Pocos escritores me arrancan carcajadas de gozo solo por lo bien que escriben, por el desparpajo y la precisión y la soltura de su prosa, por su facilidad poética, por su gracia narrativa. Y entre ellos tengo a Pombo en un lugar privilegiado, su portentoso dominio del ritmo poético y de la fluidez oral, intacto a sus ochenta y cinco años, ochenta y uno cuando escribió El exclaustrado, en pleno enclaustramiento pandémico. Lo que leo por ahí de él sugiere que sigue en forma, y esta novela lo confirma, ya lo creo. Eso sí: en forma para deslumbrar con su lenguaje, no tanto para concebir historias nuevas, que no reutilicen personajes ya vistos o no se acartonen de un teatralismo abstracto, unamuniano, sin más vida propia que la frase que en cada momento les toca decir.
Claro que esto es algo que Pombo lleva haciendo mucho tiempo. Ese tipo de, insisto, teatralidad intelectual, diálogos de ideas sin demasiada vida propia de los personajes, yo creo que entró en la carrera de Pombo allá por El cielo raso, que es de hace más de veinte años, con aquel Esteban, si no recuerdo mal, que era la contrafigura joven del narrador, el sujeto de la tragedia filosófica. Un punto culminante de ese enfrentamiento entre el narrador y un alter ego más joven (algo que había ya iniciado en su muy temprana —y espléndida, de lo mejor suyo— Los delitos insignificantes) estalló desaforadamente en la abrumadora Contra natura, después de la cual Pombo alternó ese sistema con el de recuperar voces femeninas, en las que siempre ha sido especialista, desde la madre, precisamente, de Quirós en Los delitos a Virginia en El metro de platino iridiado, desde la Celia de Telepena de Celia Cecilia Villalobos a Johanna Sansíleri, pero que aquí en El exclaustrado falla porque el personaje femenino, Petri, está doblemente amordazado, por el personaje que la encarcela y la maltrata y por el autor que a una mujer sencilla y natural, no inculta pero casi, le hace hablar así: «Como si la culpa, en abstracto, tuviera más sustancia que nosotros dos juntos».
Pero ya hablaremos de Petri. Desde hace unos años, desde el 16 como poco, desde La casa del reloj y por ahí, Pombo ha introducido, con salvedades, un modo de narrar que sin dejar de ser pombiano resulta más reconcentrado, incluso algo repetitivo: Pombo saca las historias de su estudio, de su situación vital, de su casa en el barrio de Argüelles, de su terraza con vistas al Parque del Oeste o a la Casa de Campo, a donde acuden personajes que cuentan lo que les pasa fuera de ese estudio, pero donde lo único que sucede, en el fondo, es que el narrador dicta su novela o mira el atardecer.
Hay salvedades como la última, Santander 1936, que era una novela exenta, que no solo ocurría fuera del estudio de Pombo sino fuera de la época de Pombo, por más que hablara de su familia y de que los personajes tuvieran rasgos de esa otra familia novelesca a la que ya estábamos acostumbrados. Pero en El exclaustrado ha vuelto a tirar del hilo de una palabra en un entorno cómodo e idéntico conforme los días van pasando, con personajes que nos suenan a otros personajes y cuyas variaciones no son matices sino síntomas de acartonamiento. La palabra, en este caso (año 20) es claustro, encierro, de la que va saliendo la historia entera en una especie de políptoton continuado. Juan Cabrera es un antiguo monje que se exclaustró de un monasterio benedictino para enclaustrarse en una rutina llena de libros, en un despacho sin vida. De aquellos tiempos del claustro le queda una escena que no ha terminado de digerir: vio cómo tres novicios tenían un comportamiento inadecuado, digámoslo así; cumplió con su deber benedictino de denuncarlo y los novicios fueron expulsados. Uno de ellos es Antón Rubial, ese malo insaciable que a veces aparece en Pombo, ese resentido de sonrisa diabólica que más parece a veces una caricatura del villano que una simple mala persona, quien mucho tiempo después encuentra un modo de vengarse del fraile que lo denunció por algo que el propio exclaustrado, Juan Cabrera, considera «trivial», pero que aquí no vamos a desvelar porque supone unas de las mejores, más luminosas y divertidas páginas del libro.
Este planteamiento da para lo mejor de la novela, un arranque delicioso, con una prosa, como siempre, fuera de lo común, algo así como escuchar fugas de Bach en un mundo en el que se escribe con bombos de piel de cabra, en la que la situación enclaustrada del exclaustrado (Pombo tampoco sale ya mucho de casa, ni siquiera cuando no hay pandemia) se adoba con sus lecturas filosóficas, sobre todo de Sartre y de libros como El idiota de la familia que a uno le entran ganas de leer. Pero en ese cómodo estar junto al radiador de la filosofía, estremecido por los rayos del atardecer, encandilado por la prosa, aparece la historia, el sobrino joven que acude a ver a su tío el viejo teólogo encerrado y de paso le trae una historia del pasado y una trama un tanto forzada. Este sobrino, Jaime, es amigo de Antón, aquel novicio al que echaron por haberlo delatado Juan; y este Jaime se lía con Petri, la mujer de Antón, que vivía enclaustrada en un bar de copas, el Machupichu, hasta que Antón la rescató para enclaustrarla en una situación de perfecta y sumisa mujer casada.
Petri es una pena, porque es un buen personaje, alguien que merece una novela para ella sola, la muchacha guapa que se harta de sonreír a babosos cincuentones y se lía con un profesor universitario para llevar una vida normal, para cumplir un sueño de ropa limpia y búcaros con flores frescas. Pero este profesor que la rescata también la encarcela: después de exclaustrarla, también la enclaustra, y algo parecido siente con el joven Jaime, con quien su relación no termina de cuajar porque (y aquí viene uno de los volatines algo excesivos de la trama), al liberar a Petri de su enclaustrador, Jaime la manda con su anciano tío, a que vean juntos la televisión, a que hablen juntos y se hagan compañía, a que lleven una vida sencilla de náufragos que huyen de la soledad. Aquí también, detenida, podía la novela haber despegado en algo mucho más interesante que el follón novelesco, folletinesco con el que termina. Antón convence a Petri para que vuelva con él pero la encierra en casa y le quita el teléfono, con lo que Jaime y su tío Juan tienen que acudir a rescatarla…
El que quiera saber cómo Pombo resuelve la trama puede acudir a la novela. Es un final intenso, sí, novelesco, folletinesco, cinematográfico, todo lo que se quiera, pero en esa intensidad final se diluye la gran virtud de la novela y del gran escritor Pombo, su prosa, su voz, sus voces. Nos hemos quedado sin Petri, sin la relación de la muchacha y el viejo, que no era de amor sino de compañía, y no de compañía morbosa sino solidaria, bienintencionada, y sobre todo deliciosamente hablada. Pombo avanza, más que novelando, comentando el argumento, anunciando lo que pasa más que narrándolo. La segunda mitad de la novela se entrega a una narratividad irrelevante, porque lo bueno, lo verdaderamente vivo y novelesco, estaba antes, en escuchar a personajes que salen de un encierro para entrar en otro.
Nada de eso significa que no hayamos disfrutado la novela, esta y las otras tres que dice que ya tiene escritas y las otras cinco que dice que va a escribir, hasta que cumpla los noventa años, en su estudio de Argüelles, conviviendo con personajes que lo vienen a visitar a su camarote intemporal y atizándose un paquete de Camel cada día, qué envidia. Qué envidia de cabeza, Pombo, qué envidia de prosa, qué envidia.
Álvaro Pombo, El exclaustrado, Anagrama, 2024, 228 p.