He estado un rato esta tarde viendo las prolijas y
repetitivas explicaciones que ha ofrecido Javier Marías a los medios de
comunicación a propósito de haber declinado el ofrecimiento de aceptar el
Premio Nacional de Narrativa 2012 por su novela Los enamoramientos. Y qué decepción. Qué momento más bueno era ese,
a punto de ser difundido por todos los medios, de decir algo de lo que domingo
a domingo sí dice en su columna de El País Semanal. Y sin embargo se ha
recluido en esa humilde arrogancia de quien puede permitirse renunciar a veinte
mil machacantes por no manchar su trayectoria con la villanía de un aguinaldo,
o por no desdecirse de otras tantas boutades dichas hace veinte años. Todo apuntaba a un ahora meteros el premio donde os quepa, o bien a mí ahora me tocáis vosotros lo que me sobra de santo, majos, con la de galardones internacionales y traducciones a lenguas extrañas que han merecido mis obras.
Puede
parecer que Marías me cae mal y no es así. Conozco bien toda su obra, la he leído
y recomendado e incluso encomendado, y aquí mismo me he deshecho en elogios
hacia piezas suyas. No hacia esta, ciertamente, que me pareció fallida y me lo
sigue pareciendo, por más que la colmen de galardones. Quizá, precisamente
porque me cae bien, esperaba más, por ejemplo que no se circunscribiese al
ámbito literario, a los premiados con justicia y a los olvidados sin ella, a
los muchos reconocimientos que su obra recibe en el extranjero, etc. Tan solo,
mientras estuve escuchando, aprovechó para denunciar la “vergonzosa” situación
de las bibliotecas públicas, para acto seguido cometer un error de bulto: dijo
que en España solo hay 52 bibliotecas públicas y que, por lo tanto, el hecho de
que este año no haya presupuesto para comprar libros incide poco en los
autores. No, no hay solo 52 bibliotecas públicas que compran libros, aunque no
sé cuántos ceros habría que añadir a esa cifra para saber el dinero del
presupuesto que se gasta en comprar libros de autores españoles, sean buenos,
regulares o malos. Marías vende tanto que ignora cuántos colegas suyos viven
precisamente de lo que venden solo porque es novedad, no para que se lea, más
bien para que se almacene.
De modo
que, después de oírle contestar una y otra vez las mismas alusiones a su
estirpe literaria y a la lista de grandes autores que no recibieron este
galardón, me he desenchufado. También en eso metía la gamba. No tiene nada que
ver que un autor sea o no importante con que haya o no ganado un Premio
Nacional. En literatura es muy frecuente lo que en cine, por ejemplo, le ha
pasado a Almodóvar: que, siendo la obra propia en su conjunto muy importante,
siempre hubo una película en particular mejor que la suya. Otra cosa es que el
jurado de ese premio no haya sabido ver, tradicionalmente, cuál era la mejor
obra de ese año.
Pero, en
general, este premio se ha dedicado a dos cosas: o a premiar trayectorias por
una novela que no es la mejor del autor, o a impulsar trayectorias por una
novela primeriza de la que se espera mucho. Y pocas veces se da en el clavo. Los
casos de Luis Landero y de Luis Mateo Díez son quizá de los últimos en que todo
se juntó y el jurado no tuvo más que ratificarlo. Tanto Juegos de la edad tardía como La
fuente de la edad eran grandes novelas de autores desconocidos o muy poco
conocidos, respectivamente, cuya carrera se desarrolló de la mejor de las
formas posibles. Pero eso fue hace más de veinte años. La lista de los últimos
diez ganadores solo incluye una novela de la que, para bien o para mal, tendrá
que hablar la historia de la literatura: Anatomía
de un instante, de Javier Cercas.
En todo
caso, Landero ya había conseguido el premio Ícaro, una buena distribución y un
creciente, imparable entonces, diría yo, número de lectores y de críticos
entusiastas. Es decir que, aun en el caso de que hayan acertado con alguna
excelente primera novela (o primera novela conocida), su misión se ha limitado
siempre a ratificar, a llover sobre mojado, con tanta mayor inutilidad cuando
más asentada estuviera ya la obra del premiado. Eso si no se ha utilizado para dar
barniz etnoliterario a cuestiones políticas. En los últimos 35 años, aparte de
las de Landero y Mateo Díez, solo se puede decir que Obabakoak, de Atxaga, fuera, digamos, la ratificación de un
hallazgo. Mateo Díez se impuso a El
testimonio de Yarfoz y a La ciudad de
los prodigios en 1987, algo que casi
es más valioso que los propios premios, porque las dos son obras cumbre. Landero
arrasó en los premios del 90 con toda justicia (para novelas publicadas en el
89), pero al año siguiente, el 90, el año de El metro de platino iridiado (que fue Premio de la Crítica, pero no
Nacional), Todas las almas se quedó
sin nada. Y Bernardo Atxaga dejó también sin nada a La lluvia amarilla, que no es un gran libro pero sí es un libro
importante.
Luego
vienen los apaños. Para sacar la pata con Álvaro Pombo, le dieron por Donde las mujeres el premio en el 97,
año de Una comedia ligera, de
Mendoza, que no se llevó ni el de la Crítica. En cambio, lo que Marías, diga lo
que diga (lo ha dejado caer con una media sonrisa), no termina de comprender es
que no consiguiera ningún premio de este tipo ni por Negra espalda del tiempo ni por Tu
rostro mañana. En el primer caso, no le habría importado, supongo, perder
frente a su querido Benet, de quien se publicó la edición completa de Herrumbrosas lanzas; pero ese año, mira
por dónde, el jurado acertó y concedió el premio a Delibes por El hereje, una excelente novela que va a
perdurar más, pese a los luctuosos planes de estudio, que ninguna otra suya.
Eso sí, lo que debió de sentarle a Marías como un tiro es que el año 2008, con Tu rostro mañana recién terminada, el
ganador fuera Millás, con una cosilla de encargo donde contaba su vida, y el de
la Crítica se lo llevara Chirbes con Crematorio.
Ahora decir que no le hacen duelo los veinte mil pavos es muy fácil, pero yo me
inclino a imaginar que lo que no quiere es que remedien con una novela menor lo que estropearon con la obra que él considera, y con razón,
su obra maestra.