24.1.12

Libros de la guerra, 3


El Diario de Alberto Guna no está escrito con la torrencialidad dramática de Neugass ni tampoco lo persigue, pero ya digo que tiene su punto. Y con frecuencia resulta incluso divertido. Su guerra, por la forma de contarla, en ocasiones se parece más a la mili que a la guerra, y cuando solo se parece a la guerra, está contado con buena literatura gnómica. Con frecuencia van los padres a visitar a los soldados, o pasan días sin más entretenimiento que cazar conejos. Las escenas dramáticas, las que darían para un relato, terroríficas algunas, están resueltas en sus líneas esenciales, tan esenciales que a veces tienen un sorprendente aire poético.
               Cuando digo divertido me refiero a que a mí me divierte esa austeridad narrativa, entre la resignación y la franqueza, que en una página te habla de un bombardeo que los obligaba a reptar por la trinchera llena de cadáveres y en la otra confiesa que se llevó un disgusto morrocotudo porque habían cazado un conejo y la paella salió mal. Un día mira la nieve y se enternece (“parece que hayan derramado harina, si no fuera porque hace frío sería muy bonito ser compañero de la nieve”) y comenta una escena hogareña (en una trinchera, en el frente de Teruel, en diciembre del 37) con él escribiendo el diario y sus compañeros jugando al parchís; pero pocos días después cuenta que a uno de ellos, a Moncholi, tiene que sacarlo de la trinchera, herido en el vientre, y arrastrarlo por encima de los muertos.
               Quizá este sea el momento cumbre, el clímax heroico de Alberto Guna, pero tampoco se traiciona a sí mismo embelleciendo lo que en esas circunstancias es tristemente habitual. Es mucho más efectivo lo compungido que se siente cuando los mandos lo llaman a capítulo por haber sacado a un herido sin derecho a hacerlo. Y Guna, que era sargento y por eso no tenía derecho (supongo que porque así abandonaba su posición y a sus hombres) se defiende diciendo que era “un amigo y además paisano”, y que no podía sacarlo nadie porque estaban todos muertos.
               Nada más. Ni una mota de heroísmo innecesario. Tan solo nobleza clara y sentido de la amistad. Y luego hablan mal de la LXIV Brigada mixta, compuesta casi toda por soldados valencianos, a la que acusan por ahí de no haberse comportado bien en Brunete. Al contrario, entre las pocas críticas que puede detectarse en este libro de bombas y paellas, de hambre y frío en los días de diario y carcajadas sanas en los de fiesta, está el momento de la rendición:
               “Por la mañana empieza a bajar fuerza de arriba y decía que se había terminado la guerra. A todo esto, los jefes iban como desesperados, de pronto veías a uno y ya se había quitado las insignias, el otro no llevaba gorro…, en fin, una calamidad.”
               O ese otro, que no sé si Cela, desde el otro bando, habría sabido mejorar:
               “Este día fue muy malo a causa de la artillería y la aviación que volaba a muy escasa altura, parecía que te iban a quitar el gorro. En el otro parapeto donde estaba el grueso de la compañía nos hicieron unas 15 bajas entre muertos y heridos. Uno de los muertos fue el amigo Pla. Este era un chico muy bueno y cuando comentábamos de la guerra, decía en valenciano: “Che, a nosotros ens a passat com als cavalls que porten a la plaça, que despres de cansats de treballar els porten al matadero. Puix aixina ens fan a nosotros, despres que ya estem farts de treballar nos porten al matadero.” Tras uno de tantos cañonazos vimos las tripas colgadas de un pino, no se le encontró ni la documentación, no he visto cosa como aquella.”              
               Pero ello no le da para más reflexión amarga que los días que les hicieron pasar muertos de hambre en un campo de concentración, antes de mandarlos a casa, a Manises, donde el 30 de abril del 39 Guna da el diario por concluido. Antes, el peso de las balas se equilibra constantemente con la caza del conejo y la consigna de maniobras militares y trayectos de marcha penosa, o con el constante referirse a la familia, a los amigos, a los conocidos, y aprovechar todo lo que no fuese protegerse de los bombardeos para vivir la vida lo mejor posible dentro de las estrecheces del destino. Sale con amigos y amigas al campo y se entretienen pescando truchas con bombas y se ríen mucho. Tiene uno la sensación de que dentro de un ejército hay grupos de paisanos que nunca tienen contacto con el mundo exterior, como si se hubiesen ido a la guerra sin salir del pueblo, como si la guerra hubiera entrado en sus vidas como el invierno, con el que no se puede hacer mucho más que constatarlo. Pero tiene su, digamos, valor empático el hecho de que Guna desaproveche literariamente los momentos de riesgo y aventura con los que otros autores tendrían para todo un relato... menos auténtico que lo que cuenta Guna. ¿O no? ¿Es poco literario esto?:
“Vemos cómo el enemigo se adueña de la posición denominada el Muletón, apreciando cómo subían varios tanques. En esta posición me destacaron de enlace al Batallón Thaelmann. En éste no bebía ninguno agua y yo tenía mucha sed. Por fin pido permiso al comandante y me voy con mi cantimplora a por agua y al cruzar la carretera, de un cañonazo me levanta más de tres metros y yo echando a correr seguía en busca de agua, cuando por fin doy con ella bebiéndome una cantimplora de un trago”. […]
“Por la tarde que estoy redactando estas líneas se han apaciguado mucho, casi no se oye un tiro, en fin, que está esto como una balsa de aceite de tranquilos que estamos. Hará cosa de una hora que he subido de lavar la ropa del río y de bañarme, porque aquí hacemos la vida de los lagartos: bajo tierra, y por mucha curiosidad que tenga uno… los tanques abundan mucho” […]
“Esperé al camión de suministro y por la mañana al irme a tomar el café me quitaron un saquito en donde llevaba nueve paquetes de tabaco, unos libretes, unas cajas de cerillas, unas vendas y una maquinilla de afeitar. Disgusto más grande no he tomado en mi vida. A las 6 de la tarde llegó el camión de suministro, llevándonos a los Cerezos. De aquí con los mulos emprendimos la marcha a pie, haciendo noche en Los Olmos. Aquí nos comimos entre siete personas 46 huevos fritos para cenar y luego hicimos baile con una buenas muchachas con el laúd que tocaba un ciego”.
Hay mucho donde escoger. Siempre se le escapa, quizás involuntariamente, un contraste significativo, una forma de expresarse que transparenta sus gestos al decirlo, su mirada al pensarlo. Guna es un alfarero de Liria que con sus manos delicadas redacta unas líneas de caligrafía y apunta con el fusil a los fascistas y a los conejos. Me lo imagino disparando con ese gesto de la boca de los cazadores cuando apuntan, esa especie de sonrisa retenida nada más empezar a desplegarse, que es la sonrisa de la astucia, de la pericia, incluso, a veces, con la punta de la lengua que asoma por la comisura.
Y en el fondo tiene razón Alberto Guna. La vida, antes, después y durante la guerra, es una sarta de calamidades que se pasan mucho mejor si uno no tiene el carácter melancólico y sí buena mano con la escopeta. Cuánto me he acordado del Lorenzo de Diario de un cazador, esa gran novela, cuando leía a Alberto Guna. Pero Guna es ajeno a cualquier propósito literario, y esa es su gracia, dicho sea en el sentido pombiano de la gracia narrativa. La prosa de Guna es un constante menear la cabeza y rascarse el cogote, esos segundos en que la persona trasciendo del asombro a la resignación y de ahí al olvido, que es la hora de comer. Él solo pasa hambre cuando los fascistas lo cazan y lo meten en el campo de concentración. Pero en el frente le habría venido bien a James Neugass, que pasa más hambre que el perro de un ciego, ese que alegraba las veladas bélicas de Alberto Guna.

23.1.12

Libros de la guerra, 2



El libro de James Neugass me ha deslumbrado por muchas razones, pero me doy cuenta de que había algo de ese entusiasmo al leer el de Chaves Nogales, La defensa de Madrid. Por encima de cuestiones ideológicas, lo más atractivo de Chaves es que su libro parece recién escrito, con la urgencia de una crónica expurgada, aparentemente, de tópicos novelescos. Algo parecido sucede con La guerra es bella, pero en el caso de Neugass los tópicos están todos proscritos. No recuerdo haber leído la palabra drama o tragedia o lucha fratricida o todas esas campanudas perlas con que los escritores tratan de llenar de pathos lo que por sí solo ya tiene a mansalva. Hacia el final del libro, un libro con miles de microrrelatos significativos, de metáforas reales, no juegos de palabras, hay un detalle que subrayé con especial cuidado. Hasta entonces Neugass no había hablado de dos asuntos capitales en una guerra: el trato a los prisioneros y el hecho de pegar tiros. Lo suyo son las heridas, los bombardeos, los escombros, la supervivencia en condiciones extremas y heladas, el retrato de las víctimas civiles, las curiosidades en materia sanitaria y armamentística (el autor incluye una propuesta de mejora del servicio de ambulancias de guerra que no sé si se tuvo en cuenta en la II Guerra Mundial) o el retrato entre antropológico y poético (si no es la misma cosa) de los hombres y mujeres que padecieron aquella salvajada. Habla sin tapujos de las heridas irreversibles y jamás usa eufemismos para describirlas, pero tampoco emplea nunca el morbo ni el regodeo. Al hablar de la herida en el estómago de un prisionero, Neugass se niega, por cortesía, a describirla, y el lector agradece que en ningún momento se despeñe por lo meramente repulsivo, por el morbo sanguinolento al que difícilmente se resistiría un autor español de la época. Incluso creo que hay más verdad en esa forma de eludir los detalles escabrosos, como si con ello barnizara, sin decirlo, su prosa de un tenue brillo de piedad.
Pero Neugass, hasta casi el final del libro, solo pega un tiro, más bien una andanada, con una pistola, en Valencia, contra un francotirador escondido tras una chapa de metal en una ventana alta. Después regala a un soldado su largamente ansiada pistola, aunque después, un poco como Sancho con el burro, dice que aún la tiene. Pero sí, entonces, deja entrever que sus tiros no hirieron a nadie, o al menos no fue consciente de haber matado a nadie. Esta coartada whitmaniana preserva al autor de ser parte del conflicto y lo aísla en su diario como un observador ilustrado, más de la estirpe de Burrows o Ford que de la de Montesquieu, más observador curioso que inflexible censor. Me quedo con las ganas de ver qué siente el autor cuando ceba un cañón, cuando dispara una ráfaga de ametralladora, cuando apunta a un soldado que se arrastra entre las aliagas para ganar unos metros de terreno. Lo peor de la batalla de Teruel es que sólo sirvió, entonces, para que el ejército republicano le ganase unos 18 kilómetros de frente al ejército rebelde, y todos ellos fuera de Teruel. Ya sé que la suerte estaba echada, pero el libro termina en la primavera del 38. James Neugass no deja pasar esta observación, más útil que cien trenos sobre la futilidad de la guerra. Pero en esa futilidad hay muchos tiros y, sobre todo, muchos hombres que pegan tiros. Neugass no es uno de ellos, y a mi juicio eso lo hace todavía más héroe, pero no evita que se pringue en la locura colectiva. En los momentos más duros de su odisea ya no hay aprensiones de ninguna clase:
"Los fascistas avanzan muy rápido. He matado a tres, cinco, ocho. A uno con cuchillo, a los otros con bombas. Por la noche. Podría haber matado a más. Todavía tengo mi coche. Como aceitunas caídas de los árboles, difíciles de encontrar bajo la luz de la luna. No estoy seguro de dónde estoy. Separado de mi unidad. Con la infantería. Buscando las líneas. ¿Hay líneas? Todo es muy confuso. Muy mal. Me duele la herida. Tengo que seguir adelante, ir a algún sitio. Dios mío. Muy mal..."
El otro asunto es el de los prisioneros. La única razón por la que hay prisioneros en una guerra es que cada uno de ellos vale por otro compañero preso. “No se matan hombres, se matan uniformes”, dice Neugass, aunque luego viene la depuración de responsabilidades, es decir, las masacres indiscriminadas. Luchábamos sin odio, se titula uno de los diarios de guerra que tengo en la mesita de espera. Es difícil creérselo. También Eneas se apiada de su enemigo Turno… hasta que se da cuenta de que es el que ha matado a su amigo Palante, y acto seguido lo ensarta como a un cochinillo. Neugass observa el terror en los ojos de un preso fascista al que están curando una herida grave, pero en vez de filosofar sobre el terror recuerda que en las guerras los servicios sanitarios se vuelcan con los heridos leves, que pueden volver al ruedo, como los caballos recosidos, mucho más que con los heridos graves, que requieren mucho tiempo, mucho esfuerzo y mucho dinero, y al final se mueren igual. A ese preso enfermo se le da el mismo trato que a los demás, pero en la página siguiente Neugass nos cuenta cómo un brigadista alemán ejecuta en el acto a un fascista alemán porque este argumenta que se vio forzado a alistarse en el ejército de Hitler si no quería que lo echasen del ejército y su mujer y su hijo no tuviesen con qué comer. Su compañero y enemigo le pega dos tiros ¡por mercenario!
La glosa del libro de Neugass sería tan larga como el propio libro. Ninguno de los detalles que acumula es plano. Todos encierran un significado literario, un sentido profundo que es la diferencia entre un mero inventario de datos y un libro de verdad. Estaría bien hacerse con la versión original, pero dudo mucho que la extraordinaria frescura de la prosa sea responsabilidad de una traducción moderna, porque en Estados Unidos, en los años 30, ya se escribía así. Donde no se escribía así era en España, ni entonces ni después. He cometido el error, después de Neugass, de abrir el Concierto al atardecer de Ildefonso Manuel Gil, publicado en 1992 (aunque, según su autor, empezado veinte años antes), que empieza con la siguiente perla:
“La columna, peana del becerro de bronce que da la grupa a Castilla y apunta con sus cuernos a Europa, tan lejana, el famoso becerrico símbolo de la ciudad y contrapeso totémico al sentimentalismo de los no menos célebres “Enamorados”, daba sólo una levísima franja de sombra, rendija abierta en el muro macizo de sol de la plaza en esa hora de la siesta, con los comercios cerrados y los escasos transeúntes deslizándose bajo la sombra protectora de los porches”.  
Eso de aperitivo. Voy a merendar a ver si me leo el segundo párrafo.
Pero volviendo a Neugass. Al principio de mis encendidos elogios (con fuego amigo) comparé a Neugass con Hemingway. Es un error. Cada palo debe aguantar su vela y la comparación con Hemingway debería reducirse al pastel de celulosa de Por quién doblan las campanas. Me la ahorraré. Basten las palabras del propio Neugass sobre Hemingway:
“Matthews y Hemingway son los únicos no militares y no españoles que he visto en España. Una vez, cuando estaba trabajando en un boquete de bomba, pasó una pequeña furgoneta a tal velocidad que tuve que representar el número de zambullida en la zanja que suelo hacer cuando los aviones se acercan. “Ese es Hemingway”, dijo uno señalando la nube de polvo que desaparecía.
‘Es un escritor y yo soy un escritor’, pensé, y seguí trabajando”.

19.1.12

Libros de la guerra, 1



Me pregunto qué habría pasado si el gran libro de James Neugass La guerra es bella se hubiese publicado poco después de cuando lo escribió, entre 1937 y 1938, mientras servía como conductor de ambulancias para el ejército de la República en el frente de Teruel. Puesto que sobrevivió por los pelos a la guerra civil y que el libro es una obra de arte fuera de lo común, lo lógico hubiese sido que con todos los honores ocupara su puesto, como mínimo, junto a George Orwell en la sección de testimonios, o junto a Ernest Hemingway en la de literatura. No se parece ni al uno ni al otro, pero está a la altura de los dos, ya lo creo que sí. Y, en todo caso, si hubiera que ponerlo en algún sitio, yo preferiría reservarle una plaza junto al mismísimo James Agee.
               Y sin embargo este libro estuvo enterrado entre rimeros de papeles viejos durante 60 años, ni siquiera en entregas de periódicos, como es el caso de Chaves, sino en el cuaderno en el que escribió con un lapicero desde el 5 de diciembre de 1937, en Saelices, en un hospital de campaña instalado en el cortijo de una tía de Alfonso XIII (Villa Paz, para más inri), hasta el 24 de marzo de 1938 en Cerbère, en el Rosellón, a punto de abandonar definitivamente su aventura. En medio, la guerra.
               Lo que no hay es sermones ni justificaciones ni ese gusano que devora la novelística española (especialmente la dedicada a la guerra civil) y que llamamos estilo. En este libro el estilo no está, ha desaparecido. Aquí el estilo es un camillero eficaz que va llevando y trayendo palabras sin que nos demos cuenta. El verdadero estilo es la situación. Pero se necesita un gran poeta para saber viajar en ella, representarla. En este libro todo es verdad, pero no es un libro de datos, y mucho menos de juicios, aunque tampoco de reflexiones ni de floreos líricos. Es una constatación redactada con la elegancia anglosajona de quien no necesita lucirse ni tiene tiempo para florituras. Sustituye las filosofadas emotivas por comentarios moderadamente sarcásticos, de un sarcasmo bueno, irónico, empático. Evita cualquier tentación artística como si soplara el polvo de un cristal.
La precisión y la naturalidad son las dos principales virtudes de un escritor. Todo lo demás termina sobrando con el tiempo, como esos óleos pastosos que pardean y se oscurecen. No se trata de ser sublime sin interrupción (estupidez francesa que se cargó buena parte de su novelística y casi toda la nuestra), sino de que la prosa esté viva, sea una novela o, como es el caso, un diario de guerra. Y esa vitalidad de la prosa trasparece sin nombrarla. El autor escribe su diario en el asiento del conductor de la ambulancia o sentado encima de una piedra, en una cuneta desde donde se escuchan las bombas o en las horas muertas, que también las hay en una guerra, y sobre todo en una guerra, en algún rincón del hospital de campaña. La prosa sigue el ritmo de los acontecimientos, y si es distanciada y curiosa mientras el autor está en la reserva, plagada de observaciones interesantes, nunca redundantes (“¿por qué he venido a España?”, es lo único que repite de vez en cuando), de escuetos análisis psicológicos de la soldadesca, observaciones sobre el funcionamiento del radiador de los camiones, o sobre la miseria de los pueblos que visita, o sobre la manera de curar sin medios, o sobre las múltiples renuncias e impotencias cotidianas que en la guerra son las mismas pero resultan más sangrantes, sin embargo se vuelve impactante como las balas cuando se somete a describir el apocalipsis que ha decidido vivir, y eso va engrandeciendo el libro con el ascenso imperceptible de una sinfonía.
Sus reflexiones políticas son las de un etnólogo sin ganas de aburrir. Cree en la libertad y en la lucha contra el fascismo. Comprende el estallido de la esclavitud a que vivía sometida buena parte de la población, pero no intenta animarse con la ideología. Le resulta más interesante retratar la moral militar, sentir incluso cómo se forma en él, siempre con esa distancia cuyo efecto poético es inverso, es decir, de autenticidad, de verdad y de hondura. Pero cuando se mete en la boca del lobo, de la reserva en Alcorisa a los bombardeos de Cuevas Labradas, es curioso que la prosa resulte también bombardeada, desmenuzada por momentos, pero el héroe del lapicero no pierda la compostura y adopte esa austeridad moral que es la única que te sostiene en los momentos crudos. Es decir, nombra, describe, pero no juzga tan apenas. Las bombas van creando vacíos poéticos en la prosa. Las memorias, en esos momentos, suelen justificar el fusilamiento o justificarse a sí mismas, pero Neugass escribe sin vuelta de hoja. Avanza en su encuentro con la guerra como un Fabrizio de la Generación perdida que tuviera “más curiosidad que miedo” por estar el frente.
               Desde luego que es la epopeya de uno de esos “aventureros foráneos” que citaba el otro día de Cela, a propósito de Chaves. De hecho, casi todos los personajes pertenecen a la Brigada Washington-Lincoln, y cuando escuchas a un soldado llamar Smitty a un compañero y Doc al médico te cuesta hacerte cargo de que están pernoctando en Aliaga, provincia de Teruel. Neugass no comete el error del alegato antibelicista ni el de subir a los altares a los conmilitones, ni tampoco hundirlos en esa miseria moral rancia y barata en que tantos escritores se parapetan como si fuesen pianistas de jazz.
               La guerra es bella está contado desde dentro, en un permanente crescendo que le lleva de la reserva expectante al pavor cotidiano. Llega un momento, en el frente de Cuevas Labradas y Corbalán, cuando por cada avión republicano destartalado había cinco alemanes recién sacados de la fábrica que despilfarraban saña, cuando a cada paso tiene que detener la ambulancia para tirarse a la cuneta y sigue recogiendo heridos y apartando muertos y el cielo huele a carne quemada, en que lo emocionante es la propia capacidad de seguir escribiendo y no hundirse definitivamente. Una novela de guerra tiene que transmitir la sensación de que algo resulta insoportable. Debe llegar a ese extremo, al borde del precipicio que lo lleva a la locura o a la tumba. Tan interesante como la minuciosidad de los datos me resulta el hecho de que las cosas vayan siendo planteadas por la guerra, no por el autor. Quiero decir que ese proceso trágico del derrumbamiento interior es algo que tampoco se puede contar. Hay que hacerlo sentir. Para contarlo están las memorias y los diarios. Para lo otro está la gran literatura.
               En España tampoco estamos muy acostumbrados a los diarios de guerra. Más a las memorias, esa imaginación secundaria, como diría Coleridge, lo que en el mundo anglosajón es todo un género. Pero los diarios de campaña son otra cosa. He vuelto a leer el del sargento Alberto Guna, que editó estupendamente Juan Francisco Fuertes Palasí y del que ya hablé aquí a propósito de unos parientes míos de Alfambra. He vuelto a leer el diario y volveré a escribir sobre él, porque literariamente también tiene su punto. Pero los otros que voy manejando, y de los que ya hablaré, o están escritos por alguien que soñaba con una condecoración o por soldados que, sin intenciones literarias, seleccionan mal los datos. Una batalla es un bombardeo de datos, de situaciones, de gestos, de detalles, de ironías trágicas y de casualidades. Es un material ingente que incluye la moral y la logística, el descenso a los infiernos y la poliorcética. Y eso por no hablar de las toneladas de metralla descriptiva que se necesita. Frases como proyectiles, pensamientos como morteros, reflexiones como ese piojo negro que le sube a un soldado por la nariz mientras lo están interrogando. Se necesita mucho pathos, pero tampoco hay que pasarse. No se puede ir un milímetro más allá de la verdad, que ni siquiera debe ser cruda. Sencillamente tiene que ser verdad. La crudeza estropea, empastra, embadurna. Se pueden escribir grandes obras de arte, pero el género de la catástrofe siempre bascula entre la objetividad obsesiva de Tucídides y el desparrame morboso de Lucano.  
               Sea lo que fuere, La vida es bella es lo más convincente que he leído sobre cómo debe describirse una batalla. ¿Se puede trasladar esto a una novela? No lo sé, pero me gustaría dar con aquellas novelas que sí lo han intentado, porque las pocas que yo he leído, aparte de su valor histórico e historiográfico, creo que no lo consiguen. He de volver, claro, sobre Max Aub, del que solo leí, hace años, uno de los Campos, que tampoco me entusiasmó. Ya he mencionado uno de los pocos intentos serios en este sentido, el San Camilo, que no es una novela sino un confuso bombardeo, pero a San Camilo le sobra el estilo, la literatura, la disposición estructural, la búsqueda de la frase deslumbrante, su tediosa monotonía (una guerra no es monótona), efecto no de la catástrofe que describe con mil ojos, como las moscas, sino de que no aplica verdad a la narración, y porque no desaparece. Leyendo el diario personal de Neugass uno está dentro de la batalla, pero leyendo el San Camilo uno está dentro de Cela. Sabemos poco de Neugass, no encuentra tiempo para hablar de sí mismo. Su labor, su epopeya, es testimonial, pero la urgencia, la intensidad de las situaciones hacen que su lapicero se desate y debajo se vea latir la verdadera poesía. Al individuo Neugass lo conocemos por cómo nos cuenta lo que nos cuenta, no porque hable de él.
               En ocasiones he alabado la lírica de inventario, es decir, el uso que Daniel Defoe hizo de la congeries de toda la vida. Una batalla necesita una narración acumulativa. Necesita que ocurran miles de cosas sin valor argumental, cuya yuxtaposición, en cambio, les confiere un intenso valor poético. La edición de Fuertes Palasí rodea el diario de Guna de su argumento. Es decir, en nota al pie el editor nos cuenta lo que ocurre, y el diario lo que el sargento cree que ocurre, que no tiene mucho que ver. La diferencia es tan grande (Guna está cazando conejos por el monte mientras en Teruel han reventado el Seminario) que en ese hueco es donde anida buena parte de su interés literario. Lo que nos cuenta Guna, en aseada redacción, un poco gerundiosa, es lo que percibió la inmensa mayoría de los soldados: su trinchera, su fusil, sus compañeros muertos. La sorpresa de Fabrizio del Dongo al llegar a Waterloo y darse cuenta de que aquello no tiene ningún sentido narrativo (ninguna razón romántica) sigue siendo el punto de partida para narrar la guerra, cualquier guerra. Es decir, la narración bélica traslada el argumento fuera de sí. Pensar un argumento para una novela de guerra es contar una batallita, no una batalla. Y este libro de Neugass, por dentro y por fuera, en su estupenda prosa y en el cuaderno con cremallera, es una gran batalla.

13.1.12

Un buen episodio



En el proceso de beatificación literaria de Manuel Chaves Nogales corremos el riesgo de no hablar de literatura. Chaves fue el demócrata republicano que abominó por igual de fascistas y de comunistas, el que dejó constancia de la saña con que Franco se aplicó al exterminio de inocentes y de la demencia con que los revolucionarios se hostigaban entre ellos o daban suelta, con jolgorios macabros, a la esclavitud que tantos siglos llevaban padeciendo. Su obra está dedicada a los españoles que dejaron su vida a manos de experimentos bélicos, bajo las balas de “aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro”.
               La cita no es de Chaves Nogales sino de Camilo José Cela, cuyo punto de vista en San Camilo 36 resulta ahora bastante más certero de lo que durante décadas le pareció a su coro de odiadores. Cela no convenció a nadie, pero Chaves, de un tiempo a esta parte, setenta años después de su temprana muerte, es el testimonio que muchos necesitaban para no quedar mal al juzgar la salvajada del 36. La izquierda tardó muchos años en reconocer abiertamente que la República no luchó contra una revolución sino contra dos. La falacia intelectual de identificar república con ideales comunistas (o libertarios) ha privado a muchos de admitir lo sucedido.
La defensa de Madrid, el primero de los dos libros de Chaves Nogales sobre la guerra recién publicados, es una hagiografía popular del general Miaja, símbolo de la verdadera lealtad a la República, y no por ideología sino por pura moral castrense. El libro es un canto al héroe militar, que resiste por disciplina y no soporta la sedición, y que en su cometido de defender la legalidad y la vida de los madrileños tiene que luchar contra propios y extraños. Contra Largo Caballero, fugado en Valencia pero empeñado en arrogarse la defensa de Madrid; contra los pipiolos socialistas, comunistas y anarquistas de la Junta de Defensa (Carrillo entre ellos), la “guardería infantil”, a los que había que calmar cuando entraban en la reunión pistola en mano, sancionar cuando acaparaban provisiones mientras la población civil empezaba a pasar hambre, despreciar cuando asaltaban tiendas de ropa y se iban a exhibir sus conquistas lejos del frente, en palacios de aristócratas puestos en fuga, o reprimir sin contemplaciones cuando se entretenían en ir matando civiles por un quítame allá esas pajas. Contra todos ellos, e incluso contra una especie de resignación macabra de los propios madrileños, tuvo que luchar el general Miaja. Hay quien lo compara con el Pierre de Tolstoi, el héroe que deambula entre los escombros, alucinado por las llamaradas de los incendios y la necesidad irrevocable de luchar y morir si es preciso al lado del pueblo. Pero el general Miaja es aquí, sencillamente, un buen militar, y por eso, con la “candorosa ingenuidad” de “hombre bueno” machadiano que le aplica Chaves, pide a sus compañeros los generales fascistas que desmientan al psicópata de Queipo de Llano, que lo ha llamado cobarde por la radio. Los militares funcionan por obediencia, en el caso de Miaja a la ley y al gobierno democrático, y ya no se plantean más ideología que llevar esa obediencia a sus últimas consecuencias. Proteger a la población civil no es una cuestión de amor a los valores republicanos sino la primera orden que debe acatar un militar que no sea un cobarde o un sádico, que sea un buen soldado: “nada más distinto de un dictador este hombre sencillo, oscuro, sin ambición, sin ninguna prosopopeya, sin la más mínima vanidad personal. Su fuerza indiscutible que desde el primer momento subyuga a sus jóvenes y entusiastas colaboradores, su energía indomable y su rudo carácter de militar que sabe mandar, están devotamente al servicio de la democracia. Su único anhelo es cumplir la misión que se le ha encomendado: defender Madrid”, escribe Chaves. Si este libro se lee lejos de España, el lector no encontrará una tesis moderna y útil sobre la naturaleza del conflicto, sino la epopeya de un general. El libro explica lo que fue la guerra, desde luego, y con toda transparencia, pero literariamente, que es a lo que vamos, también es un magnífico ejemplo del género de las hazañas bélicas, es decir, la épica popular de toda la vida.
               En este punto es donde los ensayos hagiográficos empiezan a desentenderse. En el prólogo a La defensa de Madrid, Muñoz Molina nos recuerda los milagros del beato: su condición sencillamente democrática, alejada de fascismos y marxismos, cruda y sincera; pero al hablar del estilo lo despacha en media docena de líneas: “El ritmo épico y trágico de la narración no impide que salte aquí y allá un tono de guasa…”; “…la potencia narrativa que lo arrastra a uno de la primera a la última línea…”; “…el ritmo de la escritura se traslada físicamente al acto de leer. Los cambios de escenario del relato, en esas horas y días vertiginosos de la guerra, tienen la velocidad convulsa de un montaje cinematográfico. Las complejidades de la política y de la estrategia militar se superponen sin apariencia de esfuerzo a la precisión fotográfica de los retratos de personas y de lugares…”.
Eso dice el autor del prólogo, y no se puede discutir, pero en ningún momento se decide a nombrar el género al que pertenece. A juzgar por el contenido del prólogo, se diría que es un ensayo histórico (de historia casi presente) narrado con recursos de novela. Pero si La defensa de Madrid fuese solo un reportaje, habría que ponderarlo, literariamente, con respecto a libros como el Diario de la guerra de España, de Mijaíl Koltsov, reeditado en España en 2009, una obra maestra de la prosa bélica (e ideológica). Qué bien harían nuestros muchos novelistas de la guerra en leerse este largo libro de un tirón, a ver si se les pegaba el estilo lírico y metálico, frío y potente del gran Koltsov.
La prosa de Chavez está a la altura, ya lo creo. Su perfección es por momentos deslumbrante, pero no atosiga ni empalaga ni reitera, y lo distancia de la obra de Koltsov, ese gran reportaje, el hecho de que Chaves sí usa proporciones literarias. El libro de Koltsov dura lo que duró su aventura, pero el de Chaves respeta las proporciones y las necesidades argumentales y estilísticas de un género muy concreto: el episodio nacional. Ambos libros, uno en México y otro en Rusia, fueron publicados por entregas, en un periódico, para que lo leyera la gente mientras tomaba un café. Si solo hubiese querido informar, Chaves se habría contentado con la versión abridged de su obra que apareció en Inglaterra, y de la que tenemos en esta edición un capítulo, el décimo, buen ejemplo de la diferencia entre un buen reportaje y un buen relato si lo comparamos con el resto.
Soy, ocioso es decirlo, un apasionado de la escritura por entregas, de la literatura inmediata y sometida a un público no especialista pero igual de exigente. Y el máximo elogio que le puedo dedicar a Chaves es que La defensa de Madrid me parece, por encima de todo, un extraordinario folletín. Puesto que el héroe es un general, los capítulos se disponen según el viejo diseño cómico (viejo de hace 2.500 años) del problema que asalta a la comunidad y el héroe que se ve obligado a resolverlo. Cada capítulo funciona con este planteamiento. Unas veces son los fascistas que amenazan con entrar o con masacrar a los civiles desde el cielo; otras, un incidente entre comunistas y anarquistas que está a punto de desatar otra guerra civil más. Cada nuevo problema es un aspecto más del conflicto descrito en circunstancias muy concretas, en un presente modernísimo con el que creo que se debe escribir este tipo de historias, y todos colaboran en un clímax de impresionante altura, el espectacular, impresionante capítulo VIII, que luego el autor se esfuerza en mantener igual que se mantiene la batalla, pero que ya no supera. Y no lo digo como defecto: todas las montañas tienen una cima, porque una montaña en la que todo es cima no es una montaña sino una llanura elevada. Pero ese clímax, aquí, no llega cuando le corresponde a la novela sino, más bien, cuando le toca a la historia. Servidumbres de la verdad. Es el momento de la exaltación del héroe, capaz de abandonar el resguardo del Estado Mayor y acudir a pecho descubierto hasta el mismo frente y arengar a sus tropas como nos cuenta Tito Livio que arengaban los viejos generales romanos:
“Por los parapetos y las líneas de trincheras que estaban a punto de ser abandonados corre la noticia de que el general Miaja está allí, en la línea de fuego. Aquellas masas de hombres desmoralizados por la superioridad del enemigo sienten sobre ellas lo que hasta entonces no habían sentido, la sombra, a la vez amenazadora y tutelar, del Mando. El mito del general Miaja que está allí, pistola en mano, llevando a los hombres al combate y a la victoria actúa decisivamente sobre la moral de los milicianos como si fuese posible que detrás de cada uno de ellos estuviese el general en persona sosteniéndole en la trinchera, animándole y exigiéndole imperiosamente el cumplimiento de su deber”.
Pero este tono titoliviano es, en según qué momentos, el más adecuado al género que practica, igual que en otros sus descripciones del desastre tienen un aroma más lucreciano. Y esa es la otra, la grande, la principal virtud literaria de Chaves Nogales. Sabe, como en la tradición de Shakespeare o de Cervantes, disolverse en sus personajes. Por eso Chaves no ahorra entusiasmos al hablar de Miaja, porque se ha encarnado en él, ha cantado sus gestas, ha cantado a sus armas, pero también al hombre, el mismo que trata a los delegados sindicales como “un maestro de escuela bonachón de ordinario, pero al que es peligroso irritar”, el mismo que sufre arrebatos de ira o exhibe su paciencia insobornable, o que, en su rasgo más humano, en el fondo le debe su victoria al más puro azar, en este caso el papel con las órdenes de ataque del ejército fascista que se encontró en las ropas del cadáver de un soldado, sin las que Madrid habría caído a las primeras de cambio. (Por cierto, la editora, Isabel Cintas, no considera oportuno explicar en nota al pie quién era ese soldado, el capitán Vidal-Quadras, pero sí contarnos una historieta de manuscritos encontrados rigurosamente innecesaria.) De esta capacidad de transformación del narrador, imprescindible para narrar, Chaves ha dado muestras incontestables. En Belmonte es Belmonte; en El maestro Juan Martínez, el maestro Juan Martínez, y en A sangre y fuego, ese periodista discreto y tan ameno y transparente que no parece español. Aquí es el bardo, el cantor de las hazañas, un poco como esos plumillas de las películas de vaqueros que siguen a los grandes hombres para ir contando sus aventuras en los periódicos, y que siempre parecen estar detrás de una cortina. Aquí hay una inflamación épica que no había en A sangre y fuego, y si funciona como folletín, como pieza popular, es precisamente porque sabe centrar la historia en un personaje cercano y clásico, en un buen hombre contra los males de la humanidad.
Tengo curiosidad por saber si La defensa de Madrid es capaz de saltar de uno al otro público, del lector que se autoafirma en su butaca ideológica al que viaja en tren a trabajar y le gusta leer novelas. Ese sería el verdadero éxito y la más justa y provechosa rehabilitación, sin necesidad de pasarlo por los altares.

8.1.12

El simpático señor Pombo


A este paso voy a dejar de comprar las primeras ediciones de mi querido Álvaro Pombo. Lo compraré cuando salga en rústica, o lo leeré prestado. Desde que firmó el contrato con Planeta escribe mucho, demasiado, y sus últimas novelas están recicladas de otras novelas que sí eran originales (originales en él, en sus temas, en su escritura). Ahora le han dado el Nadal y Pombo sonríe como esos ministros simpáticos que van de ministerio en ministerio a ver si sube la popularidad del gobierno, a ver si venden votos. Junto a él estaba el ganador del segundo premio, un presentador de televisión que pertenece a una ilustre familia catalana y ha escrito, oh sorpresa, sus memorias infantiles. Junto al ministro simpático siempre va el secretario de estado hereditario.
               Yo no sé por qué se mete Pombo en ese enjuague editorial. De las 68 ediciones del premio Nadal, hay al menos docena y media de novelas que fueron buenas por sí mismas o sirvieron para lanzar una carrera literaria, y aún alguna que otra de escritores ya hechos que estuvieron a la altura de las circunstancias. Cuando en 1968 ganó el premio Álvaro Cunqueiro por Un hombre que se parecía a Orestes, era ya un autor respetadísimo por lectores inteligentes de uno y otro lado, y había escrito las Crónicas del Sochantre, Merlín y familia o Las mocedades de Ulises. Creo que fue la primera apuesta sobre seguro de Destino, que no es lo mismo que una apuesta segura como la de aquel jovenzano que escribió El Jarama. Cualquier miembro del jurado que tuviera sangre en las venas se daría cuenta de que estaba leyendo una obra maestra. Pero Ferlosio ya no era un desconocido. Destino apostaba entre lo nuevo que olfateaba, o que contribuía a crear. Las editoriales entonces iban a favor de obra, buscaban buena, exigente literatura, y el tiempo, con relativa frecuencia, les iba dando la razón. Nunca serían tan puras como con Nada, una excelente primera novela escrita por una muchacha de veintitrés años, por más que tuviera acceso directo al mundo literario y por más que aquel éxito, digamos, histórico haya velado el resto de su obra. Me dan ganas de leer las cartas que Laforet se escribió con Sender, que nunca ganó el Nadal.
               Pero antes de premiar a Cunqueiro contribuyeron a la formación del realismo de los 50 (y del berzorrealismo) con Luis Romero en 1951, y si Ana María Matute ya estaba consolidada cuando escribió Primera memoria (qué bueno habría sido dárselo años antes por Pequeño teatro), Carmen Martín Gaite acababa de empezar con Entre visillos, y algún otro jovenzuelo como Ramiro Pinilla triunfaría casi medio siglo después. Después de Cunqueiro, en cambio, el recelo por lo no probado, por lo no testado, como dicen ellos, llena la lista de premiados: ni García Pavón ni Fernández Santos, los dos que lo siguieron, eran unos desconocidos, aunque tuvieron que esperar al 75, con Las ninfas, para dar otra vez en el clavo. Las ninfas se sigue leyendo estupendamente y es de lo mejor de Umbral, que entonces acababa de publicar su Travesía de Madrid y se había ganado el respeto que luego tan generosamente despilfarraría.
               Pero fichar a alguien conocido empezó a dejar de ser garantía de calidad literaria y a serlo solo de éxito editorial, y ese paso lo dio el Nadal en 1982 con La torre herida por el rayo, de Fernando Arrabal, de un postvanguardismo parisién revenido y gratuito. Pero vendió muchos libros. Ni la Balada de Caín en el 86 ni Los amigos del crimen perfecto en 2003 están entre lo mejor que habían escrito o escribirían Vicent y Trapiello, pero vendieron muchos libros. Aun así, Juan José Millás lo ganó en el 90 con una de sus mejores obras, La soledad era esto, y al Nadal le cupo la macabra suerte de premiar a Francisco Casavella por Lo que sé de los vampiros (y dedicarle luego un premio) antes de que desapareciese. Pero Casavella ya había publicado El triunfo casi veinte años atrás, y los astutos asturianos del Tigre Juan le dieron el premio que debió haberle dado Nadal.
               El último caso de buen olfato se dio con Lorenzo Silva, pero no cuando se lo dieron por El alquimista impaciente sino cuando le cayó el segundo premio por La flaqueza del bolchevique.  Aparte de eso, no hay mucho que recordar, es verdad, pero yo prefería leer la novela de una desconocida como Carmen Gómez Ojea y luego decir que no me parecía buena antes que saber qué voy a leer de un autor al que admiro desde hace va para tres décadas y a quien a estas alturas ya me lo veo venir. Seguro que es el profesor de Contra natura, que no me acuerdo de cómo se llamaba, ni, como decía Umbral, me voy a levantar a mirarlo ahora.
               De modo que Planeta no ha tenido que esforzarse mucho en imponer su modelo de premio literario. El primero, un autor requeteconsagrado, con eso de el favor de crítica y público, y que escriba lo que le dé la gana, aunque sea una tontería como la que perpetró Savater; y el segundo, alguien bien parecido que salga en la tele, y si, en este país de monárquicos recalcitrantes, es el vástago de una familia de la alta burguesía de toda la vida, mejor que mejor.
               No lo digo en tono crítico. Nunca espero nada de los premios literarios. Una vez me presenté a uno que daban en un pueblo pequeño y me ganó el otro que se presentaba. Con esos antecedentes, se comprenderá que no me haya vuelto a presentar jamás a ningún certamen de ninguna clase. Quiero decir que no soy crítico con el resultado sino con el modelo. Mucho me extrañaría que en Planeta hubiese alguien encargado de leer todas las novelas que se publican en ínfimas editoriales regionales y decidir a quién merece la pena apoyar según criterios estrictamente literarios. Ni tampoco hay un director de márquetin que crea en el interés de la verdadera novedad, lo que estaba escondido. Todos los años se publica en Palencia o en Lérida o en Almería una primera novela muy prometedora. No hay ojeadores en las grandes editoriales más que para la elaboración de piensos compuestos narrativos. El desaparecido premio Tigre Juan debería haber seguido, para los melancólicos de la historiografía literaria, en el premio Nadal. Pero no. El año que viene se lo darán a Vargas Llosa, y el segundo premio a Toni Cantó.