20.10.24

Polisemia del encierro


Pocos escritores me arrancan carcajadas de gozo solo por lo bien que escriben, por el desparpajo y la precisión y la soltura de su prosa, por su facilidad poética, por su gracia narrativa. Y entre ellos tengo a Pombo en un lugar privilegiado, su portentoso dominio del ritmo poético y de la fluidez oral, intacto a sus ochenta y cinco años, ochenta y uno cuando escribió El exclaustrado, en pleno enclaustramiento pandémico. Lo que leo por ahí de él sugiere que sigue en forma, y esta novela lo confirma, ya lo creo. Eso sí: en forma para deslumbrar con su lenguaje, no tanto para concebir historias nuevas, que no reutilicen personajes ya vistos o no se acartonen de un teatralismo abstracto, unamuniano, sin más vida propia que la frase que en cada momento les toca decir.

Claro que esto es algo que Pombo lleva haciendo mucho tiempo. Ese tipo de, insisto, teatralidad intelectual, diálogos de ideas sin demasiada vida propia de los personajes, yo creo que entró en la carrera de Pombo allá por El cielo raso, que es de hace más de veinte años, con aquel Esteban, si no recuerdo mal, que era la contrafigura joven del narrador, el sujeto de la tragedia filosófica. Un punto culminante de ese enfrentamiento entre el narrador y un alter ego más joven (algo que había ya iniciado en su muy temprana —y espléndida, de lo mejor suyo— Los delitos insignificantes) estalló desaforadamente en la abrumadora Contra natura, después de la cual Pombo alternó ese sistema con el de recuperar voces femeninas, en las que siempre ha sido especialista, desde la madre, precisamente, de Quirós en Los delitos a Virginia en El metro de platino iridiado, desde la Celia de Telepena de Celia Cecilia Villalobos a Johanna Sansíleri, pero que aquí en El exclaustrado falla porque el personaje femenino, Petri, está doblemente amordazado, por el personaje que la encarcela y la maltrata y por el autor que a una mujer sencilla y natural, no inculta pero casi, le hace hablar así: «Como si la culpa, en abstracto, tuviera más sustancia que nosotros dos juntos».

Pero ya hablaremos de Petri. Desde hace unos años, desde el 16 como poco, desde La casa del reloj y por ahí, Pombo ha introducido, con salvedades, un modo de narrar que sin dejar de ser pombiano resulta más reconcentrado, incluso algo repetitivo: Pombo saca las historias de su estudio, de su situación vital, de su casa en el barrio de Argüelles, de su terraza con vistas al Parque del Oeste o a la Casa de Campo, a donde acuden personajes que cuentan lo que les pasa fuera de ese estudio, pero donde lo único que sucede, en el fondo, es que el narrador dicta su novela o mira el atardecer. 

Hay salvedades como la última, Santander 1936, que era una novela exenta, que no solo ocurría fuera del estudio de Pombo sino fuera de la época de Pombo, por más que hablara de su familia y de que los personajes tuvieran rasgos de esa otra familia novelesca a la que ya estábamos acostumbrados. Pero en El exclaustrado ha vuelto a tirar del hilo de una palabra en un entorno cómodo e idéntico conforme los días van pasando, con personajes que nos suenan a otros personajes y cuyas variaciones no son matices sino síntomas de acartonamiento. La palabra, en este caso (año 20) es claustro, encierro, de la que va saliendo la historia entera en una especie de políptoton continuado. Juan Cabrera es un antiguo monje que se exclaustró de un monasterio benedictino para enclaustrarse en una rutina llena de libros, en un despacho sin vida. De aquellos tiempos del claustro le queda una escena que no ha terminado de digerir: vio cómo tres novicios tenían un comportamiento inadecuado, digámoslo así; cumplió con su deber benedictino de denuncarlo y los novicios fueron expulsados. Uno de ellos es Antón Rubial, ese malo insaciable que a veces aparece en Pombo, ese resentido de sonrisa diabólica que más parece a veces una caricatura del villano que una simple mala persona, quien mucho tiempo después encuentra un modo de vengarse del fraile que lo denunció por algo que el propio exclaustrado, Juan Cabrera, considera «trivial», pero que aquí no vamos a desvelar porque supone unas de las mejores, más luminosas y divertidas páginas del libro.

Este planteamiento da para lo mejor de la novela, un arranque delicioso, con una prosa, como siempre, fuera de lo común, algo así como escuchar fugas de Bach en un mundo en el que se escribe con bombos de piel de cabra, en la que la situación enclaustrada del exclaustrado (Pombo tampoco sale ya mucho de casa, ni siquiera cuando no hay pandemia) se adoba con sus lecturas filosóficas, sobre todo de Sartre y de libros como El idiota de la familia que a uno le entran ganas de leer. Pero en ese cómodo estar junto al radiador de la filosofía, estremecido por los rayos del atardecer, encandilado por la prosa, aparece la historia, el sobrino joven que acude a ver a su tío el viejo teólogo encerrado y de paso le trae una historia del pasado y una trama un tanto forzada. Este sobrino, Jaime, es amigo de Antón, aquel novicio al que echaron por haberlo delatado Juan; y este Jaime se lía con Petri, la mujer de Antón, que vivía enclaustrada en un bar de copas, el Machupichu, hasta que Antón la rescató para enclaustrarla en una situación de perfecta y sumisa mujer casada. 

Petri es una pena, porque es un buen personaje, alguien que merece una novela para ella sola, la muchacha guapa que se harta de sonreír a babosos cincuentones y se lía con un profesor universitario para llevar una vida normal, para cumplir un sueño de ropa limpia y búcaros con flores frescas. Pero este profesor que la rescata también la encarcela: después de exclaustrarla, también la enclaustra, y algo parecido siente con el joven Jaime, con quien su relación no termina de cuajar porque (y aquí viene uno de los volatines algo excesivos de la trama), al liberar a Petri de su enclaustrador, Jaime la manda con su anciano tío, a que vean juntos la televisión, a que hablen juntos y se hagan compañía, a que lleven una vida sencilla de náufragos que huyen de la soledad. Aquí también, detenida, podía la novela haber despegado en algo mucho más interesante que el follón novelesco, folletinesco con el que termina. Antón convence a Petri para que vuelva con él pero la encierra en casa y le quita el teléfono, con lo que Jaime y su tío Juan tienen que acudir a rescatarla…

El que quiera saber cómo Pombo resuelve la trama puede acudir a la novela. Es un final intenso, sí, novelesco, folletinesco, cinematográfico, todo lo que se quiera, pero en esa intensidad final se diluye la gran virtud de la novela y del gran escritor Pombo, su prosa, su voz, sus voces. Nos hemos quedado sin Petri, sin la relación de la muchacha y el viejo, que no era de amor sino de compañía, y no de compañía morbosa sino solidaria, bienintencionada, y sobre todo deliciosamente hablada. Pombo avanza, más que novelando, comentando el argumento, anunciando lo que pasa más que narrándolo. La segunda mitad de la novela se entrega a una narratividad irrelevante, porque lo bueno, lo verdaderamente vivo y novelesco, estaba antes, en escuchar a personajes que salen de un encierro para entrar en otro.

Nada de eso significa que no hayamos disfrutado la novela, esta y las otras tres que dice que ya tiene escritas y las otras cinco que dice que va a escribir, hasta que cumpla los noventa años, en su estudio de Argüelles, conviviendo con personajes que lo vienen a visitar a su camarote intemporal y atizándose un paquete de Camel cada día, qué envidia. Qué envidia de cabeza, Pombo, qué envidia de prosa, qué envidia.


Álvaro Pombo, El exclaustrado, Anagrama, 2024, 228 p.

8.10.24

Biblioteca Enrique Romero Ena


A mediados de los años 70 mis padres compraron un terreno en la vega del Guadalaviar. Eran unos cuellos con bancales cerca de una granja abandonada y de una pequeña masía o casa de recreo, entre las acequias del Cubo y de Valdeavellano, que había pertenecido a las antiguas dueñas de la partida y donde poco tiempo después se instalaron Chelo Férriz y Enrique Romero, y donde Enrique, el hijo de ambos, dio sus primeros pasos. Era una casa como de cuento, con paredes blancas y columnas de ladrillo macizo en las esquinas, en las jambas y en los dinteles. Al piso superior se podía acceder desde el interior de la casa pero también desde la parte trasera, que se veía desde el camino, a través de una escalerilla que comunicaba con una puerta sobre la que había un letrero de chapa, con letras en relieve azul sobre fondo blanco: «GABINETE DE LECTURA Y BIBLIOTECA».

Tendría yo, no sé, igual catorce años cuando le dije a mi padre, que conocía a Enrique, que le preguntase si podía ver su biblioteca. Enrique había sido profesor de mi hermana en el Ibáñez Martín, y luego de algunos amigos míos en la Escuela de Maestría. Una y otros contaban historias fascinantes para un zagal como yo que estaba empezando a descubrir su amor por la literatura. El joven profesor Enrique Romero era entonces un emblema de modernidad libresca. Las autoridades educativas, bastante resecas todavía, le habían pedido que no diera clase con pantalones vaqueros, de modo que Enrique se encargó un traje con chaqueta y chaleco, todo, por supuesto, de tela vaquera. Eran los tiempos en los que el país entero estaba despertando, cuando en los institutos se empezaban a abrir las ventanas de par en par, aunque fuera invierno, para respirar lo que antes era solo imaginable, y profesores como Enrique enseñaban que lo que parecía extravagancia no era más que sentido común, algo peculiar si se quiere, pero igual de sencillo y natural.

De modo que fui un día a su casa de Valdeavellano con mi padre, y Enrique, encantador desde el primer instante, me recibió con su atuendo decimonónico, ya no vaquero, más bien como sacado de una novela de principios de siglo, con su chaleco y su pajarita y su reloj de leontina, la pipa humeante y la sonrisa afectuosa. Si cierro los ojos puedo respirar aquel aroma, el de la leña de la chimenea y el del tabaco de pipa (Erinmore, que yo fumé tiempo después) y el de la madera de las estanterías, que tantas veces olería luego en librerías de viejo de Londres o de Dublín, y sobre todo el de los propios libros, paredes enteras cubiertas de tomos antiguos y recientes, un festín para la mirada que sólo puede comprender quien haya amado vivir entre libros. Y allí, en la planta superior, en el gabinete de lectura y biblioteca, Enrique tenía su mesa de despacho antigua, su colección de relojes de bolsillo, de pipas y de estilográficas, sus lecturas empezadas, su vade de cuero viejo, y yo me senté por primera vez en un sillón de orejas frente a su escritorio y hablamos de las inquietudes literarias de un chiquillo, y allí empezó una amistad que ha durado casi medio siglo, hasta que su corazón ha dejado de latir.

Enrique dejó aquel rincón ameno de Valdeavellano y se trasladó a Sagunto, y yo salí del nido y me marché fuera a estudiar, y desde el principio comenzó entre nosotros una relación epistolar que guardo entre lo más valioso de mi juventud. Me recuerdo preparando exámenes en Salamanca cuando llegaba carta de Enrique, siempre en sobre color sepia, siempre en pliegos verjurados, siempre escrita con estilográfica, a veces con la tinta «aguachada», como decía él, si acababa de limpiar el plumín, y de inmediato lo dejaba todo para contestarle y de paso ir dejando constancia de mis vivencias y mis inquietudes, de mis lecturas y mis pasiones, también en pliegos y también con pluma, porque ya había decidido cuál era mi modelo vital, la isla de libros en la que, tarde o temprano, quería vivir.

Bastante antes de jubilarse como profesor, Enrique y Chelo compraron una casa en El Toro, que rápidamente, con el exquisito gusto de Chelo y el vivir libresco de Enrique, se convirtió en un refugio de sosiego y bienestar. Cada vez que volvía de Madrid iba a visitarlos, a charlar un buen rato y a disfrutar del ámbito de quien construye su existencia sobre un sueño literario. Enrique iba al pueblo todos los fines de semana, y allí abrió y se ocupó durante años de la biblioteca pública. Recuerdo cómo me contaba en una carta que nada más ponerla en marcha hubiera deseado que se llamase Biblioteca Julio Caro Baroja, pero que, por unas cosas o por otras, su excelente idea no llegó a cumplirse. Don Julio era otro de los referentes que compartíamos, junto con don Antonio Machado, cuya obra Enrique se sabía de memoria. Lo recuerdo citando el Juan de Mairena, sentado en su sillón giratorio, y detrás, colgada en la pared, una elogiosa carta manuscrita de don Rafael Lapesa, profesor suyo en Madrid, que Enrique tenía enmarcada y que daba idea del tipo de estudiante que tuvo que ser. Ahora, espero que a no mucho tardar, la biblioteca llevará su nombre, BIBLIOTECA ENRIQUE ROMERO ENA, y la verdad es que no se me ocurre mejor homenaje a quien hizo de los libros un mundo amable donde se respira lo mejor de cualquier tiempo pasado.

A mí se me va un amigo querido. La vida va sombreándose de muerte, como en el final de Guerra y paz. A Enrique confié mis proyectos literarios y pedí opinión sobre cuanto escribía. Él fue quien se ocupó de las gestiones para que yo publicase mi primer libro, y por supuesto quien lo prologó y lo presentó, de punta en blanco, con su pajarita inglesa, su pluma Montblanc Bohéme y un reloj dorado que puso encima de la mesa para que su alocución no se alargase con su delicioso sentido de la amenidad. Alentó mis sueños, escuchó mis devaneos, quitó hierro a mis zozobras, en decenas de cartas donde comentábamos las últimas lecturas, las noticias de un mundo que bullía, los gozos, las ilusiones, y de paso me enseñó que cada cosa tiene su nombre, y que la belleza en la escritura nace de la precisión al elegir las palabras y la naturalidad al ordenarlas. Me queda el consuelo de haber creado yo también un mundo aparte, un poco a semejanza del suyo, y de haber conocido a quien me enseñó lo más importante de mi trabajo de profesor, contagiar el amor por la lectura y enseñar a que cada cual sepa expresar lo que siente, aunque solo se dirija a sí mismo. De él aprendí que un profesor se gana el respeto del alumno con delicadeza en el trato y honestidad en el trabajo, y que siendo diferente también se enseña a ser libre. Ojalá pueda llevar un libro mío a esa biblioteca de El Toro, felizmente rebautizada, y compartir con los suyos las mejores páginas de nuestra amistad.

5.10.24

La escena desconcertante


Antes de que se publicara en España la fabulosa Memorial del convento, Saramago triunfó en nuestro país con su novela inmediatamente posterior, El año de la muerte de Ricardo Reis. Leída casi cuatro décadas después, uno toma conciencia de lo mucho que influyó en la novela española, en algunos autores (Muñoz Molina) más que en otros, hasta el punto de que podría decirse de él lo que dijo Luis Landero para defenderse de quienes le criticaban el garciamarquismo de Caballeros de fortuna, que García Márquez había «colonizado nuestra lengua». Al menos la literaria, y en cierta, quizá, más restringida forma, Saramago hizo lo mismo con Ricardo Reis.
    Esa influencia llegó al qué contar y también al cómo contarlo, novelas de trama mínima, adecuadas hasta entonces para un cuento, acaso una novela corta, y encarnado este esqueleto con episodios secundarios de carácter histórico, digresiones geográficas y culturales, o un sentido de la ambientación histórica en el que un personaje lee los periódicos de la época y las noticias se van empalmando durante un tramo del capítulo. Y todo esto se contaba con lo que pudiéramos llamar una retórica dilatoria, en la que cada episodio podía esperar y cada detalle merecía su demorado comentario. Fruto de los esfuerzos de los años 60 y 70 por desarticular el flujo narrativo, Saramago proponía largos períodos no particularmente hipotácticos, organizados en yuxtaposiciones cadentes y anticadentes que hacían de la prosa un oleaje continuo en el que se mecía el lector hipnotizado por su poderosa corriente y su espuma poética. Es esto, lo que, refiriéndose a sí mismo, Muñoz Molina llamaba «el rigor poético», lo que hacía cuajar elementos que de otro modo habrían podido parecer deslavazados.

La idea, la trama mínima, era en este caso ciertamente original, pero también desconcertante. Por lo primero, Reis vuelve de Brasil cuando muere su creador, Fernando Pessoa, con cuyo fantasma tratará durante los siguientes nueve meses, el tiempo que tarda en formarse un ser humano y el que, según la novela, tarda un fantasma en desvanecerse por completo. Ricardo Reis asiste, desde Lisboa, a los turbulentos años 30, atento a las atronadoras algaradas españolas y a su estallido final, y conoce a dos mujeres, la hija de un notario viudo que viaja para visitar a un médico que intente —infructuosamente— curar a la joven de un paralís en el brazo izquierdo, y Lidia, la camarera del hotel donde Reis se hospeda al llegar a Lisboa (y donde conoce a Marcenda), hermana a su vez de Daniel, un joven marino, revolucionario de izquierdas, entusiasta del Frente Popular español.

Entre estas dos mujeres está la trama, pero también el lado desconcertante de la novela. A través de Marcenda conocemos al doctor Reis, que conversa educado y distante con los millonarios españoles que han huido a refugiarse bajo el ala de la dictadura portuguesa, entre ellos un tal don Camilo en el que quizá alguien habrá visto una discreta puya a otro Nobel de literatura, y eso que, como ya ocurría en Levantado del suelo, ciertas técnicas narrativas que Cela usó en San Camilo 36 de manera deslumbrante le sirvieron a Saramago (y a Muñoz Molina en La noche de los tiempos, lo que son las cosas) para subir la potencia de la prosa cuando se trata de retratar el caos de la guerra. El caso es que Marcenda es lo que pudiéramos llamar una niña bien a la que Reis galantea cortésmente hasta conseguir el tesoro de un casto beso y las renuncias agitadas de una dama trágica. Bien. Es de suponer que es eso lo que había. Pero también es de suponer que alguien como Reis, aun con el desapasionamiento lírico de Pessoa, no trataría a la otra, a Lidia, la camarera, como la trata en la novela. Lidia es el vínculo con lo popular, la imagen con la que ilustrar lo mejor de la gente humilde. Pero Reis se acuesta con ella antes de besarla, ni mucho menos de rondarla, y lo que deja a uno perplejo es cómo, cuando Reis se instala en un piso, la llama para que le limpie la casa, la manda a bañarse porque está sudada de tanto trabajar, se la tira cuando sale de la bañera y luego, sin ofrecerle siquiera que se vuelva a dar un baño, le dice que ya se puede marchar. No encuentro más parangón a esa actitud que la de Torrente, el personaje de Santiago Segura, muchos años después, y es posible que se atenga a los parámetros del realismo social que quiere describir Saramago a través de Lidia, sin tapujos ni paños calientes, pero a uno lo deja un poco descolocado que el mismo héroe que detesta las diferencias sociales, que describe los métodos para mantener contento al populacho y que no escatima desprecio al hablar de los poderosos, sea el que trata de ese modo a una mujer como Lidia. Da la sensación de que Saramago, el mismo que ha creado a esa mujer encantadora, impone al personaje un papel más severo que el que el personaje quisiera tener, como si fuera el juez despiadado que no permite que la inercia de la narración haga navegar la novela hasta puertos más amables. El final, por ejemplo, lógico si nos atenemos al fundamento de la historia, a la idea de la que partió, deja a los personajes condenados a lo que representan, no a lo que son. Reis, el heterónimo de Pessoa, no es más que otro fantasma y su tiempo se termina, pero entretanto tiene la oportunidad de hacer cosas de vivo que sin embargo le prohíbe el narrador.

Estas sensaciones solo se tienen cuando el lector se entrega a un personaje, por más fantasma o heterónimo que sea, porque solo con los, por otra parte, impresionantes frescos del Carnaval de Lisboa, de la delirante peregrinación a Fátima o de los sucesos del Motín de los barcos del Tajo contra el régimen de Salazar, en los que murieron doce marineros, entre ellos el hermano de Lidia, solo con esas páginas maestras no nos habría llevado Saramago hasta el final con el afán del lector que siente y vive lo que está leyendo. Solo con las páginas del Libro del desasosiego y los versos que sirven de diálogo entre Pessoa y Reis (a veces remetidos de modo que alteran un poco el ritmo narrativo, todo sea dicho), no seguiríamos teniendo la sensación de que la novela tiene una intensa fuerza poética, y que Saramago había llegado con ella a una naturalidad de su propia voz que ya no iba a perder, y que a tantos discípulos habría de ilustrar.


José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis, trad. Basilio Losada, 1985, 357 p.