Después
de Némesis he continuado rellenando lagunas
con Pastoral americana. Mi caso con
Philip Roth es el clásico de haber empezado por donde no debía, por el
principio. La trilogía de Zuckerman
encadenado no me podía gustar porque en ella viaja, en primera clase, buena
parte de lo ya no leo. No leo autobiografías ni mucho menos novelas
protagonizadas por un escritor que escribe. No le encuentro la gracia al
manierismo y las historias posmodernas suelen pecar de autocomplacientes. Así
que lo fui dejando estar, y eso que a mi alrededor la gente leía La mancha humana y Me casé con un comunista y me decía que me estaba perdiendo algo
que seguro que me iba a gustar. Cuando,
hace unos días, dieron a Roth el Príncipe de Asturias, tuve que escuchar el
argumento definitivo: ¿cómo es posible que te gustasen Una mujer difícil y Libertad
y no quieras leer Pastoral americana?
Ahora he
comprobado que la novela de John Irving se publicó dos años después de la
novela de Roth, y la de Franzen, como aquel que dice, acaba de salir. En el
reducido mapa genealógico de mis lecturas, las dos le deben algo a Pastoral americana, desde luego. Más
incluso la de Franzen, en casi todos los sentidos, incluidos los que menos me
interesan. El Irving que se ceba en la documentación exhaustiva en torno a un
tema menor que le sirve de símbolo y de itinerario, el de la pesadota Hasta que te encuentre, llena de
erudición tatuada, viene a estar representado aquí por la fábrica de guantes de
Lou, el patriarca, el padre del Sueco. Y el tema del hombre bienintencionado al
que se le acumulan los errores y las desgracias, las mujeres locas y los hijos
inflamables, que es el asunto de Libertad,
es el que da cuerpo a Pastoral americana, y en ambos casos con parecidas
intenciones. Se trata de retratar, a través de un triunfador desgraciado, el decline and fall del sueño americano,
que por otra parte debe de ser el tema de otro millón de novelas contemporáneas,
por lo menos.
Es
decir, que tenía que gustarme y en efecto me gustó, y sus quinientas y pico absorbentes
páginas me hicieron vivir en el mundo que me proponía la novela, una familia
cada uno de cuyos miembros representa una forma de ver el mundo. El abuelo Lou
es el viejo emprendedor americano, el hombre que se jacta de haber trabajado
duro y sobre todo haber mirado la calidad del trabajo por encima de la
rentabilidad, el judío que no entiende que su hijo se case con una católica
irlandesa, y su abnegada esposa, una señora insignificante que cuando aparece
con una frase, como los figurantes, es siempre para templar gaitas, apagar
fuegos, seguir corrientes y asistir a su fogoso marido, uno de estos americanos
que a los ochenta y tantos años conservan intactas las dotes de mando y los
criterios morales.
El hijo,
el protagonista, el Sueco, es el rigor de las desdichas. Todo le sale mal, y en
la vida, cuando todo, absolutamente todo sale mal, tanta desgracia junta solo
puede mover a la compasión, pero difumina un poco la idea de verdad. Hacia el
final de la novela, cuando el Sueco ha visto cómo se destroza la mente de su
mujer y cómo la ya destrozada mente de su hija destroza lo que encuentra, sufre
un ridículo ataque de celos que ya no pertenece a la novela ni al personaje
sino al autor. Hay un momento en la
novela, a unas cien páginas del final, en buena parte de la larga última cena
en la que no se sabe quién va a traicionar a quién, en que la lógica narrativa
deja paso a la ingeniería finalizadora. El personaje deja de vivir y empieza a
ser contado, y emerge, ominosa, la figura del autor para empalmar todos los
hilos y dejar a todo el mundo sin posible redención. Es una decisión suya, no de la novela.
Los
otros personajes de la edad del Sueco flirtean demasiado a menudo con la
caricatura. El vecino rico, Orcutt, diseñador de la nueva vida a la que aspira
la mujer del Sueco, está visto con los ojos de un celoso y en ese sentido es
bastante creíble. Lo que no es creíble es que, después de todo lo que lleva
encima, el Sueco tenga tiempo de caer en el lodazal de los celos, o sacar a
pasear a última hora una aventura suya, otro pecado, con la psicóloga de su
hija. Es como si ninguna novela pudiera terminar sin rendir tributo a la
obsesión sexual que corroe la moral americana. Pero Leviatán, de Auster, anterior a Pastoral
americana, usaba un punto de partida parecido sin necesidad de decorar su
alrededor con el muladar sentimental de siempre. La hija del Sueco es aquel
Sachs de Auster, pero mucho menos sujeto al croquis simbólico de Merry, el
tristísimo personaje de Philip Roth. Me da la sensación a veces de que
sobrecarga a los personajes de simbología, que no hay nada que no signifique
algo, que no sea un ejemplo para explicar algún problema social, laboral,
personal o amoroso. Los personajes no son contradictorios en la medida en que
han nacido para martillos y del cielo les caen los clavos. No hay redención, y
las buenas novelas, incluida la Biblia, necesitan para sostenerse un acto de
redención. El lector necesita querer, no solo compadecer. Al final del libro
tenía que afinar la vista porque la sombra inquisitorial del autor impedía que
entrara un solo rayo de luz.
El
paradigma del paradigma (dicho sea no como superlativo hebreo sino en sentido
estricto) es esta muchacha, Merry, que a los 16 años se escapa de casa y se lía
a poner bombas, y acaba en un agujero inmundo convertida en psicópata jainita,
de estos que no se lavan para no matar los seres vivos que habitan nuestra
piel, como franciscanos de la vida que habita en la putrefacción. Es curioso
que suceda en los años de la guerra del Vietnam, la última vez en que una
generación joven se mostró dispuesta a inmolarse en aras de la ideología. En Libertad, de Franzen, la descomposición
es de otra índole, y el hijo, en vez de salir revolucionario, se va a la guerra
de Irak a hacerse millonario. Pero en Franzen sí hay redención, y esa redención
hace que el personaje sea el mejor de todos, el más vivo.
Tampoco
había que ser tan crudo. Es el tópico de las tres generaciones de empresarios,
tan frecuente: el abuelo, de la nada, con esfuerzo y rigor, levanta una gran
fábrica de guantería; el hijo, un americano sano, trata de seguir ganando pasta
con el mismo entusiasmo, pero el ambiente ya es otro y los usos y costumbres
también; el nieto (la nieta) ya no quiere saber nada, aunque lo normal es que
sí quiera saber y destroce la obra de sus antepasados. Pero eso ha sucedido
siempre, no en los 70 por primera vez, y volverá a suceder porque comienza otro
ciclo de vacas flacas, pioneros y hombres cerriles y sacrificados.
Y eso si
son hombres, porque las mujeres, en esta novela, lo tienen bastante crudo.
Varias de ellas (la progre Umanoff, la psicóloga con aventura, la compinche de
su hija) están pintadas con tanta mala leche que al final resultan un poco
mamarrachos, y en el caso de Rita, la compinche, directamente inverosímiles.
Pero su mujer, ex miss New Jersey, es de una debilidad que penetra en la moral
hasta envilecerla, y Shelly, la mujer del pomposo Orcutt, es una borracha a la
que Roth describe con verdadero asco, y a la que da un papel relevante al
final, en el más puro final, que, lo siento, me ha parecido del todo gratuito.
Pero hay
otro pero más que me ha dejado su lectura. Es lo mismo que empasta de absorbencia
la lectura, pero que en términos narrativos no deja de ser un truco. Roth
escamotea la narración a favor del jucio moral, no deja que se desarrollen las
secuencias sin someterlas a un veredicto meticuloso que tapa lo que de pura
novela debería haber. Uno pronto deja de ver
para reflexionar, y la misma carga simbólica que tienen los personajes es
la que le falta a lo que hacen los personajes, a lo que Roth les deja hacer. Uno
disfruta sabiendo cómo se siente el Sueco y como funciona una fábrica de
guantes, cómo eran los concursos de miss América en los años cincuenta y cómo
la vieja Newark se viene abajo. Algunas conversaciones son incluso largas (la
última con Sheila, la psicóloga, muy pleonástica), pero no hay acciones
concretas. Los personajes están colocados en la situación pero no actúan, o han
actuado y tienen miedo, o van a actuar y también tienen miedo. Yo diría que
Roth es un maestro en mantener la novela sin necesidad de que el lector exija
más encarnadura dramática, no más acción sino más situación. Pero, llegados al
culo de pollo final, esa misma velocidad, esa misma atención empieza a mosquear
un poco. Demasiado tarde, en cambio, para no haber disfrutado.