30.4.24

Los relojes malolientes


Martinete del rey sombra es un libro de divulgación histórica escrito en lenguaje poético. En la senda del esperpento macabro, solanesco, rebosante de metáforas, atacado de versos, la prosa recuerda, a veces, al Umbral de Leyenda del César visionario, o más bien a un Umbral que se hubiera metido a contar las inmundicias borbónicas, y otras veces, más ajustado en la época, al lirismo barroco Saramago en el Memorial del convento, sin tanto ni tan deslumbrante vuelo, todo sea dicho. Es el principal valor del libro, lo muy escrito que está, para decirlo en términos que al propio Umbral le hacían gracia cuando se los dedicaban. Pero es cierto: la imagen negra y casual, hedionda y luminosa, se apodera de los mejores pasajes del libro, que coge altura y cobra peso merced a su poesía, no tanto a su historia.
Cuenta el libro la penosa odisea de Fernando VI, aquí un pelele despreciado por propios y extraños, desde la odiosa Isabel de Farnesio al valido desaprensivo, el marqués de la Ensenada, y desde el rey de Francia al de Inglaterra. Salvo su negativa a entrar en guerra, poco hay aquí del prudente monarca que quiso reformar las estructuras de la patria, y mucho de un pobre hombre aniñado y caprichoso, y bastante idiota, que solo encontró amparo en una mujer a la que empieza odiando por fea y por gorda, Bárbara de Braganza, y que fue, mientras estuvo viva, quien lo mantuvo cuerdo y más o menos limpio.

Más de la mitad del libro se dedica a este sucio borbón (por más maquillaje que emplee, palabra que no se usaba en la época, por cierto, como tampoco kilómetro) y al sagaz, y afeitado, y seductor marqués de la Ensenada, a quien, hasta su destierro en Granada, parecen deberse todos los avances técnicos del reinado, incluida la fascinante —aquí remetida— empresa del espía Jorge Juan, pero también un acontecimiento que parece ser el centro de la obra pero no es más que contrapunto: la célebre redada con la que el marqués, con el beneplácito del rey, quiso borrar a los gitanos de la faz de la península, separarlos para que no criasen, y, al que tuviera un gramo de fuerza, emplearlo para rearmar la flota en astilleros escondidos. 

Los palacios de relojes rococó se alternan con la tragedia de miles de gitanos que corrieron la misma suerte, una pestilente cuerda de presos, llevaran la vida que llevasen, con la anuencia de las autoridades eclesiásticas y de un Benedicto XIV que para más inri ha pasado a la historia como pontífice ilustrado. El libro pendulea como uno de esos relojes que obsesionaban al monarca, ahora el encuentro con Bárbara de Braganza, luego la fosa excrementicia donde amontonar a los gitanos; ahora los salones donde elige presa nocturna el marqués de la Ensenada, luego la cárcel donde las gitanas se tiran de los pelos tratando de escapar. Ni en la vida del rey ni en la del marqués debió de ocupar mucho tiempo, desde luego, una decisión tan monstruosa como poco práctica, porque pronto no supieron qué hacer con tanto gitano, dónde desterrarlo, por mucho que en alguno de los viajes el mar se los tragase y les aligerara la faena.

Los tiempos casan, los de los relojes de oro y las horas de la cárcel, por la vía de la enfermedad, del asco y de la muerte. La estética  de imágenes negras se va entufando de escrófulas y orines, de bubas y pestes, tanto en las habitaciones de un monarca enloquecido como en las letrinas donde daban de comer a los gitanos. Es como si el reloj de unos y otros se detuviera en el justo punto medio de la más repugnante dejadez, la propia y la ajena, la del rey que no quiere ni verse a sí mismo y la de aquellos con los que nadie quiere cruzarse. Si el libro funciona es porque los dos extremos, el del poder y el de la miseria, se van acercando en una misma podredumbre. La enfermedad apesta a los gitanos pero también revienta a la reina, que estalla de tumores, y al propio rey, que acaba siendo el fantasma de un cólico miserere.

Funciona el lenguaje, insisto, la potencia de la imagen, en ocasiones algo repetitiva, y en otras demasiado entregada a todos los sinónimos del mal olor y de la mierda. Pero hay otros elementos que no funcionan igual de bien, por ejemplo el exceso de datos históricos, apretados, empalmados, que acaban mareando un poco, en detrimento de la recreación de las escenas (el mismo encuentro de los futuros reyes, los intentos de saltar los muros de la fortaleza), que son lo mejor del libro. Es decir, lo mejor es lo que habría acercado al libro a lo que orgullosamente llama novela la solapa, y así será, primero porque podemos llamar novela a lo que nos dé la gana y segundo porque la crítica ya lo ha bendecido. Ahora bien, cuando, por ejemplo, al final vuelve un gitano a su pueblo a por los dos burros que se quedó un vecino cuando lo apresaron, el autor, que tanto tiempo ha tenido para contarnos anécdotas malolientes, no cree necesario recrearse en el personaje, y nosotros nos quedamos con las ganas. 

Porque pensamos, qué se le va a hacer, que la novela es siempre invención, y además recreación en el caso de que los personajes sean históricos. Desde las primeras páginas es evidente que el lenguaje de Raúl Quinto es contundente, y que por sí solo nos ha de llevar hasta el final, por encima incluso de aquellas otras páginas que no son más que datos, no poesía desgarrada ni farsa de marionetas. Pero eso no quita para que no echemos de menos un arte de narrar que lo unifique todo, y sí nos incomoden ciertas licencias anacrónicas («va a ser que no», etc.) y un asomo de implacable narrador contemporáneo que no deja margen a unos ni a otros para que sean algo distinto a lo que eran antes de empezar, tanto los borbones maquillados como los pobres gitanos. En vez de eso, el autor recurre a excursos enciclopédicos que si no empantanan el libro es porque se cuida de que la intensidad al escribirlos no decaiga, pero que tampoco dejan de ser una concesión al recurso fácil, sobre todo cuando no se integran en un ámbito de drama, de personajes, de escenas. De novela.


Raúl Quinto, Martinete del rey sombra, Jekyll & Jill, 2023, 170 p.

25.4.24

Arte churrera


Era inevitable, en un libro lleno de citas célebres —y fáciles— mencionar alguna obra de Georges Perec, el más famoso miembro del movimiento OULIPO, aquella vanguardia francesa de los años 60 que utilizaba el juego de la combinación como fundamento de la creación literaria. Somos muchos los que hemos utilizado los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, cien formas distintas de escribir un mismo microrrelato, para iniciar a los alumnos de la manera más lúdica en los misterios de la elocutio. Perec, además de experimentos como el de La desaparición (una novela que en francés no tenía la letra e y en su traducción al castellano se prescindio de la a), nos dejó un libro estupendo, La vida instrucciones de uso, algunas de cuyas historias, que iban saltando de apartamento en apartamento en un edificio a lo Rue del Percebe, me siguen pareciendo ejemplares, como la de aquel constructor de puzzles cuya odisea inspiró, si no recuerdo mal, a Paul Auster para La noche del oráculo, aparte de comentarla en alguno de sus ensayos.
El caso es que Gonzalo Hidalgo Bayal se ha permitido un divertimento con aquellos mismos mimbres combinatorios, en este caso el del palíndromo y la autorreferencia, lo primero para construir una novela breve basada en la casualidad de las frases que se leen igual al derecho y al revés, y lo segundo para completarla con otra sobre la suerte que le corrió al relato en un concurso de novelas breves. Así pues, la primera mitad es una forzada historia sin más argumento que las ocurrencias palindrómicas de un joven que busca en unas ninfas del aburrimiento veraniego y sus moscones adolescentes materia para escribir una novela que lo saque del hastío y de las historietas de vaqueros con que trata de sobrellevar la chicharrina. Y la segunda mitad, ya sin frases palindrómicas pero no sin palíndromos argumentales, es un estirado, repetitivo y en buena medida gratuito añadido metaliterario que sobre la música de los concursos literarios y su escaso fundamento se recrea en los sueños perdidos, la poquedad de los aspirantes a gloria literaria y la mala suerte de quienes aspiran, literaria y carnalmente, a más de lo que deben. Al margen de la gracia propia de la prosa de Hidalgo Bayal, que nunca es poca, destaca un capítulo (hay dos, pero sobre todo uno) escrito en endecasílabo prosaico francamente divertido, el del poeta que quedó excluido del concurso literario por escribir en verso. 

Veníamos de leer Hervaciana, novela de aire autobiográfico, de colegio de curas, que nos gustó mucho y así lo dejamos escrito. Este Arde ya la yedra se emparenta con ella en algo muy propio de Hidalgo Bayal, el entretenimiento escolar, la afición por las palabras, por juguetear con ellas y con las frases célebres que jalonaban los libros de texto. Pero allí había, digamos, sustancia, personajes hondos y cercanos, algo que en este otro libro se disipa por necesidades combinatorias o por un sarcasmo algo forzado hacia el propio narrador y quienes anduvieron un camino paralelo al suyo. Como si el autor fuera consciente de que aquello no termina de salir, hay incluso un capítulo en el que el presidente del jurado juzga con tanta severidad como acierto el verdadero alcance de la novela que el protagonista presentó al concurso. Y dice: 


No hace falta ser ningún espeialista en literatura contemporánea para darse cuenta de la inanidad de esta novela, un divertimento insustancial, con palíndromos sin gracia (con esfuerzo, podría señalar tres o cuatro excepciones) y una trama que, además de aleatoria, gratuita, anacrónica, artificial e inverosímil, nada tiene que ver, ni por asomo, con la i.


    Y todo ello a propósito de que la novela se titula con otro palíndromo en torno a esa letra. Es difícil no estar de acuerdo salvo en lo de inverosímil, puesto que el relato de la entrega de premios es casi de realismo crudo, con todos sus ringorrangos provincianos, sus despilfarros de oropel barato, donde lo único poco corriente es, en efecto, que un miembro del jurado se haya leído las novelas que se presentan a concurso, y las juzgue con tanta saña como buen criterio. No sé si el autor se pone la venda porque ya siente la herida, o forma parte de la calima desganada que envuelve a la novela entera, pero el caso es que no se puede negar que Hidalgo es consciente de que lo que le ha salido, aun con el contrapunto de realismo sudado que lo equilibra, puede tomarse por un churro, y así lo manifiesta.

Luego vienen las especulaciones: ¿es el churro un género?, ¿se puede aspirar a otra cosa que a un churro partiendo de principios tan churriguerescos? Si, en efecto, el arte consiste en «bailar encadenado», ¿qué más arte que el artificio de forzar la historia con el solo impulso del juego verbal? De salir algo, ¿no sería literariamente puro? Y, en todo caso, ¿se compensa el juego alegre de la primera parte con la sórdida tristeza de la segunda, incluidas sus no sé si necesarias repeticiones?

Podríamos seguir, pero la verdad es que uno ha terminado de leer el libro porque la prosa de Hidalgo Bayal es tan sabrosa como poco corriente, y eso que aquí quedan tapadas las raíces ferlosianas por la hojarasca de la desgana que la cubre de principio a fin. En más de una ocasión el lector se plantea si la verdadera trama de la novela no es el hecho de tenerla que escribir, y si los plazos y los procedimientos que utiliza el protagonista (un mes de sopor, reglas estrictas cada día en cuanto a número de palabras, procedimientos rutinarios para encontrar algo que decir en medio de la inanidad imaginativa) no son los que se ha visto forzado a utilizar el autor por un quítame allá ese contrato.

En la editorial, como suelen, disparan por elevación y en la solapa cuentan una verdad a medias, es decir, un principio de novela que por no resolver no acaba ni de plantear siquiera, pero ahí queda, como si hubiera algo más, cuando en efecto no lo hay, o al menos no aquello que se sugiere. Hablar, en fin, así de mal de un autor al que uno admira quizá sea un caso de confianza que da asco, la misma por la que se valora la originalidad combinatoria del empeño, que siempre da resultados más ocurrentes que satisfactorios incluso para quienes también nos hemos divertido sacando significados de los significantes, dándoles la vuelta a las citas célebres e ilustrando artificios antiguos con procedimientos inusuales. El juego es así, tan divertido como irrelevante. Peor hubiera sido, bien pensado, que aspirase a ir más allá. Que encima, con esos mimbres, buscara eso que se llama trascendencia. Una cosa es ser ocurrente y otra ser ingenuo. 


Gonzalo Hidalgo Bayal, Arde ya la yedra, Tusquets, 2024, 339 p.

22.4.24

La novela saturniana


A pesar de lo que podía imaginarme, la lectura de La montaña mágica no se ha parecido a un ascenso a las inmaculadas cumbres de Davos sino a un sosegado pero impetuoso descenso por las aguas de un gran río como el Rin. La novela baja merced a ese impresionante ritmo sostenido, con tiempo para detenerse en los paisajes que se asoman a la orilla y saludar a los paseantes de la ribera y a las barcazas que vas adelantando a lo largo de la travesía, ahora un grupo de enfermos adinerados, luego un carguero lleno de informes médicos, más allá un contenedor de especulaciones filosóficas, o una fiesta de Carnaval, o una excursión goethiana por la tormenta de nieve. El viaje es completo en el sentido de que Mann no parece dejarse pito por tocar ni por tocarlo en toda su extensión, sin ahorrarle más a la botánica que a la teología, a la música que al espiritismo, a la tuberculosis que al amor, todo en su misma, ancha, inconteniblemente briosa misma medida, lo que da, en conjunto, sobre todo en la última parte, una sensación de remanso final, de delta pantanoso, sobre todo cuando pasa el tiempo y no vemos que el protagonista, Hans Castorp, termine de despabilar.
La novela ha pasado a la historia como un esfuerzo total de incluir en una narración los problemas del tiempo en que fue escrita, los inmediatamente anteriores a la I Guerra Mundial, con la que acaba en un episodio tan intenso como excepcionalmente breve. Y este despliegue sí es un ascenso en el conocimiento, de las cuestiones físicas y biológicas a las filosóficas y espirituales, de las puramente sociales a las más sentimentales. El tránsito lo vive un joven que acude a ver a su primo Joachim al sanatorio de Davos, un balneario para enfermos del pulmón en el que el tiempo parece haber sido borrado en favor de una sensación de bienestar ajeno a los males del mundo, al allá abajo al que algunos pacientes quieren volver pero otros, como Hans, rehúyen hasta que es el abajo el que viene a buscarlos. Está mucho mejor entregándose a la tiranía médica del doctor Behrens, a la fascinación, incontenible y discreta como un lied, por la imprevisible señora Chauchat, o a los duelos verbales entre Settembrini, el representante del humanismo racional, y Naphta, el jesuita terrorífico, escéptico y disolvente, una especie de sofista escolástico resentido que protagoniza un final tan salido de tono, tan forzadamente simbólico, como bien escrito.

Pero están enfermos. Al sanatorio se acude para curarse, o por lo menos para que la vida no aumente la infección. Vemos en Joachim, el primo militar que debe guardar reposo por obligación, todo el miedo y la conciencia de la enfermedad que no encontramos en Hans, cuyos pequeños esputos de sangre no atormentan ni intimidan, y para quien saltarse las normas terapéuticas es consecuencia del poco caso que, quizá con razón, le hace a su tambaleante salud. No encontramos en Hans esa conciencia de enfermedad que sin embargo sí se manifiesta en sus constantes alusiones al tiempo, a la disolución del tiempo en los días iguales, por más que los habitantes del sanatorio se empeñen en reproducir una intensa vida de hotel. Las estaciones se confunden y los ritos vuelven a sí mismos hasta que los meses se instalan como vaga unidad de tiempo, y lo que en Hans iban a ser tres semanas de visita se convierte en siete años de sesteo, de no querer salir de allí.

Si por un lado uno echa de menos ese, digamos, componente trágico, esa conciencia de enfermedad, de acabamiento, de lucha real con el tiempo —y eso a pesar de las abundantes y lúcidas reflexiones sobre la presencia de la muerte, y también sobre su olvido, sobre su impertinencia casi—, por otro sí queda muy bien retratado el dulce hundimiento en la parálisis vital, y la imagen del sanatorio/balneario cuadra con un reloj detenido, el mundo embotellado que, a pesar de reunir y discutir sus avances y conocimientos, no quiere saber nada de la pendiente por la que se va deslizando hacia el abismo. La ingenuidad de Hans, que casi en ningún momento se para a contemplar su estado, y al que ni los brillantes argumentos de Settembrini ni las evidencias médicas de Beherens le sirven para bajar el diapasón de su entusiasmo, se puede tomar por trágica en el sentido de que no es un héroe consciente, sino alguien por encima del que el lector se sitúa para compadecerlo por su juvenil ausencia de catastrofismo. Los pacientes van cayendo con puntualidad germánica, fieles a su cita con la tisis, pero unos hacen ruidos de broma con su neumotórax y otros se lo toman con una exageración operística, como el suntuoso Peeperkorn, extravagante personaje que uno cree que cuenta con más espacio del que se merece.

Porque esa es, en fin, la única pega que uno le pone a esta novela, que el autor la devora, que se impone con sus reglas, sus planes y sus parámetros; que, cuando el río llega al estuario y se mezcla con las aguas saladas y revueltas del mar, él sigue con su estricto plan de ingeniería narrativa, sin ahorrar una palabra a ninguno de los temas que, a poco de llegar, cuando ya se atisba el horizonte azul, sigue agotando con la misma persistencia que cuando la novela navegaba por su curso medio, o en esa primera y extraordinaria primera mitad, de un impulso arrollador, en parte, supongo, favorecido por una traducción tan fluida como la de Isabel García Adánez.

Aun así, lo que son las cosas, aun rezongando un poco cada vez que, bien avanzado el relato, Mann vuelve a engolfarse con los bizantinismos de Settembrini y Naphta en vez de centrarse, por ejemplo, en el sufrimiento del joven Joachim, es decir en la expresión de su conciencia , en la experiencia de morir, la novela no ha dejado de absorberme hasta el final, y una vez terminada no siento deseos de desensebar con un relato más ligero sino, curiosamente, de leerme un tomo de filosofía medieval, quizá porque hay elementos que se bastan a sí mismos fuera de cualquier relato, y dentro, por mucho que se tire de ellos, siempre saben a poco.


Thomas Mann, La montaña mágica, trad. Isabel García Adánez, Penguin, 2024, 1047 p.