28.9.10

Elogio de Italia


Virgilio, Geórgicas, II, vv. 136-176

Mas ni los bosques medos, su riquísima tierra,

ni el célebre Ganges ni el Hermo turbio de oro

igualan a Italia en fama, ni tampoco

el Bactra ni la India ni toda la Pancaya,

en arenas cargadas de incienso tan rica .

No araron estas tierras los toros que echan fuego,

sembradas con los dientes de una hidra monstruosa;

no erizó de yelmos ni apretadas lanzas

estas tierras ninguna cosecha de guerreros,

pero están repletas de fecundos cereales

y del jugo de Baco, allá en el monte Másico.

Las pueblan los olivos, los ganados untuosos.

Corcel batallador de aquí se lanza al llano,

altiva la testuz. De aquí blancos rebaños

y el toro, la víctima mayor, ¡oh Clitumno!,

bañados a menudo en tus sagradas aguas,

triunfos romanos hasta el templo trasladaron.

Aquí la primavera es estación constante

y es verano incluso en los meses impropios:

dos partos los ganados, dos cosechas los árboles.

No hay aquí rabiosos tigres ni la estirpe

feroz de los leones, ni al ir a recogerlas

las hierbas al incauto engañan con veneno.

Ni la sierpe arrastra enormes roscos escamosa

ni se encoge luego en largas espirales.

Suma a esto tantas ciudades de renombre,

el ímprobo trabajo de las obras, y tanta

fortaleza en áspera peña levantada

por la mano del hombre, y los ríos que corren

bajo antiguos muros. ¿Y habré de recordar

el mar que al alba baña, el agua que al ocaso?

¿Quizá los grandes lagos? ¿A ti, gran lago Laro,

y a ti que te encrespas, Benaco, en oleajes

y estrépito propios del mar? ¿Recordaré

los puertos y los diques en el lago Lucrino,

las aguas que se indignan estruendosas, allí

donde resuena la onda Julia muy a lo lejos,

el mar ya rechazado, y el bravo Tirreno

se precipita hasta los brazos del Averno?

Ríos de plata, minas de cobre por sus venas

ofreció esta tierra, y a chorros el oro.

Engendró una recia estirpe de guerreros,

los marsos, el austero ligur, la juventud

sabélica y los volscos que tiran con venablo,

y a los Decios, los Marios y los magnos Camilos,

a Escipiones duros de batir, y a ti, César,

el más grande de todos, que en este momento

campeas victorioso en el confín del Asia

y apartas del cuartel romano al indio imbele.

Salve, tierra saturnia, gran madre de las mieses,

gran madre de los héroes. Emprendo en tu honor

este arte de prestigio antiguo, me atrevo

a abrir fuentes sagradas, y entono en honor

de ciudades romanas el canto de Ascreo.

25.9.10

El sentimiento de la pintura, 2

La parte más interesante de El sentimiento de la pintura, al menos la que a mi juicio plantea las cosas de modo más claro y contundente (de forma más acabada y más entera, para decirlo en términos pictóricos), es el hermoso tríptico ‘El silencio de arte’, con sus tres estaciones en el camino del conocimiento: desesperación, santidad y silencio. El texto se puede consultar en el blog Ramón Gaya, y es el paso natural para acceder a esa pequeña obra maestra que es Velázquez, pájaro solitario. En Velázquez confluyen siempre todas las aspiraciones artísticas de Ramón Gaya. Esa serenidad, esa sobrehumana comprensión, el estar más allá de pasiones y desesperaciones, de sentimientos y resentimientos, la capacidad de desnudar el alma de lo retratado, entrar en ella sin hacerle perder la dignidad, antes bien elevándola categoría de ser superior, intensamente, densamente real, pero no captado a merced de sus circunstancias sino a merced de sí mismo.

Yo creo que a todo eso habría que llamarlo piedad. No me refiero a compasiones fariseas sino a la piedad virgiliana, la doble piedad virgiliana, deberíamos decir: la suya con respecto a sus criaturas y la de sus criaturas con respecto a la suerte que han corrido. Ramón Gaya recurre a menudo a la simplificación de los nombres. Para él hay santos verdaderos, “Fidias, Juan Van Eyck, Cervantes, Juan de la Cruz, Velázquez”, verdaderos en el sentido de que pueden llegar a la inocencia suprema, a entrar en la realidad que pintan o describen, ser parte de ella y por lo tanto no juzgarse con severidad ni mostrar forzadamente su grandeza, sino vivir en la naturalidad misma de las cosas.

Este tipo de listas son frecuentes en Ramón Gaya, y no siempre se rigen por la santidad. En otra parte de este libro abre una vía desde Giotto hasta el lujuriso Greco y el apasionado Goya en la que cabe también Dostoievsky, formada por artistas que viven en la acción, no en la contemplación, incapaces de no necesitar la comprensión del lector o espectador, gente que tiende a explicar a sus criaturas y no dejar que se expliquen ellas. Y hay otra línea que nace en Las cortesanas de Carpaccio y pasa por Tiziano y alcanza su máxima expresión en Velázquez, esa línea de inocencia y naturalidad que para Gaya es la forma de entrar en a esencia misma de las cosas, en su lado eterno, es decir, inhumnano, sobrehumano. Diríase que estos artistas penetran la divinidad de las cosas en la actitud receptiva de los místicos, que se dejan penetrar por ellas.

Y esas mismas listas se van ampliando en otros escritos de Gaya, como el que dedicó a Galdós, otro santo verdadero, y que aparece por primera vez en esta nueva Obra completa de la editorial Pretextos. Es muy reconfortante que un pintor aprecie el verdadero valor de Galdós en nuestra literatura. Tenemos muchos grecos que escriben, muchos goyas que pasan por ser los mejores escritores, los que mejor manejan o destrozan, los más críticos y los más sabrosos, los deslumbrantes, los polifónicos, casi todos ellos desdeñosos de una sagrada naturalidad que ellos confunden con la redacción pedestre. Umbral, que había leído poco (que leía como se lee ahora, una página aquí y allá para poder dar algo por leído), dijo una estupidez en cierta ocasión que sin embargo es un diagnóstico perfecto de nuestros históricos males estéticos. “Abres un libro de Galdós, lees la palabra boquirrita y lo arrojas a la piscina”. Esta memez decadente, sin embargo, es opinión demasiado extendida. Algo hay en eso que llamamos el gusto español que tolera a Velázquez, lo admira y tal, pero se inclina por Goya, quizá por esa pasión que le atribuye Ramón Gaya. Paralelamente, alabamos en público a Cervantes y nos sabemos los tópicos más manidos, pero el prestigio artístico se lo lleva Quevedo, como en cierta ocasión apuntó muy agudamente Borges. Pensamos que escribir bien es sobrescribir, y que no tiene mérito la escritura que no es escritura, que es transparente como la mirada de Velázquez. La de buenas novelas que nos habremos perdido por semejante prejuicio.

22.9.10

El sentimiento de la pintura

Ramón Gaya es un autor que se me suele aparecer en varios sitios a la vez, quizá porque tanto su obra pictórica como la literaria están bastante cerca de autores y asuntos que frecuento. A finales de agosto visité en Valencia la exposición Homenaje a la pintura, un repaso a un tema que Gaya trató siempre pero más concentrado en la década de los 90, unos años que resultaron entre prolíficos y esencialistas. Al tiempo que vivía en ese sitio que él decía que era el arte (navegando por ese vacío primitivo, en el arte no artístico, el que está vivo y es siempre presente, y es más importante que siga siendo presente y estando vivo que el hecho secundario de que alcance la inmortalidad), procedía a un permanente despojamiento, un repasar en los maestros ese sitio de la pintura y dar, con extraordinaria frecuencia, lo mejor de sí mismo.

Creo que fue entonces cuando Pretextos empezó a publicar sus obras completas y muchos entramos en joyas como Velázquez, pájaro solitario con el deslumbramiento de quien encuentra casi todas sus ideas sobre arte explicadas con luminosa sencillez. Más que lectura, fue un reconocimiento, un permanente estar de acuerdo en los fondos y en las formas. Aquella forma suya de escribir dejaba tan claras sus influencias que la misma transparencia le daba su propia peculiaridad, su condición de modelo independiente. En la exposición del IVAM fue donde vi por primera vez la nueva edición de estas obras completas, también de Pretextos, que aproveché para leer El sentimiento de la pintura, junto con Velázquez, pájaro solitario la obra maestra escrita de Ramón Gaya.

Y sí, por ahí está la prosa infinita de Juan Ramón, pero también el amor a pelar las palabras de capas de significado, como empezó haciendo violentamente Unamuno y siguió pedantemente Ortega. Está la gran tradición prosística de la escritura transitiva, del pensar por escrito, buscando las ideas en el hecho de escribirlas, no en premisas ni bocetos. Porque además es el mejor método para practicar la forma primitiva del ensayo, que es, como creo que decía Ortega, lo que tarda un pensamiento en convertirse en otro. Es la prosa, la gramática la que nos piensa, la que nos va pensando mientras nosotros insistimos en buscar por escrito aquello que todavía desconocemos. La prosa de Gaya, este tipo de prosa, no es la expresión de la idea sino el vehículo para llegar a ella.

Lo bueno que tiene es que es la prosa la que escribe y Gaya su amanuense, del mismo modo que en sus acuarelas es la pintura la que pinta y él su brazo ejecutor. Lo malo, para el público moderno, es que el método incluye repetirlo casi todo varias veces con ligeras variantes, como quien para lograr una línea significativa necesita tres pinceladas, una encima de la otra. Con una pincelada solo habríamos reconocido la línea, pero no la habríamos sentido. Sus secuencias ternarias (tres adjetivos, tres verbos, tres nombres, constantemente) resultarían repetitivas de no formar parte del ritmo comodísimo de su lectura, como un deslizarse por el lago en calma escuchando solo el filo de las palas hendiendo las aguas, de tres en tres. Incluso a veces puede parecer que alguno de los miembros de esas ternas resultan pleonásticos, pero siempre obedecen al juego conceptual de la aproximación, del llegar lo más cerca posible a lo que quiere decir, a medida que va sabiendo qué es lo que quiere decir.

Y además, como se ha podido ver, es un estilo bastante contagioso, sobre todo porque es un método, más que de escritura, de pensamiento. Lo que busca Gaya en El sentimiento de la pintura es la sustancia del verdadero arte, no del arte artístico, lleno de irrelevante personalidad y de superfluo estilo, sino del arte permanente, de lo que Gaya llama el alma del arte, y que yo creo que si lo llamamos la vida del arte, aunque a Gaya no le gustase, llegamos a la misma conclusión. Me relamo cada vez que el pintor carga las tintas contra la pintura abstracta, tan decorativa, y el surrealismo, que es una claudicación sobrevalorada. Lo difícil es mostrar la realidad, no darle la vuelta sobre fondo negro. El arte es ser la realidad, su esencia duradera, lo más íntimo de sí misma.

Ramón Gaya cuenta un proceso que yo también he sentido en mi condición de lector, y que en el fondo puede resumirse con el poema de Juan Ramón sobre su poesía, Vino primero pura… Los extraños ropajes de que se va vistiendo el arte son la idea del arte, lo que Gaya llama el arte artístico, que se mira a sí mismo y no aspira a perpetuar el arte sino un nombre y un apellido. Tiene toda la razón Gaya cuando dice que la personalidad, esa capa prescindible, ha sustituido al arte hasta tal punto que la belleza depende del nombre que aparezca en la etiqueta. Esto lo escribió en los años 50, pero sigue siendo verdad. Porque la pintura, para Gaya, no nace de la paleta sino del lienzo. Para él, los rojos de Tiziano no son exactamente un color, sino que por esas zonas el cuadro está más acalorado. Porque está vivo.

Y para que el cuadro esté vivo y tenga alma, para que el libro, la escultura, la película estén vivas, lo primero que debe ocurrir es que sea el cuadro el que brote, no la idea. Lo primero es borrar no ya las huellas, las pinceladas, sino la presencia del autor, que se entrega a la pintura, o a la escritura, y confía en ser adecuado vehículo de la belleza.

Decía, en fin, que Gaya se me había aparecido en Valencia y con él sus obras completas, a las que por otra parte llegué a través del libro de Trapiello, y a las que sigo volviendo cada vez que se renueva un estupendo blog dedicado a su vida y su obra. Estas coincidencias no son casualidades, son sistemas planetarios compartidos. Es como cuando me puse a buscar el mejor retrato que le hubieran hecho al torero que más placer estético me ha proporcionado, Rafael de Paula, y era, cómo no, de Ramón Gaya.


19.9.10

El hombre sin más


Francisco Umbral, tan narciso él, decía mucho aquello de que el artista tiene que hacerse una cabeza, una imagen memorable, una cara para siempre. Los tiempos y las técnicas me temo que obligan a que la cara para siempre de José Antonio Labordeta sea la que salía en un programa que cautivó al personal por un elemental sentido de la cultura que sin embargo es un comportamiento muy frecuente en Aragón. Labordeta se sentaba con un abuelo de las asperezas leonesas y apenas sonreía. Escuchaba serio debajo del mostacho y de vez en cuando bajaba los párpados para asentir, sentado en un banco de cemento, con la mano apoyada en el muslo. Adoptaba la postura de cualquier vecino con el que el entrevistado se hubiera podido sentir a gusto, sin necesidad de que le riera las gracias. Cuando preguntaba algo, lo hacía con esa naturalidad un tanto desengañada con que se toman en serio cosas que la mayoría no sabe sacar del tópico. Es culto quien hablando hace sentirse cómodo a cualquiera, y esa especie de, digamos, cultura social, es un rasgo de carácter bien frecuente por estos pagos. Pero a la gente le sorprendía.
No me gustaría que fuera solo esa su imagen para siempre, la del abuelo que sacan en los anuncios de dulces artesanos, un anciano afable al que sólo le faltaba fumar en pipa. Estamos de acuerdo con que ese andariego y venerable Labordeta, paralelo al diputado Labordeta, trazó una efigie casi definitiva, por más que en la portada de uno de sus últimos discos se intentase devolver al poeta impertérrito, al cantante peludo y sensible, al hombre que había estado con Georges Brassens. El disco se subtitulaba 30 canciones en la mochila, cómo no, pero en la foto el autor se había quitado las gafitas entrañables y nos devolvía al hombre dado a interpretar rudas canciones con delicadeza. Está guapo en esa foto Labordeta. Creo que a través de ella empiezo a comprender el atractivo que un tipo calvo y bigotudo tenía entonces para tantas chicas.
Por entonces me refiero al tiempo en que Labordeta era ya un mito en Teruel. Había trabajado aquí, y en cierto modo fue durante un tiempo el vecino más ilustre para quienes en los 70 tenían veinte años. José Miguel Iranzo filmó hace algún tiempo un precioso documental sobre Labordeta en el que se ve uno de aquellos conciertos. Entre el público, una muchacha de la época (de cuando el recato ya se había ido de la mente, pero todavía no del cuerpo) acompaña la letra seria, muy emocionada, como si fuese tan hermoso lo que está escuchando que no pudiera permitirse ningún gesto de alegría o frivolidad: recuérdame como un verano ido, como un lobo cansino, como un hombre sin más.
Esto lo he visto luego en más conciertos de Labordeta. Algunas de sus canciones invitaban a una seriedad casi religiosa, a la emoción sin alharacas, seca y profunda, a pesar de los inevitables tontainas del mechero o esa insoportable manía de cogerse la manita en alto. Pero no hablo de estas últimas giras rememorativas, infectadas de nostalgia, sino de cuando, en los últimos ochenta, cantautor era sinónimo de plasta, y a sus conciertos no iba gente a recordar una época, todavía no, sino a prolongar un sentimiento. Fue en esa época cuando yo me formé una imagen de Labordeta que es la que prefiero recordar, y que tiene bastante que ver con la foto de ese disco. Era entonces un Labordeta cincuentón, de rostro severo y mostacho entrecano, que había dejado la enseñanza (a veces me pregunto qué hago yo aquí) pero no la poesía. La modernidad adolescente de los 80 lo veía como una reliquia, y él probablemente llegó a pensar que su tiempo como cantante había pasado. Sin embargo, de vez en cuando, volvía a cantar la Albada, y la emoción era la misma.
Esa Albada sobrevivió a los tiempos de Raimon y al posjipismo progre, y siguió latiendo incluso cuando, en los 90, sus acercamientos a lo popular parecían a muchos (a mí me lo llegaron a parecer) antropología turística. A veces entrabas en algún coche viejo donde aún quedaban cintas de Labordeta, y si te daba por poner alguna, ibas pasando los romances políticos hasta que aquella albada te volvía a dejar petrificado. Qué forma tan compleja de emoción y tan directa se formaba al escuchar aquello. Era la voz del hombre que no suele cantar, la poesía del forzudo. Si Polifemo le llega a cantar a Galatea semejante albada, seguro que se la lleva al huerto. Pero era también un sentimiento, un henchimiento pacífico, un amor súbito a las cosas, a las tierras y a las gentes, noble y desnudo.
Pero nada ingenuo, que es el rasgo, su no ingenuidad, que le diferenció de todos aquellos que con sus mismas preocupaciones se despeñaban por la retórica nostálgica o melosa. Basta con escucharlo, o con leerlo. Aquel señor mayor que tenía un gran pasado de excombatiente y seguía escribiendo poemas es ahora el Labordeta todavía ceñudo, bárbaro y sensible, como es la rara mezcla que los grandes poetas deben siempre cultivar. La última vez que le oí cantar su albada ya fue en uno de esos festivales retro en los que se embarcaba. Después del arremójate la tripa y demás bailes de cumpleaños quedó solo en el escenario con su guitarra, y cantó la albada. Y volvió a sonar la voz del árbol batido, la del pájaro herido, la del hombre sin más.

18.9.10

Noticias de la guerra

A sangre y fuego es la última obra maestra de Chaves Nogales, después de las excelentes El maestro Juan Martínez que estaba allí y Juan Belmonte, matador de toros, las dos de inmediatamente antes de la guerra, cuando Chaves ocupaba una relevante posición en el periodismo republicano. Al año siguiente de estallar el desastre, en 1937, publicaba una pieza literaria que tres cuartos de siglo después sigue siendo para muchos el juicio más acertado que puede hacerse sobre la Guerra Civil.

Pero A sangre y fuego no es solamente un juicio. Por muy periodísticos que sean, los juicios que no van acompañados de una buena narración no tienen mucha consistencia. Chaves demuestra que a la prosa brillante y jugosa de un Solana se le puede dar más velocidad, de modo que la fuerza de la narración se sobreponga a la plasticidad del lenguaje. No sobra nada, todo está perfectamente bien descrito pero Chaves nunca se duerme en la suerte, y los episodios quedan desnudos, con una transparencia que le concede auténtica grandeza literaria, aquello que nos envuelve mientras leemos y que inhalamos satisfechos después de leer.

Todas son escenas de guerra. Escenas en guerra, más bien, porque esa exactitud en la selección de los detalles suena a historia muy vivida. Los bombardeos sobre Madrid, la caza de quintacolumnistas, las batidas de los señoritos andaluces, las barbaridades de la Columna de Hierro, la brutalidad campesina, el infructuoso rescate de obras de arte, los moros de Franco… En todos los cuentos hay una mínima posibilidad de redención entre personajes que descubren que por encima del enfrentamiento hay razones para convivir. Pero solo es una posibilidad: todos mueren, y casi todos matando.

Son pocas, aunque las hay, y no quedan mal, las digresiones del autor, generalmente centradas en la escasa preparación del ejército republicano, o en la incapacidad de sentir la condición de persona no solo del enemigo sino incluso del propio conmilitón. Pero su punto de vista sobre la guerra ya lo había dado Chaves en el histórico prólogo a estos relatos, y que, en dos palabras, puede resumirse así: no fue una guerra entre la rebelión militar y la legalidad democrática, sino una guerra en la que se enzarzaron fascistas y comunistas para ver quién instauraba su modelo de dictadura. Lo demás, los demócratas, no tuvieron ninguna posibilidad. Y él era un demócrata.

Su idea, un poco a lo Madariaga, es la tercera España despreciada por unos y por otros, un republicanismo demócrata que no tenía nada claro si podría volver a su patria ganara quien ganase. Chaves Nogales es muy duro con los señoritos fascistas, pero ni un gramo menos con los aldeanos bestiales, con los que llega a extremos impactantes en el cuento de los soldados moros, en párrafos donde ya está el tremendismo de Cela o el realismo épico de Ferlosio. Chaves es el periodista muy bien informado que habla con honestidad de lo que está pasando, en un tono narrativo que setenta y tantos años después no ha perdido un grado de su frescura.

Pero los españoles como Chaves no son los personajes de sus relatos. Chaves pinta madrileños de la resistencia tirando cacahuetes a los moros cuando los pasean en un camión por la ciudad antes de fusilarlos, y también a los aldeanos a los que sólo falta caminar a cuatro patas. Habla de los milicianos desertores que campaban a sus anchas por las ciudades y asaltaban las cárceles para impartir su propia justicia, o de los soldados fascistas que coleccionaban orejas de rojo. Pero, más que hablar de las barbaridades de uno y otro lado, lo que destila es la súbita corrupción moral que de pronto invadió al país como una peste. De pronto casi todo el mundo tenía motivos para matar a alguien, y una buena oportunidad.

Sin embargo, ya digo, siempre hay alguna brizna, algún gesto final de nobleza, alguna amistad más arriba de las balas, algo como los rescoldos desperdigados cuando ya solo quedan cenizas. Chaves Nogales me hace simpatizar con personajes cuyo desenlace me resulta espantoso, es decir, hay una continuidad narrativa entre su condición de héroes del relato y su transformación en seres con el alma en guerra. Esa es una vía difícil de explorar, no la de quien se mantuvo fuera y por tanto juzga el relato, sino la de estos personajes, aquellos que eran ciudadanos normales hasta que la guerra los volvió locos.

Pocos héroes hay en este libro, ciertamente, y los pocos que hay mueren sin grandeza. En varias escenas, un momento antes de que los fusilen, los personajes alzan el puño o saludan a la romana, y dan vivas a la República o arribas a España, y ese momento no tiene la emoción tópica a que estamos acostumbrados. La entereza entonces no se sabe si la da la ideología o la desesperación. No, por mucho que algunos gestos (el moro dando la mano, el miliciano rescatando cuadros del Greco) dibujen al ser humano, la confianza en la especie que destila este libro es más bien poca. Es el único punto de vista verosímil para quien sabe de lo habla.

16.9.10

Bodegón de primavera



Una gran noticia me ha alegrado la mañana: ha sido localizado el séptimo bodegón de Sánchez Cotán, Bodegón con flores, hortalizas y un cesto de cerezas, que se expone en una galería en Madrid y que ardo en deseos de contemplar. La noticia introducía un dato sorprendente y un par de apreciaciones llamativas. El dato es que Sánchez-Cotán entró en la Cartuja a los 43 años. Sería una excepción, porque, como se sabe, más allá de los 42 ya no entra nadie, aunque sepa latín y cante como los ángeles.


El artículo también identifica bodegones con “naturalezas muertas”, que es como en rigor se denominan, pero no suena muy justo llamar a todos los bodegones naturalezas muertas ni a las flores o a los frutos “cosa inanimada”, como en efecto hace también la Academia. Precisamente porque hay flores en el bodegón, y eso, para el periódico, lo convierte en rarísimo, y que esas flores no están dejadas caer como los nabos, no están lacias de haberles abandonado la vida, sino que están metidas en hermosos búcaros llenos de agua y componen una frescura muy distinta (aún, pero por poco tiempo) de la imagen de la muerte; precisamente por eso el bodegón, aunque medita sobre la muerte, no forma parte de ella. El bodegón es una representación del tiempo. Las flores empiezan a morir desde que se las corta, pero en la planta o maceta no habrían resistido mucho tiempo más: incluso menos, a lo peor, si es que les faltaba riego.


Lo llamativo es que haya flores, pero lo esencial es otra cosa. Lo que hace raro este bodegón es que se trata de un bodegón de primavera, no de otoño-invierno, como sucede en los otros seis bodegones de Sánchez-Cotán. De los siete que conocemos, cuatro llevan cardo, cardos ya hechos de finales de noviembre como poco, unos más pasados que otros. Dos de estos bodegones con cardo incluyen caza, patos, perdices, francolines (el francolín que en Grecia se asaba para agasajar a los héroes), más un palo de pajaritos con sus plumas caudales y su cabeza casi marcial, formados en la misma posición en que murieron, con las patas pegadas a la rama, haciendo por volar. Son como mínimo de octubre.



De los otros dos sin cardo, uno tiene membrillo, repollo, melón y pepino. En realidad es idéntico a otro relleno con cuatro aves de caza, pero pasado por el tiempo, cuando ya no están las aves y los verdes se acentúan y la superficie de los frutos se seca, se oxida, pierde el brillo, y la pérdida de agua hace que la cáscara se repliegue blanda sobre la carne, como en una herida que hubiese intentado cicatrizar. Pero eso es el tiempo de los frutos con respecto a sí mismos, a sus pocos días de vida; con respecto al año, y en un clima benigno, el cuadro es del mes de setiembre, y aun así habría que pensar que se trata de un membrillo muy temprano y un repollo todavía más. Es un bodegón de entretiempo, de finales de agosto al principio del otoño; sus piezas, por orden temporal, son el pepino –que ya está pocho–, el melón, el membrillo y el repollo.



Más fechable es el Bodegón con frutas y verduras, donde está el hermosísimo repollo que preside esta entrada. Todas aquí son frutas y verduras de invierno, el limón esta un poco reseco y la calabaza dura, el cardo empieza a blandear, no tiene la lozanía de otros cuadros, y la escarola ya esta lacia y amarilla, incluso se adivina por debajo un poco de agüilla marrón. Pero las zanahorias y el repollo conservan la entereza. No están recién cogidas, como sucede en el Bodegón con caza, hortalizas y frutas; están más bien cansadas del invierno pero todavía pueden aguantar en buenas condiciones.
Hay que anotar, de paso, que las frutas y las verduras (y no digamos las aves) suelen estar colgadas de un hilo, tanto por afán compositivo cuanto porque sigue siendo, a falta de frigorífico, el mejor modo de conservarlas.


Digamos, en fin, que los bodegones conocidos iban de finales de septiembre al invierno crudo. Quizá el más hermoso siga siendo el impresionante Bodegón con cardo y zanahorias, seguramente el más profundo de todos. Conviven en él tan solo un cardo de pencas blanquísimas, hace ya tiempo hurtadas a la luz, pero todavía duras. A su lado, en el suelo, cuatro zanahorias ya feas, depositadas con extremo cuidado, negra ya la piel, aunque la carne, si no lozana, todavía es comestible, como esas zanahorias difíciles de pelar que dejan en la piel jirones de fruto blando. Se conserva mejor el cardo, no hay duda, pero el cardo durará poco, y las zanahorias, otras zanahorias, seguirán creciendo hasta mucho después de que el cardo esté podrido. Aparte de esto, la intensidad, la cercanía de este cuadro habla más del tiempo vivo que de la presencia de la muerte. Son frutos todavía comestibles, a los que la austeridad les alargó la vida.


Pues bien, nada de esto hay en el nuevo hallazgo floral, un cuadro de primavera-verano en el que se puede incluso establecer una sucesión temporal como con el melón y el pepino. Aquí hay lirios, habas, claveles y rosas de mayo, aunque también cerezas de junio y azucenas que salen hasta julio. Pero es más primaveral que otra cosa, menos extendidos sus elementos en el tiempo. Y sin embargo las recias habas y los trigueros pardos sí están en el mismo punto de sazón que el repollo impresionante, son verduras adultas, todavía tiesas, aunque cada vez menos tersas, más ajadas. Son, la mayoría de los bodegones, frutos otoñales en el otoño de su vida, desnudos en el tiempo. También en este, aparte de las habas, hay flores en todos sus momentos, capullos de azucena y lirios decaídos, rosas muy abiertas y claveles prietos. Sí, es primaveral, pero si no contuviese todas las edades, toda la vida y muerte de la primavera, igual no sería de Sánchez-Cotán.




13.9.10

Maestros y rivales


Dicen los especialistas que el Turner que aparece en la exposición Turner y los maestros, en el Museo del Prado, no es el gran Turner, el pintor que componía cielos al estilo de El perro semihundido de Goya y por todos es señalado como el paisajista que aspiraba a la abstracción. La exposición, interesantísima, enfrenta ciertos cuadros de Turner con los de aquellos pintores contemporáneos con quienes quería rivalizar. Y en muchas ocasiones la comparación no le favorece precisamente. Es el caso de Thomas Girtin, el gran acuarelista inglés, muerto a los 26 años, de quien Turner, amigo suyo, dijo, y así se recoge en la exposición, que si hubiese vivido más años el propio Turner se habría muerto de hambre.

O es el caso del Cuyp, uno de los mejores pintores de vacas que ha habido en Holanda, gran maestro del resol vespertino junto al agua. He subido una presentación con un puñado de obras de los dos. No sé si mandarla a Casa y Campo, para que las recomienden a sus lectores.

Trébedes con maripérez


Cuenta el vigente Rey de las Españas, de cuando se sentó en el trono, que declinó la posibilidad de vivir en el Palacio Real de Madrid porque resultaba un poco incómodo. A pesar de que tuvo que oírlas a los tres años de edad, en aquellas tardes doradas de Roma, el monarca recordaba las palabras de su abuelo, Alfonso XIII, cuando se quejaba de que allá en Madrid el palacio era tan grande que la sopa siempre le llegaba fría.

A un rey esta anécdota le puede parecer jocosa, pero no es exacta. La prueba está en los dos magníficos calentadores de platos del siglo XIX que se exhiben en las cocinas del Palacio Real. Son como una carroza de un metro de alta sin ventanas, mantenían el calor constante gracias al espacioso depósito de carbón.

De modo que Alfonso XIII no tenía por qué quejarse de la sopa. Estoy empezando a dudar de las anécdotas culinarias del abuelo, incluso aquella, tan ilustrativa, que habla de cómo don Alfonso vio que un dignatario extranjero, posiblemente el reyezuelo de alguna tribu, al ver el lavamanos entre los cubiertos se lo bebió de un trago porque tenía sed, y el rey, como buen anfitrión, hizo lo mismo para no desairar a su invitado.

Pero la de la sopa ya no sé. No era por la sopa por lo que Juan Carlos no quiso vivir en Palacio. Ese palacio tiene muchas puertas. Cuando los reyes dejaron de vivir allí, se terminaron las maledicencias. El último que las sufrió fue Manuel Azaña. Ahora se murmuran extravagancias del monarca pero la gente las imagina en el bosque, perdidas entre sombras. No hay nadie que haya podido verlo en su salsa, y los rumores siempre provienen de un cuñado que trabaja en las caballerizas de la Guardia Real. Antes, cualquier vecino había visto a la reina con las bragas en la mano, o al primer ministro temblar. Ahora todo son vagos rumores.

Y, aun en el caso de que la sopa estuviese fría, esas cocinas fueron el único acto de La Noche en Blanco que me llevó a cruzar el gigantesco tontódromo en que se convierte Madrid. Tuve que soportar una cola soviética pero mereció la pena. Creo que no acudiría a ver con tanto entusiasmo el salón de los banquetes donde el reyezuelo se tragó el agua de fregar ni esas estancias enormes y sin muebles por el medio que sirven para los besamanos y las recepciones.

Porque entrar en las cocinas de palacio es entrar en un especiero léxico en el que brotan nombres casi perdidos. Su condición de sótano, con lucernas ojivales empotradas en los muros, les da un aire vulcánico. Uno imagina nada más entrar nubes de humo y de harina, golpes de hachuela sobre el tajo, paladas de carbón, chisporroteos de fritanga. Los altos techos de ojiva y las lucernas, con el frescor de los muros de granito, frescor de cimentación antigua, permiten pensar que en invierno debía de ser un sitio agradable y penumbroso. Todo me hizo recordar desde un primer momento a los pasillos y las dependencias interiores de las plazas de toros, sobre todo la sala de despiece, donde los organizadores habían tenido a bien colgar cadáveres de pollos, corderos, cerdos y vacunos para dar ambiente a la cosa. Me llamó la atención, dicho sea de paso, que los ganchos fuesen romos, y que la vaca descuartizada no estuviera colgada del gancho sino de una cuerda.

No era difícil imaginar a la de Bringas alcahueteando por las cocinas, que en aquella época era un barrio dentro de la ciudad que formaba el palacio por sí solo. Y un barrio cotizado. La gente miraba las exposiciones de cobres y de cestería para conservar las carnes con la seriedad distante de quien está en un museo, pero luego, en los fogones, en las cocinas, pasaba la mano por las maderas esmeradas de las grandes mesas cochineras, los dedos por las hendiduras negras de las cuchilladas, por las ocho o diez grandes cocinas de hierro, un palmo más bajas de lo que son ahora, que es lo que la raza ibérica ha crecido en siglo y medio. Los amplios vasares de madera, las antiguas encimeras, estaban llenos de alimentos decorativos, un tanto desordenados porque la gratuidad de la visita hizo pensar a más de uno que también era un buffet libre.

Era una mezcla entre pesquisa galdosiana y paseo por un Ikea del siglo XIX. La gente miraba con admiración temática y doméstica las grandes espeteras para colgar cacharros, la sala de repostería, perfumada de cabello de ángel, y observaba como si estuviera en un centro histórico comercial, como en un fin de semana medieval, con ánimo curioso y señalador, a los actores disfrazados de cocineros que zancochaban con los huevos, los calboches, los tupines y las trébedes con maripérez, que son tres pies de hierro y un aro para sentar perolas, que a veces tienen un soporte para que descanse el rabo de la sartén y no se vuelque el aceite, y ese soporte se llama maripérez.

10.9.10

Hijos de Casandra


Dice Trapiello, en el prólogo a El maestro Juan Martínez que estaba allí: “Y aunque dijéramos que se lee como una novela, conviene recordar que es sobre todo como una novela como no deberíamos leerlo”. Es raro que Trapiello diga esto, sobre todo porque unas pocas líneas más arriba ha reconocido la raigambre picaresca del relato. ¿Tampoco deberíamos leer el Lazarillo como una novela, a pesar de que a través de sus páginas se comprenda mejor el siglo XVI español que con varios tratados juntos?

Pero hay otra novela con la que resulta más interesante comparar esta de Chaves Nogales. En Gerona, uno de los Episodios Nacionales más raros de Galdós, el novelista se planteó algo proporcional a lo que pudiera haberse planteado Chaves: ¿cómo puede materializarse en una novela el hambre, la miseria y la muerte para dar idea de su verdadero espanto, de la acumulación de desgracias y perversiones morales que acarrea? Galdós utilizó la vía de la acumulación: cuando pensamos que los personajes ya no pueden caer más bajo por culpa del hambre y la desesperación, aún hay una vuelta de tuerca más, de modo que la impresión final es igual de “lineal”, como dice Trapiello, que El maestro Juan Martínez, pero la acumulación de acontecimientos da una idea general desoladora. Esta es la linealidad de Chaves Nogales: la necesidad de insistir en todas las anécdotas desoladoras, en la confianza de que su acumulación pueda dar una idea más aproximada del espanto que durante seis años le tocó vivir. Casi toda la novela sucede en Kiev, y allí pasan de manos de los burgueses adinerados a las de los cosacos nacionalistas; de estos, a las de los bolcheviques revolucionarios, que pierden la plaza varias veces en favor de las tropas zaristas, hasta que los libertadores polacos les hacen desear una vez más la llegada de los bolcheviques (“los tiranos de afuera nos hicieron preferir mil veces a los tiranos de dentro”). Cuando unos y otros se han cansado de robar y de matarse, llega una hambruna escalofriante, mucho más cruel incluso que los fusilamientos indiscriminados de la guardia roja, por la sencilla razón de que con el estómago lleno uno puede pensar cómo escaparse, pero el hambre, como dice Chaves, mina incluso la facultad de luchar por un trozo de pan.

La clave de la revolución (del tema del reportaje) la deja bien clara Chaves Nogales a lo largo de todo el libro. En varios lugares pueden espigarse, como un severo ritornello, frases tan inequívocas como esta: “A los ojos del pueblo, empobrecido y hambriento, tan feroces aparecían unos como otros; si tiranos eran los blancos, más lo eran los rojos y tanto desprecio tenían por las leyes divinas y humanas éstos como aquéllos. Pero los rojos eran unos asesinos que pasaban hambre y los blancos eran unos asesinos ahítos. Se estableció, pues, una solidaridad de hambrientos entre la población civil y los guardias rojos. Unidos por el hambre, arremetieron bolcheviques y no bolcheviques contra el ejército blanco, que tenía pan. Y así triunfó el bolchevismo. El que diga otra cosa miente; o no estuvo allí, o no se enteró de cómo iba la vida”.

En efecto, tiene su interés ver cómo, sin caer en excesos melodramáticos y sin ahorrar detalles truculentos, el narrador cuenta escenas de hombres convertidos en fieras, desasistidos de cualquier sombra de humanidad (y muchos de ellos en nombre de esa misma humanidad), pero al mismo tiempo ese narrador es esencialmente optimista. Tiene el optimismo del pícaro. Hace cosas propias de Julio Verne porque es lo único que se podía hacer, y al contarlas practica la naturalidad de quien en su momento lo vio como algo normal. La monstruosidad de lo narrado, el lado del reportaje, convive con la simpatía del narrador, el lado de la novela. El narrador distancia y humaniza. Usa un procedimiento ilustrado para describir un fenómeno cuyos protagonistas, por el mismo hecho de serlo, no podrían definir con tanta exactitud. Juan Martínez es un extranjero y por eso da la dimensión exacta de aquella barbaridad.

Y todo eso fue contado, insisto, en 1935. Lo que de veras pone los pelos de punta es lo limpiamente que se puede trasladar la guerra civil rusa con la española, que aún no había empezado. Entendemos (y podía entenderse también en 1935) que una revolución la forma una gran masa bienintencionada y una minoría perturbada por el poder, por la ideología o por el miedo que le hace perder el sentido de la razón y el de la dignidad humana. Chaves nos cuenta la tenacidad de los bolcheviques y su olímpico desprecio por la vida ajena, su propensión a enredarse en papeleos y sus decisiones militares, tan propensas a la insensatez; pero también nos cuenta la saña desalmada de los burgueses para proteger sus privilegios y la molicie de todos aquellos que en el fondo habían sabido tomarle las medidas a la vida propia. Hay historias para toda clase de perversión bélica, pero también para todas las encarnaciones de la amistad. En este libro la amistad es siempre el último recurso, lo que manda el cielo cuando cunde la desesperación. Hay una cierta nobleza hidalga de este bailaor buscavidas, esa altura de miras que suele aparecer en los momentos lamentables, y que si no provoca admiración, por lo menos hace gracia.


111 cuentos

























La estructura de El maestro Juan Martínez que estaba allí divide la novela en 27 capítulos, y cada uno de ellos en varios fragmentos breves (no más de página o página y meida) que suman 111. Cada uno de estos fragmentos cuenta una anécdota, si bien todos los que forman parte de un capítulo son parte de la misma historia. De ese modo Chaves va engarzando el cuento breve, el relato corto y la novela en un mismo texto.
He nombrado la palabra anécdota un poco a la ligera. 111 anécdotas son muchas anécdotas, si no se quiere que sean tópicas ni vulgares, interesantes y significativas, ilustrativas y graciosas. Es decir, casi cada una de aquellas 111 anécdotas, y por supuesto cada una de las 27 historias, habrían dado en la novelística de hoy para una novela independiente. Es decir, Juan Martínez cuenta las historias con la economía de medios con que se cuentan las historias y sin perder en ningún momento el orden de los 111 acontecimientos, si bien es verdad que, en general, y a pesar de las diferencias de estilo, este orden respira un aire barojiano. El bailaor flamenco tiene algo de Luis Murguía.
En todo caso, esta, digamos, densidad narrativa es la densidad del relato breve, de lo que puede ser contado. Decía Tierno Galván que contar es empezar por el uno y seguir. El cuento es una cuestión de proporciones: alguien cuenta una anécdota para ilustrar una afirmación, y en eso, por curiosa o extraña que sea la historia, no lleva mucho rato, no más de un par de páginas, lo que se tarda en presentar a un personaje y verlo hacer algo, o en contar una carga de caballería, o lo que dijo su mujer cuando estaban más desesperados, o cómo se lo montaba un burgués en un sindicato del circo, y así hasta 111.
Pero, además de estar contando la Revolución Rusa, la novela, las historias continuadas, tienen algo de comedia, de ilusionismo. El propio narrador es un artista que se viste de flamenco para trabajar, del mismo modo que los habitantes de Kiev se vestían de mendigos o de bailes regionales o con la ropa de los domingos según estuviesen ocupados por los bolcheviques, por los nacionalistas ucranianos o por los zaristas. Hay algo en este libro realista que remite a las comedias de equívocos y a esa imagen del payaso que camina distraído a cien metros de altura, poniendo el pie sin querer en las vigas que pasan colgadas de una grúa y evitan que se precipite al vacío.
Leo a toda velocidad la novela y no para de asombrarme la honestidad narrativa de Chaves Nogales. En un doble sentido. En primer lugar, porque si pones a alguien a contar algo, debe contarlo así, y además es la forma más eficaz de transmitir. Estas no son unas memorias en las que si un martes no tienes ganas puedes reflexionar sobre la condición humana unas cuantas páginas. Esto es lo que un hombre contó. Y, en segundo lugar, porque lo realmente difícil es que lo contado tenga interés. Chaves cuenta en cada página algo que merece la pena, y con una capacidad de selección de los detalles que hace que uno se lo crea todo.
La literatura está en los detalles, sí, pero su dosificación nunca es la misma. Los realistas exhaustivos cuentan una anécdota cada 111 páginas, pero, insisto, los contadores de historias una en cada página. A mí me gusta Richard Ford, que es lo más exhaustivo que se conoce, pero sería inaceptable que nos hiciese pasar El día de la independencia como algo que está contando alguien. Esa dosificación, esa densidad narrativa de Chaves Nogales es la que le ha marcado el personaje para ser verosímil.
He escogido, un poco al azar, una de esas 111 anécdotas. Es igual de significa que casi cualquier otra de todo lo que quiero decir. Es el final de un capítulo, es una anécdota, es un cuento, y está contado, y además cumple escrupulosamente las normas de contar las cosas. Y dice algo. Y así hasta 111.
Un flamenco, ¿es un proletario?
El viaje a Kiev fue terrible, porque el tren soviético iba lleno de militares, es decir, campesinos a los que días antes les habían dado un fusil y la autorización para asesinar a los padres que se les pusiesen por delante, y aquella gente nos trató a baquetazos. Además, tanto los clowns, que nos acompañaban, como yo teníamos un aire inconfundible de burgueses con nuestros cuellos almidonados y nuestros hongos ingleses, cosa que nos convertía en el blanco de las iras de aquellas patuleas de desarrapados que iban en el tren o llenaban las estaciones del tránsito. En las paradas del convoy bajábamos a los andenes, según es costumbre tradicional en Rusia, para llenar nuestro chinik la tetera– con el agua hirviente del kipitok, que hay derecho a utilizar para ir haciendo el té en el departamento durante el viaje. En todas las estaciones el espectáculo era el mismo: manadas de tíos miserables que vociferaban y algún que otro judío enfundado en su largo abrigo negro dirigiendo aquella imponente batahola o presenciándola impasible. Aquella gentuza, en cuanto nos veía, empezaba a gritar contra nosotros desaforadamente. No parecía sino que éramos el espectro de la burguesía. En una estación estaba yo llenando de agua nuestra tetera, sin hacer caso de los gritos, cuando se me acercó un hastial, que de un manotazo me tiró el cacharro, y me dijo:
–¡Largo de aquí, cochino burgués!
–¡Largo, si no quieres que te arrastremos! –corearon diez o doce gandules que le seguían.
Me revolví furioso al verme atropellado tan injustamente.
–Pero ¿por qué?
–¡Porque eres un burgués asqueroso, y te vamos a colgar ahora mismo!
–Yo soy tan proletario como ustedes.
Me contestó una salva de carcajadas. Yo, realmente, con mi cuello almidonado y el gabancito corto que llevaba, debía de tener entre aquellos bárbaros, que lucían las ropas en jirones, un aire bastante ridículo.
–¡Yo soy tan proletario como ustedes! ¡O más! –grité exasperado.
–¡Mentira!
–¡Mentira!
–O demuestra ahora mismo que se gana la vida trabajando como un obrero o le arrastramos.
–¿Queréis que os pruebe que soy un proletario? –pregunté jactancioso.
–¡Como no lo pruebes no sales de nuestras uñas, canalla!
Hubo un momento de silencio. Les miré a los ojos retándoles y les grité con rabia:
–¡Mirad, idiotas!
Y les mostraba, metiéndoselas por las narices, las palmas de mis manos deformadas por dos callos enormes, cuya contemplación causó un gran estupor a aquellas gentes.
Eran los callos que a todos los bailarines flamencos nos salen en las manos de tocar las castañuelas.
Ellos me salvaron.

9.9.10

El maestro Juan Martínez que estuvo allí
























Los toros han quitado pocas vidas, pero han prolongado muchas. A Manuel Chaves Nogales, uno de nuestros mejores narradores, prematuramente muerto en 1944, a los 47 años, la cultura española lo olvidó de inmediato. Pero fue su extraordinaria biografía de Juan Belmonte la que lo mantuvo vivo, manoseado por aficionados a los toros, y así pasó, en ese limbo taurino, todo el franquismo y casi veinte años de democracia, hasta que, en 1993, la Diputación de Sevilla comenzó la publicación de su obra completa, a cargo de Isabel Cintas. Al año siguiente, andrés Trapiello, con toda justicia, le devolvía en Las armas y las letras al sitio que le pertenece, a la primera línea de quienes, además de ser buenos escritores, han escrito grandes libros.
En los últimos quince años ya no han dejado de gotear las reediciones de sus libros, varias del Juan Belmonte, por supuesto, pero también de sus otras dos piezas mayores, A sangre y fuego, de la que Trapiello hacía un encendido elogio, y El maestro Juan Martínez que estaba allí, que estoy leyendo con el entusiasmo con que se leen las buenas historias y la fascinación por un estilo superior.
Este libro es de 1934. Un año después, Sender ganaría el Premio Nacional con Mr. Witt en el cantón, con un jurado en el que, por lo que dice Trapiello, estaban Baroja y Machado. Estas dos novelas podrían haber puesto el rumbo adecuado para una novelística moderna, más atenta al qué que al cómo, consciente de que la retórica sirve para controlar la velocidad de la lectura, y que una novela es una pieza en varios movimientos; y consciente, como lo fueron los escritores anglosajones por aquella época, de que el ritmo de la novela moderna ya no admitía el regodeo en el casticismo. Pero Chaves murió y, de no ser por los toros, ya digo, habría sido pasto de la anécdota o del olvido, y Sender, que cumplió con su obra completa, en la que hay unos cuantos títulos sobresalientes, todavía no tiene un nicho fijo en nuestra literatura. Le sobró política, en el tiempo que le tocó vivir y en las novelas que quiso escribir. Pero hay pocos, poquísimos excelentes narradores en este siglo como para ir tonteando con los verdaderamente buenos.
El pasado mes de mayo Muñoz Molina atribuía a Manuel Chaves Nogales la invención de la novela de no ficción (“mucho antes que Truman Capote”, y mucho después, debió añadir, que Daniel Defoe), pero no hablaba de la mejor virtud novelística de Chaves, precisamente la que le falta a él. Se trata de que la narración esté contada en primera persona pero no por el autor sino por un personaje. Ese personaje no es el autor: es un personaje y habla como el personaje que es, pero es quien nos cuenta la historia. El subterfugio del personaje–testigo sirve solo para que autor y narrador sean la misma cosa. Pero esto otro es más difícil.
Así está escrito Juan Belmonte y también El maestro Juan Martínez. En ambos casos hay un prosista excelente, pero el autor se ha esfumado y ha dejado hablando al personaje. El maestro Juan Martínez es, todo hay que decirlo, anterior a Belmonte, ambos de antes de la guerra. El procedimiento ya lo habían usado en el 98, Valle con su Bradomín y Baroja muchas veces. De hecho Baroja tiene un capítulo en La lucha por la vida, el de “El hombre boa”, en el que don Alonso, un artista de circo viejo y venido a menos, va contando sus peripecias por medio mundo, todas lo suficiente exageradas para que parezcan mentira, pero con una forma de hablar que otorga al personaje toda la encarnadura que necesita. Por más que lo que diga suene estrambótico y exagerado, el personaje es real, absolutamente creíble, y por lo tanto, y en cierto modo, también todo aquello que dice. Siempre que paso por ese capítulo pienso que en ese par de páginas en las que habla (narra) don Alonso había una novela entera.
Supongamos que ese don Alonso, en vez de haberse contagiado de las hipérboles caribeñas, se hubiera ido a Rusia con su mujer, a bailar flamenco (“un flamenco pasado por Moscú”, dice el autor, y no era mal título), huyendo de la Primera Guerra Mundial, que le pilló en Turquía, y nada más llegar, cuando por fin encuentra buenos contratos, estalla la revolución soviética. Da igual que Juan Martínez fuese un personaje real o no y Chaves se limite a hacer con él lo mismo que con Belmonte. En este caso no es en absoluto relevante. La credibilidad de la novela salta de sus páginas, no de su prólogo aclaratorio. Oímos al bailaor, lo reconocemos, nos hacemos cargo de su desdicha, vemos la revolución como la vio él (como nos enseñó a verla Stendhal), no como sabe Chaves que ocurrió. Aunque el resultado sea parecido, el autor no está, y eso es lo que hace que el libro sea una novela, y además una buena novela.
Hay otro detalle barojiano que también utiliza Chaves. Al principio de la novela, nada más que el primer párrafo, habla el autor, en una prosa rica, castiza, barroca, en la prosa en la que siempre se supone que hay que escribir, hasta que el lector, en la página siguiente, descubre con entusiasmo que ese gran escritor pesado deja la palabra al interesantísimo personaje, que se expresa mucho mejor que él. Se va el autor y se va esa peste de la voluntad de estilo, ese estar más atento a las bellas palabras que a crear un mundo desde el principio.
Eso no excluye, claro, que haya un punto de vista, una tesis si usted quiere, que por cierto ahora resulta de lo más actual. Chaves (y nos lo recuerda Trapiello en la edición de Libros del Asteroide) siempre proclamó que la guerra civil no era entre demócratas y franquistas sino entre fascistas y comunistas, ambos igual de amantes de la tiranía, y que la gente que sólo quería vivir en paz no tuvo nada que decir. Pero esa visión ya está calcada de la que plantea en este libro a propósito de la Revolución Rusa, escrito, repito, antes de nuestra guerra. En este libro los guardias zaristas son negreros sanguinarios y los guardias bolcheviques unas fieras desalmadas, y en medio queda un mundo de gente sorprendida y aterrorizada que de tomar parte debería tomarla contra las dos facciones, y que lucha por lo que tiene más cerca, su mujer, Sole (qué gran personaje mudo), un contrato para bailar zapateado en las estepas nevadas, un poco de pan. Todo es juzgado por el narrador de acuerdo con la posibilidad doméstica de seguir vivo y tener un techo, no en términos poliorcéticos. Y eso, unido a una prosa que parece escrita esta mañana (prosa sin un gramo de polvo, ágil, dominadora de los tiempos, intensa cuando toca, épica cuando lo merece, divertida siempre, clara, sin retorcimientos de ninguna clase) hace que el libro sea una propuesta del todo vigente, un libro que podría escribirse ahora por primera vez. Eso es lo que hace que un libro merezca pasar a primera línea.
Después de la guerra este procedimiento del narrador que es personaje y no es autor se tuvo mucho más en cuenta. En términos estrictamente novelísticos, narrativos, lo mejor de Cela o de Delibes está escrito así. En los ochenta, a raíz de las novelas de Robert Graves, se puso de moda un falso yo que ha dado de comer al fraude. Se trataba del Yo, Fulano, en un estilo aséptico, sin alma, sin carácter, una serie de datos que venían en la enciclopedia y alguna que otra escena tópica para desensebar. Hoy en día la mayor parte de las mal llamadas novelas históricas se escriben así, pero todas escamotean la máxima dificultad del procedimiento, que el asunto no sea al final tanto lo que se cuenta como alguien contando algo. Lo importante de este libro no es la Revolución Rusa, que es de lo que se habla, sino el simpático Martínez, un hombre a ras de suelo que se dedica a faenas estrambóticas. Su instintiva repulsión hacia las salvajadas no son las del intelectual Chaves Nogales sino las de cualquier bailaor flamenco al que de pronto sorprendiese la Revolución Rusa en mitad de unas bulerías. Esa distancia, tan enriquecedora, no está al alcance de todos.
Es curioso este Chaves. Hablar de él es como hablar de lo que se debió haber escrito. Si nuestra posguerra hubiese sido como la de Francia o Inglaterra, Chaves habría sentado escuela. Esa Guerra y paz que no encuentra Trapiello debería haberla escrito Chaves Nogales, que habría sido nuestro Grossman. Pero bueno, dejó tres magníficas novelas, más que muchos que llegan al final con cientos de libros. Lorca había sido asesinado al mismo tiempo que la función social de la poesía, pero Chaves murió cuando estaba naciendo la novela contemporánea, y es seguro que le quedaban muchas cosas por decir.