27.4.15

Música de saxófono

            

La guerra lo enfanga todo. De Susana (o Susana y los cazadores de moscas, como por mal nombre se la conoce) es muy difícil hablar sin vincularla con los días que su autor vivió en el Colegio de España en París, en 1938, sin dinero, sin reconocimiento, incluso con malas caras. En ese mismo año saldría también el aciago libro Comunistas, judíos y demás ralea, del que, a fin de cuentas, siguiendo a Sánchez Ostiz, nadie se hizo responsable, pero que ha servido para machacar a Baroja sin tener en cuenta ni las circunstancias de ese libro ni que dos años antes había escrito El cura de Monleón, novela por la que los fascistas de Madrid pedían su fusilamiento. Baroja es el modelo de quien, por no cambiar nunca de opiniones, siempre hay alguien, alguno de los muchos que cambian de ideas como de chaqueta, que lo tacha de traidor.
            Pero todo eso forma parte de la biografía, y aquí nos interesan las novelas, aun a pesar de que en esta, por lo visto, hay muchos personajes tomados del natural, como la propia Susana, según Julio Caro “una profesora de español, que vivía con su madre y que era hija de un latinista francés conocido”. O de que Miguel Salazar, el protagonista, tenga que verse sometido a las mismas penurias económicas y tenga a su alcance los mismos paseos liberadores que se dio Baroja (tantos que, según apunta malicioso Sánchez-Ostiz, tuvo que comprar ropa porque desgastaba las suelas de los zapatos):

Suprimía todo lo posible mis gastos. Mi único vicio era tomar café. La austeridad constituía mi norma. No había tenido amores, ni éxito con las mujeres. Estaba acostumbrado a que no me hicieran caso y me consideraran como hombre absurdo.

            Salazar vive en el hotel más barato de la contornada, que “olía a pobre”, y comprende que, siendo un don nadie como es él, la gente no le tenga simpatía, “pero hay veces en que el ambiente no parece solo de indiferencia, sino de hostilidad”, dice, y uno escucha entonces al viejo de 66 años, no al joven químico que no ha cumplido los treinta. Susana, entre bromas metaliterarias, le reprocha “esa actitud de viejo”.
            Lo que hace Baroja en esta novela es parecido a lo que hace Woody Allen en sus últimas películas: puesto que él ya es demasiado viejo para el papel de galán, contrata a un actor joven para que vea el mundo con su misma lente cáustica y enamore a la mujer con la que soñó toda su vida. Claro que ese joven químico enviado a París por su casera para que compre un específico que pueda ser rentable en España (en esas circunstancias, el más rentable habría sido, en efecto, un potente insecticida) solo es el joven que fue Baroja, al menos más joven, cuando se enamora de Susana, porque antes es cenizo hasta la impertinencia, con un tipo de resignación sarcástica que venimos viendo así de clara desde Los pilotos de altura, esa constatación imperturbable de las barbaridades, ese decir las cosas como son y como fatalmente serán, y luego encogerse de hombros. El héroe barojiano puede tener tristeza y melancolía, pero ya no tiene esplín, ya no acude a verse las lágrimas al espejo, como Baudelaire, porque ya no le quedan lágrimas y porque ya no le interesan los espejos.
            Pero ese joven galán sí puede cortejar, en la imaginación de Baroja, a la joven profesora de español, quien a su vez está compuesta por retazos de sus grandes protagonistas femeninas. Como dice Sebastián Juan Arbó, “las que murieron como Lulú, o como Nelly; las que se fueron como Sacha”. Sí, Susana tiene esa candidez que tanto fascinó a Baroja, pero también esa determinación. A Baroja no le gustan las mujeres tontas, pero tampoco las resabiadas. Baroja consigue que Susana se pase la novela recitando párrafos de enciclopedia sobre los temas históricos más raros sin que al lector le parezca pedante jamás. Es como la Mary de El cura de Monleón, pero si allí nos irritaba que Baroja rompiera el flujo narrativo metiendo una chapa erudita, aquí uno escucha a la deliciosa Susana y esas mismas parrafadas son curiosidades que amplían el interés del personaje.
            Susana es el consuelo, la razón de vida de Miguel, pero también la razón literaria de Baroja. “El carácter de combate que pensaba dar a mi vida”, dice Miguel, “contra la adversa suerte me parecía casi divertido”. Si cambiamos vida por novela, quizá encontremos la razón de por qué esta novela es, sobre todo, divertida. Las sentencias agoreras de Miguel, su sinceridad brutal, su poco afecto por los tópicos de la cultura son en ocasiones muy graciosas, como lo son las escenas multiculturales (el episodio de la polaca y las ratas es tronchante) o ese otro cañamazo que se va viendo por detrás de Susana, el de los cazadores de moscas.
            Se trata de unos cuantos personajes que revolotean en torno a Susana, desde su padre, Roberts, sobreprotector e hipocondríaco, al eminente profesor Olivier o al pintor Ferón, o al ya clásico taxidermista y anatomista, que rellena los cráneos humanos con cebada seca y después los mete en agua para que los granos se hinchen y los huesos se desarticulen. Todos ellos son gnomos barojianos, seres de un tiempo indefinido del siglo XIX, el tiempo de las novelas, y que aquí espantan las moscas de 1938 para llevar la novela a un jardín boccacciano, y van de excursión a merendar como si se fuesen a pasar la tarde a un cuadro de Manet, donde, cosas del siglo, se escuchan “tangos y rumbas y música de saxófono”. Y allí, en ese París de pinceladas sueltas, el personaje encuentra el sentido a su existencia y Baroja un motivo de esparcimiento.
            Hay una escena especialmente significativa. En el estudio del pintor Ferón (que podría ser el de Zuloaga, que se fue corriendo para no saludar a Baroja cuando lo encontró en París) hay un cuadro que encierra esa aspiración a la belleza como referencia, como punto de fuga. La broma es que el padre de Susana, Roberts, siempre que ve un cuadro de Ferón, pregunta algo sobre el lugar donde está pintado o sobre el tipo de vestido que llevan los personajes, pero jamás dice si el cuadro le gusta o no. Y Miguel Salazar, que se queja de esa actitud, tampoco se queda corto:

Lo que más me gustó en la casa fue el paisaje que se divisaba desde una de las ventanas del estudio. Delante se veían unas colinas de poca altura, llenas de bosquecillos tupidos y frescos, y, a cierta distancia, el río, que brillaba al sol. En aquellas alturas, entre masas de castaños y de olmos, se destacaban grupos de árboles frutales llenos de flor blanca y sonrosada, que tenían colores tan suaves que eran como una caricia. La gradación de los tonos, el rosa pálido, el rosa encendido, el rojo y el malva, y después el verde y el negro de algunos follajes oscuros, era verdaderamente admirable. El cielo, de un azul desvaído, con nubes blancas y ligeras, parecía una tela de seda adornada con encajes.

            Este es el tono de la novela, y ese también el carácter de Susana, que de buenas a primeras se marcha por problemas de salud y uno ya ve venir el final de Sacha, el de Ana, el de siempre. Baroja juega al final zigzagueando con el destino de sus personajes (es decir, el destino que a pesar de todo suele imponerles Baroja): primero se va y no dice nada, luego vuelve y dice que no estaba mala, pero el obsesivo padre decide ir a un clima más benigno para su salud y se la lleva a Egipto… Unas cuantas vueltas adobadas con genuinas descripciones de los barrios bajos de París, los que le pillasen cerca, para concluir en un final precipitado, de media línea, marca de la casa, que sin embargo da sentido a todo.
            Miguel inventa un florero matamoscas para ganarse la simpatía del padre de Susana, pero estos matadores de moscas son unos ilusos, pobres románticos arrinconados, muertos de miedo, que juegan a vivir metidos en un cuadro o en un libro y a colgar del techo cocodrilos disecados. No era solo el repertorio que Baroja combinaba para sacar otra novela (lo que también hace Woody Allen, por cierto) sino el mundo que lo acompañaba: las mujeres frescas y delicadas, cultas y obstinadas, sonrientes, y los hombres con melena blanca que se dedican a coleccionar curiosidades. A Miguel Salazar no le apetece ir al Trocadero para ver la Exposición Universal de 1937, pero sí a la feria de los tiovivos, que describe igual de bien que aquella de Pamplona en Las figuras de cera. “A veces se ven cosas más curiosas mirando a un rincón que contemplando un museo o yendo a una biblioteca”, le dice a la culta Susana, que lo quiere porque no se cree esas caras largas ni ese pesimismo obligatorio. Lo quiere porque sabe que no es lo que aparenta, y solo esa sensación basta para que Susana llene la novela entera y aceptemos el abrupto final como aceptamos la vida breve de las mariposas. 

24.4.15

Taller de escritura barojiana


Me ha sido imposible dar con la portada de Locuras de carnaval en Caro Raggio, edición del 73. No la tienen ni en la propia editorial. La última portada decente es de 1952, de la editorial Dólar, reedición de la que había publicado Espasa-Calpe en 1937. No se volvió a publicar hasta 1973, en la magna edición de Caro Raggio, y desde entonces ha ido en el catálogo del Club internacional del libro, que es algo así como una empresa de libros al peso. La última que controlo es de una editora de temática madrileñista, Trigo ediciones, de 2010.
            Esta tercera parte de La juventud perdida es, pues, uno de los libros más recónditos de Baroja. La crítica tampoco ha colaborado mucho, a pesar de las advertencias de Julio Caro en la página que le dedica en la Guía de Pío Baroja, en las que se queda corto hablando del “gran interés” que tiene esta obra. Pero incluso Antonio Elorza, en el prólogo al tomo X de las Obras Completas que dirigió Mainer, que es donde la he leído, la cita muy por encima e incluso comete un error: no son cuatro las historias que incluye sino cinco, seguramente porque Antonio Elorza leyó la versión censurada, que había prescindido de una de las mejores, Los sacrificados, “censurada y prohibida”. Afortunadamente, estas Obras Completas sí la incluyen.
            La selección “mecánica y rutinaria” de las obras de Baroja, como decía don Julio, ha hecho que libros como este hayan quedado en un limbo editorial casi invisible. Y su interés no se reduce a esa melancólica mirada a tiempos pasados. Una buena introducción crítica de este libro tendría muchos pitos que tocar.
            Por ejemplo, el biográfico. Baroja la terminó en 1935, “fecha clave para él”, dice Julio Caro, “porque poco antes había muerto su madre”. Se nota el dolor, ya lo creo que se nota. Casi todas son de una tristeza fría, que es la que de veras emociona. Uno se apiada o siente rechazo hacia personajes reducidos a los decepcionantes resúmenes de su existencia. Hasta el sarcasmo sentencioso parece nacido del mal humor, no de las ganas de ser gracioso. Baroja tenía 63 años. Veinte años después aún firmaría alguna novedad ya desmigajada, pero los barojianistas solo discuten si para entonces era muy viejo o demasiado viejo, Mainer a la cabeza, quien data la entrada en la senectud cuando tenía cuarenta años, al menos la de ese “fondo sentimental” que tanto cita.
            Yo voy a dejar ese juego porque cada nuevo libro me resulta por lo menos tan interesante como el anterior, y esta trilogía de La juventud perdida me deja un sabor excelente, incluido el cuaderno del cura de Monleón. En el caso de Locuras de carnaval,  su condición de libro de novelas cortas independientes (con algún personaje de unas que figura mencionado en otras) nos devuelve al placer de aquellos relatos que reunió en libros como Los caminos del mundo, de la serie de Aviraneta, o, sobre todo, el magnífico La ruta del aventurero. Además de pasarlo de lo lindo, aquellos libros tenían, como ahora Locuras de carnaval, el interés añadido del taller de pruebas, porque en ocasiones variaba entre ellos más la técnica que el argumento, pero esa variación era más que suficiente para disfrutarlo. Aquí, por ejemplo, comprime más o menos el relato, cambia el punto de vista, el tiempo, el narrador, de un modo que a los entusiastas de la heterodiégesis les haría un nudo en los conceptos.
            El interés crece cuando uno se entera de que, a pesar de terminarla en 1935, se publicó, en diferentes folletines de cinco entregas cada uno, entre ese año y el siguiente, lo que lleva a pensar que, aunque tuviera todo el material terminado antes de su publicación, el carácter seriado habría determinado su escritura, como así es. Era una entrega de unos cuatro folios actuales cada semana. Los amantes de la entomología ya pueden escribir un artículo buscando de qué modo afectó eso a la composición.
            Hay mucho pienso académico sin tocar en este libro, desde luego, y no solo para barojianistas. Yo doy por hecho, por ejemplo, que los especialistas en Camilo José Cela ya habrán publicado y citado en docenas de notas a pie de página que en el prólogo de Un dandy comunista ya está el tono, el estilo, el tempo y el humor de La colmena. Venimos observando desde finales de los años veinte una prosa que muchas veces, a ráfagas, nos trae el estilo de Cela. Se hizo evidente aquello en La familia de Errotacho, y algunas otras veces que he ido apuntando con el lápiz en los márgenes. Pero lo de Locuras de carnaval es la prueba decisiva. Cela sacó de aquí La colmena, no de Manhattan Transfer. Puedo discutirlo con quien quiera.

            Locuras de carnaval

            La primera de las cinco historias, la que da nombre al volumen, es un alarde de plano-secuencia, la narración como descripción no de hechos sino de situaciones, unas parejas que van al baile de la Zarzuela, los amigos Isasi y el viudo Dorronsoro, el paseo, el colmado, el baile, el encuentro con la actriz Elvira Medrano, la cogorza que se agarran los caballeros, estúpida y tumultuosa, de gente que no sabe beber, y la aparición, apoteósica, de El Estudiante, que como se desliza como una fuina le roba a la Medrano el collar de perlas, con el consiguiente jaleo cochambroso del fin de fiesta, con mujeres que esperaban de la cita algo más que un maromo al que hay que llevar borracho a casa. Aparece también por allí La bella Charito, detalle suficiente para datar los hechos en los mismos años que sirvieron de modelo para escribir Silvestre Paradox, o sea en la frontera de los siglos.
            Este Estudiante viene a ser una mezcla del malvado Salvador que se encontraba siempre Aviraneta por París, un tipo siniestro, amarillo, y el capitán Ignacio Embid, un hombre acostumbrado a fracasar y a cometer delitos, que no es condescendiente ni consigo mismo ni con los demás y pasa por los asuntos de moral con un leve encogimiento de hombros. Después de resumirnos la divertida historia de sus andanzas, el Estudiante anuncia que se va a ir a un convento, y remata: “No sé si me haré un místico o robaré la caja”.
Hay más personajes así en este libro. Golfín, por ejemplo, hijo del Golfín de Las Noches del Buen Retiro, novela con la que aquí hay bastantes coincidencias. Ya celebrábamos allí esa otro espléndido plano-secuencia de la ópera en el Teatro Real.  Con esos dos fragmentos ya tenemos bastante para justificar todo el realismo objetivo que vendría después. A mí lo que me atrae, sin embargo, no es eso, sino cómo mueve la cámara, cómo se ríen los personajes, con qué pocas palabras nos mete Baroja, sin decirnos directamente casi nada, en el fondo de sus corazones. Todo suena a fracaso, a desperdicio, pero uno no tiene que soportar discursos morales: ves pasar a la gente, ingenua y torpe, bienintencionada y ceniza, pobres hombres y pobres mujeres, algunas, sin embargo, como la Mercedes, creo recordar, que es la que acompaña a Dorronsoro a casa, con más conocimiento que todos los hombres juntos, y que reaparecerá, con otro nombre, en la historia de Golfín.

Un dandy comunista.

            La presentación del licenciado Latorre, corrector de pruebas, escrita en presente, es ya, como decía, un pasaje de La Colmena. Este licenciado escribe notas sobre el padrón del edificio donde vive, en la calle del Pez, que más parece del Percebe. “De la literatura del licenciado no se podría sacar un detalle real y auténtico; de sus notas, sí”, dice el narrador que traslada esas notas al pasado. Es una de las muchas reflexiones de poética que va desperdigando Baroja por el libro, como aquella crítica que al principio le hacía, en un tren, como corresponde, una señora al autor: “Se me figura”, le decía, “que prepara usted un escenario romántico con sus bastidores, y que luego cuenta usted un sucedido vulgar y corriente”.  Sí, las notas de lo vulgar y corriente podrían ser la estética de estas historias.
            Lo del narrador dará unas cuantas vueltas. Primero cuenta el narrador, luego es Latorre y sus notas, después Latorre en pasado y en primera persona, y más tarde, sin más explicaciones, en la página 1088, cambia otra vez a la tercera. Latorre pinta un fondo muy poblado, los vecinos que se arremolinan en torno al restaurante de Pastelillos como luego lo harán otros con el café de doña Rosa, con su punto divertido y popular, hasta que aparece el protagonista de la historia, Adolfo Santovenia, un superhombre del tipo de Quintín, el de La feria de los discretos.  Adolfo se dedica a vivir su vida, “como decían los ibsenianos”, y no tiene escrúpulos para liarse con su tía, La Ángeles, mujer del señor Fabián, un contratista asturiano que lo ha acogido en su casa. De allí lo echan y luego se entiende con sus primas, la Sole y la Paqui, se pelea con su primo Marianito, por más que la madre de él y de ellas, la Pepa, no le dé mucha importancia.
            ¿Está Baroja recordando aquellas juventudes sin rumbo, avariciosas en su ignorancia, o está bordando en un cañamazo antiguo sus críticas a una moral reciente? No sé. La cantidad de arribistas sin escrúpulos que pueblan estas páginas invita a considerarlo, pero también los ejemplos de depravación y de algo que Baroja no tragaba: la indiferencia dentro de las propias familias, el egoísmo descarnado, la falta de principios. El propio Adolfo es un marxista-oportunista de cuidado, no tan listo como para que el farsante Panchito lo meta en un lío que termine con sus huesos en la cárcel. Pero lo más importante de él es el poco respeto que se tiene a sí mismo y a los demás. Son sujetos indignos, que si no estuviesen rodeados de la bullente algarabía de los personajes resultarían algo patéticos, como pasados de rosca.

Los cínifes

            La densidad narrativa va cambiando según la historia. De esos demorados planos-secuencia (que en el fondo proceden del naturalismo, pero darían mucho de sí) podemos pasar al relato-argumento, a la descripción no de escenas sino de hechos, no de personajes sino de sucintas biografías. El arco de posibilidades del te voy a contar es muy amplio, pero la esencia del cuento es esa, de modo que no tiene por qué ser un defecto el argumento puro, lo irresumible, porque así contamos también muchas veces las cosas. Es más, es la manera natural de contar. Debería averiguar si la costumbre de dictar sus novelas es anterior a la de sus tiempos en París. Mainer habla un poco despectivamente de que Baroja dictó esas novelas “a secretarias ocasionales”, algo que siempre redunda en mayor densidad narrativa, pero que no tiene que ser malo, todo lo contrario.
            Los cínifes es, pues, la historia de Golfín hijo, un cínico con mala suerte. Baroja se entretiene más que en otros relatos de este libro en la caracterización moral del personaje. A Adolfo, pero sobre todo a Dorronsoro y compañía, los veíamos actuar. Aquí Baroja nos dice cómo era Golfín y nos da ejemplos que lo demuestran. “Nadie pudo saber cuáles eran sus opiniones políticas. A veces hablaba como republicano, y otras como absolutista”. “Era un cínico que se consideraba interiormente vencido, fracasado. Tenía ansia de mandar, de lucir. había sido en su juventud un falso revolucionario, un falso anarquista. Ahora evolucionaba y quería ser un gran señor”. “La mayoría eran vulgares, sin talento, y, sin embargo, acertaban y triunfaban. Y él, en cambio, inteligente, ingenioso, escritor perfilado, iba de tumbo en tumbo”. Etcétera.
            El amargor del fracaso había sido un tema generacional. Me estoy acordando ahora del Teófilo de Pérez de Ayala, por no hablar de la leprosería de Cansinos Assens y del catálogo de famosos miserables. Pero el caso de Golfín no es exactamente el del bohemio. Es igual de retorcido que todos los bohemios de Baroja, pero es un pobre hombre. Un amigo triunfador, Pepe Valdés, le da una oportunidad de medrar al amparo del dictador Primo de Rivera (con quien asiste en Barcelona a un espectáculo ¡de mujeres desnudas!), y consigue un puesto de gobernador de provincias. Golfín no sabe lo que hace y se tiene que ir del pueblo, y al amigo se lo paga delatándolo, aunque tiene que soportar esa humillación tan afilada por parte de quien descubre la inofensiva traición de un piernas insignificante.
            Golfín tiene a mano varios tipos de salvación, por la vía criminal con su amigo Valdés o por la vía civil con la cantante Pura Doni, el modelo de mujer que Baroja salva siempre de la quema: natural y firme, clara y decidida, con la cabeza en su sitio y pocas ganas de aguantar maromos, sobre todo después de que Golfín comete el error trágico de abandonarla. La Pura, madre soltera, sabe buscarse un hueco en el mundo del espectáculo, ser respetada y aplaudida, mantener su integridad moral a salvo y pescar un buen partido antes de que las arrugas llenen el escenario de patetismo. Lo tiene muy claro pero nunca pierde la ingenuidad que la llevó hasta Golfín. Hay muchas así en estas últimas novelas de Baroja. Desde la Concha de Las noches del Buen Retiro hasta las otras Conchas que aparecen aquí. Son todas de la estirpe de la gran María Aracil, la mujer con la que Baroja no parece haber dejado nunca de soñar.

Los sacrificados

            En su anatomía del arribismo como trampolín para el fracaso, Baroja no se olvida de las víctimas. Vivimos en un mundo de cínicos y desalmados y solo una voluntad fuerte lo puede soportar. La bondad no basta. La bondad es otro fracaso todavía más cruel, porque es un fracaso sin culpa, el triste papel secundario en la tragedia de los otros. Baroja gira el foco y ahora el secundario será Luis, el jovencito perdis que despluma a la familia, y el protagonista será Enrique, el pobre hombre, el que hizo lo que la moral dictaba, y así le fue.
            Es magnífica esta novelita. No me extraña que la censura la prohibiese. Además forma parte de ese subgrupo tan interesante de las novelas pintadas, de los personajes pintores, de los colores vivos, de los fondos umbríos. De hecho el prólogo de la novela, el marco de la historia, que ya de por sí daría sin problemas para una novela, es, proporcionalmente, largo con arreglo a la historia que lleva dentro. Se trata de que Baroja, “hace treinta y tantos años”, vio a un pintor de cementerios, un artista honesto y mediocre, que se ganaba su vida y la de su hijo pintando postales, menudencias, baratijas, cuando él hubiera querido pintar grandes paisajes y cuadros de tema. El pintor ha fracasado pero no por ello ha envenenado su carácter; es más, ha encontrado un acomodo, no da sablazos y se gana los garbanzos con la pintura. ¿Es eso fracasar?
            El caso es que este hombre había pintado un cuadro que no estaba mal, una pareja sentada en un banco, en el cementerio. La novela es la historia de esa pareja, pero antes, para empezar, Baroja nos ha regalado una emocionante descripción del oeste de Madrid, emocionante por lo hermosa y porque encierra esa melancolía de quien recuerda los paisajes de Camino de perfección, cuando Ossorio, con una boina y un revólver, se echa al camino. Esa descripción y el triste destino del pintor tiñen la historia de un tono apagado. Me imagino sus cuadros como los de Regoyos, que a Baroja le gustaban más que los de Sorolla.
            La historia es que ni Mari Luz Hinojosa ni Enrique García Heredia, que se aman desde niños, y de ellos fue testigo y amparo el general Heredia, pueden casarse, la una porque cede a las presiones egoístas de sus padres (y desoye los consejos de su hastiniano hermano Carlos), más pendientes de asegurarse la vejez que de hacer feliz a su hija, y el otro porque tiene que gastar todo su dinero para tapar las goteras que va dejando por ahí su hermano Luis. Ella se casa, en matrimonio blanco, que ya es algo muy siniestro, con don Pedro Pizarro, “viudo, enfermo y rico”, y él espera como Florentino Ariza, pero sin darse tanta vida.
            El final es tremendo. Es como debería haber terminado El amor en los tiempos del cólera para no dejar regusto empalagoso. En una novela de tono triste, permanentemente desesperanzado, este final es un paso más en la desdicha, y el toque final, que tanto me ha recordado al final de La senda dolorosa, una rúbrica de humor negro, un no somos nadie que Cela también imitaría, esta vez en una escena de cementerio de San Camilo 36.         
            Lo más triste de que este magnífico relato fuera censurado es que, si no lo hubiese sido, tampoco le habrían hecho ningún caso.

A la alta escuela

            El último relato me ha vuelto a recordar a Maupassant, vertiente neurasténica. Es la relación, en argumento puro, del ascenso y caída de Luis Ochoa Salazar, “hijo de un fabricante de Bilbao, de familia linajuda”, que se obsesiona con una marquesa, la señora Cardigan, esposa libertina de un marqués morfinómano. Es Concha y el marqués amarillento de Las noches del Buen Retiro, pero pintados con cuatro certeros trazos.  Como Thierry, Luis se abandona al amor, esta vez con asesinato del viejo de por medio, pero Baroja ha ido urdiendo una trama de narradores, más bien testigos, confidentes, el doctor Recalde y el mayordomo John Max, que llena la historia de Luis de bruma y lejanía, la anglifica, la pinta de tinte oscuro.
            El resultado, otra vez, dentro de un esquema ya conocido, es imprevisible a fuerza de personajes que narran y testifican, pero lo mejor es la reacción general cuando el asesinato se destapa: todo el mundo se encoge de hombros, se encubren unos a otros amablemente y aquí no ha pasado nada. La única víctima es Luis, que se vuelve loco y, esta vez sin formalidades convenidas, en un arrebato de cólera, mata a su padre. Baroja solo nos lo cuenta. No tiene el mal gusto de interpretarlo.


            Gran libro, sí señor, un vivero de ideas, de formas, de soluciones narrativas, pero un alarde también de cómo resolver como quien lava un encargo para el periódico, darle a todo una sólida coherencia temática y dejar, al menos, un par de novelas que deberían seguir en activo. 

18.4.15

Et in Arkadia ego


        Baroja escribió esta novela en 1936, y en ella cometió un error de proporciones narrativas que casi le cuesta la vida. Es la historia de un cura vasco que sueña con vivir tranquilamente en la aldea y al que sorprende la revolución del 34. Odiado por unos y por otros, crítico con los obreros comunistas y con los patrones nacionalistas vascos, espantado del rumor de la violencia, reprendido por la jerarquía y alejado de sus colegas vividores, se retira a un pueblo minúsculo de las montañas de Álava y allí se dedica a leer libros críticos con el cristianismo y a buscar incoherencias en las Sagradas Escrituras. Llega a la conclusión de que lo que no es cuento es copia, y lo que no sincretismo de otros cuentos igual de estrafalarios y de otras actitudes igual de despóticas y absurdas.
            A Baroja casi lo fusilan los carlistas al comienzo de la guerra, y un periódico de Madrid comentó que esto “le serviría de lección para no escribir libros tan abyectos como El cura de Monleón”.  En la novela, Javier Olarán es incomprendido por unos y por otros, que es lo que le pasó a Baroja al publicarla. La izquierda no vería bien el nacionalismo ensimismado y bien comido del cura en la aldea, y la derecha diría, más o menos, lo que dice Elena Soriano en uno de los pocos estudios (un estudio de dos páginas) que conozco sobre esta novela: “…la última parte del libro deja de ser novela, para convertirse en la más desafortunada tesis de doctorado en ateísmo”. Y eso sin discutir algo igual de evidente que el anticlericalismo de Baroja: que El cura de Monleón es una novela muy interesante.
            La primera parte es exquisita, un relato de internados en el seminario y un hermoso idilio vasco. “Ser cura de una aldea vasca constituía su ideal; esto le parecía lo cristiano y lo noble; no aspiraba a dignidades, a púrpuras ni a solemnidades. La vida del seminarista, con sus estudios, sus rezos, su confesión semanal, sus ejercicios espirituales, le llenaba el espíritu”. Nada de esto dice Baroja con sarcasmo. Es más, da la sensación de que ese placer inalterable de la disciplina, el mismo que no puede soportar su condiscípulo Ignacio Arizmendi, es algo que comparte el joven seminarista Olarán con el viejo escritor Baroja. En efecto, a los curas se les invitaba a vivir en una paz sin juventud, “en la casa campesina amplia, cómoda, limpia, con su huerta y su jardín”, viendo pasar las horas, vulnerant omnes, ultima necat, vuelve a citar Baroja; pero dentro del misticismo campestre de Baroja, el fatalismo no es más que una postura junto a la chimenea.
            Baroja decora este fondo primero con hermosas descripciones de la ciudad de Vitoria, del viaje a Monleón y del dulce atardecer al que ha entregado el cura su existencia. Allí se va con su tía Paula, una beata silenciosa, y todo va estupendamente hasta que empiezan a salir los enviados de Baroja, tipos fijos de sus obras que se aparecen a Javier para perturbar su ataraxia.
            El primero es Basterreche, el médico sensato, el hombre activo, un personaje que viene gustando a Baroja desde su primera novela, La casa de Aizgorri, con aquel don Julio de drama ibseniano. Luego toma diferentes nombres. En El laberinto de las sirenas es Recarte, que acompaña al autor hasta que este se pierde en sus fantasías italianas, y aquí en El cura de Monleón se llama Basterreche, “un muchacho de buen aspecto, barba rubia y anteojos” a quien Javier Olarán había conocido “en una gira nacionalista”. Basterreche se ha casado en la ciudad con una mujer bastante estúpida, enferma de delirios de grandeza, que es una epidemia que viene del siglo pasado, y que nos recuerda cómo Panchita, la guapa criolla, trataba a Ignacio Embid en La estrella del capitán Chimista. En ambos casos, el marido defraudado se deshace de la dama melindrosa, y en el caso de Basterreche no necesita poner el mar de por medio: le basta con la legalidad republicana para divorciarse. Sus opiniones, de un barojianismo tajante, aturden un poco al cura, que no deja de apreciar al buen amigo, inteligente y sin prejuicios que, además, acabará casado con Pepita, la hermana de Javier. Basterreche, por ejemplo, opina que no hay una tradición católica vasca, y que “el comunismo y el cristianismo tienen los dos la misma raíz judía y rencorosa”. Incluso pone en cuestión la existencia de Cristo, con argumentos simples como la quinina.
            Y así Baroja, envuelto en la sotana, nos lleva a su ideal de buen vasco, tan lejos de una religiosidad carlistona bastante reciente como de esa raza gregaria y feroz que veía el escritor en los comunistas. Este buen vasco es Shagua, un campesino de mirada limpia, individualista, silvestre, franciscano. Quiere que los caseríos disten como mínimo una legua, y practica un ecologismo que es religiosidad animista, la que Baroja se imaginaba en la Arkadia vasca, antes de que llegasen los curas. Y no es casual que una sobrina nieta de este Martín Sagua, el buen vasco salvaje, sea la Eustaqui, criada de Javier y de su tía mientras viven en Monleón.
            Hasta aquí llega el idilio, hasta que empieza a ver en la Eustaqui algo más que una muchacha del caserío, y ello por culpa del odioso sacramento de la confesión. Son páginas muy divertidas. Javier tiene que tragarse los pecados del pueblo, “el confesionario le excitaba y le irritaba”, porque desde ahí no se veía más que la falsedad de los meapilas que por la mañana comulgan y por la noche se aparean como perros sin dueño. Baroja no da detalles, solo llama “suciedades” a los pecados que las mujeres le contaban, acaso para provocar a un cura tan guapo. Hay una que no deja de pecar, y cuando Javier le dice que se niegue, ella confiesa que es que se lo hace con otro cura del pueblo.
            Javier padece misofobia espiritual, le repelen los enfermos repulsivos y las mujeres húmedas, lo trastornan como trastornaban a Fernando Ossorio las costumbres libertinas de su prima. Pero, así como Fernando se lo hizo con Laura, este Javier ve a la Eustaqui y se muerde los labios. Si hubiese que trazar una genealogía de los tipos vascos, Eustaqui estaría en la rama de las vascas menudas, del caserío, tipo Anthoni, incluso Manón, aquella de Las figuras de cera. Pero Manón pertenecería más a la rama Pamposha, la de Jaun de Alzate, la ninfa juerguista. No, Eustaqui es lista y trabajadora, como un amigo fiel que mira con sus “ojos castaños claros, muy inocentes y muy alegres”, como lo fue la Salvadora para Juan Alcázar o Lulú para Andrés Hurtado, que eran ninfas de ciudad. Eustaqui es, en fin, el ideal barojiano de mujer, uno de ellos, porque el otro es una irlandesa que se llama Mary y que pertenece más a la línea sucesoria de María Aracil, mujeres cultas, francas, sin prejuicios, viajeras de posibles que cuando se juntan con Baroja entablan rapsodias interminables, como sucedía en Los visionarios. Esta Mary ha estudiado en Cambridge y le suelta a Javier una digresión sobre los mártires de la legión tebana que al lector, mutatis mutandis, le suena a Wikipedia.
            Mary también le tira los tejos a Javier, pero algo se ha roto. En la novela, digo. Algo se ha roto porque hasta entonces la narración es espléndida. La novela nos ha cautivado, quisiéramos unos amores euskaldunes, paseos del cura y la Eustaqui entre las vacas. Pero llega la revolución del 34. La narración se acelera y Baroja ensaya una crónica de los acontecimientos todavía novelesca, con algaradas y tiros en la noche y rumores y delaciones. La fábrica del pueblo, lo único que sobraba en el idilio, y que hasta entonces no había merecido más de una docena de líneas, da a Baroja para exponernos con detalle qué no le gustaba del igualitarismo proletario y qué detestaba del señoritismo nacionalista. “Yo no soy de la derecha ni de la izquierda”, afirma Javier, “yo no tengo nada que ver con eso”. Y, más adelante, sentenciará: “yo no soy más que vasco”.
            Unos y otros lo desprecian. El obispo lo llama al orden por haber protestado ante los desmanes de la guardia civil, de modo que Javier decide aislarse, “volver a su vida solitaria y romper toda clase de relaciones con la gente y también con nacionalistas y socialistas”. Tampoco quería saber nada de mujeres. “Le preocupaba mucho la Eustaqui. Hablaba con ella con demasiada delectación. En su cabeza se iba formando una imagen confusa en que se mezclaban Mary la irlandesa y la Eustaqui como si fueran la misma persona”, y cuando la Eustaqui se ofrece a irse con él y con su tía a una aldea de las montañas, Javier se niega, y es un error, sobre todo narrativo, porque brota en él “otro hombre más rudo, más seco y más fuerte que el de antes”, que va “echando abajo todo sentimentalismo y mirando la vida con sarcasmo e ironía”.
            Allí, en la aldea perdida, leyendo sin parar, Javier se dedica al panteísmo descriptivo y a la antropología popular. Incluso elabora teorías sobre el determinismo geográfico en la crisis de la fe, de modo que aquellas “ideas fuertes, desoladas, antirreligiosas, las sintiese en aquel país adusto, pétreo y severo” con cumbres nevadas al estilo de Unamuno. “Yo me quedo quieto en mi rincón”, se dice Javier, en frase que Miguel Pérez Ferrero pondría en lugar más aparente, la biografía de Pío Baroja.
            Baroja ya tenía escrita la novela. El final que había preparado, las últimas diez o doce páginas, con la muerte de la tía Paula, el reencuentro con Basterreche y con su hermana, la promesa de irse a Bilbao a vivir con ellos… y con la Eustaqui, era un buen final para una estupenda novela. Pero Baroja decidió llevar al extremo su voluntad realista. No solo imaginó que Javier Olarán, solo en aquel villorrio, se empapó de textos de todas las épocas sobre la incoherencia histórica y moral del cristianismo, sino que el propio Baroja los leyó y los anotó minuciosamente ¡a lo largo de sesenta páginas! Es impresionante. Nunca había visto un ensayo metido en medio de una novela tan aparatosamente. Bien es verdad que está escrito como si hubiera ido apilando impresiones, sin hacerlas texto, sin trabarlas, una detrás de otra, y eso le da cierta agilidad y también cierta verosimilitud, pero el narrador aparece tres o cuatro veces y nunca más de media línea, de modo que el lector debe cambiar de postura y resignarse a lo que Baroja le propone: que se sienta igual que Javier Olarán en el largo invierno de su crisis de fe, tragando libros que ponen en cuestión todo el sustrato intelectual del cristianismo.
            No deja títere con cabeza. Amarrado a los antiguos, sobre todo Celso y Tertuliano, o los más modernos Strauss y Renan, va enumerando los errores de mímesis que hay en la Biblia, incluso los simples fallos de script. Al principio resulta un poco irritante, pero no porque no tenga interés lo que dice sino porque se ha cargado el enérgico discurrir de la novela con un discurso interminable sobre por qué la religión cristiana es una sarta de fantasías contadas de un modo bastante chapucero. Pero es sincero. Solo tres o cuatro veces se le escapa a Baroja la retranca, hasta que cae en la cuenta de que es Javier el que va tomando nota, en medio de una espantosa crisis de fe.
            El cura de Monleón es más larga que sus compañeras de trilogía. Las noches del Buen Retiro tiene 202; Locuras de carnaval, 162, y El cura de Monleón, 238. Quiero decir que la novela no necesitaba semejante excursus, o que, en todo caso, con una docena de páginas, entreveradas de cotidianidad campestre, no habría roto el magnífico ritmo de la novela desde su principio, la intensidad creciente, las decisiones difíciles. Había material más que suficiente para llenar esas doctas páginas de diálogos y personajes y paseos. Es interesante lo que dice, su punto de vista, pero la novela me temo que se la carga.
            Lo que más admiro en los ensayos de Baroja es ese modo suyo de enfrentarse a cuerpo limpio con los temas más profundos. Baroja no se arma de manuales para saber lo que dijo Kant. Abre un libro suyo y lee, y encima no lo encuentra tan complicado como le habían dicho. En una cultura española tan amiga del refrito y de la taxidermia enciclopédica, Baroja lee a Tertuliano como si estuviera leyendo el periódico, atento a lo que dice, no a la época ni a las tendencias. Eso me gustó de la célebre conversación con Iturrioz de Andrés Hurtado, el plantearse los grandes problemas de la filosofía a palo seco, el hacerse las preguntas que se haría cualquiera, sin tecnicismos ni hermosas construcciones conceptuales. Así se plantea Baroja la historia de la iglesia, expurgando literalidades. Ni los teólogos alemanes modernistas, que querían darle un sentido simbólico a las paparruchas bíblicas, podían tragarse una imaginación tan pobre. Y, sin embargo, ahí estaba, y ahí estaría. Pocos días después, esos mismos cristianos estarían a punto de fusilarlo. Si llega a dejar la novela en sus proporciones narrativas, ni se habrían enterado. Pero ese exceso estructural no deja de ser un gesto de valentía.

13.4.15

Las marquesas peligrosas


Después de Los visionarios, de 1932, cualquiera habría dicho que Baroja, ya sesentón, había abdicado del arte de fabular y lo había sustituido por el reportaje y la charla, dicho sea esto último en alusión a las tertulias que forman sus novelas opinativas y al tono catilinario que exhiben sus heterónimos, Fermín Acha y así. Incluso es moneda corriente decir que a partir de 1930 Baroja ya estaba acabado como fabulador y que sus novelas, más que ser porosas, padecen de osteoporosis. Claro que, si eso se dice después de leer La estrella del capitán Chimista, argumentos hay donde agarrarse.
Pero no. Así como en La familia de Errotacho, también de 1932, brillaba el gran narrador, en ese caso de novelas cortas, en Las noches del buen Retiro volvemos a encontrar al novelista sobrado de recursos, entre otras razones porque tiene detrás una larga carrera de donde ir espumando episodios, técnicas y personajes que, en las debidas proporciones, vuelven a dar una novela interesantísima. Así que, por mucho que nos acomodemos a un nuevo tipo de novela-reportaje o, más bien, novela-charla, Baroja vuelve a venirse arriba y firma una novela que quizá (ya estamos) sea su última gran actuación.
Con ella iniciaba la trilogía La juventud perdida y se encontraba a sí mismo igual que el protagonista, Thierry, se mira en los escaparates de la calle de Alcalá. Si, a principios de siglo, Baroja alternaba las novelas contemporáneas con otras que se remitían a un pasado romántico, ahora, en la década de los 30, alterna el reportaje contemporáneo con su propio pasado romántico, el que componían aquellas primeras novelas contemporáneas, valga el retruécano. Y así vemos una redacción, la de El Bufón, que recuerda mucho a la de Silvestre Paradox, así como las cenas demoradas y el cutrerío cómico; o que la condesa de Aracena tiene el mismo “erotismo de leona en celo” que tenía Laura (y que tienen los borbones de Los visionarios, claro), y Jaime Thierry el mismo “furor colérico” que tenía Fernando Ossorio; o que el desprendimiento romántico, siempre agrio, que tenía Quintín en La feria de los discretos y el desapego por la propia obra de Pepe Carmona (este es más reciente) vienen a ser parecidos; o que, en fin, Thierry se consume como el Juan de Aurora Roja, y el vecindario que arropa a Thierry en Cuatro Caminos es parecido al que lo arropaba en aquella novela, incluido el vecino de gustos tétricos, aquel Aristón que aquí se llama Beltrán y es tan buen trabajador como el regente de la imprenta de Manuel.
No es difícil encontrar más parecidos con aquellas novelas de principios de siglo, quizá porque, para Baroja, el mundo que vivió y el que escribió están fundidos en su memoria narrativa. El 98 ya era una categoría histórica que incluía literatura y realidad en las proporciones en que las incluye esta novela. Quizá más literatura, y no solo suya. De hecho, quizá esta sea la novela más galdosiana de Baroja, y novelas como La de Bringas, Miau o El doctor Centeno van saltando a la memoria en las impresionantes descripciones del mundo elegante pero también en el proceso de consunción que acaba con Thierry, y que si nos parece similar al de Juan Alcázar es porque Juan también nos recordaba a Miquis. La marquesa de Villacarrillo, por su parte, viene a ser una mezcla de Eloísa y de Juana, las dos hermanas de Lo prohibido , la una frívola y derrochadora, la otra indiferente a las pamplinas, si bien Thierry no tiene la sensatez de aquel José María Bueno de Guzmán. A mí incluso se me representa, viéndola actuar, a Odette de Crècy, y rápidamente veo en el marqués de Castelgirón un barón de Charlús y en la marquesa de Aracena una madame de Villeparisis. Es Baroja, claro, escueto y recatado, pero el ambiente de los jardines o del paseo de coches del Retiro está descrito con esa maestría que no tiene nada que envidiar a los cultivadores del impresionismo musical. Las doce páginas que le dedica a la velada del Teatro Real son acaso lo mejor de la novela, y de algunas otras, otra prueba más de que Baroja tocaba todos los palos, no solo ese mariposeo deslavazador que se le achaca.
La novela tiene mucho de obra en clave. Al parecer, por allí salen muchos amigotes suyos de cuando entonces. Incluso Jaime Thierry, el protagonista, parece que se refiere a un joven que también le arreó un bofetón a otro que le había llamado mariquita, con el correspondiente duelo, pasaje, por cierto, que tiene menos entidad de suceso real que cualquiera otra página de la novela. Sí, es, como dice Sánchez Ostiz, con su punto de condescendencia, “un cuadro de costumbres de una época”, lo cual, si no se aclara si el fresco que resulta es bueno o malo, tampoco es decir mucho. Sanchez Ostiz alaba la novela, pero no dice por qué.
Yo estoy porque este Thierry naciese de la propia novela, que, después de un amplio lienzo de personajes, ese fondo que va creando desde hace décadas, un ir y venir de personajes ambientales, había llegado hasta Carlos Hermida, un joven arribista que explota a la joven maestra Matilde Leven y la abandona por el frufrú de una marquesa. Matilde Leven es el gran personaje perdido de la novela, arrinconado en su sensata huida, sustituido por personajes también muy interesantes pero escamoteado como una María Aracil que se nos hubiera ido de las manos. El zángano, por su parte, vive de los artículos que le escribe su novia, pero es un personaje demasiado indigno y Baroja escoge otro, Thierry, a quien le pone a hacer lo mismo pero con bastante más grandeza.
Thierry muere víctima del “esplín masoquista” (Leidseligkeit, que la amante sabe alemán), de una angustia que no conduce a nada, pero también, muy románticamente, de un amor creíble, angustiado, dominador, ingenuo al cabo, muy en Werther, sobre todo por cómo se comporta el marido. Ella, en cambio, es la mujer por la que se nota que alguna vez ha babeado Baroja. La rusa, claro, Ana, que aún colea desde hace por lo menos quince años. Hay en ese amor fracasado sentimientos de verdad, pero ahora se cierne sobre ella la comprensión que dan los años. No hay una sola línea referida a Concha, una mujer de costumbres licenciosas, que sea ofensiva o no contribuya a su hermosura. Thierry se desespera por la superficialidad y el interés de los aristócratas, y Baroja describe con precisión el tipo de celos que genera ese tipo de mujer, “celos retrospectivos”, otra de las razones por las que pensar en Proust cuando uno lee esta novela no es ninguna tontería.
Digamos que la melancolía reavivó al novelista. Las Noches del Buen Retiro es otra novela-resumen, novela-delta de novelas como en su momento fue El laberinto de las sirenas. Ha dejado atrás los amores tardíos y fabula concentrando pasiones de madurez con delirios de juventud. No ha querido hacer humor con el sarcasmo, y por eso en esta novela uno se ríe con frecuencia, porque está en ese punto de sorna que con un manejo deslumbrante del idioma logra lo que en Silvestre Paradox, a intento, no lograba.
Sí, he dicho manejo deslumbrante del idioma. Hay páginas de esta novela, el episodio de la Patro, por ejemplo, que debieron fascinar a Camilo José Cela. Hay capítulos que ya son una página de La Colmena, por más que hable del pasado y se centre en las clases brillantes. Baroja llega, quizá, a su máximo grado de perfección expresiva, ese punto de maestría que hace perder un poco de fuerza, la fuerza bruta que se tiene cuando se está verde, algo que, mirando sus propias novelas de aquella época, seguro que también le produjo su nostalgia. Thierry está lejos. El dandi anarquista muere como don Quijote, rodeado de curas y barberos, de gente corriente, de los vecinos pobres que hicieron feliz a Baroja cuando las ariscas y viciosas marquesas del Retiro le tiraban gañafones, o lo despreciaban.  

Un libro muy bonito


Noticias felices en aviones de papel es un libro muy bonito. Está encuadernado en cartoné, con sobrecubierta ilustrada y guardas con motivos de baldosas hidráulicas, los suelos que había entonces en las casas. La cubierta, de María Hergueta, como algunas de las ilustraciones, tiene un aire a Wallace Ting, el de los gatos de colores, pero con tintas aguachadas, de imprenta antigua, tomadas de gris. Las ilustraciones me recuerdan a las figuras de los manuales de urbanidad de los años 60, situadas en escenarios realistas pero limpios, conceptuales, lo mismo que me ocurre, por cierto, con las obras de Banksy.
            Las ilustraciones se lucen mucho porque el libro es grande y delgado, 26 x 18, como los libros de cuentos para niños. Está muy bien cosido y tiene un papel color hueso de una grama muy agradable, gruesa pero no rugosa, fina pero sin satén, y la tipografía, clara y despaciada, de un tipo claro, más estrecho que el Garamond y más ancho que el Times, con un separador de tela de color violeta.
            El interior es una novela corta de Juan Marsé. Es una variación con niño de Ún corazón sencillo, el cuento de Flaubert, con loro incluido, pero sin tanta mística y más historia de Europa. Es la viejecita que vive en el piso de arriba y a la que cuidan los vecinos porque se va un poco del tiesto, el piso con baldosa hidráulica y el balcón al barrio proletario, y que sueña despierta con un pasado tenebroso. La acción sucede cuando aún se editaba el Diario 16 pero ya había salido El Mundo, o sea en algún momento entre 1989 y 2001, si bien la jerga de los chicos de la calle (menda, chachi, colega) se remonta a diez años atrás y, en el caso de menda, ya había pasado a mejor vida. En algún sitio se dice que hay una calle sin asfaltar, como en tiempos del Pijoaparte, o bastante antes, aunque se trata de un detalle que con la anagnórisis final encaja en la novela.
            Pero estos son prejuicios. Uno sabe más de lo que debe y cae en la tentación de ver al anciano escritor pergeñando un cuento para sus nietos lleno de buenos sentimientos, mezclando las palabras de su infancia con las que sus nietos le han contado de la suya, tirando de oficio y alargando un poco un cuento muy sencillo. Y no me extrañaría que en los talleres de literatura que pululan por ahí se hiciese leer este libro para ver cómo estructurar un cuento. Ya me veo al instructor de turno diciendo cómo hay que guardarse una sorpresa para el final, un objeto escondido con el que todo encaja, incluso lo fantástico. Hay que ambientar la narración con varias escenas costumbristas de la abuela locatis y meter un poco de conciencia social (el Cocoliso –ese es de los 60, de cuando Popeye-, la madre separada con un hijo, el jipi que acabó en mendigo, el elenco menestral carmelitano ya clásico en Marsé) y luego tensar un poco las historias (los chicos que quieren robar a la vieja, el padre que pide por las calles, la madre que no se sabe qué está haciendo) y adobarlas con referentes exóticos, en este caso una víctima de los nazis en Polonia.
Y, si eres Juan Marsé, ya está. Pero, aun siendo de Juan Marsé, se puede discutir cierta frialdad en ese oficio. Todo está en su sitio salvo algún pájaro que vuela, como en el piso de la ancianita. Todo invita a decir que sí, a reafirmarnos en las ideas que ya teníamos, en el valor de la bondad y de la imaginación, un poco en el tono de Rabos de lagartija, obra, como esta, nacida de la melancolía. No hay mala leche por ninguna parte, salvo, quizá, con el padre jipi, una sana mala leche que ha exhibido Marsé desde el primer momento, por cierto.
Pero también sucede algo que es como el peaje que pagan los buenos novelistas: personajes demasiado potentes que no tienen espacio para seguir viviendo. En el cuento de Flaubert, Felicité lo ocupa todo y su muerte final es narrativamente necesaria; al mismo tiempo, los secundarios son personajes sin historia, o cuya historia no nos interesa. No es el caso. Aquí la ancianita tiene una hermosa y algo blanda historia que contar, pero quien nos interesa es el muchacho y la madre y la vecina, sus historias tan solo apuntadas (propias de personajes que están vivos), y en el fondo más interesantes que la de la propia protagonista. Tiendo a pensar que Marsé estiró una idea hasta que vio que había llegado a la página sesenta y sacó una foto del cajón para rematarla. O bien, y no me gustaría pensar eso, la escribió al revés, como aconsejan en los talleres de escritura.

            Eso sí, tal y como está planteada la historia, su triunfo es que emocione, y para eso, me temo, el novelista necesitaba bastantes páginas más.

11.4.15

Libertad con orejas


         En 1930 Baroja publica dos novelas, Los confidentes audaces  y La estrella del capitán Chimista, las dos bastante flojas. En el primer caso, su serie de Aviraneta ya está tomando tierra: le quedan datos históricos, pero narrativamente ya está agotada. Y algo parecido sucede con La estrella del capitán Chimista. Baroja cuenta, empalma, hila, pero no narra. Salvo algún episodio lleno de oficio (otra vez el naufragio, esta vez en las costas de la China, magnífico), las historias están resumidas, las anécdotas mencionadas, pero poco más.
            Y es curioso porque esta novela tiene uno de sus títulos más famosos, como si fuera buena, cuando la buena de verdad es la primera, Los pilotos de altura, por una razón que al leer esta segunda parte queda bastante clara. Ocurre aquí, salvando las distancias, lo que pasó con Mala hierba, que es una inercia de La Busca en la que el protagonista no hace nada nuevo. Aquí Ignacio Embid navega por el mundo entero, pero dramática, narrativamente, no hace nada nuevo. Se casa y se descasa en cuatro páginas, y en sus viajes por el globo uno tiene, en efecto, la sensación de que viaja por un globo, por un mapa, por un pueblo disperso que tiene tabernas en Shangay o en Sidney, en Hawaii o en el cabo de las Tormentas, y en todos ellos se va encontrando con Chimista como aquel que se encuentra con el vecino cada vez sale a tomar un vino. Aunque parezca raro, esto es verosímil, los marinos mercantes viven en una ciudad desperdigada, entre vecinos nómadas, pero esta novela no se mueve por una fuerza que los una sino por una sucesión de empalmes sin desarrollo, lo cual afecta a veces a la mímesis.
            Y eso que Baroja se regodea en los detalles. A veces parece un logógrafo. En Filipinas, por ejemplo, se fija en lo mismo en que se fijó Heródoto cuando fue a Egipto, en cómo mean los hombres, y lo dice con la misma sorpresa y la misma seriedad. Hay incluso un párrafo que lo dejan por ahí suelto y, cambiando chinos por persas, cualquiera diría que lo han arrancado de las Historias:

Muchas extravagancias podría contar de los chinos de Cantón, pero la mayoría ya las han contado los viajeros. Además, cuando se piensa en la vida de los demás pueblos, queda la sospecha de que, en hábitos y costumbres, no hay ninguna norma, y que lo que parece lógico y natural acá, es absurdo y disparatado allá.

Pero esas retahílas de costumbres curiosas y nombres marineros, que en la anterior novela nos pareció tan conseguida, en esta está puesta como encima de un tapete, como en un muestrario de “praos, juncos, cascos, pontines, sarambaos, lorchas, champanes, champatianes y bancas de Filipinas”. La novela es a veces resumen y a veces incluso índice, libro de geografía, cuando no rellena de pequeños relatos (el del sacrilegio de Calzada de Calatrava, el del cura don Martín, o esa historia de falsos fantasmas que Baroja ya ha empleado en varias novelas) que no tienen nada que ver, como si hubiera traspapelado capítulos de otras novelas, donde no hay mar ni chinos sino los personajes que pueblan, sin ir más lejos, Los confidentes audaces.
            Lo que sostenía a Los pilotos de altura  era, como siempre, la tarea del héroe, sus constantes fracasos, los turbios medios de que se valía, pero también la sombra del ausente, Chimista, el ejemplo lejano. Aquí Chimista llega a ser una especie de Aviraneta en Asia, que siempre aparece en el momento oportuno (en cualquier parte del mapa) para decir las palabras adecuadas o vencer al enemigo, y por supuesto desaparecer.  Y, cuando reaparece, lo hace “como sabio, medio curandero, medio homeópata y alquimista, que había estudiado cosas raras. Se veían en su casa muchos libros de magia, en latín y en otros idiomas, y aseguraba que en ellos encontró grandes secretos. Unos lo tenían por loco y otros por extravagante”.
En esta segunda parte el principio estructural iba a ser otro, el del doctor Mackra, el malvado comeniños que está retirado en algún lugar remoto, urdiendo su venganza contra el capitán Chimista. Todos los que vinculan estas dos novelas con Conrad se basarán en este Mackra, digo yo, pero sin mucho sentido, porque este Mackra es más un monigote tipo Banderas (el de Valle-Inclán) que un monstruo tipo Kurtz. Da la sensación de que aparece cuando Baroja se acuerda de que en los primeros capítulos le había dado su protagonismo de ogro, y entretanto sigue resumiendo los cuadernos de navegación, los datos geográficos, las costumbres raras, y la novela naufraga en ristras de viajes.



El comienzo parecía querer darle más importancia a la ficción en esta entrega, un tanto desmadrada y ya sin esa tensión que había conseguido en Los pilotos de altura,  pero es curioso cómo Baroja parece no dejarse nada del manuscrito de Abaroa, es decir, en vez de seleccionar algunas aventuras y tratarlas narrativamente, las cuenta todas y las resume a veces hasta lo telegráfico, como en ese final que es como un montón de saldos, todos los viajes que le quedaban por hacer, en especial el viaje a Londres, alicatado de nombres y apellidos, de historias de media línea, y todo para homenajear al héroe listo, siempre afortunado, al gran vasco sonriente y algo enloquecido, héroe valiente pero tampoco un dechado de conducta, más bien con las veleidades de quien se ha bebido la vida a chorros.
            Uno ve a Baroja resumiendo aventuras cada vez más desganadamente, trabajando en la elaboración de un texto, más que escribiendo un libro. Los párrafos se unen tipográficamente, pero esa cohesión de la fuerza narrativa, ese fluir impetuoso ya no está. Está un envidiable manejo del castellano, está la guasa negra que se gasta Embid, están los baupreses y las santabárbaras, los sobrejuanetes y las velas de estáis, los filipinos melenudos y los chinos de cuento chino, pero, ay, la cosa languidece y, teniendo en cuenta que Baroja sigue contando historias verdaderas de un marino, se hace un poco pesada. Qué pocas veces he dicho eso de Baroja, pero a partir de 1930 es necesario asumirlo: Baroja teje, no compone, y si se empeña en remeter todo el material que tiene, corre el riesgo de aburrir.
            Si a esto le juntamos una creciente misoginia que impide recordar en esta novela a ninguna mujer interesante (la mujer de Chimista, que es la gran mujer, no habla siquiera, y en esa tertulia madrileña que se instala en Manila, la de Matilde Heredia, tampoco hay ninguna que a Baroja le haga gracia, ni siquiera las chinas “con pies de cabra”), los buscadores de delitos políticos tienen aquí un buen material: “La mujer española”, dice Pío Embid, o Ignacio Baroja, “al menos la que yo he conocido, es ignorante, y, con frecuencia, estúpida; pero cuando une a eso el carácter remilgado y redicho de las criollas se convierte en algo insoportable. Quizá hable en mí el despechado; pero así lo creo”. Bien es verdad que habla un Embid cuya esposa, Panchita, le ha salido rana, pero también un Baroja que, aparte de Chimista, no demuestra sentir aprecio por ningún personaje, ni siquiera por ese inglés comedor de opio al que envuelve en un confuso cuento de jarrones chinos sin darle el papel que entonces podría haber tenido.  
            Pero el triunfo de Chimista es relativo. Su relación con Embid, el narrador, es la misma que Roberto Hasting tenía con Manuel. Hay entre ellos un abismo de gracia, de fortuna, una sumisión al hombre superior, un natural afecto al inferior:

            Chimista comenzó a dar sus órdenes con tal seguridad, que los que íbamos con él pensamos que todo lo llevaba calculado y previsto, lo que no era así, pues iba a la buena de Dios. Chimista vivía con energía en aquel momento; todas sus facultades estaban puestas en lo que hacía. Se veía que cada detalle constituía para él un problema importante; yo no me ocupé más que en dirigir el bote hacia el pequeño desembarcadero.

            Como metáfora de la tarea literaria de Baroja, tampoco está mal. ¿Y cuál es, sobre todo a partir de ahora, esa tarea? Seguir adelante, nada más. No preocuparse por la invención es también no preocuparse por el todo. El todo era el cuaderno de Abaroa, y Baroja avanza metódico y sin entusiasmo, ocupado tan solo de que las cosas estén bien escritas, y de dejar, en alguna descripción antropológica, alguna de sus páginas mejores. Ese capítulo dedicado al ‘rapo-rapo’ y las fiestas de Amoy es muy hermoso, por ejemplo.
Pero quedan por leer unas cuantas novelas de los años 30 y 40 y esto va a ser así, y la mejor manera de leerlas será no esperar ni recordar, disfrutar del párrafo, de la frase, dejarse ir. Claro que esto se puede ver de otra manera, como la novela en libertad, etc., pero no deja de ser curioso que para hacer algo en libertad haya que ponerse orejeras. 

8.4.15

El folletinero

Aleksandra Rylska, alumna de 1º de Bachillerato del Instituto Salvador Victoria de Monreal (Teruel), ha publicado en el Diario de Teruel, en la sección La Pizarra, este generoso artículo sobre el rato que compartí con ella y con sus compañeros poco antes de Semana Santa. Les agradezco mucho aquellas dos horas tan agradables, el entusiasmo contagioso de su profesor, Pedro Moreno, y esta estupenda crónica de Aleksandra, además de los artículos que en el blog Primeras Letras fueron apareciendo los días que precedieron a mi visita y el power-point que prepararon para cada una de las novelas mías que habían leído. Yo no sé qué aprenderían ellos de mis historietas, pero sí sé lo que aprendí de ellos y de su profesor, y lo mucho que he aprovechado en mi trabajo, que no es el de novelista.

4.4.15

La novela de Itxaso


           Quién me iba a decir a mí que me pasaría la Semana Santa leyendo libros sobre barcos negreros. El caso es que, en esta lectura integral de la obra de Baroja, había ido aparcando algunas novelas en principio menos atractivas, pero en este tramo final ya se trata de ir leyendo lo que no leí por orden cronológico, y hasta los años 30 ya solo me quedaba Paradox rey, que lo voy dejando, y las dos novelas apócrifas de la trilogía El mar: Los pilotos de altura y La estrella del capitán Chimista. Y la razón de irlas apartando, como siempre me ocurre con Baroja, era un prejuicio: la crítica expidió un pasaporte de novela reciclada, de narración monótona y de decadencia de nuestro gran autor que no tiene ningún sentido, pero que influye en que popes como Mainer traten estos dos libros como productos de tercer orden. También los hay, como Darío Villanueva (en el prólogo al tomo IX de las Obras Completas, que es donde las he leído) que brindan por Chimista, y habría que leer lo que dice Haydée Rivera en Baroja y las novelas del mar o Ascensión Rivas en su tesis sobre unas cuantas bien escogidas novelas.
            Los prejuicios vienen, principalmente, del hecho de que las dos novelas partiesen de las memorias del capitán Abaroa, un marino del siglo XIX cuyos escritos se perdieron en la Guerra Civil pero que Baroja le sirvieron de ingente material de primera mano. En la novela, Baroja atribuye el manuscrito a Cincúnegui, basado en las memorias de Embid, que sirven tanto para contar las penosas peripecias del narrador como para recrearse en las fantásticas aventuras del capitán Chimista, en un delicioso arabesco narrativo, marca de la casa, para cumplir con el tópico del manuscrito encontrado. Solo que en este caso es cierto: el manuscrito fue manuscrito y fue encontrado. A los actuales lectores de ficción les encantaría porque casi todo es verdad (¡al menos si creemos al autor!). A mí me divierte porque se trata de un curioso bucle: Baroja escribe un libro casi fantástico en el que todas las convenciones literarias son hechos reales. Sin dejar de ser profundamente barojianas, hay una evidente y no disimulada voluntad de transcripción fidedigna.
            Bien es verdad que esto Baroja lo llevaba haciendo habitualmente muchos años, desde antes de empezar las Memorias de un hombre de acción, al menos desde Los últimos románticos, veintitrés años atrás. Pero en las Memorias de Aviraneta Baroja mezcla realidad y ficción en proporciones más o menos equilibradas: unas veces empareda la historia de literatura, otras la vincula con un narrador testigo, y aun otras, las mejores, la utiliza de simple adorno para dar suelta a su imaginación. Pero en este caso, y a pesar del tremendo prólogo, el encuentro entre los dos Embil en Sevilla, mientras presencian tranquilamente una ejecución pública en la plaza de San Francisco, la narración no consiste en engastar episodios reales del capitán Abaroa sino en reescribir barojianamente su relato, sin la necesidad de inventar nada pero contándolo todo como si se lo hubiese inventado.
            Esta es la obra de un profesional, de un gran profesional de la literatura. Uno no sabe en qué tono escribió Abaroa, ni tampoco es muy elegante suponer que fuera un monótono rosario de anotaciones, pero el tono, la personalidad del narrador, ya no me recuerda a Shanti Andía sino a Itxaso, el segundo narrador que Baroja utilizó para contar las historias marineras más escabrosas y menos dignas del angélico Andía. Itxaso hablaba con toda tranquilidad de acontecimientos turbios, incluida la trata de esclavos, por cierto, en el relato de los dos Tristanes. Digo yo que por algo Los pilotos de altura principia con un prólogo que se titula Los dos Embid.
            Embid es un buen chico que, después de una infancia con padrastro, se enrola de grumete y sueña con hacerse rico. Es sensato y poco amigo de juergas. Quiere ser piloto cuanto antes, no quedarse empantanado de mar y de alcohol en la cubierta, con el resto de la marinería. Su intención es hacerse rico y retirarse. Ahí aparece Chimista, el alegre vasco sin escrúpulos, que lo inicia en el comercio de esclavos. Embid hace un viaje terrible con cientos de negros (Baroja, invariablemente, los llama negros) en la bodega, adornado con otros casos todavía más salvajes de transporte, con capitanes sádicos y condiciones espantosas, un aparato documental sobre cómo era la trata de esclavos que no se deja detalle de miseria moral ni obvia ninguno de sus extremos. Embid es consciente de que aquello es una salvajada y de que lo ha sido siempre. El único paño caliente que se pone es el del último viaje, el que por fin hizo de nuevo con Chimista, en el que no tuvieron que tirar ningún negro al mar. Es decir, que, como buenos marineros, llegaron con la carga completa.
            Sí, hay cinismo en la mirada de Embid. Entre el primer y el último viaje, los dos con Chimista, Embid se queda a merced de sí mismo, de su inoperancia y de su mala suerte. La trata de esclavos le produce repugnancia, pero se embarca una y otra vez en proyectos que fracasan porque, poco antes o poco después de salir con el cargamento de Sierra Leona, siempre los detiene un barco de guerra, y Embid tiene que comparecer ante el mismo funcionario inglés, obeso y borracho, que se ríe de él cada vez que vuelven a echarle el guante.
            Embid siempre fracasa, pero cuando se decide a abandonar el dinero fácil y arriesgado de los barcos negreros por la vida humilde y esforzada de los mercantes, el primer viaje lo lleva al Cabo de Hornos, donde Baroja se luce en uno de los géneros narrativos más antiguos y más hermosos, la descripción de tormentas, en este caso la madre de las tormentas, el extremo, el abismo. Si el capitán Abaroa la contó exactamente así, desde luego era un gran escritor, muy barojiano. Todo ese capítulo quinto de la quinta parte de Los pilotos de altura es un espléndido relato breve, ineludible para cualquier antología. Es uno de esos momentos en los que, además de ser consciente de que está leyendo una novela interesantísima, cae en la cuenta de que está llena de piedras preciosas, y sigue adelante con renovados bríos.
            Esta pedrería fina no siempre consiste en el relato de episodios, tormentas, avistamientos, huidas, persecuciones, capturas, procesamientos y encarcelamientos, que hay muchos en la novela, todos contados con brevedad suficiente, sino en el del propio juego verbal con los términos de marinería. A mí las novelas del mar me suelen saber a diccionario. Es lo que decía Umbral a propósito de Madera de héroe (el título llevaba un guarismo), de Miguel Delibes, que el autor nombraba mucho mastelero y mucho foque y mucha cosa pero ahí no se oía el mar. En Baroja sí se huele el mar, y la razón es que sabe colocar los tecnicismos de marinería de manera que se expliquen por sí mismos. Si alguien alguna vez acomete una edición crítica de esta novela, la infestará de notas a pie de página, y yo creo que no he mirado ninguna vez el diccionario, y eso que había decenas de términos que leía por primera vez. Algunos no los entendía de momento, pero al imaginar la escena cobraban sentido. No abrumar al lector con notas explicativas sería la mejor manera de reconocer la maestría de Baroja.
            Y no solo marineras. Buena parte del libro sucede en tierra, en las costas africanas, en el río Congo, y ahí Baroja, que no se ha cortado un pelo al describir la podredumbre moral de los negreros, hace exactamente lo mismo con el salvajismo sanguinario de las tribus, y por allí aparecen reyezuelos alucinados y sacrificios humanos, viejas comedoras de niños y encuentros dominicales entre tribus que se saldan con cientos de muertos, curanderos delirantes, inocentemente sádicos, que, como una y otra vez se encarga de apostillar Baroja, casi siempre en boca de Chimista, no son muy diferentes en la religión cristiana. Un sano relativismo iguala, más allá de las razas, la necedad humana.
            Pero, otra vez, la narración exacta, antropológica de las costumbres de los africanos, su relato tan escueto como cargado de sorna, le permite un juego verbal que se nota que a Baroja, a esas alturas de su carrera, ya le parecía un entretenimiento por sí mismo. En La familia de Errotacho es fácil encontrar huellas de una prosa límpida, cargadas de nombres nítidos, párrafos de una poesía onomástica que nos recuerdan al Cela de sus últimas décadas, un escritor que sostiene los párrafos con la brillantez cromática y la tersura significativa de las palabras, como abstraídas de su propio sentido, levitantes. Aquí Baroja se da un festín con ese juego al final de la novela, en los conocimientos de medicina salvaje que desgrana el capitán Chimista como si fuera un oráculo de fantasía, de palabras que vuelan por sí mismas, recetas de cocimientos, rituales absurdos, leyendas disparatadas, con una falsedad y una alegría que es la única que explica que haya sabido ser negrero. Embid no aprendió la primera lección: siempre se dejó coger. Pero Chimista, que conoce las palabras, es capaz de viajar con cuatrocientos negros en la bodega zigzagueando por el mar, escondiéndose por entre las olas, engañando a los enemigos. El maestro vuelve al final de la novela para decirle al alumno, el sufrido y desengañado Embid, que no ha aprendido nada, y de paso le suelta un discurso que es palabra en libertad.
            Yo no sé si Mendoza (otra vez) habría escrito uno de los cuentos de Tres vidas de santos, el que transcurre en el África surrealista, sin leer este libro. Ni siquiera sé si leyó este libro, pero estoy por suponerlo. La narración, siempre concisa, sin juicios, declarativa y fría, constituye con frecuencia una escena bárbara o sin sentido. Baroja lleva la expresión de los hechos a su formulación más rigurosa y más absurda, y en ese territorio, con un poco de mala leche, con frecuencia nos hace reír. Pero nos estamos riendo de barbaridades, como Chimista, y enseguida replegamos la sonrisa para tomárnoslas tan en serio como se las toma Embid, y así le va.
            Baroja ha armado un cuento muy sencillo, el del joven que se hizo a la mar para hacerse rico como fuera, y aprendió a ver la vida con indiferencia, pero no a ser más listo. Para eso habría tenido que tener todavía menos escrúpulos. Y esta fábula moral está contada con una cantidad inagotable de lances marineros y selváticos que no bajan el ritmo ni un momento. No hay un solo pasaje en el que haya sentido una bajada de tensión, y la perspectiva de leer la segunda parte de esta fabulosa historia, La estrella del capitán Chimista, es el mejor reclamo para evadirse de los ritos de la tribu, que estos días se pasea con gorros cónicos que les tapan el rostro y llevan a las costillas estatuas enormes en las que se representan sacrificios humanos.
            Bien, pero ¿y lo negros? Los negros van en la bodega, los engañan o los cazan factores portugueses, o los vende un reyezuelo enemigo que previamente los había capturado en un encuentro dominical, o su propio reyezuelo, si se han portado mal con arreglo a las prescripciones del brujo de cabecera, o si el reyezuelo quería comprarse unas baratijas. Baroja no deja de insistir en las putrefacciones de lesa humanidad que significaba la trata de esclavos, pero en su distancia antropológica no es en absoluto condescendiente. Baroja piensa que los cazaban como conejos, víctimas de la ignorancia de su propio salvajismo, pero en este modo de verlo no parece haber una defensa del débil como pueblo sino la sangrante constatación de la ley del más fuerte y de la bajeza moral a que pueden llegar impunemente los más fuertes en todos los ámbitos, en la compañía de contrataciones de La Habana y en el puesto de mando de las goletas de guerra inglesas, en las jaulas de esclavos que aguardan su transporte a Cuba o Brasil y en las tribus de las que proceden. En un momento dado, Embid, que ha sacado a pasear a los esclavos a cubierta, se pregunta cómo es posible que una docena de hombres, armados de la voz y del látigo, sean capaces de guardar de quinientas personas con la misma facilidad que si se tratase de ovejas asustadas. Los negreros se sirvieron de esa debilidad psicológica, delcarácter sumiso y con frecuencia tranquilo, incapaz de reaccionar a la violencia blanca occidental. Por eso Embid debe ir de incógnito si quiere que lo admitan en un mercante, porque la trata por aquel entonces ya era un estigma moral. Entre los últimos piratas sin escrúpulos, Embid vende su alma por unas onzas de oro y todo el pesimismo del mundo.