31.1.24

Leño

Cuaderno de invierno, 42


La primavera se asoma solo a mediodía, pero al caer de la tarde se desploman los termómetros, así que seguimos encendiendo la chimenea y no dejamos de echar leña al fuego hasta una hora antes de marcharnos a dormir. Como ya iba escaseando, esta mañana ha venido el leñero con el camioncillo a traernos una carga de carrasca, seca y bien cortada en tres o cuatro astillas gruesas, no esos troncos gordos que se van consumiendo sin apenas hacer llama. Como siempre, los he ido arrojando desde arriba, hasta que se ha ido formando un montón y al caer iban haciendo ese ruido seco de paloteado medieval en el silencio de la mañanica. Los primeros tarugos se desparraman por entre los frutales, pero pronto los unos encajan en los otros y se van acumulando sin salir rebotados. Luego habrá que llevarlos hasta la leñera, y según ya conté apilarlos sin separar los palitroques de los tueros ni estos de los troncos ni de los tocones, cada cual caerá en el carretillo según la posición en la que estén las manos, y cada cual irá subiendo la pila junto a la pared según me vaya girando a cogerlos después. Ya he comprobado que este aparente desorden es el más eficaz para encender la chimenea y mantener la lumbre viva. 
Ocurre con la leña y con todo lo demás. El azar, en principio de significado negativo, es otra forma de orden, en este caso el orden de lo no exclusivo, de lo no discriminado. Si tirase los palos al montón desde arriba siguiendo una pauta de tamaño, no conseguiría que se fuera formando una pila de proporción tan regular. Muy probablemente los gordos rodarían y los finos saldrían despedidos. La voluntad de imponer un orden caprichoso suele violentar la armonía natural de los objetos. Una biblioteca ordenada por tamaños (las hay) es algo tan artificial como un rostro retocado, el empeño maniático del orden se impone a la lógica de sus elementos. Igual que esas bibliotecas no tienen sentido y solo hablan de lo poco interesado que está su dueño por el contenido de los libros, las pilas de leña muy organizadas dicen más de las neurastenias del propietario que de sus sosegadas costumbres. Y ya no quiero dedicarme a organizar lo que necesita de su propio orden para no perder la sensación de vida, para que no se vaya el calor.

30.1.24

Brote

 Cuaderno de invierno, 41


Primavera temprana. Miro las ramas de los cerezos con la ilusión de que no reaccionen al calor y aguanten por lo menos un mes más sin florecer, de lo contrario su blancura se confundirá con la de los almendros, y cuando bajen un poco las temperaturas volverán a perderse los frutos este año. La naturaleza tarda en acostumbrarse a sus propios giros, aunque es posible que los cerezos (ni los membrillos, ni las nogueras) empiecen simplemente a no proliferar, solo nazcan los plantados por la mano del hombre, y aun esos arbolillos no soporten los vaivenes de la temperatura. Quizá sea ponerse en lo peor, pero tanto calor en enero no solo varía los ciclos de los cerezos sino las costumbres de quienes los disfrutamos. Todavía es tiempo de subirse las solapas del abrigo, de caminar encorvado contra la ventisca, con las manos en los bolsillos y el gorro calado. No hace ni una semana que los perros se metían en el invernadero a pasar la noche y al amanecer el campo amanecía cubierto de escarcha; ahora bajamos a pasear y a los pocos pasos ya tenemos que quitarnos las chaquetas, las cañas secas de las cunetas resultan incongruentes, la sombra verde de los primeros brotes se adelanta incluso a las últimas faenas de labranza. Quién sabe hasta dónde llegarán los efectos perniciosos que los habitantes de la tierra ejercen sobre el clima, ni si todo, en el mejor de los casos, acabará siendo un bosque ralo de especies propias del desierto. Todo seguirá su curso. Algo habrá que nosotros no veamos. Lo que ahora nos aflige no es el daño que podamos estar haciéndole al planeta, sino nuestra propia nostalgia, volver al frío de la infancia y a los sentimientos propios del invierno, alargar el fuego de la chimenea hasta que hayamos podado las parras y la luz del día dure hasta la hora de cenar. El campo nos da igual, pero nos duele el paisaje de nuestro breve paseo por la vida. Antes que pensar en ello, lo mejor es afanarse en terminar la poda y la limpieza. Lo que antes podíamos hacer en una larga y lenta temporada, ahora debe terminarse antes de que salgan las primeras flores, que caeran encima de las hojas que al invierno no le ha dado tiempo a deshacer. El trabajo nos ayudará a espantar los malos pensamientos.

29.1.24

Las horas muertas


¿Cómo sería morirse de viejo, tranquilo, en la cama, después de más sesenta años fumando y saliendo a pescar cangrejos en el mar? Quizá sería como soñar un día cualquiera, tomarse el café de todas las mañanas, fumarse los pitillos de siempre, ir a ver a los amigos muertos, saludar a la esposa cuando aún no era la novia, antes de que falleciera muchos años después, sentirse ágil, subir en dos zancadas al granero, pasearse por el puerto y embarcarse una vez más en su pobre barquilla, entre las olas sola, y ver que todo es lo mismo pero también es nuevo, como sin consistencia, como sin gravedad, y la niñez y la juventud se funden con la vejez como cuerpos que se solapan en un cuadro cubista, volúmenes que traspasan otros volúmenes, hierros que flotan, brisas que alejan.

Me sentía un poco en la obligación de leer a Jon Fosse, uno de esos premios Nobel de los que hablan bien los lectores exigentes y circunspectos. Me retenían un poco mis últimas experiencias con escritores noruegos, sendas novelas de Hamsun y Knausgård, no precisamente alegres, sobre todo la de Hamsun (la otra tampoco, pero su tristeza era del tipo de las que hacen gracia, o dan risa), así como el tema de la única novela de Fosse que cayó en mis manos, Mañana y tarde, la muerte de un anciano contada en prosa elegíaca, con mucho ritornello poético, generoso polisíndeton y arbitraria puntuación, todo lo cual suele resultarme pretencioso y gratuito, salvo que lo haga Cormac McCarthy, claro, y a veces también cuando lo leo a él. Pero no es el caso. Las peculiaridades narrativas de Fosse no abusan del ringorrango poético, más bien mecen la prosa como el ir y venir de las olas que mueren en la playa, y van elevándose con los mismos criterios con los que Poe construía sus poemas. De hecho, Mañana y tarde no es un mal ejemplo para ilustrar la Filosofía de la composición, si bien en este caso el cuervo que grita «Nevermore» es el viejo amigo que invita a dar un paseo en barca, y la Annabel Lee que murió en mitad de una nota lírica es la abnegada esposa del pescador.

La novela de Fosse cuenta, como sugiere desde el título, un alba y un ocaso, el nacimiento de Johannes, en los tiempos de Hamsun, y su muerte, ya jubilado, en los tiempos de Knausgård. El autor narra un parto antiguo, parto de cuento tolstoiano, de pescadores pobres y vecinas comadronas, pero casi todo el breve libro se ocupa de su adiós, un buen día que cree que se levanta de la cama… Fosse utiliza, muy a su manera nórdica, el mito de Caronte, el viejo amigo Peter, que lo lleva en su barco al último viaje, por mares estigios hacia la ensenada de los muertos, no sin antes viajar, como Eneas, a un infierno en el que las almas le sonríen, su esposa ya fallecida, o la mujer para la que pescaba los cangrejos más hermosos, y con la que alguna vez intentó tímidamente un acercamiento que no pudo cuajar. En el vestíbulo de la otra vida se juntan escenas de amor y de amistad, ingenuas imágenes de gente humilde, una vida de mucho trabajo y pocos motivos de frustración, muchos hijos que salieron adelante y una paga de jubilación que le permitió vivir bien al matrimonio hasta que ella murió. Fosse podía haber jugado al deplorable juego del todo ha sido un sueño, como en efecto es, pero tiene la delicadeza de usar una blanda ironía trágica e instalar al lector en la perspectiva del muerto ignorante de su propia muerte, el que se asusta de que los aperos de pesca no se hundan o las piedras traspasen el cuerpo de su amigo, y el que se va reconciliando poco a poco con la idea de que esos cigarrillos que disfruta probablemente sean los últimos. Pero aquí Eurídice no se desespera en su intento de volver a la vida, ni Orfeo entona un canto lúgubre. En esta muerte dulce que nos cuenta Fosse queda muy bien retratada esa resignación de quien tampoco se ha planteado muy a fondo nada en toda su vida, quizá porque desde el principio supo que la vida subía y bajaba, como las mareas, y salía y se ocultaba, como el sol, y que el horizonte no era tan grande como parecía, y un buen día al amigo de siempre le haría falta un corte de pelo que ya no tendría lugar. En la muerte los muertos nos sonríen compasivamente, como para ir diciéndonos sin hacernos daño el nuevo territorio frágil que pisamos, donde nada duele y nadie sufre.

Es la hija de Johannes, Signe, la más joven de sus siete hijos, la madre de algunos de sus muchos nietos, la que encuentra el cadáver de su padre, frío y tranquilo. Es ella la que al no ver a Johannes le hace comprender que es un fantasma, y que los fantasmas son iguales que los vivos, solo que incorpóreos y con un sentido plácido de la nostalgia.  El médico lo certifica encogiéndose de hombros y marchándose a otro caso más urgente, el de alguien que esté vivo todavía, y con pesadumbre nórdica le dice a la hija que así se escribe la historia. Y así también se lo hace ver su amigo Peter a lo largo del relato, como si en la muerte no se pudiera nombrar la muerte, como si cada muerto tuviera que aprender por sus propios medios el nuevo estado de su alma. Para morir se necesita una cierta reconciliación con la propia vida. El mito del final del túnel o el de la veloz película completa no es más que un resumen amable de lo que verdaderamente somos, y que no es verosímil que tenga más elementos de los que nos plantea Fosse. Sí, la suya es una muerte verosímil, y desde luego nada triste. Johannes lleva más de sesenta años fumando y muere así de tranquilamente, con un pitillo en los labios como aquel que dice. ¿Qué más quiere?


Jon Fosse, Mañana y tarde, trad. Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun, Nórdica, 2023, 102 p.

27.1.24

Pretérito anterior


En una Barcelona llena de turistas borrachos, sudorosos y medio desnudos que contemplan los palacetes de aquellos catalanes descendientes de negreros que amasaron grandes fortunas, y a lo largo de una costa llena de yates de millonarios rusos y putiferios llenos de muchachas incautas e indefensas a los que las autoridades no dan mayor importancia, Mendoza hilvana un trencadís de historietas sobre un fondo argumental tan triste como bienintencionado. Es la primera de las sorpresas que aguardan al lector en Tres enigmas para la Organización, que el ya clásico esquema del detective sin nombre salido del psiquiátrico, (aquí un nuevo expresidiario, con exmujer e hijo) y el atontado comisario Flores se multiplica en un jefe igual de atontado pero en más de media docena de detectives, hombres y mujeres, más ingenuos que descerebrados, más simpáticos que desastrosos. Como en los tiempos de aquellas novelas breves, sobre todo de El laberinto de las aceitunas («¿Tú crees que los hombres pueden cambiar?». «No tengo ni idea»), la trama es más confusa que complicada, apenas un hilo del que tender escenas que retratan a los distintos detectives: el jorobado hecho a sí mismo, el oficinista deprimido, la secretaria enamoradiza, la solterona con ancianos a su cargo, el descendiente de mafiosos japoneses, el marido pusilánime o el taxista entusiasta, todos víctimas transparentes de esa orfandad social que sin embargo teje amistades más firmes que la arrogancia del poderío, y jalonados por madres ancianas o esposas protectoras que nos divierten con su desacomplejado estar de vuelta de todo. Pero incluso los malos son aquí buenas personas, náufragos arrojados a la playa de Palamós, uno para fallar en una prueba con el Barça, otra para emplear su licenciatura en matemáticas en un burdel de clientes añosos y melancólicos… Los personajes de la novela son como vecinos de una barriada pobre, todos con sus miserias decentes, que sobreviven en un presente tan reconocible como despiadado. Hasta las escenas más disparatadas invitan a la ternura (esa aparición del Santo Padre…), porque no están protagonizadas por locos sino por gente desesperada que utiliza un ingenio de segunda mano, sin más afán que llegar a fin de mes con los cuatro cachivaches que tiene a su alcance.
Aquellas novelas, aparte de desmadradas, solían tener un final aún más salido de madre, algo que Mendoza tampoco abandonaba en sus novelas serias, ese acabar siempre como el rosario de la aurora. La gran sorpresa de esta novela es precisamente que su final es todo lo contrario, lleno de ternura y buenos sentimientos, emocionante incluso, como si el autor se hubiera encariñado con sus criaturas y les desease lo mejor. Unas cuantas páginas atrás imaginábamos que lo que hasta entonces era un caleidoscopio divertido iba a terminar en un auténtico despiporren, y no, su final es realista y solidario, incluso esperanzado, con esperanza de parroquia, de amigos en apuros, de un hueco por donde sacar la cabeza y respirar.

La novela se instala en un sistema narrativo que podría haber durado otras cuatrocientas páginas (de letraja para présbites, todo sea dicho) y uno las habría trasegado con el mismo placer, saltando de personaje en personaje y de ambiente lóbrego en ambiente lóbrego (sí, aquí también aparece el emblemático adjetivo, en la página 288), con un sentido del humor que, aparte del idioma mismo, nace de la constante colisión entre la imaginación de los tebeos y la cruda realidad. Mendoza es de los pocos escritores lo bastante versátiles como para manejar con la misma soltura el castellano de atestado judicial y el de diálogo de barrios bajos. Los personajes marginales y desasistidos emplean un lenguaje de registrador de la propiedad, pero siempre hablan con alguien que suelta algún ripio vulgar, y de esa colisión nace el humor. Cualquier escritor de columnas sabe (o debería saber) que no hay nada que mejor funcione que rematar un párrafo de lengua culta con una frase coloquial, o al revés, porque es eso lo que nos hace gracia, el contraste permanente. En este caso, el propio Mendoza ha dicho que quizá su humor se deba a ese lenguaje impostado, pero no creo que sea solo humor, al menos en mi caso, sino más bien el placer de un castellano tan poco frecuente, con esas asociaciones léxicas que nos remiten a lecturas infantiles o a sentencias judiciales, ese dominio absolutamente insuperable de la fraseología y de los términos específicos (nombres que requieren un verbo y no otro, etc.), que por sí mismo ya sería suficiente diversión, sobre todo en esos párrafos que parecen homenajes al Miranda Podadera: «Interrumpió la charla el virtuoso badulaque envuelto en una nube de humo proveniente del incensario, que agitaba con zarandeo de badajo…». Uno sonríe con ciertas escenas, claro, pero también con cada vez que el narrador usa el pretérito anterior, tan exacto, tan lozano, tan arrinconado por quienes viven solo en un pobre presente de indicativo…

Antes poníamos en clase El misterio de la cripta embrujada y las novelas de ese tenor. Aún se sigue poniendo, que yo sepa, el divertido Pomponio Flato, y después de tantos años sigue haciéndoles reír, aunque ya menos, Sin noticias de Gurb. Y desde luego no les pongas en un examen el pretérito anterior porque lo fallan todos. Recuerdo que Mendoza se quejaba de que una novelilla como Gurb fuera lectura obligatoria en la enseñanza secundaria, que es donde se mama el castellano brillante y sonoro que él aprendió en las bibliotecas. Pero ahora me temo que ya ni eso. Las nuevas generaciones tienden a perder el gusto por el dominio del lenguaje y a no reconocer la ironía. Qué digo, incluso me temo que muchos nuevos novelistas, tan planos y monótonos, con un lenguaje tan pobre y como sacado del traductor de Google, se las verían en cuentos para disfrutar de una página de esta nueva novela sin acudir a la app de la RAE. Y, si encuentran un pretérito anterior, abandonan la lectura.

Uno lleva años confiando en que la que está leyendo no sea la última novela de Mendoza. Él dice que su carrera está cerrada, y los propagandistas de su editorial, siempre marrando el tiro, dicen que «vuelve el mejor Mendoza». ¿Cuál es el mejor Mendoza, si la crítica pasó de largo de aquella obra maestra absoluta de la literatura contemporánea que fue Una comedia ligera? ¿Es el mejor el aparentemente más disparatado? ¿El otro, dueño de una inventiva tan desatada como extraordinaria, no es el mejor? En la librería donde compré Tres enigmas para la organización había rimeros de ejemplares, como si se la fuese a comprar media España, al menos esa parte del país que aún es capaz de disfrutar con un castellano tan sonoro, tan preciso, tan irónico y tan puro, cuente la historieta que cuente, qué más da. Se ha vuelto un poco sentimental nuestro querido don Eduardo. Cosas de la edad y la melancolía, supongo, pero también de quien sabe ver qué es lo que hay, qué es lo que está pasando ahí afuera. Salud y larga vida, maestro.


Eduardo Mendoza, Tres enigmas para la Organización, Seix Barral, 2024, 407 p.

23.1.24

Ética para El País


Fue a finales del 88, en los prolegómenos de la célebre huelga general del 14-D, cuando el entonces párroco mayor Julio Anguita exaltó la fe de sus feligreses diciéndoles que aquel día debían parar «hasta los relojes». «El suyo lleva mucho tiempo parado», glosó inmediatamente, y desde El País, Fernando Savater, Savataire, como lo llamaba Umbral, otro que por aquella época también se fue de El País, si bien por propia iniciativa. Más de 35 años después de todo aquello, esta mañana, me entero de que a Savater lo han echado de El País, después de un entretenido pulso en el que siempre pensé que acabaría ganando el periódico, porque para ello no tenía que hacer nada, tan solo dejar que el decano de sus articulistas dijese lo que le viniera en gana. Pero no: ha ganado Savater, El País se ha hartado de que su columnista más leído lleve tiempo flirteando con lo que la intelligentsia del gobierno actual considera intolerable, y eso que tiene buenas tragaderas… 
     En aquella lejanísima época de la que hablo era normal, por ejemplo, que en el ABC publicase sus artículos Marcelino Camacho, el eterno dirigente de Comisiones Obreras, con su cuello cisne y su sintaxis incendiaria. Los periódicos aspiraban a reunir lo diferente, empezando por los lectores, que al menos una vez a la semana, y a cuenta de los suplementos culturales, volvíamos con la papeleta de churros y un rimero de periódicos, en todos los cuales siempre teníamos algún articulista interesante al que leer. Eso se acabó hace mucho tiempo, e hizo bien El País en quitar de su cabecera la palabra ‘independiente’, que ya no tenía sentido; pero aun así, y hasta hace bien poco, presumió de dar cobijo a buenos escritores muy lejanos de su ideario socialdemócrata. Hace bien pocos días se despidió Vargas Llosa, un señor ultraliberal al que El País publicaba por su condición de venerable y para darse un barniz de tolerancia. El propio Vargas Llosa, en su último artículo, confesaba que a los jóvenes articulistas que le preguntan siempre les aconseja que escriban sin pensar en la ideología del periódico en el que publican. Eso podía hacerlo él, claro. Y Savater. Pero ahora el uno se ha jubilado y al otro lo han puesto de patitas en la calle.

He leído siempre a Savater y lo he empleado muchas veces en clase para explicar lo que es una buena columna. Textos suyos como el dedicado a la reconstrucción de Notre Dame eran modelos de argumentación, de gracia expositiva, de sentido de la proporción, de agudeza, de ironía, de cultura verdaderamente integradora, la que junta un proverbio árabe con un organista católico y el resultado nos da una imagen nítida de lo que significa el patrimonio cultural. También he estado en desacuerdo con él, sobre todo cuando discutía con Ferlosio y lo tachaba de prolijo, pero eso no significaba que dejara de leerlo.

Últimamente es verdad que sus posiciones eran abiertamente antigubernamentales, algunas un poco pasadas de rosca, de tan provocadoras, tanto que muchos feligreses de este PSOE irreconocible lo acusaban de tener tratos con Vox, que es lo peor de lo que a uno se le puede acusar en España. Y todo porque decía, por ejemplo, que es inaceptable que se negocie con delincuentes como Puigdemont (hoy mismo el gobierno ha acordado absolver a los encausados por terrorismo), que no puede pasarse página de más de mil asesinatos, casi todos por la espalda, dando besos y abrazos a quienes consideran a sus responsables héroes de la patria, o que no aportan nada esos intelectualillos gazmoños que solo hablan para partidarios, les dicen lo que ya saben, los reafirman en lo que ya creen, pero no les plantean preguntas ni les cuestionan sus propias ideas, aparte de que no saben escribir.

No, yo no estaba de acuerdo con todo lo que decía Savater. El otro día, por ejemplo, me molestó verlo practicar cierto funambulismo léxico, al estilo de Ortega, para justificar de algún modo a los salvajes del gobierno de Israel, con aquella distinción entre humanismo y humanitarismo. Pero me daba igual porque al sábado siguiente lo seguía leyendo, incluso con renovado interés. Siempre me contaba algo que no sé, o me proponía una forma de ver las cosas que me puede resultar lejana pero dicha por un sujeto inteligente no deja de tener su punto. Y me gustaba —y me gusta—, sobre todo, algo que echo de menos en las generaciones que han tomado, por así decirlo, el testigo de la voz. Uno cree en el individuo, no en la masa; en las ideas, no en las ideologías, y detesta a los párrocos cantamañanas y a los que pronuncian lentamente sus frases de catálogo para metértelas por el oído como si fuesen de algodón. 

Parece ser que el principio del desencuentro entre Savater y El País tuvo lugar en la época del 15-M, cuando más de cuatro millones de ciudadanos votaron a Podemos y Savater reconoció que no se imaginaba que en España hubiera tantos bobos. Ni yo tampoco. Ni yo ni muchos socialdemócratas que juzgamos el contenido de lo que se dice, no prejuzgamos a quien lo va a decir, y desde luego no consentimos que nos larguen homilías ni nos digan cómo tenemos que hablar o qué debemos pensar. El gregarismo borreguil es incompatible con el pensamiento libre. Uno goza leyendo a Baroja y a Unamuno, a Ferlosio y a Savater, tipos libres, in-di-vi-duos, no tributarios de lo que conviene al jefe. Y aunque a veces he pensado que Savater se empeñaba en no moverse mientras el mundo iba girando a su alrededor (algo parecido a lo que él criticaba de Julio Anguita), ahora me temo, y por otra parte lo siento, que quien va a salir perdiendo aquí no es él, al que todo ya le da lo mismo, sino ese periódico en el que aún quedan buenos escritores (Vicent, Millás, Muñoz Molina) que a estas alturas deben de estar mirándose las yemas de los dedos y sintiendo la obligación de echar su cuarto a espadas. Ojalá.


P.S. Millás lo hizo presentando con todos los honores, incluidos los cursis, a la sustituta de Savater en la columna de los sábados.

21.1.24

Disfraces de hombre


Los esfuerzos de parte de la crítica cervantina no han conseguido que Las dos doncellas merezca más consideración que la de una novelilla de relleno, una historia sentimental al estilo de las de Fernando y Luscinda, llena de inverosimilitudes, armada como una comedia de enredo, pobre en episodios y rica en detalles innecesarios, y con unos personajes puestos como de bulto, si no desdoblados. Uno piensa que la novelilla tiene su gracia, y que entre sus virtudes hay una que la hace sobresalir, el hermoso estilo galante de su escritura, sobre todo de los discursos que pronuncian sus personajes. Lo malo es que las circunstancias de estos agones y confesiones hacen que el conjunto resulte, en ocasiones, un poco manido.
Pero tiene más virtudes. No sé cuántas novelas antes que esta habrán empezado con un jinete que llega muy cansado a una venta en plena noche y pide al ventero que dé de comer a su caballo y le prepare una habitación en la que no quiere que entre nadie a molestarle. Muchas, ciertamente, la mayoría en la literatura romántica, que para estar bien contadas no tienen más que seguir punto por punto la narración cervantina. Otra cosa es lo que empieza a suceder después.

Entre las acusaciones de inverosimilitud, abunda la de que el jinete es una mujer vestida de hombre que, deshonrada por un burlador, lo persigue para cantarle las cuarenta, al mismo tiempo que huye del castigo que seguramente le impondrá su hermano. Cosas del honor. Pero el caso es que en la venta solo hay un cuarto con dos camas, y a pesar de que la dama disfrazada paga por las dos, el ventero acepta el dinero de otro viajero para compartirla, un sabueso que olfatea que su compañero no es un hombre pero por la voz no reconoce que se trata de su hermana… Hay que tener mucha entrega lectora para tragarse semejante inicio, pero he de recordar que Javier Marías, en Mañana en la batalla piensa en mí, hizo algo muy parecido, con un matrimonio que no se reconoce metido dentro de un coche, él haciendo de cabrito y ella de prostituta, creo recordar. Si entonces nadie se rio a mandíbula batiente de semejante escena fue porque se trataba de Marías, así que, siendo Cervantes, mucho menos. Y, por otra parte, una vez que aceptamos eso, la historia puede contarnos lo que sea. 

Todo, como siempre, es muy teatral. Las mujeres vestidas de hombre son muy comunes en la comedia del Siglo de Oro, y eso que en España no daban lugar a las complicaciones del teatro inglés, en las que un actor hacía de mujer disfrazada de hombre, que ya es difícil. Aquí, por lo menos, las mujeres eran mujeres y los disfraces eran disfraces, y algunas, como la Riquelme, capaces de ponerse pálidas o coloradas según lo exigiera el papel, eran grandes damas de la escena. Aquí Teodosia es una joven deshonrada por Marco Antonio, que gozó de ella y «apenas hubo tomado de mí la posesión que quiso, cuando de allí a dos días desapareció del pueblo». Rafael, el hermano de Teodosia, algo decepcionado porque semejante compañero de cama sea su hermana, desmiente los temores de la moza y juntos salen a buscar a Marco Antonio, malo, falso, engañador, que acaso se haya ido a Barcelona, tierra de bandoleros, a embarcarse en una galera rumbo a Italia. No aparecen aquí bandoleros, pero sí sus víctimas, entre ellas otro mozo de orejas perforadas que en un principio nos recuerda al bueno de Andresillo pero resulta ser Leocadia, también galanteada por el dichoso Marco Antonio, y de quien, faltaría más, se enamora ipso facto el fauno Rafael, porque…


…esta fuerza tiene la hermosura, que en un punto, en un momento, lleva tras sí el deseo de quien la mira y la conoce, y cuando descubre o promete alguna vía de alcanzarse y gozarse enciende con poderosa vehemencia el alma de quien la contempla, bien así del modo y facilidad con que se enciende la seca y dispuesta pólvora, con cualquiera centella que la toca.


Así que, llegados a Barcelona («flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España…»), Teodosia está celosa de Leocadia porque también la sedujo Marco Antonio, y Rafael de Marco Antonio por lo mesmo, y las dos mujeres, aún en su hábito de hombres, acuden a defender al maromo cuando lo encuentran en una batalla campal entre lugareños y viajeros de las galeras, follón que entonces debía de ser frecuente por aquellos pagos, y que se salda con una pedrada en la mala cabeza de Marco Antonio, al que Leocadia se lleva en un barco, entre raptora y redentora, paciente y enfermera, mientras el otro, y no solo por la pedrada, parece no enterarse de nada.

Tiene lugar entonces el pasaje más hermoso de la novelilla, el agón de Leocadia y Marco Antonio, en el que la una le abre sus sentimientos en canal y el otro se sincera del modo que más conviene a la trama: no puede ser ese final feliz porque Marco Antonio se limitó a juguetear con Leocadia («la cédula que os hice fue más por cumplir con vuestro deseo que con el mío»), y con la otra, con Teodosia, fue más allá y tiene que responder como caballero, se supone que como el mismo caballero que salió pitando a Italia sin preocuparse por lo que dejaba detrás. Pero esto no es una tragedia y Leocadia no comete ninguna barbaridad ni se deja llevar por la cólera ni por la desesperación, más bien acepta la situación de mala gana («sabe el mismo cielo con la vergüenza que vengo a condecender con vuestra voluntad») y se resigna a casarse con el otro, con Rafael, de modo que, si no las del amor, por lo menos cuadren las cuentas del relato. 

A Cervantes debió de parecerle corta la historia (y sin embargo no se extendió con los prometedores bandoleros) y añadió una escena de novela de caballerías con los padres de las criaturas, broche brillante más que necesario, curioso más que revelador, interesante por estrambótico, y por lo que nos dice de cómo Cervantes componía, añadiendo colores de una paleta de géneros que iba combinando según las necesidades del relato y su más adecuada extensión. 


Miguel de Cervantes, Las dos doncellas, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, 2005, pp. 441-480

19.1.24

Jirones que casan


La ilustre fregona
son dos novelas en una, acaso dos demasiado breves que dieron una de las más largas de la serie, anudadas por una apoteosis de reencuentros y anagnórisis que pone todo en orden menos la persistente idea de que allí había dos historias diferentes, tantas como sus protagonistas, Carriazo y Avendaño, dos estudiantes con alma de pícaros que hoy en día podrían haber dado nombre a un bufete de abogados. Es inevitable pensar si estos dos pollos no serían una nueva página en la vida de Rinconete y Cortadillo, aunque nos lo quiten de la cabeza los ascendientes familiares, que son los que redondean la trama. 
La novela de Carriazo, sin embargo, es novela de aguadores, de tahúres folkóricos, lo que en Cervantes implica realismo cotidiano y personajes divertidos. Ambos acuden a una venta toledana, se cambian de nombre y fingen ser criados (ya estamos con las metamorfosis teatrales) que esperan a sus señores, lo que permite una pasarela de mozas a lo Maritornes, la Gallega y la Argüello, más descaradas y bebedoras y con el encanto triste del desaire, de las que los falsos criados huyen como de la tiña. Carriazo, en quien «vio el mundo un pícaro virtuoso», se compra un burro y se dedica a llevar agua, en el Toledo del artificio de Juanelo, pero Avendaño se prenda de otra supuesta criada que se llama Constanza, el mismo nombre que, convertida ya en señora, acabó teniendo Preciosa, la Gitanilla. Carriazo funge de pícaro y Avendaño de rondador. Al uno le caen palos a mansalva, él que quisiera gozar en su almadraba, en aguas más libres y más bravas, y el otro sufre porque la bella Costancica tiene otro pretendiente de la misma talla que él y que no finge ser más pobre. Sin embargo, como se hace pasar por criado, tira del mismo recurso que en el Persiles usará Clodio, contar a su amada por carta una verdad inverosímil: que él no es un criado, que en realidad es un señorito de posibles, etc. La reacción de Constanza, lógicamente, es quitárselo de encima.

Lo que aquí llamo dos novelas no es más que un contraste bien fundido entre lo popular, folklórico incluso, y lo culto, idealista y señoril. Frente a las coplas bailables y entremesinas de los criados Cervantes escribe a la bella Constanza poemas de un idealismo culto y refinado. El contraste no es un apaño sino una técnica que llevará al extremo en el Quijote. En este caso la dama intocable es Constanza, de quien todos hablan menos ella, a quien se describe pero no se oye, en un afán idealizador que a Cervantes le viene muy bien para quedarse con sus deliciosos pormenores realistas: el mesón, las mozas, los aguadores, el bullicio que precede a la llegada de los figurones. Igual que en el Quijote, el mesón o venta es escenario por el que van pasando los personajes que reúne la casualidad. Así, el final es un zurcido en el que todas las piezas salen para saludar. El padre de Carriazo, que no hace mucho caso de las mujeres, resulta ser también el padre de Constanza, con cuya madre, en el descanso de una jornada de caza, yació mientras ella dormía, asunto al que no se le da más importancia que la de la casualidad campestre y la ascendencia noble de la protagonista, del mismo modo que todo son consuelos y comprensión hacia la madre que deja a su hija recién nacida con unos venteros pobres. 

Como me sucede con otras historias, todo es delicioso hasta que toca recoger. A la crítica, en cambio, se le hace la boca agua con lo que no deja de ser un apaño. Es verdad que el pergamino roto en dos, con letras en cada uno de los pedazos que forman el mensaje verdadero, es un símbolo de la novela entera, que quizá por separado no tendría más gracia que, tratándose de Carriazo, recurrir al cuento del burro: el pícaro que se juega un burro por cuartos pero cuando lo pierde se niega a darlo porque no está claro a qué cuarto pertenece la cola, una treta que, mutatis mutandis, no deja de recordar a El mercader de Venecia; y que, tratándose de Avendaño, quedaría un poco rara con la aparición del padre porque obligaría a un incesto indeseable (algo que en el Persiles también tuvo que solucionar), de manera que Carriazo facilita que Avendaño pueda casarse con Constanza sin que el asunto se turbie de consanguinidad y Avendaño colabora en que Carriazo no siga su ruta picaresca rumbo a la almadraba y se quede recibiendo mamporros en su oficio de aguador.

Más allá de eso, las interpretaciones, tan profusas y variopintas como las de toda la obra cervantina, llegan en La ilustre fregona al parasismo, sobre todo cuando asoman (asomaban) los críticos psicoanalistas, que nadan en las aguas de los cántaros como en los líquidos amnióticos de sus delirios y levantan un obelisco historiado con la cola del burro perdido a cuartos. Lo cierto es que ya en el título da pie Cervantes a todo tipo de especulaciones, empezando por si es o no es una paradoja lo de ilustre fregona, habida cuenta de que en la época la fregona solía dedicarse a la prostitución, y el lustre se refería solo al de la nobleza de sangre, no al de los suelos, ni siquiera al de las vajillas, que es del que se ocupa Constanza. Para muchos ese título es como los dos trozos del pergamino que hay que juntar para que se sepa la verdad, es decir, dos partes distintas, independientes pero complementarias, y para otros es tan natural y coherente como la historia misma, incluso más edificante: tan ilustre es Constanza como Carriazo. A la una la llevó un cuento de hadas a una venta donde abundan los arrieros, y el otro quiso huir de la nobleza ilustrada y engolfarse con los pícaros, pero la lealtad hacia el amigo enamorado impidió que continuase con su novela. Qué sería de las novelas de Cervantes sin ese sentido de la amistad.


Miguel de Cervantes, La ilustre fregona, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutenberg, pp. 371-440

17.1.24

Esclavos del son


La crítica contra los vejestorios que pretenden o se casan con jovencitas es tema recurrente en Cervantes: el rey Policarpo en el Persiles, el miserable cadí de La española inglesa, etc. El asunto se convirtió en tema de comedia (y llegó al neoclasicismo en versiones más bien descafeinadas), pero a Cervantes le gustaba la mezcla clásica con otro de sus temas predilectos, «la pestilencia de los celos», otro tema recurrente del Persiles.
En el caso de El celoso extremeño, Cervantes sigue una trama sin desparrames, sencilla y proporcionada, pero tiene el buen gusto de llegar a un final más sofisticado que el propio mensaje que aparenta transmitir. Carrizales es un pobre hombre que ha hecho fortuna en las Indias y es como esos indianos que cuando volvían a España les daba el tiempo justo a construir un palacio, verlo acabado y morirse. Lo pensaba no hace mucho en Asturias, viendo aquellas ruinas de casonas, levantadas en la vejez para una descendencia que nunca hubo, o que nunca estuvo bien avenida… En el caso de Carrizales, no le basta con un casón, él quiere un convento donde encerrar a la hermosa e inocente Leonora, quien «pensaba y creía que lo que ella pasaba pasaban todas las recién casadas», esto es, vivir rodeada de un aburrimiento suntuoso, en un rico aislamiento en el que no hay más alegría que las consejas de sus criadas. Carrizales construye una cárcel en la que meter el gineceo que contemple a su querida esposa, custodiado, ay, por un esclavo negro, Luis, quien tampoco puede salir del lóbrego vestíbulo, cerrado a cal y canto, como el gallinarius de las granjas romanas.

Eran muchos por entonces los esclavos negros, y ya Cervantes nos avisa de «la inclinación que los negros tienen a ser músicos», en este caso suficiente para que Loaysa, un señorito de la «gente baldía, atildada y meliflua», utilice una guitarra de palo y unas cuantas cancioncillas para doblegar la voluntad de Guiomar y dejarlo entrar en la casa. Igual que el Rodolfo de La fuerza de la sangre o el mismísimo don Juan Tenorio, el ocioso zángano va en busca de la dama nada más que por deporte, por la gracia de haberla conquistado. (Dicho sea de paso, no deja de ser curioso que los críticos tirsianos se hayan afanado en encontrar un primer borrador de El burlador de Sevilla —o de su antecedente Tan largo me lo fiáis— en fecha tan temprana como 1612, un año antes de la publicación de las Novelas ejemplares).

Toda la meticulosa construcción impenetrable de Carrizales se complementa con la no menos hábil perforación de sus cerraduras, sobre todo la de Luis, que llama sones a las canciones que le enseña el burlador, buen detalle de mímesis, y a quien la ganzúa le entra por el oído. Igual que Loaysa emplea cera para sacar la copia de la llave, Carrizales debió haberla empleado para taparle los oídos a su marchoso esclavo y ponerlo a salvo de los cantos de sirena. Tampoco faltan los guiños entre folklóricos y picarescos, como la llave que guarda el amo bajo la almohada, o el ungüento que las criadas consiguen que Leonora  le aplique a su viejo marido en las sienes y en las muñecas, para sumirlo en profundo sopor y montar ellas la juerga con el guitarrista.

Como siempre en Cervantes, todo es muy teatral, y más esta pieza, tan fácil de subir a las tablas. Todos cambian de ropa, todos fingen, todos actúan. El señorito Loaysa finge ser un mendigo que se gana unas megajas con una guitarra vieja, hasta que logra entrar en la fortaleza y reaparece como el verdadero seductor. Las criadas lo ven, como las monjas, a través del torno, y se admiran de su nueva presencia, porque


ya no estaba en hábitos de pobre, sino con unos calzones grandes de tafetán leonado, anchos a la marineresca, un jubón de lo mismo con trencillas de oro y una montera de raso de la misma color, con cuello almidonado grandes puntas y encaje, que de todo vino proveído en las alforjas, imaginando que se había de ver en ocasión que le conviniese mudar de traje.


Como es de rigor, el músico se confabula con una vieja, que es la que se ocupa de convencer a Leonora de que acuda a donde está tocando el guitarrista, mientras su marido duerme, porque «los abrazos del amante mozo» le darán más gusto «que los del marido viejo, asegurándole el secreto y la duración del deleite»… 

Todo es rápido y divertido, hasta el momento en que el viejo despierta y descubre el pastel. Pero es entonces cuando Cervantes tiene preparada una llave maestra con la que abrir puertas hasta entonces bien cerradas. Era de esperar que el viejo se vengara, pero no; antes que eso, se da cuenta de que no pintaba nada con semejante moza, y que sus angustias y sus celos le han mermado la salud hasta que el último susto le ha dado la puntilla, razón por la que decide sancionar el matrimonio de Leonora con su pretendiente guitarrista. Y ahí se quedarían sus imitadores hasta el superventas Moratín, pero la llave aún tenía otra vuelta. Carrizales, además de celoso, es desconfiado, y su sensato comportamiento esconde el vicio de no fiarse de su esposa, que le ha guardado fidelidad más allá de que le llamase la atención la música o de que sus criadas la empujaran a escucharla. Como dice el estribillo de una copla que las dueñas cantan y celebran, «que si yo no me guardo, / no me guardaréis», y no solo estaban infundados los celos del viejo sino su desconfianza odiosa. Difícil era pensar otra cosa viéndolos a los dos allí abrazados, claro, pero quizá el amor sea eso, un confiar a pesar de todo, y Leonora no solo no quiere casarse con su pretendiente sino que decide ejercer de viuda, dejarse de músicas y meterse en un convento, y no tanto por pena, piensa uno, cuanto por ser fiel a su propia libertad.


Miguel de Cervantes, El celoso extremeño, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutenberg, 2005, pp. 325-369.

16.1.24

Finales prohibitivos


Entre las historias inolvidables que uno escuchó de pequeño está la de aquella mujer humilde que fue forzada por un mozo y quedó embarazada. El mozo estaba ya comprometido, así que no se le ocurrió otra cosa que traer de un pueblo a un pobre hombre, analfabeto y de pocas luces, para que se casase con ella. La mujer, indignada, prefirió mil veces el escarnio público de ser madre soltera que aquella miserable caridad. El mozo se encogió de hombros y no quiso saber nada de ella, y salvo quienes conocían y querían bien a la mujer, nadie hizo demasiado esfuerzo en reprochárselo al andoba.
     Esto que cuento sucedió en los años 50 del siglo XX. Aún entonces la moral pazguata y masoquista, aparte de poner verde a la mujer en cualquier caso, exigía, como mucho, que el hombre se hiciera cargo de sus deslices, pero que descendiese a casarse con la víctima casi era ya para tirarle flores. La fuerza de la sangre cuenta una historia similar que sucede casi cuatro siglos antes, y pese a ser un relato perfecto, una obra maestra de la narrativa breve, una lección sobre cómo contar un cuento, ese final en el que la mujer se aviene, casi agradecida, a casarse con el padre de su hijo ha impedido desde hace mucho tiempo que los profesores les lleváramos a los zagales esta historia para que conociesen a Cervantes, y la sustituyéramos por versiones abreviadas de La Gitanilla o modernizadas de Rinconete y Cortadillo. Pero es verdad: casi la gran sorpresa de una novela que empieza con una violación y prosigue con una casualidad simbólica es que la madre se case con el violador. Cualquiera lleva eso a clase. Leído muchos años después, la decepción es casi física, como si Cervantes nos hubiera preparado una extraordinaria venganza, de veras ejemplar, y no ese final que por otra parte también puede leerse como un toque de ironía, como si el propio Cervantes se diera cuenta de la injusticia que comportaba terminar así. Hay críticos que lo han pensado, desde luego, pero no sé si no es mucho pedir, porque, si uno rasca un poco, en medio de la fruición de la lectura encuentra que ya elniño, nada más nacer, «daba señales de ser de algún noble padre engendrado, y de tal manera su gracia, belleza y discreción enamoraron a sus abuelos, que vinieron a tener por dicha la desdicha de su hija por haberles dado tal nieto». Casi nada.

La fuerza de la sangre, por otra parte, se presta a la disquisición. La cantidad de interpretaciones es inversamente proporcional a la extensión de la novela, una de las más breves de la colección, si no la más. Los eruditos se ceban, sobre todo, en los paralelismos evidentes: Leocadia es violada en la misma cama en la que es atendido su hijo natural y ella recupera el honor; el crucifijo que preside la violación es el mismo que santifica la expiación; Leocadia se desmaya al principio y al final, y al principio y al final se nos presentan escenas nocturnas a la luz de la luna… El mismo título hace las delicias de los estudiosos criados en el elogio de la ambigüedad. La fuerza que tiene la sangre se refiere a la que derrama Leocadia en tanto que mujer violada, pero también la que derrama el niño Luisico cuando un violento y viril caballazo lo atropella (y casualmente lo recoge su abuelo paterno, que lo reconoce). Pero es esa sangre verdadera, la del hijo de un señorito perdis, la que pondrá las cosas en su sitio e igualará las honras y las rentas, y la sangre del niño atropellado la que ayudará, muy cristianamente, a redimir la honra de la madre, porque, como ya le advirtió a Leocadia su padre y abuelo también del niño, «más lastima una onza de deshonra pública que una arroba de infamia secreta». Se ha discutido hasta el extremo sobre la inverosimilitud de lo narrado (que el abuelo verdadero, sin saberlo, recoja al niño herido por la calle, que la misma cama sea escenario del pecado y del perdón…), pero también el hecho de que se trata de un milagro y de que por encima de la venganza esperable se asoma el sorprendente perdón cristiano. La historia se ha considerado procedente de una leyenda y de un artificio de relojería, realista y alegórica, genial y fallida, y no parece, por lo que se lee en la documentadísima edición en que la leo, que la cosa se haya detenido ahí. 

Todo este aluvión interpretativo se vale de la costumbre moderna, muy cinematográfica, de duplicar los elementos narrativos, esa obsesión por cohesionar el relato y que, como dijo el otro, el sombrero de la primera escena sea el mismo que el de la última. Pero uno tiende a pensar que Cervantes no era tan meticuloso. En ocasiones, lo que nos parece irónico es simplemente borroso, casual incluso, y en este caso el nudo narrativo (el que el niño nacido de la violación caiga herido en plena calle y su abuelo lo recoja) no pasa de ser un recurso para unir las dos historias y las dos familias, para que Leocadia deje de tener un primo y empiece a tener un hijo y para que al chuleta de Rodolfo su madre,  doña Estefanía, le cante las cuarenta y el mozo acabe sentando la cabeza. Es más fácil pensar que Cervantes usó la sangre para encolar el argumento que para darnos una lección mística de redenciones espirituales. Los genios no son tan tiquismiquis.

En lo que nadie, que yo sepa, se ha parado a pensar es si este Luisico y su abuelo no pudieron inspirar al muy cervantino Galdós en su creación del Luisico de Miau, ese niño místico que parece tocado de una gracia sobrenatural, cuyo padre escurre el bulto y cuya madre no está en sus trece. Claro que, en Galdós, Víctor tiene más justificaciones que Rodolfo y Abelarda está más loca que Leocadia. Pero los abuelos son igual de cervantinos.


Miguel de Cervantes, La fuerza de la sangre, en Novelas ejemplares, Galaxia Gutenberg, 2005, pp. 303-323

15.1.24

Elogio de la misantropía


El licenciado Vidriera
es una novela decepcionante, si es que se pueden usar esos palabros cuando se habla de Cervantes. El asunto que desarrolla, que tampoco era nuevo en términos literales, es uno de los grandes mitos de la historia de la literatura: la hiperestesia que nos acerca al conocimiento pero nos aleja de los otros. Poco romanticismo y poca modernidad habría habido sin ella, ciertamente. La historia de un demente paranoico que se cree de cristal era un vivero filosófico: puesto que es transparente, no miente, es decir, señala sin recato los defectos del mundo que le ha tocado, desastrado como los cínicos antiguos que señalaban con el dedo; y, como es de cristal, debe protegerse de la más mínima agresión, mantenerse alejado incluso de sus propios instintos. Hay un detalle, al principio de la novela, que da el tono de lo que uno esperaría de toda ella: 

Picábale una vez una avispa en el cuello, y no se la osaba sacudir por no quebrarse; pero, con todo eso, se quejaba. Preguntóle uno que cómo sentía aquella avispa, si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa debía de ser murmuradora, y que las lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes a desmoronar cuerpos de bronce, no que de vidrio.


Tomás Rodaja es frágil al contacto físico pero no a la maledicencia. Con tal de que no se le acerquen, no le importa que se mofen de él. Se conoce que ya antes había empleado el caso, real o inventado, el mismo Descartes, y que no es difícil encontrarle una lectura erasmista. Uno lo prefiere inventado, porque es de esos mitos que nacen de metáforas sencillas. Tierno Galván, cuando ya estaba en las últimas y le preguntaban por su salud, decía que la vida es «un vaso frágil», quizá parafraseando lo que en los Hechos de los Apóstoles se dice de la esposa. El cristal es pues símbolo de la extrema delicadeza que se necesita para emprender el camino de la sabiduría. Tomás Rodaja estudia en Salamanca y se pasea por Italia, en un arranque delicioso que tiene sus reflejos autobiográficos y donde se transparenta la lectura de Virgilio, al menos en esa hermosa enumeración de vinos famosos, a la que opone otra de vinos españoles. Para completar su ideal de fortitudo et sapientia, pasa también a Flandes, y cuando vuelve a Salamanca es todo un caballero renacentista, más pendiente de los libros que del galanteo. El remate de una vida tan ejemplar (y tan hecha a sí misma, porque Tomás empieza de criado) se topó, en cambio, con una dama «de todo rumbo y manejo» que, como no pudo seducir al licenciado, recurrió a las malas artes hechiceriles, a uno de esos filtros de amor como el que volvió loco a Lucrecio, que según San Agustín estaba hecho con sudor de yegua (el hipomanes del que también habla Virgilio) y en el caso de Rodaja se le ofrece envuelto en un membrillo. 

El caso es que el afrodisíaco potente lo volvió majara, y en su locura llega lo decepcionante de la novela, la cantidad de sentencias, chistes y juegos de palabras que la gente le va sacando al licenciado como si fuese una atracción de feria. Ese tipo de literatura de apotegmas, de sentencias afiladas e ingeniosas al estilo de Juan Rufo, cuya Austríada ensalzó Cervantes en el donoso escrutinio, y a la que Góngora dedicó un soneto, podía muy bien ser lo que el público de entonces disfrutase, porque a veces nuestra decepción es anacrónica, pero el caso es que uno echa en falta trama, que la narración no se empantane en dicta memorabilia ni dardos de sátira contra estados. Se nos queda colgando un qué pasa que no va más allá del loco parlante y los chiquillos que lo encorren. Lo que a Cervantes parece importarle es esa burla general a la sabiduría contra la que el licenciado no puede luchar, la que hace a Rodaja convertirse en Rueda, y tan bien vestido como consciente de que cuerdo no puede soportar a los que antes le reían las gracias, largarse a Flandes y vivir como un soldado. 

La coherencia simbólica, intelectual, es absoluta, y en ese sentido es una relato redondo, sobre todo si nos atenemos a los gustos de la época. Lo que uno echa en falta es algo por lo demás muy habitual en las novelas de Cervantes, la introducción de un nuevo elemento narrativo, un personaje no nombrado, una situación imprevista que cambia el rumbo de la narración al tiempo que la enriquece. Van pasando páginas de chistes y sentencias y uno espera en vano el elemento cómico, el movimiento teatral que tan bien le hubiera venido. En vez de eso, Cervantes nos ofrece frases subrayables: «Aunque de vidrio, no soy tan frágil que me deje ir con la corriente del vulgo, las más veces engañado», dice el licenciado, en su elogio de los escribanos y vituperio de murmuradores. A cada paso da la sensación de que Cervantes pondrá en marcha una tramoya que sustituya a la sentencia, la ilustre y perfeccione, pero antes de que eso suceda Tomás recupera la cordura y muere como personaje. 

Pero el tema es tan potente que vuelve a definir el mito del misántropo, que no tiene por qué ser solo el avaro malencarado, el cascarrabias insociable, sino aquel que por exceso de sensibilidad tiende a protegerse de la avaricia y el carácter despiadado. Lo que consigue la hurgamandera que quería volver loco de amor a Tomás Rodaja es volverlo loco de sensatez. Su tragedia estalla en un racimo de significados universales. ¿No es ese el problema que aquejaba a Manuel Murguía en La sensualidad pervertida? Siempre me ha parecido que el misántropo había sido malempleado por la tradición clásica y sus seguidores, Molière incluido. ¿Por qué no convertirlo en un personaje admirable, entrañable, patético si se quiere, pero no en el odioso señor al que tira piedras el vulgo? Ese es el camino que, hasta que Tomás se vuelve loco, había emprendido Cervantes. Con otro loco lo recorrería, pero no con un joven que se cree de vidrio sino con un viejo que se cree de acero. 


Miguel de Cervantes, El licenciado Vidriera, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutemberg, pp. 265-301

14.1.24

Telas de colores


La crítica se ha dividido desde el principio entre quienes piensan que La española inglesa es una versión abreviada de algo muy parecido al Persiles y quienes ven en el Persiles una amplificación de algo muy parecido a La española inglesa. Lo que sí es cierto es que la novela tiene tantos finales como episodios (el regreso a España de Isabela, por ejemplo), que se ven las costuras cuando cambia de tono o de modelo literario (el breve relato de caballerías con el conde Arnesto), y que, en general, la historia entera está como resumida. Bien es cierto que en el Persiles rara vez se permite Cervantes una digresión, ni los personajes lo consienten, y todo se nos cuenta en versión reducida, así como que el modelo general de novela bizantina exigía esa acumulación de episodios sin recreo ni descanso. Pero hay algo en Cervantes, la extraordinaria fluidez, el partir de pocos mimbres e ir encontrando en la novela su propio desarrollo, que no encontramos en esta novela ejemplar ni en la otra bizantina. Al lector le huele a que no es una novela de una sola pieza, esto es, una historia concebida en un solo tramo, de crecimiento orgánico, sino como si quisiera reconducir o deshidratar una historia procelosa que se le desmanda cada vez que la emprende. También en el Persiles vemos que la diferencia entre los libros I y II y los III y IV tiene algo que ver con eso, con un traer a pliego lo que naturalmente avanza por inercia despendolada. 

Más interesante me resulta el contraste con Rinconete, donde no pasa nada pero hay una extraordinaria acumulación de recursos léxicos y literarios; aquí, en cambio, pasa de todo, pero la prosa, comparada con la novela anterior, corre como la seda. La española inglesa es un telar en el que hay hilos para toda clase de novela, desde los parecidos bizantinos con el Persiles (los resúmenes de lo publicado —p. 258—) a las anagnórisis de comedia de enredo (Isabela y sus padres —p. 257—); de los plazos de prueba (los dos años que la reina Isabel da a Recaredo para que se gane la mano de Isabela, un lugar común sobre el que en el Siglo de Oro se vuelve a menudo, Tirso en Los amantes, sin ir más lejos) a la falsa muerte de Recaredo (p. 255), un detalle que el realista Cervantes se da cuenta desde el principio de que no va a colar. La crítica incide, aparte de todo eso, en el envenenamiento de Isabela por parte de la despechada madre del conde Arnesto, que la convierte de guapa en fea, lo que sirve al narrador para que Recaredo se mantenga en su amor más allá del atractivo, que al final, por supuesto, se deshace, porque acabar de fea estaba más allá de todo experimento.

Pero no solo son ensayos bizantinos. Recaredo es un personaje realista en circunstancias de fantasía. Una vez que se lleva a Isabela a Inglaterra y la deja viviendo con sus padres («católicos secretos») y la reina lo manda «a la vela» como prueba de amor y patriotismo, había «dos pensamientos que le tenían fuera de sí»:


Era el uno considerar que le convenía hacer hazañas que le hiciesen merecedor de Isabela, y el otro que no podía hacer ninguna si había de responder a su católico intento, que le impedía no desenvainar la espada contra católicos; y si no la desenvainaba, había de ser notado de cristiano o de cobarde, y todo esto redundaba en perjuicio de su vida y en obstáculo de su pretensión.


Complicado personaje le había salido a Cervantes, y más aún lo complica cuando lo mete en una sorprendente novela de caballerías en la que tiene que enfrentarse al conde Arnesto, y le sale entonces un párrafo que a los lectores del Quijote les hace sonreír:


—En ninguna manera me toca salir a vuestro desafío, señor conde, porque yo confieso, no solo que no merezco a Isabela, sio que no la merece ninguno de los que hoy viven en el mundo; así que confesando yo lo que vos decís, otra vez digo que no me toca vuestro desafía; pero yo le acepto, por el atrevimiento que habéis tenido en desafiarme.


Estos polítptotos, estas razones intrincadas… La irrupción de las novelas de caballerías en un peronaje de creciente realismo como Recaredo aguarda todavía más sorpresas, porque acaso la única digresión de toda la novela, el único momento en que no dejan de pasar cosas, es un largo párrafo lleno de cédulas, intereses, letras de aviso, contraseñas, formas de pago y rutas comerciales, y todo para decir que han de llevar a los padres de Isabela de vuelta a España, algo que, en el tono general de la novela, se podría haber dicho en media docena de líneas. ¿Qué quería ensayar Cervantes con estos fuertes contrastes estilísticos, del idealismo caballeresco a la erudición contable, de la fabulación bizantina a las cuitas de religiosidad contemporánea? Venimos de una novela, Rinconete y Cortadillo, de rigurosa coherencia estilística y temática, tanto que La española inglesa desconcierta por su condición caleidoscópica, hasta el punto de ser la que más denuedos eruditos concita para fijar su fecha de composición, si no su composición misma. ¿No andaría ya Cervantes pensando en hasta qué punto se podría mezclar la más fantástica fabulación con el realismo más cercano? O bien, ¿no será La española inglesa un producto más del filón que había encontrado al proseguir con la genial idea del Quijote? En ese sentido, tendrían razón quienes piensan que la primera parte del Persiles es una novela interrumpida que se reanuda con la llegada de los peregrinos a Portugal y otro tono que la familiariza mucho más con el Quijote. Es posible que entre medias Cervantes descubriera la maravillosa coherencia de mezclar elementos tan dispares; o quizá, más sencillamente, que después de Rinconete, si es que las escribió en el orden en que las publicó, se permitiera el lujo de no someterse a tanto rigor léxico y fabular tan desatadamente como le viniera en gana.


Miguel de Cervantes, La española inglesa, en Novelas ejemplares, ed. Jorge García, Galaxia Gutemberg, 2005, pp. 217-263