25.10.12

Lo de Marías



He estado un rato esta tarde viendo las prolijas y repetitivas explicaciones que ha ofrecido Javier Marías a los medios de comunicación a propósito de haber declinado el ofrecimiento de aceptar el Premio Nacional de Narrativa 2012 por su novela Los enamoramientos. Y qué decepción. Qué momento más bueno era ese, a punto de ser difundido por todos los medios, de decir algo de lo que domingo a domingo sí dice en su columna de El País Semanal. Y sin embargo se ha recluido en esa humilde arrogancia de quien puede permitirse renunciar a veinte mil machacantes por no manchar su trayectoria con la villanía de un aguinaldo, o por no desdecirse de otras tantas boutades dichas hace veinte años. Todo apuntaba a un ahora meteros el premio donde os quepa, o bien a mí ahora me tocáis vosotros lo que me sobra de santo, majos, con la de galardones internacionales y traducciones a lenguas extrañas que han merecido mis obras.
               Puede parecer que Marías me cae mal y no es así. Conozco bien toda su obra, la he leído y recomendado e incluso encomendado, y aquí mismo me he deshecho en elogios hacia piezas suyas. No hacia esta, ciertamente, que me pareció fallida y me lo sigue pareciendo, por más que la colmen de galardones. Quizá, precisamente porque me cae bien, esperaba más, por ejemplo que no se circunscribiese al ámbito literario, a los premiados con justicia y a los olvidados sin ella, a los muchos reconocimientos que su obra recibe en el extranjero, etc. Tan solo, mientras estuve escuchando, aprovechó para denunciar la “vergonzosa” situación de las bibliotecas públicas, para acto seguido cometer un error de bulto: dijo que en España solo hay 52 bibliotecas públicas y que, por lo tanto, el hecho de que este año no haya presupuesto para comprar libros incide poco en los autores. No, no hay solo 52 bibliotecas públicas que compran libros, aunque no sé cuántos ceros habría que añadir a esa cifra para saber el dinero del presupuesto que se gasta en comprar libros de autores españoles, sean buenos, regulares o malos. Marías vende tanto que ignora cuántos colegas suyos viven precisamente de lo que venden solo porque es novedad, no para que se lea, más bien para que se almacene.
               De modo que, después de oírle contestar una y otra vez las mismas alusiones a su estirpe literaria y a la lista de grandes autores que no recibieron este galardón, me he desenchufado. También en eso metía la gamba. No tiene nada que ver que un autor sea o no importante con que haya o no ganado un Premio Nacional. En literatura es muy frecuente lo que en cine, por ejemplo, le ha pasado a Almodóvar: que, siendo la obra propia en su conjunto muy importante, siempre hubo una película en particular mejor que la suya. Otra cosa es que el jurado de ese premio no haya sabido ver, tradicionalmente, cuál era la mejor obra de ese año.
               Pero, en general, este premio se ha dedicado a dos cosas: o a premiar trayectorias por una novela que no es la mejor del autor, o a impulsar trayectorias por una novela primeriza de la que se espera mucho. Y pocas veces se da en el clavo. Los casos de Luis Landero y de Luis Mateo Díez son quizá de los últimos en que todo se juntó y el jurado no tuvo más que ratificarlo. Tanto Juegos de la edad tardía como La fuente de la edad eran grandes novelas de autores desconocidos o muy poco conocidos, respectivamente, cuya carrera se desarrolló de la mejor de las formas posibles. Pero eso fue hace más de veinte años. La lista de los últimos diez ganadores solo incluye una novela de la que, para bien o para mal, tendrá que hablar la historia de la literatura: Anatomía de un instante, de Javier Cercas.
               En todo caso, Landero ya había conseguido el premio Ícaro, una buena distribución y un creciente, imparable entonces, diría yo, número de lectores y de críticos entusiastas. Es decir que, aun en el caso de que hayan acertado con alguna excelente primera novela (o primera novela conocida), su misión se ha limitado siempre a ratificar, a llover sobre mojado, con tanta mayor inutilidad cuando más asentada estuviera ya la obra del premiado. Eso si no se ha utilizado para dar barniz etnoliterario a cuestiones políticas. En los últimos 35 años, aparte de las de Landero y Mateo Díez, solo se puede decir que Obabakoak, de Atxaga, fuera, digamos, la ratificación de un hallazgo. Mateo Díez se impuso a El testimonio de Yarfoz y a La ciudad de los prodigios  en 1987, algo que casi es más valioso que los propios premios, porque las dos son obras cumbre. Landero arrasó en los premios del 90 con toda justicia (para novelas publicadas en el 89), pero al año siguiente, el 90, el año de El metro de platino iridiado (que fue Premio de la Crítica, pero no Nacional), Todas las almas se quedó sin nada. Y Bernardo Atxaga dejó también sin nada a La lluvia amarilla, que no es un gran libro pero sí es un libro importante.
               Luego vienen los apaños. Para sacar la pata con Álvaro Pombo, le dieron por Donde las mujeres el premio en el 97, año de Una comedia ligera, de Mendoza, que no se llevó ni el de la Crítica. En cambio, lo que Marías, diga lo que diga (lo ha dejado caer con una media sonrisa), no termina de comprender es que no consiguiera ningún premio de este tipo ni por Negra espalda del tiempo ni por Tu rostro mañana. En el primer caso, no le habría importado, supongo, perder frente a su querido Benet, de quien se publicó la edición completa de Herrumbrosas lanzas; pero ese año, mira por dónde, el jurado acertó y concedió el premio a Delibes por El hereje, una excelente novela que va a perdurar más, pese a los luctuosos planes de estudio, que ninguna otra suya. Eso sí, lo que debió de sentarle a Marías como un tiro es que el año 2008, con Tu rostro mañana recién terminada, el ganador fuera Millás, con una cosilla de encargo donde contaba su vida, y el de la Crítica se lo llevara Chirbes con Crematorio. Ahora decir que no le hacen duelo los veinte mil pavos es muy fácil, pero yo me inclino a imaginar que lo que no quiere es que remedien con una novela menor lo que estropearon con la obra que él considera, y con razón, su obra maestra. 

16.10.12

Tomate Dickens




Charles Dickens fue tan previsor que encargó a su mejor amigo una biografía para que la posteridad pudiera copiarla, extractarla, glosarla, documentarla o falsearla. John Forster no solo fue amigo suyo y de la familia, sino el primer agente literario que se conoce y el primer crítico que le dijo a Dickens que se olvidase de las tablas y volviese a las novelas. Su Life of Charles Dickens, de 1874, aparte de un gran libro, perfecto para quien, por ejemplo, haya disfrutado de James Boswell, es el punto de partida del exhaustivo libro de Acroyd (la versión íntegra, no el resumen que se ha publicado en España), pero también del ensayo narrativo que ha publicado hace poco Claire Tomalin.
               Lo llamo ensayo narrativo porque consiste en ir sacando datos de la biografía de Forster (con algún añadido pintoresco de la de Ackroyd, del epistolario de D. y de algún que otro testimonio) y darle a todo una coherencia novelesca como la de Oliver Twist. Es decir, lo truculento y lo sentimental, la voluntad de hierro y las casualidades de la vida. Tomalin escribe una historia fijándose en todo aquello que pueda tener tomate, aunque se sepa (y ella lo insinúe, para curarse en salud) que no hay tomate; o, más bien, que no tendría por qué haberlo.
               Un par de ejemplos curiosos tienen como protagonistas a Mary, la cuñada de Dickens, de 17 años, y al propio Forster. Tomalin, que arranca el libro con un amorío que no llegó a cuajar, nos da una imagen huecograbada de Catherine, la esposa de Charles Dickens. Silenciosa, un poco simple y, más que seducida, casi contratada por un marido que no quería historias de amor sino poner orden en su vida. Sin embargo, la muerte inopinada de su hermana Mary desata en Dickens un tormento que se traduce en párrafos de enamorado. Tomalin no lo dice abiertamente, pero lo deja caer. En alguna esquina de alguna página insinúa que las demostraciones de afecto escrito tendían en aquella época, y más en Dickens, a un patetismo decorativo, pero no solo deja en el lector la impresión de que se entendía con su cuñada (el relato de la tarde que salieron a escoger muebles está lleno de pespuntes insinuadores), sino que, poco después, vuelve a utilizar ese tipo de párrafos melodramáticos, que Dickens tanto frecuentaba, para volver a tirar otra especie y esconder la mano, esto es, que el gran amor de la vida de Dickens igual no fue la cuñada sino el amigo, John Forster. Y otra vez, en un rincón, para evitar malentendidos, aclara Tomalin que a Dickens le gustaban las mujeres, y que por eso, para resolver el problema del sexo, se apareó con Catherine.
               Como estrategia novelística es graciosa. Un hombre vive tranquilamente con su mujer y su joven cuñada hasta que esta muere y se desata en él un violento ataque de amor. O bien: un hombre tiene un amigo al que busca más que a su mujer y a quien promete ser fiel, literalmente, hasta que la muerte los separe. Claire Tomalin ha escrito sendas biografías sobre Jane Austen y Katherine Mansfield, dos de mis escritoras favoritas, pero se embarranca un poco en esa visión feminista de la vida de Dickens, algo que, por otra parte, y no sé por qué, parece ser una tendencia moderna en la consideración de Dickens, al que, al tiempo que se lo celebra, se lo despelleja. Dickens trabaja como un mulo en siete cosas a la vez, cambia de casa cada dos por tres, la paga, la amueble, la llena de parientes, el padre calavera y la cuñada Georgina (con quien Tomalin también insinúa que hubo tomate), más diez hijos de los que parece ser que Dickens solo deseó a tres, a pesar de lo cual los divertía y les buscaba un futuro, mientras la pobre Catherine va pariendo un hijo tras otro y el marido tiende a pasar mucho de ella. Lo irritante es que, después de reprocharle con vara feminista que no estuviera siempre pegado a su mujer o la hubiera convertido en el centro de su existencia, reconozca que, salvo alguna que otra escapada de rodríguez, Dickens no se separó de ella. Pero resulta que como no hay documentos que atestigüen que Dickens, mientras vivió con ella, fue un perro faldero de su esposa, la inició en los métodos anticonceptivos, la antepuso a su carrera y se dejó llevar por sus ideas literarias, esa ausencia de pruebas es al mismo tiempo prueba elocuente de que, en el fondo, no la quería. Tolstoi tampoco quería al cardo de su mujer y la soportó casi toda su vida, pero ni eso ni lo contrario importa demasiado a sus lectores, entre otras razones porque, aparte de la mujer de Pierre en Guerra y paz, uno casi no recuerda en su obra mujeres tan malas como la suya propia. La alcoba no manipuló la pluma, afortunadamente.
               Y en el caso de Dickens yo diría que tampoco. La desproporción tomatera de Tomalin tiende a rehabilitar la figura de Catherine Dickens, ensombrecida por la insignificancia, y ocupa de paso el espacio de otros temas que a los lectores de Dickens nos habrían interesado mucho más. Por ejemplo, su método de composición. Al hablar de Bleak house, la autora repasa el sombrío elenco de los personajes y llama la atención sobre el giro serio que había dado D. después de sus divertidas y en ocasiones disparatadas o sentimentalonas novelas de hasta entonces. Me parece que fue en la casa de Doughty Street, en la Dickens house (Tomalin no dice que su despacho estaba en el sótano, un detalle de la máxima importancia), donde vi el manuscrito de Bleak house. Entonces (1993) me sorprendieron dos detalles: lo muy corregido del manuscrito y lo exiguo de sus notas previas. Dickens no programaba sus novelas. Antes de empezar un largo capítulo, tenía más que suficiente con un par de frases escuetas y peregrinas, algo excesivamente general, como un lejano vislumbre, Fulano se oscurece, alegrías de Menganita, etc.  El contraste con el muy trabajado manuscrito es elocuente. Acroyd incluye una foto de la primera página de esta novela, el célebre comienzo bajo la niebla, quizá la postal de Londres que más ha circulado por el mundo. Más de la mitad de la primera redacción está tachada y sustituida, en un enjambre de correcciones que ríete tú de Baudelaire. Tomalin también nos incluye unas notas sacadas de Grandes esperanzas, pero no saca de ellas ninguna conclusión interesante. En esas notas, ay, no hay ninguna pista por la que cotillear.
               El caso es que Dickens, al escribir, no ponía la menor atención en el estilo, ni tampoco en casi ninguna decisión previa. Otra cosa es corregir, pero en el acto creador se dejaba llevar por escrito, alumbraba sus novelas como Catherine sus hijos, casi sin querer; se detenía oyendo hablar a personajes que le caían bien, escuchando lo que tuviesen que decir, y se apasionaba tanto haciéndolo que no tenía tiempo para pensar en la literatura. Tan solo podía vivirla, sobre todo si tenía que vivirla, porque los plazos de entrega siempre han sido el mejor estímulo posible. ¿De qué le servía escribir un argumento, si a las dos líneas, metido de lleno en la novela, todo plan previo habría de irse a paseo?
               Sí, claro, es la escritura desatada de Cervantes, un asunto que a Tomalin le trae sin cuidado. ¡Cómo va a importarle, con el drama de Catherine pariendo sin que su marido haga otra cosa para remediarlo que ir de putas de vez en cuando (extremo que, por cierto, tampoco está atestiguado)! Y es un libro para citar a Cervantes, ya lo creo, sobre todo si se afirma, como hace Tomalin, que Pickwick empezó a ser un gran libro cuando Dickens creó a Sam Weller, el Sancho inglés. Los amigos de las planificaciones y la prosa poética suelen ser escritores sin imaginación, porque la imaginación no se planea ni se acicala: sale como es. El que no tiene imaginación la baña en orfebrería, en artesanía literaria, sermones políticos y recuerdos personales, pero el verdadero arte narrativo no admite control ni necesita de estilo. Dickens supo escuchar. Escucha lo que piensas y copia lo que dices, parecía ser su máxima.
               Nada de lo cual importa mucho para Tomalin. A veces creo que ha intentado escribir sobre Dickens el libro que habría escrito, de conocerlo y sobrevivirlo, la mismísima Jane Austen. La verdad es que Tomalin es tan amena como ella, pero me temo que bastante menos irónica y mucho más doctrinaria, sobre todo en la consideración sumarísima de sus novelas. Despacha Dombey and son y Martin Chuzzlevit como malas novelas con un buen principio. Le reprocha que la novela se desparramase, que no tuviera una estructura bien compuesta. Le afea, quizá sin comprenderlo, que sus novelas sean organismos vivos, y no le basta que según Dickens sí fueran buenas creaciones para ser ella un poco menos inflexible con el resultado. Estos juicios severos dan la impresión no de que no le gusten las novelas, sino más bien de que no le gusta Dickens, el escritor, el artista Dickens. Para no ser una investigación como la de Ackroyd sino un ensayo refreído, no deja de ser un punto de partida poco estimulante. El tomate está en los refritos de Tomalin, pero no en Dickens, a pesar del desagradable tercer acto que nos enjareta cuando, ay, sale a relucir la célebre Nelly, protagonista absoluta de más de un tercio de esta biografía.
               Nelly fue una amante que tuvo Dickens, la mujer por la que se decidió a separarse de su santa esposa y con la que, dicen, tuvo un hijo que murió al poco de nacer. La deslenguada Tomalin se agarra a cualquier rumor para dar por hecho no solo que Dickens tuvo ese hijo en secreto, sino que poco menos que chuleó a la joven Nelly, a cambio de garantizarle algo de continuidad en su carrera como actriz. Lo de menos es que sea o no cierto, sino la importancia completamente desproporcionada que la da Tomalin. Dickens ya es condenable no solo en sus costumbres amorosas sino en todo lo que hizo: mal padre, mal marido, mal escritor. Uno siente una extraña quemazón orejas arriba cuando la beata Tomalin despacha grandes novelas como Nuestro amigo común como un fracaso más de quien se merecía fracasar, por lo que le hizo a la pobre Catherine, mira tú, o por cómo trató a su querida, sobre la que la propia Tomalin escribió un libro cuyo resumen nos endosa por extenso.
               Aparte de cotilla, cerril y malpensada, la señora Tomalin no es tonta, y se ocupa de dejar diseminados por el libro los mismos datos que servirían para desautorizarlo, pero les concede alguna línea casi imperceptible, y en cambio se ensaña sin pruebas ni motivos con una vida privada que le debería importar mucho menos que la razón por la que Dickens es Dickens: porque, después de Shakespeare, es el gran mitógrafo inglés, con la particularidad de que los mitos de Dickens son contemporáneos, sirven para explicar a quien los disfrutó y a quien, dos siglos después, los sigue disfrutando. Nos interesa el escritor que escribe, no el que se mete en la cama. La señora Tomalin, que tiene un aire a Florence Nightingale (pero sin grandeza), se comporta con ese rigor feminista que, casi sin querer, coincide punto por punto con la mentalidad más estrecha y provinciana de la época que Dickens vivió y que la autora no se ocupa demasiado en retratar. Prefiere acumular datos que den aire de seriedad a un libro que no pasa del ensayo cotilla, escrito con toda la mala leche de las cotorras.

Traduje este texto para un curso sobre Dickens en el que, ay, la bibliografía fundamental era precisamente la de Tomalin. Quedó así:


Dickens among women
About Claire Tomalin’s biography of Charles Dickens
 

Presenter Amelia Pérez de Villar, within the two last sessions of the course Charles Dickens: a genius amidst the industrial revolution, mentioned lavishly a recent biographical essay written by Claire Tomalin, full of anecdotes about his private life. I’ve read that book and I’m afraid my impression is not as favorable as hers.
Charles Dickens was foresighted enough to put his best friend in charge of writing a biography of him so that posterity could either copy it, summarize it, gloss it, document it or falsify it. John Forster not only was a good friend of his and his family’s, but the first literary agent ever known and the first critic who urged Dickens to forget about theatre and to come back to novel. His Life of Charles Dickens (1874), apart from a great book, perfect for someone who, for instance, had enjoyed James Boswell’s book, is the starting point for the thorough biography by Acroyd (I mean the full version, not the summary which was published in Spain), but also for the narrative essay that Claire Tomalin has published recently in Spanish.
            I call it narrative essay because it consists in picking up pieces of information from Forster’s biographical work (with some picturesque additions from Ackroyd’s, from Dicken’s letters and from some other secondary testimonies), and in giving to the whole a consistency as bizarre as Oliver Twist’s: gruesome and sentimental material, a strong will and life’s hazard. Mrs. Tomalin writes a story paying attention to all that could be a matter of yellow press, although it’s known (and she suggests it, perhaps with the intention of hedging her bets) that there’s no fuss, or, more precisely, that there would not be any reason for fuss.
            The main characters of two curious examples are Mary, Dickens’ sister in law, aged 17, and Forster himself. Tomalin, who opens the book with a flirt that didn’t go any further, gives us a rotogravured image of Catherine, Dickens’ wife: silent, somehow simple-minded and, apart from seduced, almost employed by a husband who didn’t fancy love stories but to put his life in order. Nevertheless, the unexpected death of his sister in law Mary unleashed on Dickens a torment which Tomalin translates into lover’s words. Tomalin doesn’t say it openly, but she hints at it. She reluctantly admits that by that time affections tended to be demonstrated, specially by Dickens, through some kind of ornamental poignancy, but Tomalin not only makes the reader suspect that Dickens had an affair with his sister in law (the account of that afternoon when they both went to buy some furniture is full of salacious or at least evil-minded insinuations); otherwise, later on, she uses again that kind of melodramatic paragraphs Dickens was so fond of, inside which she throws another stone and hinds her hand, and suggests that the great love of Dickens wasn’t his sister in law but his friend John Forster. But she slyly says, to avoid embarrassing misunderstandings, that is a matter of fact that Dickens liked women, and because of that, to solve his sexual quandaries, he mated her.
            Anyway, as a narrative strategy is very attractive. A man lives peacefully with his wife and his young sister in law till the last dies and he then suffers a strong love attack. Or even: a man has a friend whom he seeks more than he does with his own wife, and he promises to him (not to her) he we’ll be a faithful lover till death. Claire Tomalin has written biographies on Jane Austen and Katherine Mansfield, but she gets bogged down that feminist vision of Dickens’ life –something which seems to be nowadays a modern trend about Dickens, for at the same time is celebrated and criticized.
            Dickens works like a Troyan on multiple tasks at the same time, he moves his home constantly, he pays for the new house, he furnishes it, he fills it with relatives, his unpredictable father and his sister in law Georgina (Tomalin suggests Dickens had something with her, why not), apart from ten children, whom Dickens amused and worried about their future, while poor Catherine is in confinement and her husband tends to see the girls go by. And it is very irritant to read how, after censure him with her feminist baton the fact that Dickens wasn’t all time glued to his wife, or the fact that he didn’t made her the center of his existence, Tomalin recognizes that, except some not very frequent breaks, Dickens never leaved the nest.
According to Tomalin, the main argument to proof Dickens, deep down, didn’t love his wife, is the lack of documents certifying that Dickens, while he was living with Catherine, wasn’t her lapdog, he didn’t initiate her into the world of contraceptives, he didn’t put her ahead of his career and he didn’t follow her literary ideas. Tolstoi didn’t love his prickly wife but he always stood her, but his readers don’t mind neither that or the opposite assessment, and the reason, among others, is that, with the exception of Pierre’s wife in War and Peace, it is difficult to remember in his whole work any woman as wicked as his own wife. The bedchamber, fortunately, didn’t manipulate the quill.
In the case of Dickens, one would say the same. Tomalin’s gossipy disproportion tries to restore the image of Catherine Dickens, shadowed by insignificance, and at the same time she takes up pages about other themes in which Dicken’s readers would have been much more interested. For instance, his composition method. Talking about Bleak house, the author looks over the dismal cast of characters and she points out the serious change of direction Dickens experimented after those funny and sometimes crazy or melodramatic novels he had written till then.
I think it was at Doughty Street, in Dickens House (Tomalin never says that his study was at the basement, an extremely important detail), where I saw the manuscript of Bleak House. I was really surprised when I noticed how corrected the manuscript was and how scant his previous notes were. Dickens didn’t use to plan his novels. Before starting with a new chapter, he only needed a couple of brief sentences, something too general, a distant gleam, John Doe dims, joys of Jane Doe, and things like that. The contrast between those lean notes and the crafted manuscript is very eloquent. Acroyd includes in his book about Dickens a picture of the first page of this novel, that famous beginning under the fog, perhaps the most widespread postcard of London. More than a half of the first version is crossed out and substituted, forming a swarm of corrections denser than Baudelaire’s himself. Tomalin also includes some notes from Great expectations, but she doesn’t draw from them any interesting conclusion. In those notes, unfortunately, there is no clue for gossiping.
            The point is that Dickens, when he was writing, didn’t put any attention on style and he used very few previous outlines. While he was so meticulous when correcting, he got swept up in creation. He gave birth to his novels like Catherine did with their children, almost unwillingly. He was absorbed by characters, listening what they had to say to Dickens, and he was so enthusiastic doing it that he had no time to think about literature. He just could live it, specially if he has to live it, because contracts and turnarounds always have been the best possible encouragement. What for, otherwise, to write a previous plot if two lines later, buried himself in the novel, he would get rid of all those plans?
            Yes, of course, that is the uncontrolled writing of Cervantes, an issue that Tomalin doesn’t mind at all. How could she mind it, with the domestic drama of Catherin giving births and his housband trying to solve it by going with whores from time to time (a circumstance that, by the way, is not proofed!)  And this was a book to quote Cervantes, for sure, especially if Tomalin declares that Pickwik papers started being a great book when Dickens created Sam Weller, the English Sancho Panza. The friends of plannings and poetic prose are normally writers with no imagination, because imagination doesn’t need plans or adornments: it comes up like it is. Writer like those plate imagination with goldsmithing, literary craftwork, political sermons and private memories, but true narrative art doesn’t admit any control nor need any style. Dickens knew how to listen. Listen what you are thinking and copy what you are saying, seems to have been his slogan.
            But Tomalin doesn’t care about anything of that. Some times one thinks she had tried to write about Dickens the book that the very same Jane Austen would have writen if she had met him. It is true that Tomalin is as entertaining as her, but much less ironic and much more doctrinaire, mainly in her stern considerations of Dickens’ work. She dispatches works like Dombey and son and Martin Chuzzlevit like bad novels with a promising commence. She rebukes Dickens the scattering of the novels, the lack of a well crafted structure. Se censures, perhaps because she doesn’t understand it, the fact that a novel is an alive organism, and the testimony of Dickens saying he thought they were good novels is not enough for Tomalin to be a bit less inflexible with the result. 
These severe sentences don’t give the impression that Tomalin doesn’t like those novels, but they give de certainty that she doesn’t like Dickens, the writer, the artist. As an starting point, it is not very stimulating, if we consider that her book is not a scholar research as Ackroyd’s but a rehash. And all that yellow stuff is in Tomalin’s rehash, but not in Dickens, despite of the unpleasant third act she dumps on us, when famous Nelly, the heroine of even more than the third part of this biography, comes out.
Nelly was Dickens’ lover and the woman who Dickens finally decided for the separation from his saintly wife, and the woman Dickens had a son with –a son who died no long after he was born. Nosy Tomalin uses any vague rumor to assume as a given not only that Dickens had that son secretly, but also that Dickens almost exploited young actress Nelly in exchange for guarantying some continuity in her artist career. The least important thing is whether it is true or not, but the completely disproportionate importance Tomalin gives to it. 
So Dickens is already reprehensible not only in his loving habits but in everything he did: bad father, bad husband, bad writer. One feels an itch of shame when sanctimonious Tomalin dispatches great novels like Our mutual friend as the failure of a person who deserved to fail because of everything he did against poor Catherine, or the way he behaved towards Nelly, about who Tomalin herself wrote a book whose summary Tomalin lumber us with.
            Claire Tomalin is gossip, stubborn and suspicious, but she is not dumb at all, so she takes on spread through the book the same data that could be useful to discredit it, but she gives them some almost imperceptible lanes. Nevertheless, she is merciless without any proof nor reason against a private life which should mind her much less than the reason which explains why Dickens is Dickens: because, after Shakespeare, Dickens is the great English creator of myths. 
            We are very interested in the writer when writes, not when he is in bed. Mrs. Tomalin, whose prose resembles a kind of Florence Nightingale without magnanimity, behaves with that feminist rigour which, almost unwillingly, agree point by point with the most prudish and backward mentality from the time Dickens lived, a time that, by the way, the author refuses to describe. She prefers to accumulate data which can give an appearance of seriousness to a book which is not more than a gossip essay, written with chatterbox bad moods.

3.10.12

Historias de deslealtad




Seguro que hay escrita una docena larga de tesis doctorales sobre el tema, pero a mí me ha sorprendido la misoginia despiadada de Philip Roth, muy especialmente en Me casé con un comunista. Creo que solo hay un personaje femenino, Doris, que está callada casi toda la novela y que además solo aparece cuando habla de ella su marido, de la que se puede decir que no es una neurasténica, una alcohólica, una víbora o una estúpida. En el resto de secundarios apenas hay matices: una niñata malcriada capaz de someter a su masoquista y delirante madre; una enfermera tipo lanzadora de martillo bielorrusa que le hace lewinskis al protagonista por el mismo precio que un masaje en los riñones; una jovencita boba que cuando se asusta no repara en traicionar a quien se le ponga por delante. Y por encima de todas, en el colmo del chafarrinón, de la neurastenia, de la bajeza moral y de la estupidez, la protagonista, Eve Frame.
               Luego cuento de qué va la novela, pero este asunto es capital. Con tan mala sangre no se puede redondear una buena novela, por bien escrita, concebida, estructurada y desarrollada que esté, como es el caso. Desde que Stendhal rehabilitó, y de qué manera, al conde Mosca en La Cartuja de Parma, no creo que haya novela moderna de largo aliento, como se suele decir, que no haya necesitado de la comprensión profunda de los personajes, eso que, a propósito de Tolstoi, aquí he llamado redención. Me refiero a comprender qué piensa una neurasténica inmoral y boba de sí misma. Roth tenía una oportunidad sin que ello le torciese la trama, cuando dice que Eve estaba enamorada de Ira Ringold pero lo expone como un síntoma más de su patología, de ningún modo como un sencillo sentimiento, por ridículo, corrupto y vil que pudiera llegar a ser. Eurípides comprendió a Medea, y no por eso nos ahorró ni un gramo de su putrefacción moral. Sé del afán realista de Roth y soy testigo de que en el mundo hay mucho idiota, pero esa memez integral, esa subnormalidad moral de Eve Frame no mezcla bien en la literatura. Se le ve el cartón. De pronto el autor, que hasta entonces había sabido quitarse del medio, salta como un muñeco de muelles a ensañarse con uno de los personajes. Es excesivo. Los lectores de novelas necesitamos hacernos a la ilusión de que en el mundo no hay gente tan gilipollas.
               Este apabullante espectáculo de insensatez ocupa buena parte del final de la novela. Qué manía tienen algunos con los finales. Hay novelistas extraordinarios, como el propio Roth, que olvidan que el final de una novela es el fin de la historia, pero nada más. Ni es un largo tramo donde hacer inventario del material sobrante, ni son imprescindibles las chisteras ni los dii ex machina ni las anagnórisis ni los finales que encajan perfectamente. Esta sobrevaloración del final ha llevado a muchos grandes maestros (Mendoza, sin ir más lejos) a terminar sus novelas como el rosario de la aurora, a veces con riesgo de descafeinar toda la espléndida construcción previa. En el caso de Roth, los brochazos del final emborronan de gratuidad un relato interesantísimo sobre los años del macartismo en Estados Unidos. Hasta la pobre Doris, la única mujer sensata de toda la novela, termina con una tragedia de bolsillo que no es más que yesca, más madera para la pira final.
               Me casé con un comunista cuenta la historia de Ira Ringold, un joven que sin acabar el bachillerato cavó zanjas y alcanzó la gloria radiofónica interpretando nada menos que a Abraham Lincoln, pero luego, traicionado por su histriónica mujer, una celebridad del cine mudo, acaba en un sanatorio y pasa sus últimos días vendiendo piedras de colores junto a una mina, en el negocio que le legó el único que, junto con su hermano (y Doris) jamás lo traicionó. La novela no solo habla de la fiebre delatora que invadió Estados Unidos en los años 50, de la conveniencia de la delación, algo que los españoles habían sufrido y seguían sufriendo, sino sobre eso que Roth resume con un retoque al lema de los dólares: “En los cotilleos confiamos”. Y habla también, como ya comenté en alguna otra bernardina, de cómo la derecha tiende a profundizar siempre en las partes más corruptibles de la sociedad, cómo sabe que mucha gente necesita ser engañada, excitada sin necesidad, con pruebas ni siquiera verosímiles, sino con la simple y gregaria licencia para odiar.
               Pero, sobre todo, habla de lo que significaba ser comunista en los Estados Unidos. Y aquí tengo que decir que Roth no disimula su desprecio. Ira es lo que en mi tierra llamamos un inorante, sin g, alguien capaz de creer un dogma y llevarlo hasta sus últimas consecuencias, gente incapaz de aplicar el espejo deformante, de relativizar, de abstraer; gente que cree en el comunismo como podría creer en Dios, sin más fundamento que la necesidad ni más método que el fanatismo. Y deja también claro que debajo de las ansias revolucionarias también había desahogos violentos. ¿De qué sirve informarnos casi al final de que Ira ya había matado a un hombre? ¿Sólo para preparar la sorpresa final, solo para castigar a Eve Frame con sus mismas armas, la prensa despiadada? ¿De veras la prensa de izquierdas llegó entonces a tener tanta influencia como para arruinar con media docena de artículos la carrera de una actriz célebre abandonada al oropel del macartismo? Es posible, pero todo es demasiado simbólico. “Esta barbaridad también podía ocurrir, y esta, y esta otra”, parece decirnos Roth en ese sobrecargado final.
               El contrapunto del bruto (así lo llama varias veces el narrador, con afán meramente taxonómico) es su hermano mayor, el narrador de la novela, a medias con Nathan Zuckermann, el alter ego de Roth, con quien, a lo largo de seis jornadas, conversa sobre aquellos años y el aciago destino de Ira. Este narrador, Norman, fue profesor en secundaria. Nathan Zuckermann recuerda con emoción sus clases sobre Shakespeare. Y esta superioridad moral de Roth, que en el caso de los aristócratas, los triunfadores, se enfanga en su voluntad satírica, en el caso de los que aspiraban a cambiar las servidumbres del capitalismo despiadado, en cambio, tiene un cierto tono de conmiseración: a Norman no lo desprecia, en absoluto, pero tampoco lo admira; más bien lo compadece, pero no se compadece, es decir, en ningún momento es capaz de pensar como ellos sino más bien de juzgarlos permanentemente.
               Roth fascina con su principal defecto: no solo narra, sino que glosa y juzga y documenta mientras narra. Como su prosa es tan buena, rara vez se nota que ha dejado una escena sin desarrollo, o se echa de menos una pureza narrativa que solo aparece en algunos episodios aislados, es decir, cuando se dedica exclusivamente a narrar. Pero Roth, como es muy bueno, hace de la necesidad virtud, y ese modo de sustituir las escenas por los argumentos resulta, al final, de lo más atractivo. Y eso que Roth no se cansa de citar a Shakespeare. Y eso que sus personajes son trágicos. Y eso que se ampara en Dostoievski en cuanto a su estrategia del drama narrado, por así decir. Pero él relata, no narra.
               Es una opción, claro. García Márquez hizo de ello todo un virus narrativo. Contamos una historia de 600 páginas en el mismo tono que si tuviera 60 líneas, con las mismas proporciones entre escenas y argumentos. Tiene mucha aceptación entre el público lector. A mí me parece más difícil la narración que siempre se ampara en escenas y que está limpia de comentarios. Pero no dejo de admirar una estructura como la que plantea Roth: dos personajes que hablan sobre un tercero, uno de los cuales, el que menos habla, también relata las circunstancias y los acontecimientos de lo que el otro también relata. En medio de todo ello, algunas escenas memorables: el entierro del pajarito, la bronca en casa de Eve Frame, la descripción del taller de taxidermia, mmm…, y alguna otra más que ya se me ha ido del recuerdo. Pocas, creo yo, para tanta envergadura.
               La verdad es que, aunque aparezca menos, el personaje principal sigue siendo Nathan Zuckerman, o sea Philip Roth. Lo que me queda de la novela no es Ira Ringold, ni siquiera la imbécil de Eve Frame, sino el escritor Nathan Zuckerman en su casa de campo de Nueva Inglaterra, el tipo de intelectual que considera una obligación no ver el lado bueno de las cosas, ni siquiera dejar que las cosas se expresen como son. Hay una cierta pose escéptica, un estar por encima de los unos y los otros, de los tiburones republicanos y de los pobres diablos del comunismo. No deja títere con cabeza en la novela, desde luego. Se diría que solo se salva la suya. En términos narrativos, ese también es un pequeño acto de deslealtad.