9.2.15

Esperando a Manuel

               
Mala hierba es una novela moderna, quizá más influyente que La busca, en el sentido de que todo el realismo social que vendría después tiene más que ver con esta segunda entrega de La lucha por la vida. Los narradores serán más inclementes, las tramas eliminarán modulaciones y se tenderá a un continuum narrativo sin momentos culminantes, los personajes vivirán ahogados en su falta de sustancia. Sí, Mala hierba es una novela más moderna, pero es peor novela, mucho peor novela que La busca.
            Y eso que la mayoría de sus partes son magníficas, pero por alguna razón aquí el puzle no termina de fraguar. La razón, a mi modo de ver, es doble: Manuel retrocede, y Baroja también. Todo el viático existencial de La busca lo había llevado a un punto de no retorno. Ahora, durante toda la novela, estamos en las mismas. Manuel consigue un trabajo en una imprenta, que es el punto de partida que esperaríamos, pero como aún hay mucha miseria que describir, Baroja recupera a Vidal con el nombre de Jesús, al que hará desaparecer cuando necesite al verdadero Vidal. Este Jesús es un Vidal en tonto, en apocado, inmoral por ignorante. Pero es, en fin, el que devuelve a Manuel al arroyo, aunque después aparecerá, pálido y esquelético, a dar consejos morales a Manuel y cantar al alba incierta del anarquismo.
            Antes Baroja ha cometido un error de bulto que se proyecta durante toda la novela. Pocas veces un libro sufre tanto por una palabra mal puesta. La primera historia es la de la baronesa y su hija Kate, es decir, que Baroja peca de exceso de entusiasmo. Creía que los mismos personajes de La busca tenían suficiente vida como para seguir utilizándolos. Llega un momento en que la gracia consiste en que vuelva a salir don Alonso, la Rabanitos, Fanny, Roberto, los Aristas, etc., etc. Le sirven a Baroja para describir el Madrid de los desposeídos, pero es gente repetida y sus historias no tienen ya frescura. Y, cuando la tienen (Kate), Baroja los saca injustificadamente y para siempre de la narración. No de sus novelas, afortunadamente, porque esta Kate llegará, transformada, hasta la Nelly de El gran torbellino del mundo.
            Dentro de ese paseíllo de gente conocida, Baroja dice, cuando Manuel se pone al servicio de la baronesa, que tiene 18 años. Como hasta a los propios personajes les parece inverosímil, Baroja hace decir a Mingote, ese Micawber sin escrúpulos, uno de los pocos personajes nuevos  de la novela, que como no está bien alimentado aparenta menos edad. Nada de lo que sigue es del todo verosímil. Los buenos personajes tienen que representar papeles de risa floja, como la baronesa, o de dama despechada, como Esther, la mujer del fotógrafo haragán, en ese duelo ibseniano con Fanny por el amor de un gilipollas allí presente.
            A partir de esos fraudulentos 18 años, uno ya no se cree que Manuel esté actuando por sí mismo y no por los intereses documentales de Pío Baroja. El Manuel que ha vivido con el señor Custodio ya no soporta ir vestido de marinerito para timar a un viejo avaro de cuento, por más que la baronesa tenga ese encanto que le falta a su papel.
            Tampoco está uno dispuesto a dejarse arrebatar el placer de una novela entera por culpa de una sola palabra. Pero esperaría otra cosa de Manuel. Manuel rechaza el orden femenino que impone la Salvadora, orden de aseo y horarios fijos, de ahorro y de lucha, y se va con un pobre miserable, Jesús, al que Baroja le carga las tintas hasta embadurnarlo de miseria moral. Pero el Manuel que conocíamos ya no puede aceptar eso. La escena con las dos hermanas es una de esas tristes realidades de la vida que difícilmente suenan verosímiles cuando se las mete en una novela. Manuel tiene que ver eso para que Baroja lo cuente, pero el personaje ya no debe soportarlo, de modo que nuestra impresión hacia Manuel cambia de la simpatía a la reconvención. En toda La busca nos disgustó su actitud. Aquí ya es reincidente, inexplicablemente vago, sorprendentemente bebedor. El repulsivo Jesús no era motivo suficiente para cargarse toda su construcción dramática. Los hundimientos son muy literarios, pero aquí no hay contradicciones, ni siquiera grandeza. Recuerdo el hundimiento de Miquis en El doctor centeno, grandioso, y también con este continuum narrativo. Ya saldrá, piensa uno con resignación, cuando persisten escenas que, a sus dieciocho años, ay, tendría que evitar.
            ¿Y si no cómo describimos la miseria? Pues como en Aurora roja, por ejemplo, lo que me hace pensar que toda Mala hierba es un alargamiento de situaciones y un retomar personajes cuya principal misión es encajar el material sobrante de La busca. El protagonista detiene su progreso para que Baroja nos cuente más casos de miseria económica y moral, esta vez con más dureza que la anterior. La busca no es tremenda. Mala hierba sí. Y la yuxtaposición de tremendismos acabaría triunfando y sustituyendo a la proporción dramática.
            El tramo final de la novela se acelera con la muerte de Vidal y el viaje de Manuel por todo Madrid con un policía para delatar al Bizco. A Baroja no le quedó casa de citas, chamizo de mendigos, casa de juegos, chirlata de randas o taberna inmunda por visitar, ni imprenta en la que trabajar y ser despedido al momento. Para cuando reaparece la Justa, en una escena demasiado escueta, el lector ya tiene ganas de que Manuel se centre, pero Baroja lo impide: la Justa es un pelele histérico, como si el autor se vengase por su cuenta de los desaires que le hizo a Manuel cuando era modistilla. Se ha metido a prostituta, no hace más que chillar y le aburre la vida en orden. Es otra víctima de la severidad estadística con que Baroja nos retrata las miserias de Madrid. Menos mal que quedan la Fea y la Salvadora, que se asoman de vez en cuando a la novela y son las únicas personas decentes que uno encuentra en todas sus páginas, salvando, quizá, a aquel primer judío, Jacob, con quien Manuel no hace malas migas.
            Pero no hay emoción, quizá porque el corazón de Manuel, por lo menos hasta el final, está parado. Hay datos, miseria, cochambre, gentuza, actitudes innobles, comportamientos miserables y resignación astrosa. Baroja cuenta lo que ha visto (el estreno de la Chelito, la ejecución de la Higinia), reportajes que Baroja yuxtapone sin importarle demasiado el crescendo general, o bien un ágil interrogatorio policiaco y la posterior búsqueda del asesino, todo dicho como con prisas, algo que en La busca nos había parecido no más que lirismo y precisión.
            Seguramente este libro está entre los mejores documentos para conocer el Madrid miserable de final de siglo, si es que la acción ocurre por los años 90. Entre las curiosidades de esta novela (en su edición de Cátedra) está la sistemática paliza que nos da el editor con el peregrino asunto del arco temporal que describe la trama, todo convenientemente citado del libro madre, esa curiosa Anatomía de La lucha por la vida que el editor Marín cita casi entera y que merecería entrada aparte porque junto a páginas de perspicacia poco frecuente trae pesquisas del todo gratuitas como esta del tiempo. Qué demonios le importaba el tiempo a Baroja. Ahora es invierno, ahora es verano. Eso es todo. El tiempo es un fondo de cuadro. Pocas cosas suceden en esta novela en primavera o en otoño porque todo es árido e inclemente, abrasador y crudo, porque no hay en esta novela sitio para la melancolía ni mucho menos para la esperanza. La única esperanza es que, además de honrar la escrupulosidad mugrienta de Dostoievski, Baroja también imite su costumbre de rehabilitar personajes. Manuel ha caído y todos esperamos que regrese al punto en el que estaba cuando acudió a casa del señor Custodio y por primera vez en su vida supo que quería ser feliz.  
            Me queda en las manos, al acabar la lectura, algo de su frialdad, pero también una enseñanza: mucho cuidado con retomar personajes de otros folletines. El desparpajo del principio, la sonrisa fluida, no es más que una caricia traicionera.

 

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