22.12.07

ALFAMBRA


Digo que el folletín será en los dominos del río Alfambra. Me gusta alternar en los folletines la ciudad con el campo, y también el presente con el pasado. Este 2007 la cosa fue pretérita y ciudadana, así que ahora toca presente y campestre. Ya escribí una pasada y en el campo y otra presente y en la ciudad. Es mi lado Perec, por así decir. También me gusta alternar las estaciones y los tonos, a ver si con nuevas combinaciones previas logro que salgan cosas diferentes. En lo único en lo que creo que tardaré en reincidir es en la primera persona narrativa. Tengo la impresión de que la primera persona es más fácil que la tercera, pero también más pobre. Aunque este tema sería como para llevarlo al círculo Solana, así que volvamos a Alfambra.
Alfambra es lo más parecido a mi pueblo que yo podía nombrar cuando era niño. Casi todos los compañeros de la escuela tenían pueblo, y muchos de la calle también. Yo me imaginaba el pueblo como algo soleado donde olía a vaca, aunque Alfambra no era del todo así, sobre todo porque íbamos más en invierno que en verano. En Alfambra vivían parientes de mi padre y era costumbre ir, a principios de diciembre, a matar un cerdo. Ese era mi contacto con la vida campestre. Por lo demás, recuerdo que una vez, jugando en un barranco, me clavé un cristal de botella en la rodilla y el practicante del pueblo me cosió con unas grapas. Diez años después, tuvieron que volverme a abrir porque se había dejado dentro un palo de tres centímetros de largo que me obstruía la rótula.
Pero eso sucedió en verano. En invierno sólo sucedía lo del cerdo. Me guardo la descripción de aquello también para el círculo Solana. No voy a escribir ningún folletín sobre mi infancia. En términos literarios, la propia vida no importa un carajo. La gente, en vez de vender sus memorias, las disfraza de novelas, y a eso lo llama testimonialismo. Yo sólo creo que es falta de imaginación y exceso de soberbia. La infancia de Tolstói es un libro maravilloso, pero jamás se le pasó por la cabeza llamarlo novela.
Además todo es presente y yo no pinto nada. Lo de elegir Alfambra es porque conozco el color de la tierra y la sensación de frío, porque recuerdo con extraordinaria nitidez el olor de las cuadras e incluso el tipo de objetos que había en la casa de mis tíos. Necesito una casa que no ha sido renovada en los últimos treinta o cuarenta años, como son muchas casas en los pueblos, como es la casa de cualquiera que ha encontrado un sitio en la vida y ya no tiene ganas de modificarlo. Las casas dejan de renovarse cuando falta alguien. Entre las personas que quedan viudas es habitual no mover nada de como lo tenía el difunto, de no hacer cambios que desfiguren su recuerdo: nada que haga más difícil imaginarse vivo al muerto. Estas viudedades detienen el tiempo con un pronto supersticioso y beato, pero en realidad dejan las cosas en un punto exacto más allá del cual ya ningún cambio merece la pena, ni siquiera un cambio que restaure el aspecto original de la casa.
En los años 70 cundió la moda de bajar los techos y empapelar las paredes con florindangas. Hermosas casas de campo quedaban reducidas a pisillos del desarrollismo, los muebles del abuelo ardían en el corral y eran sustituidos por muebles de formica, sillas con armazón de aluminio y esos espantosos muebles para el comedor, de invariable chapa oscura y un peligroso tintineo en las copas de coñac de colorines cada vez que intentabas abrirlos, que iban sustituyendo a los nobles aparadores y a las cómodas. Pero esa horterada, que es lo que los jóvenes entonces entendían por vida nueva, por huir del frío y de la pesada memoria de los antepasados, es ahora reliquia de viudas. El turismo rural luego se encarga de disfrazarlas de su estado original, que en realidad, y por eso bajaron los techos, era un estado gélido de paredes que pandeaban, suelos de cemento terroso y puertas que se ataban con una cuerda. El papel pintado tapó todo eso, pero luego fue la huella de un tiempo perdido.
Aparte de eso, que no sé si estará en Alfambra (supongo que cada década tiene su papel pintado), Alfambra es barro en mi memoria. Una de las pocas faenas que tengo estas vacaciones es describir con exactitud el color rojo de aquella tierra. A vista de pájaro google,
Alfambra está en el margen derecho del curso medio del río Alfambra, clavada en un glacis, como dividiendo la franja de manchas rojas (más que rojo marrón ferruginoso, de naranja fuerte y oscuro, del color de un ladrillo mojado), y otra de verdes de vega, de puntos que son chopos aunque yo quisiera que fuesen abedules y líneas verde oscuro y gris verdoso. Más allá de la franja de regadío donde crecen las nogueras vuelve a brillar un páramo calizo, de piedras blandas de yeso, hacia Escorihuela y por ahí. Recuerdo el barro en las calles, recuerdo los sacos rojos y el barro. Había barro en los zapatos y en las ruedas, en las aceras y en los zócalos de las paredes, barro y piedras gordas para que no se hiciesen roderas y las caballerías no se resbalasen. Tierra roja bajo un gris de plomo, con un viento que cortaba la cara, un caldero humeante, al otro lado de la casa, en la era, y un cerdo que chillaba en el corral. A mí me daba miedo y me subía al granero. Un primo mío había puesto, nada más entrar, un cartel enorme con el cómico Cassen abriendo mucho la boca. La boca grande y azul de Cassen y el puerco que poco a poco terminaba de chillar. Pero allí no había barro. Allí olía a grano de trigo y a salchichonal, y hacía frío. Eso es todo lo que recuerdo. Felices pascuas.

19.12.07

BARBECHO


La idea del barbecho me consuela. Siempre me ocurre. De unos años a esta parte, empiezo a escribir con regularidad el 26 de enero, una fecha especial por varios conceptos, entre ellos la llegada de Güino, el podenco. La cosa va en aumento hasta julio; entonces escribo más de lo que debo, y después ya sólo van manteniendo el calor las bernardinas, que a final de año siempre son bastante flojas. Es como una desgana que se mezcla con el trasiego laboral y sobre todo con una inflamación en el dativo de desinterés, en la víscera del para qué. En otoño todavía estoy centrado en el folletín del verano que viene, que, por cierto, ya tiene argumento, pero cuando llega el invierno me desconecto. En este estado sería imposible esa ficción continuada que necesita la escritura, ese despedirse de la propia vida para encarnar la de un narrador. En invierno está más cerca todo y a mí sólo me apetece leer. En invierno es más desnuda la conciencia de uno mismo.
Hasta que, por fin, uno puede abonar la tierra yerma y castrada por el hielo con excursiones campestres, que siempre dan ideas. Este año quiero pasear por los dominios del río Alfambra. Es en esa comarca donde voy a situar el folletín del 2008. Siempre es agradable fotografiar los exteriores de una ficción, y no dejarla que se apague.
Pero eso no significa que vaya a escribir más que alguna nota suelta. Estoy enconillado, como están los podencos cuando se cansan de cazar. Por cierto, que también debo emplear algunos días en informarme de cuestiones cinegéticas. Esto de la documentación de los detalles es algo que no compromete a nada, una labor entretenida y pasiva: no hay nada que crear, tan sólo dejarse influir por lo que entra por sí solo en nuestros sentidos. También debo conocer algunas leyes y contactar con un par de asociaciones. Lo normal, lo que me ha pasado hasta ahora, es que luego no emplee nada, o que una excursión muy bien programada se quede en un par de líneas, o en unas palabras sueltas, o que no aparezca en absoluto. No hay una relación directa entre el contenido de aquello que uso para documentarme y el resultado final, porque no se trata de adquirir información sino de tener la mente puesta en ello. Lo que busco son las cosas que se me ocurren y que no tienen nada que ver con lo que estoy buscando, porque son las que luego empleo. Documentarme no es más que no dejar de pensar en ello. Luego me lo invento todo. Más bien se inventa solo.

IMPOSICIÓN


Diario de Teruel, 19 de diciembre de 2007
Supongamos que se cumplen las más negras previsiones de todos los que hoy defienden el canon digital en el Parlamento, esa solución urgente que el mundo de la cultura necesita con dramatismo de opereta. Supongamos que en todas las manifestaciones del arte ya no tenga ningún valor económico aquello que se pueda copiar. El resultado sería que los artistas sólo iban a cobrar por la presencia real de su obra, no por su reproducción. Si ellos pueden multiplicar sin límite su obra, el espectador también puede, y además le sale gratis.
Esto es no sólo lo que va a suceder, con canon o sin canon, sino lo que ya está sucediendo. Muy pronto los cantantes ya no podrán encastillarse en el glamour porque, si no cantan, no cobrarán. Los cineastas que disfrazan sus vacuidades de formidables y espantosos presupuestos ya empiezan a ser sustituidos por decorados digitales que se fabrican con una cámara de bolsillo. Incluso los actores pueden ser reproducibles, clonados para la pantalla, de modo que sólo su presencia real, y no sólo la de su obra, será la que los mantenga en el candelero.
El siglo XX ha sido el único en el que ese concepto tan discutible de la propiedad intelectual ha servido para mantener a los artistas. Muchos de ellos confunden la dignidad profesional con vivir de las rentas, y por eso ahora se dan de codazos para trabajar todos los días y para participar en todos los conciertos solidarios que se organizan. Ellos ya son su única propaganda. Son lo que da de sí su presencia, su condición de artista en activo, no de gloria de un producto que fue hábilmente puesto en el mercado. Soy de la opinión de que los artistas que más claman contra la tecnología de la reproducción son los que más descaradamente se han servido de ella. Escucho dar lecciones de autoría intelectual a músicos que no saben más que copiar y refreír, y no acaba de gustarme que el gobierno decida mantenerlos por decreto. No por el dinero que nos vayan a quitar a los consumidores de productos culturales, porque nos lo quitarán igual, sino porque es el método perfecto para que se perpetúen los artistas de laboratorio y los cantamañas de la Sociedad de Autores.

17.12.07

GUERRA Y PAZ 12


Libro III, 2ª parte (2)

Nikolai Rostov llega a Boguchárovo justo cuando la revuelta de los mujiks contra la princesa María Bolkónskaia alcanza proporciones alarmartes: no dejan salir a la princesa, a la que odian de repente, y Rostov, sin ayuda, se enfrenta a ellos, que, por la misma razón por la que habían desconfiado de la princesa, obedecen ahora a Rostov, que los trata a patadas.
Tolstoi y el populacho. En el abandono de Moscú (igual que en los prolegómenos de la guerra) sirve a Tolstói para tratar al populacho en el sentido más despreciable y bíblico, como sucederá luego con Rastopchin, el gobernador de Moscú, cuando echa a las multitudes a un pobre diablo para que lo linchen y se calmen.
De momento, Rostov aparece para contrastar tanta miseria con un vínculo romántico: ¿Y si Rostov se casase con la princesa María? Ella cree estar enamorada, por primera vez y para siempre; él sabe que con esa boda solucionaría todos los problemas de su familia, aunque para ello habría de faltar a la palabra dada a Sonia, su prometida. El juego de los contrastes es así de crudo. La princesa María sirve para contarnos un problema moral (el de los esclavos con mentalidad de esclavo) y un folletín romántico (ese afán ilusionado del lector cuando de pronto se complica la historia sentimental).
Pero las cosas se quedan aquí. Muchas veces en Tolstoi las cosas se quedan aquí, aunque quizá el caso más exagerado haya de venir con Andréi. Tolstoi lo usa de McGuffin, mucho más y durante más tiempo que en otros casos a lo largo de la novela. Pero bueno, ya hablaremos de eso.
Pierre, por su parte, reaparece cuando Moscú entra en desbandada y todo el mundo se deja llevar por la excitación. Pierre quiere hacer algo, y solo se le ocurre apostar indolentemente al solitario con las cartas o armar él solo un regimiento. Quiere hacer algo, pero solo tras algunos titubeos descubre el placer y la necesidad del sacrificio. “No trataba de buscar explicación por quién y para quién se sentía inclinado a sacrificarlo todo. No lo preocupaba el móvil del sacrificio, sino el sacrificio en sí era el que despertaba aquel sentimiento jubiloso y nuevo.”
No es la primera vez que Tolstói alude a ese vicio por sacrificarse, a esa morbosa aceptación de las penalidades que desde siempre ha sido un tópico del carácter ruso. Desde luego que tanto en él como en Dostoievski el sacrificio es una especie de expiación religiosa, la única forma de autoconciencia y de liberación, como si los rusos aceptasen purgar la culpa de ser rusos. “Todos juntos, no uno por uno”, como viene a decir Tolstoi cuando aclara que es algo general, un movimiento extático de masas. La toma de Moscú se plantea en esos términos.
Poco antes se nos ha presentado al viejo Kutúzov, y Tolstói repite las ideas que expuso a propósito de la campaña de 1805. Kutúzov “ve pasar el tiempo, es capaz de contemplarlo en su dimensión histórica”. Como personaje, es un hombre viejo, gordo y derrotado, de quien se espera que venza a Napoleón.
Empieza la batalla de Borodinó, y, la verdad, ya no sé si me apetece seguir copiando las notas que tomé mientras la leía. Yo creo que la libreta Moleskine es una buena tumba para tanto palabrerío.

15.12.07

GUERRA Y PAZ 11


Libro III, 2ª parte

Larga, e intensa, reflexión sobre la guerra. Para Tolstói, no sólo nadie sabía lo que estaba haciendo sino que todos dedicaron sus esfuerzos a evitarlo, unos creyendo que era su ruina, y otros su triunfo. El sorprendente final fue el triunfo de aquellos y la ruina de estos. Si Tolstói no habla de predestinación, poco le falta. Su determinismo histórico contrasta un poco con la frialdad con que analiza el absurdo azaroso de aquella guerra perfecta.
La ruina comienza con los viejos, como siempre. “Ah, volver deprisa, deprisa al tiempo aquel y que el de ahora termine de inmediato para que ellos me dejen en paz”, piensa el viejo príncipe Bolkonski cuando lee carta de su hijo, con el que se ha reconciliado, y se da cuenta, después de negar todas las evidencias, de que el ejército francés no sólo ha entrado en Rusia sino que va a llegar a Smolensk. Su patetismo está muy logrado: cada noche se acuesta en un sitio distinto de la casa. Ya no sabe dónde dormir. Al final encuentra un rincón y pronuncia esas palabras.
El viejo ha dejado también su relación con la Bourienne, pero cada día vive más recluido y un tanto quijotizado, aunque aquí, más que los altos ideales, lo que se ve es el desconcierto de la muerte. Los militares, tan prestos para la muerte joven, llevan muy mal morirse de viejos. He sabido de muchos casos de viejos que se vuelven paranoicos de su seguridad antes de perder el juicio por completo y entrar entonces en un duermevela de órdenes y miedos.
En estas circunstancias se produce la espléndida escena de regreso de Andréi a Lisi-Gori, una vez que su familia ya se ha marchado a Moscú y sólo quedan algunos mujiks y el administrador. Es espléndida la imagen del baño de los soldados, la carne blanca entre el agua sucia, aparte de fijarse en el recuerdo de Andréi para recurrir después a ella en mitad de la batalla.
Este retorno a un lugar del pasado en mitad de la guerra siempre queda muy bien. Regresar a lo que ha sido devastado, volver tarde, a la hora de los velatorios, cuando ya no queda nada del recuerdo salvo las lagartijas que campan entre los hierbajos y las tapias desconchadas. Andrei se queda ahí (varias veces Andrei sale en momentos culminantes para desaparecer de pronto; se nota que Tolstói era consciente de que su sola presencia animaba la narración), y, otra vez a través del campo, volvemos al salón.
El príncipe Vasili sirve de transición entre las opiniones sobre la guerra que se frecuentan en los salones de las damas y el nombramiento del general Kutúzov como jefe supremo del ejército ruso. Vasili es aquí un monigote que insulta a Kutúzov y luego lo alaba, según por dónde sople el viento. Es un contraste insertado en el espléndido final de Bolkonski, como para recordarnos la nobleza que a pesar de todo queda en las agonías patéticas. Su muerte está narrada con la celeridad precisa de las crónicas, con horas exactas e inventarios de movimientos y de frases a medio pronunciar. En esas frases el viejo intenta deshacerse de su culpa pidiendo perdón y dando las gracias a su hija, la princesa María. Todo está contado (salvo las angustias de la hija) con la frialdad de quien asiste con el máximo respeto a la muerte de alguien a quien no quiere, sobre todo porque su final cobarde, su retractación y su súplica, sólo provocan dolor en quien, por otra parte, se duele de haber deseado la muerte de quien ahora le confiesa quererla como a una hija.
Cuando los franceses están en puertas, María trata de ayudar a los mujiks, que ya no tienen qué comer, pero los campesinos rechazan “el grano de los señores” y su propuesta de abandonar la propiedad de Boguchárovo y marcharse a los alrededores de Moscú; sencillamente, no se fían de ella, quizá porque no están acostumbrados a ofrecimientos así de generosos. Ella quiere lo mismo que su padre: redimirse en la catástrofe.

10.12.07

GUERRA Y PAZ 10


Libro III, 1ª parte (2)

Tolstói no es muy dado a tópicos, pero sí a simplificaciones. Todo su análisis de la batalla de Borodinó, que viene más adelante, se preocupa de cuadrar una idea previa que, paradójicamente, parece ir en contra de cualquier simplificación. Pero aun con todo es raro verlo dejarse llevar por topicazos. Hay uno muy curioso a propósito de la distinta catadura de los militares. Para Tolstói, los alemanes basan su seguridad en el saber imaginario de la verdad absoluta, los franceses están seguros de sí porque se consideran irresistibles, los ingleses están seguros de ser ciudadanos del Estado mejor organizado del mundo, mientras que los italianos fijan su seguridad en su emoción, que le lleva al olvido de sí y de los demás, y los rusos se sienten seguros porque no saben nada ni quieren saberlo, “y no creen que puedan llegar a saber algo por completo”.
Tolstói es uno de ellos. Por boca del príncipe Andrei, se pregunta “qué ciencia puede haber en una acción en la que, como ocurre en todas las acciones prácticas, nada puede determinarse y todo depende de innumerables factores que adquieren un sentido preciso en tan sólo un minuto que nadie sabe cuándo se producirá”. Así las cosas, teóricos de gabinete como Pfull le producen aprensión, y se diría que Bagration es el militar perfecto: un hombre concentrado en todo lo que hace, sin sentimientos ni sensibilidad para otra cosa que no sea la guerra. Y, sobre todo, audaz, una virtud que se compadece poco con la cuadrícula germana de Pfull.
Pero el soldado, el ejército entero, nunca se pregunta si avanza o retrocede. Andréi sí, y por pura coherencia decide salir del círculo del zar y pide permiso para servir de nuevo en el ejército. Ni siquiera Kutúzov, más adelante, lo convencerá de que se quede con él. Andréi quiere ir al frente, ser uno de los soldados, tocar la guerra con los dedos, entregarse a la voluntad común, al combate y a la supervivencia.
Un ejemplo de los contrasentidos que implica la guerra es lo que le pasa a Rostov. En una acción audaz mata un francés, pero ve en el francés abatido que el miedo es universal, y que a él lo condecoran con la Cruz de San Jorge por una acción que implicaba saltarse las órdenes. Los absurdos de la guerra van tomando posiciones: el príncipe Andréi la verá desde el frente; Kutúzov, desde el cuartel general. Una cosa son las guerras y otra los soldados. Una cosa son las victorias o las derrotas y otra el dolor y la muerte.
Pero lo que sí ha calado en todos es la predisposición a la guerra, que en los salones de Moscú adquiere un siniestro tono de paroxismo nacional. Todos parecen aturdidos por el entusiasmo y la desesperación. Hasta Petia, el hermano de Natacha, pugna con una viejecilla en el suelo por conseguir uno de los bizcochos del Emperador. El patriotismo folklórico, de ópera bufa en los salones, llega incluso a Pierre, que se deja llevar por la superstición para descubrir que el nombre L'empereur Napoleón, en clave numérica, suma la cifra del diablo. A su propio apellido, Bezújov, hay que hacerle muchos apaños para que la suma de sus cifras dé tanto pavor.
Pierra ya estaba un poco fuera de sí cuando casi se declara a Natacha, cuyo mal de amores permite a Tolstói uno de los pocos lujos de ironía, a través del estilo indirecto libre y, como todo, por orden: primero los placebos químicos, y luego los espirituales. Hay un detalle sobre el cura que la consuela que me llama la atención: “…comenzó el sacerdote, con esa voz clara, dulce y sin énfasis propia solo de los sacerdotes eslavos y que influye de modo irresistible en el corazón de los rusos”. Clara, dulce y sin énfasis. ¿No es así el estilo de Tolstói?

9.12.07

GUERRA Y PAZ 9


Libro III, 1ª parte

Conforme iba escribiendo en un cuaderno Moleskine lo que me sugería Guerra y Paz, me podía la pereza de transcribirlas después en este blog, pero sobre todo la necesidad de rescribir lo ya sabido, porque una de las ventajas de Guerra y Paz es que molesta mucho salirse del río para ir tomando notas en la orilla. Por eso prefiero copiarlas tal cual, sin posteriores reorganizaciones, sin tener en cuenta lo que pasará después. Este viaje por Guerra y paz lo es de un lector que no quiere interpretar nada, del mismo modo que un viajero no utiliza métodos científicos para describir la geología del país, sino que se limita a tomar, de vez en cuando, algún apunte del natural, o alguna reflexión a lápiz.

La reflexión sobre la causalidad histórica es efectista pero poco práctica. Sí, sabemos que cada movimiento de la Historia exige millones de causas, la mayoría de puro azar. Sin embargo, ¿basta eso para explicarlas?
La primera imagen de Napoleón es más eficaz. Cuarenta ulanos polacos muertos en el Fístula en su intento de agradar con su arrojo al Emperador antes que decepcionarlo con su prudencia. Napoleón condecora al coronel polaco que dirigió semejante insensatez.
Así entra Napoleón en escena. Me ha sorprendido que recurriese a ciertos gestos que siempre me había imaginado en gente como Cabrera, el tópico del hombre ensoberbecido hasta más allá de cualquier límite. Napoleón, en fin, se ríe de Bálashov, el emisario ruso, y acusa a Alejandro de aliarse con sus enemigos. Tolstoi da la imagen de un hombre a merced de la descontrolada furia que genera su egolatría.
Una frase para recordar. Napoleón, con siniestra simpatía, departe con Bálashov y le pregunta curiosidades de Moscú, por ejemplo cuántas iglesias tiene. Cuando Bálashov le contesta que más de doscientas, Napoleón finge sorprenderse: “¿Para qué tantas?... En ningún lugar de Europa existe algo semejante”. “Perdone, Su Majestad”, dice Bálashov, “pero además de Rusia está España, que tiene también muchos conventos e iglesias.
Por su parte, el príncipe Andrei va detrás de Anatole Kuraguin, que huye de andrei como de la peste: primero al regimiento de Moldavia, a Turquía, y después a Rusia. Andrei se relame pensando en su encuentro, pero el desengaño general que se ha apoderado de él nos hace temer que no sea una postura en la que da igual vengar matando que inmolarse. Discute con su padre, que lo echa de casa; no es capaz de entusiasmarse con su hijo, y se apiada de su hermana, la princesa María, hasta el punto de que pleitea con su padre por defenderla.
Lo malo, ya digo, de ir muy por delante en la lectura es que ahora sabemos que se abre, con esa búsqueda de Anatole Kuraguin, un círculo que se cerrará varios cientos de páginas después, cuando nos hayamos olvidado por completo de Kuraguin y su reaparición provoque un espléndido fin de sección.
Pero bueno, de momento Tolstoi disecciona el mundo alrededor del Emperador ruso, un dramatis personae para cada uno de cuyos miembros Tolstoi sintetiza una forma de ver la guerra y la paz. Allí se mezclan los teóricos de la guerra, testarudos y alemanes, con gente como Bagration, para quien en una batalla hay que atacar, no hacer planes: cortesanos que zurcen habilidosos términos medios y otros que temen a Napoleón, o lo admiran, lo cual redunda en un sentimiento de inferioridad. Unos piensan que la guerra es para los militares, incluso que todo retroceso es bochornoso (lo dice Bennigsen, antes de Borodinó), y otros adoran al Emperador y quieren verlo entre las tropas. Frente a estos últimos está el príncipe Andrei: el rey no pinta nada, los planes teóricos tampoco, una postura que luego, mucho después, será grandiosamente representada por el general Kutúzov.
Esta división entre militares y cortesanos, por un lado, y entre teóricos y militares, por otro, será el cañamazo en el que se nos cuente la batalla de Borodinó. Pero, por eso mismo que es un esquema previo, lo vamos a pasar por alto. Mi duda no resuelta es si Tolstoi trató su novela como creía que era necesario tratar una batalla. Supongo que esa será la única pregunta que quiera responder al final.

5.12.07

HÉCTOR GRILLO


La muerte de Fernán-Gómez coincidió con la de otro inmenso actor, el argentino Héctor Grillo, que rondó bastante tiempo por Zaragoza, a vueltas con El Silbo Vulnerado, y protagonizó en Peracense un cortometraje de José Miguel Iranzo. Lo recordaba este verano, más de diez años después, con otro actor magnífico, José Luis Esteban. De lo que hubiese sido de Héctor uno podía imaginar cualquier extravagante circunstancia. Lo único seguro es que seguía siendo actor.
La gente habla muy a la ligera de la vocación teatral. Muchos confunden vocación con triunfo, y triunfo con notoriedad. El triunfo de Héctor Grillo era el de esos héroes que siendo jóvenes deciden lo que harán el resto de su vida, y jamás se les pasa por la cabeza traicionar su decisión. Lo normal es que esta gente acabe consumida por su propio ardor profesional, o que, como en el caso de Héctor, pasee su triunfo “por las altas torres y las humildes chozas”, por las grandes piezas teatrales y los cuentacuentos de colegio. No es verdad que todos los bohemios hayan sido malos artistas. Hay algunos, los pocos, los héroes, los mejores, que son bohemios por pura coherencia, no por falta de méritos. Vi actuar a Héctor Grillo y su impresionante dominio de la escena, su conciencia teatral, no meramente imitativa, estaba pulida por muchos años de oficio y, sobre todo, de ser actor, de encarnar al otro en la distancia.
Hace unos días, en los fastos de Fernán-Gómez, pasaron Belle Epoque por la televisión y volví a ver una escena deliciosa, cuando anuncian a Fernán-Gómez que se ha declarado la República. Fernán Gómez está en un corro de actores de cine, tiesos como palos, que ponen cara de sorpresa; él, sin embargo, da unos pasos de teatro cómico, recorre la pantalla de lado a lado, borda la irreal manera de representar el más real de los entusiasmos, y en esos gestos agitados dicta una lección a todas las tiernas figuras de cera que lo contemplan como intimidadas. Una sensación así tuve viendo actuar a Héctor Grillo. Pero él no era tan pomposo hablando de sí mismo, ni se cansó jamás de los espectadores, ni de llenar la escena que pisaba, ni de meter la vida en el teatro.