La estructura de El maestro Juan Martínez que estaba allí divide la novela en 27 capítulos, y cada uno de ellos en varios fragmentos breves (no más de página o página y meida) que suman 111. Cada uno de estos fragmentos cuenta una anécdota, si bien todos los que forman parte de un capítulo son parte de la misma historia. De ese modo Chaves va engarzando el cuento breve, el relato corto y la novela en un mismo texto.
He nombrado la palabra anécdota un poco a la ligera. 111 anécdotas son muchas anécdotas, si no se quiere que sean tópicas ni vulgares, interesantes y significativas, ilustrativas y graciosas. Es decir, casi cada una de aquellas 111 anécdotas, y por supuesto cada una de las 27 historias, habrían dado en la novelística de hoy para una novela independiente. Es decir, Juan Martínez cuenta las historias con la economía de medios con que se cuentan las historias y sin perder en ningún momento el orden de los 111 acontecimientos, si bien es verdad que, en general, y a pesar de las diferencias de estilo, este orden respira un aire barojiano. El bailaor flamenco tiene algo de Luis Murguía.
En todo caso, esta, digamos, densidad narrativa es la densidad del relato breve, de lo que puede ser contado. Decía Tierno Galván que contar es empezar por el uno y seguir. El cuento es una cuestión de proporciones: alguien cuenta una anécdota para ilustrar una afirmación, y en eso, por curiosa o extraña que sea la historia, no lleva mucho rato, no más de un par de páginas, lo que se tarda en presentar a un personaje y verlo hacer algo, o en contar una carga de caballería, o lo que dijo su mujer cuando estaban más desesperados, o cómo se lo montaba un burgués en un sindicato del circo, y así hasta 111.
Pero, además de estar contando la Revolución Rusa, la novela, las historias continuadas, tienen algo de comedia, de ilusionismo. El propio narrador es un artista que se viste de flamenco para trabajar, del mismo modo que los habitantes de Kiev se vestían de mendigos o de bailes regionales o con la ropa de los domingos según estuviesen ocupados por los bolcheviques, por los nacionalistas ucranianos o por los zaristas. Hay algo en este libro realista que remite a las comedias de equívocos y a esa imagen del payaso que camina distraído a cien metros de altura, poniendo el pie sin querer en las vigas que pasan colgadas de una grúa y evitan que se precipite al vacío.
Leo a toda velocidad la novela y no para de asombrarme la honestidad narrativa de Chaves Nogales. En un doble sentido. En primer lugar, porque si pones a alguien a contar algo, debe contarlo así, y además es la forma más eficaz de transmitir. Estas no son unas memorias en las que si un martes no tienes ganas puedes reflexionar sobre la condición humana unas cuantas páginas. Esto es lo que un hombre contó. Y, en segundo lugar, porque lo realmente difícil es que lo contado tenga interés. Chaves cuenta en cada página algo que merece la pena, y con una capacidad de selección de los detalles que hace que uno se lo crea todo.
La literatura está en los detalles, sí, pero su dosificación nunca es la misma. Los realistas exhaustivos cuentan una anécdota cada 111 páginas, pero, insisto, los contadores de historias una en cada página. A mí me gusta Richard Ford, que es lo más exhaustivo que se conoce, pero sería inaceptable que nos hiciese pasar El día de la independencia como algo que está contando alguien. Esa dosificación, esa densidad narrativa de Chaves Nogales es la que le ha marcado el personaje para ser verosímil.
He escogido, un poco al azar, una de esas 111 anécdotas. Es igual de significa que casi cualquier otra de todo lo que quiero decir. Es el final de un capítulo, es una anécdota, es un cuento, y está contado, y además cumple escrupulosamente las normas de contar las cosas. Y dice algo. Y así hasta 111.
Un flamenco, ¿es un proletario?
El viaje a Kiev fue terrible, porque el tren soviético iba lleno de militares, es decir, campesinos a los que días antes les habían dado un fusil y la autorización para asesinar a los padres que se les pusiesen por delante, y aquella gente nos trató a baquetazos. Además, tanto los clowns, que nos acompañaban, como yo teníamos un aire inconfundible de burgueses con nuestros cuellos almidonados y nuestros hongos ingleses, cosa que nos convertía en el blanco de las iras de aquellas patuleas de desarrapados que iban en el tren o llenaban las estaciones del tránsito. En las paradas del convoy bajábamos a los andenes, según es costumbre tradicional en Rusia, para llenar nuestro chinik la tetera– con el agua hirviente del kipitok, que hay derecho a utilizar para ir haciendo el té en el departamento durante el viaje. En todas las estaciones el espectáculo era el mismo: manadas de tíos miserables que vociferaban y algún que otro judío enfundado en su largo abrigo negro dirigiendo aquella imponente batahola o presenciándola impasible. Aquella gentuza, en cuanto nos veía, empezaba a gritar contra nosotros desaforadamente. No parecía sino que éramos el espectro de la burguesía. En una estación estaba yo llenando de agua nuestra tetera, sin hacer caso de los gritos, cuando se me acercó un hastial, que de un manotazo me tiró el cacharro, y me dijo:
–¡Largo de aquí, cochino burgués!
–¡Largo, si no quieres que te arrastremos! –corearon diez o doce gandules que le seguían.
Me revolví furioso al verme atropellado tan injustamente.
–Pero ¿por qué?
–¡Porque eres un burgués asqueroso, y te vamos a colgar ahora mismo!
–Yo soy tan proletario como ustedes.
Me contestó una salva de carcajadas. Yo, realmente, con mi cuello almidonado y el gabancito corto que llevaba, debía de tener entre aquellos bárbaros, que lucían las ropas en jirones, un aire bastante ridículo.
–¡Yo soy tan proletario como ustedes! ¡O más! –grité exasperado.
–¡Mentira!
–¡Mentira!
–O demuestra ahora mismo que se gana la vida trabajando como un obrero o le arrastramos.
–¿Queréis que os pruebe que soy un proletario? –pregunté jactancioso.
–¡Como no lo pruebes no sales de nuestras uñas, canalla!
Hubo un momento de silencio. Les miré a los ojos retándoles y les grité con rabia:
–¡Mirad, idiotas!
Y les mostraba, metiéndoselas por las narices, las palmas de mis manos deformadas por dos callos enormes, cuya contemplación causó un gran estupor a aquellas gentes.
Eran los callos que a todos los bailarines flamencos nos salen en las manos de tocar las castañuelas.
Ellos me salvaron.