, el que se guardó varios bofetones y no quiso batirse... ¡y luego tuve que echármelas yo de matón para que no se figurasen que defendía causa propia! Aún me río... ¡Cómo me puse cuando el otro botarate de Morón me dijo con mucha soflama que era cómodo tener ciertas teorías a mano...! Aún se deben acordar en el café de la que allí se armó... ¡Ay, y qué cansado estoy de estas dislocaciones de la razón, de este afán de comprenderlo y explicarlo todo! La calamidad de nuestro siglo. Quisiera tener el cerebro virgen, ¡qué hermosura! ¡Pensar y sentir como yo mismo; con energía, con espontaneidad, equivocándome o disparatando, pero por mi cuenta! Ese montañés me ha inspirado simpatía, cariño, envidia, admiración. Él se cree el hombre más infeliz de la tierra, y yo me trocaría por él ahora mismo... ¡Con qué sinceridad y entereza siente, piensa y quiere! Vamos, que ya daría yo algo por poder decir con aquella voz, aquel tono y aquella energía: -¿Soy algún perro para no creer en Dios?

10.6.09

Atrezzo

Las recreaciones históricas que triunfan por nuestros pueblos ya no sólo se dedican a la Edad Media fantasiosa y belenita, ni a imitar los juegos patrióticos americanos que conmemoran la Guerra de Secesión. Para empezar, ya no recrean algo de hace más de cien años, sino que se visten como quizás algún abuelo del pueblo fue vestido alguna vez. En un pueblo de Polonia se recrea la Segunda Guerra Mundial con miles de turistas que sonríen y hacen fotos a un destacamento nazi. En Torre de Arcas, asociaciones que se dedican a estos menesteres teatrales llevan varios años tomando el pueblo y disparando tiros bajo el balcón de quien quizás entonces salvó el pellejo de milagro, y aún está vivo. Los actores no se visten de delatores, de asesinos o de muertos de miedo, de hambrientos ni de desesperados. Son a la realidad lo que las películas americanas de los años 50 a la II Guerra Mundial. El juego consiste no en meterse en la historia sino en el celuloide, en jugar a ser partícipes de una ficción que representa, como una fiesta dominical, una barbaridad cuyos estragos aún no están limpios del todo. Es más, nos ponemos de acuerdo en la memoria histórica y al mismo tiempo la relegamos a su lejana condición de mito histórico, de juego infantil.

No juzgo; contemplo. Loores sean dadas a los organizadores de tan turísticos eventos y que cada cual se divierta como mejor le pete. Pero no deja de ser curioso que en vez de compañías ambulantes de teatro ahora rueden por los pueblos grupos que representan ante sus vecinos lo peor, lo más triste y doloroso de su propio pasado. La Memoria Histórica no consiste en que aún te duelan las balas, y estos grupos levantinos se las ven que ni pintadas cuando se trata de disfrazarse, aparte de que en su afición hiperrealista desarrollan una interesante labor de atrezzo y vestuario que puede resultar hasta instructiva. Son ciudadanos de la época del rol. Juegan a estar viviendo una aventura que ha sido previamente desinfectada de todo lo que pueda herir la sensibilidad del espectador. La mejor manera de superar las llagas del pasado y montar una buena compañía es, como al principio, que yo era el indio y tú el vaquero, y tú ahora te morías porque yo ya me he muerto antes. En estos casos el Ayuntamiento es esa madre que interrumpe el juego para que todos vayamos a merendar.

Diario de Teruel, 11 de junio de 2009

3.6.09

Vaca

Todavía llevo encogido el corazón de ver las obscenas fotos que publicó el martes pasado este diario. Todavía me produce escalofríos la imagen de la vaca muerta en Linares de Mora, recién parida, la vulva deshecha y tumefacta, como si a base de estirones y mordeduras los buitres hubieran intentado sacarle las tripas, y el ternerillo, a su lado, al final de un reguero de placenta ensangrentada, herida la párvula boca, porque al primer vagido le arrancaron la lengua a picotazo limpio.

La crudeza naturalista de aquellas imágenes nos aflige porque las vacas tienen alma. Ves un coleóptero y no sientes nada, pero con los mamíferos es fácil identificarse. Una vez consulté con una mujer que se había criado entre vacas y me dijo que desde que habíamos entrado en la Unión Europea las vacas eran más estúpidas. Claro que ella hablaba de las pobres vacas lecheras, que, más que tontas, parecen haber renunciado a plantearse fríamente su penosa situación de nodrizas enjauladas. Las vacas que se crían en el campo abierto y matan moscas con el rabo adoptan actitudes más comprensibles, dicen mucho con los ojos, y no es igual su indiferencia cuando pasa el tren que cuando al lado tienen un becerro que no se puede aún tener en pie. Su maternidad es proverbial. En una postal no puedes poner a un buitre regurgitando la lengua de un ternero para dar de comer a sus crías, pero una vaca es síntoma de sosiego pintoresco, de buena salud.

Ni tampoco quisiera haber estado en el pellejo de la veterinaria que acudió a socorrerla y se encontró a cien buitres polvorientos con los picos rojos de carne. Cualquiera se mete con ellos. La naturaleza tiene sus normas y cuando no hay carroña los carroñeros se adaptan a escape. Atacan a todo lo que no se mueve, esté vivo o muerto, como sabe cualquiera que haya leído novelas de vaqueros o esos tebeos en los que el explorador agita los brazos para que los buitres no lo tomen por fiambre antes de tiempo. Las que no se adaptan son las vacas, pobrecicas, y por eso urge volver al burro muerto de Buñuel, a los esqueletos desperdigados, y levantar de una vez, que ya va siendo hora, el artificioso protocolo de las vacas locas. Esa pobre vaca muerta en el momento más hermoso de su vida seguramente ya no sirve ni para filetes. Los buitres se la comerán entera. No dejarán ni la lengua, con lo rica que está.