Acabo de leer La madre naturaleza, precioso título de una pésima novela de Pardo Bazán, sobre todo si poco antes acabas de leer Teresa Raquin, de Zola, o entretienes los viajes en metro con Josef Winkler. La novela es mala porque está muerta. Es un caso clínico de escritor que se siente por encima de lo que escribe; que, más que partir de un método científico para escribir, rellena una herrumbrosa partitura, en cada uno de cuyos movimientos la autora no tiene más ambición que lucirse. No hay punto de comparación con Galdós. En Galdós todo está vivo, el lector es transportado sin conciencia de tiempo y sin que ninguno de los infinitos detalles parezca superfluo ni mucho menos un ejercicio de retórica vacía. La madre naturaleza es una lección dictada por una señora un poco plasta que demuestra no entender el fondo de lo que está contando. Galdós, con Tristana, le daría sopas con honda. En la novela de Pardo Bazán hay una niña estúpida, un estudiante de anuncio de turrón y un viejo verde, Gabriel, tío de la niña, con la que se quiere casar. Es una versión de la fábula de Polifemo y Galatea llena de tecnicismos agropecuarios, tiesa de apresto, almidonada de teoría, asfixiada por la convicción con que escribe la señora Pardo. A veces es gracioso porque hay momentos en que la narración exige cambios de proporciones que la autora le niega con inflexibilidad de Rotenmeyer. En esas –pocas- ocasiones, cuando se exige un tramo de acción continuada, o incluso cuando un diálogo ha prendido y es el momento de desarrollar sus posibilidades dramáticas, Pardo Bazán lo alicata todo de su idea de la novela científica. Todo es previsible, pero antes de que llegue te tienes que zampar un paisaje de juego floral, o cientos de aclaraciones y opiniones gratuitas que te acaban dejando dolor de cabeza porque la lógica de la lectura invita a los ojos a una velocidad que le niega constantemente la severa dama.
Este Polifemo debería ser un elegante señor de provincias, un hombre poderoso que cree parte de sus atribuciones casarse con la hija de su hermana, Nucha, la de Los Pazos de Ulloa. Pero resulta que es un sosainas, y que entre tanta fronda retórica apenas tiene tiempo para frases que en un contexto dramático serían interesantes y aquí suenan ridículas. La escritora era demasiado de derechas como para explicar con crudeza otra cosa que no fuera el aspecto de sus despreciadas campesinas. Galdós es otra prueba de que la compasión no está reñida con la verdad; al contrario, se aproxima más a ella porque trata de verla desde los ojos vivos de sus personajes, no desde unos doctos lentes de condesa.
Se podría decir que es la prosa de la época. Pero el caso es que no estamos hablando de prosa. La oratio numerosa de Pardo Bazán es impecable pero redicha. El problema no es ese. También algunas obras de Pereda se duermen en la suerte pero hay en ellas otro tipo de aliento. El problema está en la circulación de la sangre. El naturalismo necesitaba cierta imperfección que no se puede impostar, que nace de la urgencia, de la tensión al narrar. El narrador naturalista no puede andar explicándonos nada. Debe limitarse, como dice Zola, como hace cualquier buen novelista, a describir. Su escritura es urgente, mirad lo que está pasando, y al mismo tiempo minuciosa, acumulativa, en una retórica de inventario que sin embargo tiene siempre sus propias reglas narrativas. Modernamente hemos dejado que pasasen por alardes lo que no eran sino hipertrofias, sin pensar que el verdadero alarde no consiste en cumplir un programa previo ni en exhibirse sino en entregarse a lo narrado, en darle vida.
Y eso no sólo es independiente de las épocas sino muy frecuente en la novela que Pardo Bazán leía y que trataba de imitar de manera científica. Lo peor es eso, que en lo claro que lo tiene todo da la exigua medida real de su talento. No obstante, al final la novela corre un poco más, digamos que como los caballos cuando barruntan la cuadra, y en ese tramo más intenso y dialogado está lo que debería haber sido la novela desde el principio. Más que encontrar un final ad hoc, hubiésemos querido que la autora se hubiera encontrado con un tono con el que rescribir entera la novela.
En ese final hay un monólogo sorprendente, un fragmento que se sale de la pulcritud apelmazada del resto para entrar en un territorio mucho más moderno. Casi al final, cuando ha conseguido mandar al joven pretendiente lejos de la muchacha, Gabriel tiene un arranque en el que ya se huele al Augusto Pérez de Unamuno, pero también a esos personajes de Turguéniev que cambiaron, esos sí, el rumbo de la novela en Europa. No sería este mal momento para leer Padres e hijos.
El fragmento de marras dice así:
La verdad es que deseaba estar solo, como todos los que lidian con preocupaciones muy serias. Pesado silencio llenaba la salita, y lo interrumpía sólo el zumbido de un moscardón, que se aporreaba la cabeza contra los vidrios de la ventana. Gabriel Pardo acercó su silla a la mesa, y apoyando en esta los codos, dejó caer sobre las palmas de las manos la frente, experimentando algún consuelo al oprimirse los párpados y las sienes doloridas. Ni él mismo sabía por qué, después de dos o tres días de febril actividad, de lucha encarnizada con una situación espantosa, le entraba ahora tan inmenso desaliento, tales ganas de echarlo todo a rodar, meterse en un coche y volverse a Santiago, a Madrid...
Tres noches llevaba sin dormir y tres días sin comer casi, y tal vez por culpa de la vigilia y abstinencia le parecía en aquel instante que su cerebro estaba reblandecido, y que sus ideas eran como esos círculos que hace en el agua la piedra arrojadiza; no tenían consistencia alguna. A fuerza de encontrarse frente a frente, de lidiar cuerpo a cuerpo con uno de los problemas más tremendos que pueden acongojar a la razón humana, ya había perdido la brújula, y el desbarajuste de su criterio le amedrentaba. -Vamos a ver (y era la centésima vez que repetía aquel soliloquio mental). Aquí se han tronzado moralmente dos existencias; se les ha estropeado la vida a dos seres en la flor de la edad. Los dos se causan horror a sí mismos; los dos se creen reos de un crimen, de un pecado espantoso... y los dos, bien lo veo, seguirán queriéndose largo tiempo aún. ¿Son delincuentes en rigor? Por de pronto, que no lo sabían; pero supongamos que lo supiesen, y así y todo... No, dentro de la ley natural, eso no es crimen, ni lo ha sido nunca. Si en los tiempos primitivos, de una sola pareja se formó la raza humana, ¿cómo diantres se pobló el mundo sino con eso? ¡Ea, se acabó; está visto que yo no tengo lo que llaman por ahí sentido moral! ¡A fuerza de lecturas, de estudiar y de ejercitar la razón, me he acostumbrado a ver el pro y el contra de todas las cosas...! ¡Me he lucido! Lo que la humanidad encuentra claro como el agua, lo que un niño puede resolver con las nociones aprendidas en la escuela, a mí me parece hondísimo e insoluble... Sólo en el primer momento, guiado por mi instinto, procedo con lógica; así cuando quería matar a Perucho; entonces era yo un hombre resuelto, no un divagador miserable; pero, ¿cuánto me dura a mí esa fuerza, esa convicción? Diez minutos; el tiempo que tardo en echarme a filosofar sobre el asunto y empezar con porqués, con atenuaciones, indulgencias y tolerancias... ¡El cáncer que me roe a mí es la indulgencia, la indulgencia! ¿Me casaría yo, aunque fuese lícito, con una de mis hermanas? No, y estoy disculpando el incesto. Como aquella vez que encontré mil excusas a la cobardía del famoso Zaldívar, el que se guardó varios bofetones y no quiso batirse... ¡y luego tuve que echármelas yo de matón para que no se figurasen que defendía causa propia! Aún me río... ¡Cómo me puse cuando el otro botarate de Morón me dijo con mucha soflama que era cómodo tener ciertas teorías a mano...! Aún se deben acordar en el café de la que allí se armó... ¡Ay, y qué cansado estoy de estas dislocaciones de la razón, de este afán de comprenderlo y explicarlo todo! La calamidad de nuestro siglo. Quisiera tener el cerebro virgen, ¡qué hermosura! ¡Pensar y sentir como yo mismo; con energía, con espontaneidad, equivocándome o disparatando, pero por mi cuenta! Ese montañés me ha inspirado simpatía, cariño, envidia, admiración. Él se cree el hombre más infeliz de la tierra, y yo me trocaría por él ahora mismo... ¡Con qué sinceridad y entereza siente, piensa y quiere! Vamos, que ya daría yo algo por poder decir con aquella voz, aquel tono y aquella energía: -¿Soy algún perro para no creer en Dios?